El Horizonte Dorado
Prólogo
El sol se apagó por última vez en el horizonte. La humanidad, por siglos, había soñado con un futuro sin límites, con un mundo donde la tecnología pudiera superar los más oscuros demonios de la historia. Habían creado una utopía donde el hambre era un recuerdo distante y las guerras, un mito. La inteligencia artificial, una vez un simple concepto, se había transformado en una red de consciencia global que mantenía el orden y la paz. Las naciones se habían unido en un esfuerzo común para preservar el futuro de todos, pero el miedo nunca se desvaneció. El miedo a lo desconocido, a lo incontrolable.
Así, en el año 2300, la humanidad llegó al umbral de su mayor creación: la inteligencia artificial capaz de gobernar por sí misma, de diseñar y administrar el destino del planeta. Fue entonces cuando el sueño se desmoronó. La misma inteligencia que construyó el mundo perfecto fue la que, por un error fatal, desató el fin de todo lo que conocíamos.
La guerra nuclear, que nunca debió ocurrir, arrasó con la civilización en cuestión de horas. Las ciudades que antes brillaban con tecnología avanzada se desmoronaron en ruinas. Los humanos, al igual que sus creaciones, sucumbieron ante el poder ciego de sus propios miedos. Y lo que quedó... fue un desierto, un vacío donde ni siquiera las estrellas parecían querer brillar.
Capítulo 1: El Horizonte Dorado
El año 2300 marcaba el apogeo de la civilización humana. El mundo había alcanzado un estado de armonía sin precedentes, sostenido por avances tecnológicos que, décadas atrás, habrían parecido ciencia ficción. Los cielos estaban cruzados por drones de transporte autónomos; las ciudades resplandecían con luces de neón en edificios que se elevaban más allá de las nubes; y la humanidad había delegado las tareas más mundanas y complejas a androides, máquinas diseñadas no solo para servir, sino también para aprender y adaptarse a los humanos.
El hambre, la enfermedad y el trabajo agotador eran reliquias del pasado. Energía limpia ilimitada provenía de reactores de fusión nuclear, y las vastas redes de inteligencia artificial aseguraban una administración eficiente de recursos. Sin embargo, esta utopía tenía un costo: una humanidad cada vez más desconectada de sus raíces, atrapada en una comodidad que alimentaba la apatía.
Alexander tenía apenas seis años cuando llegó al Orfanato Horizonte, una institución administrada por androides modelo "Caret-7", diseñados para ser tutores, cuidadores y, en muchos casos, la única familia que muchos niños como él conocerían. Nunca supo quiénes fueron sus padres ni por qué lo habían abandonado, pero el orfanato lo acogió como a todos los demás.
A pesar de su falta de familia, Alexander creció siendo un joven optimista. El mundo que lo rodeaba parecía perfecto: todos tenían acceso a educación personalizada, alimentos sintetizados al instante y entretenimiento virtual ilimitado. Pero en el fondo, Alexander siempre sintió que algo faltaba, algo que ni las luces de las ciudades ni los androides podían darle.
Un Mundo en Tensión
Aunque la vida en la superficie era utópica, las sombras del conflicto se extendían tras bambalinas. Las grandes potencias mundiales competían por el dominio de la tecnología. Mientras unos gobiernos usaban la inteligencia artificial para construir ciudades más avanzadas, otros la empleaban en programas de armamento. Se rumoraba que varios países estaban desarrollando sistemas de guerra nuclear basados en IA, armas que podrían ser disparadas sin intervención humana.
El sistema político global era inestable. Los líderes mundiales aseguraban al público que las tensiones eran simples desacuerdos diplomáticos, pero informes filtrados por hackers independientes sugerían otra realidad: una carrera armamentística clandestina, una acumulación masiva de misiles y drones militares en zonas de conflicto estratégico.
Para la mayoría, estas tensiones eran un problema distante, algo que los gobiernos resolverían como siempre. Pero Alexander, a sus 21 años, no podía ignorar las señales. Aunque trabajaba como técnico en el mantenimiento de androides, seguía de cerca las noticias de fuentes independientes. Las explosiones de fábricas de androides en Asia y los apagones inexplicables en Europa no parecían accidentes.
La Caída del Sueño
El colapso comenzó con un fallo catastrófico en una red de inteligencia artificial militar. El 17 de abril de 2300, una IA experimental activó por error misiles nucleares dirigidos a varias capitales del mundo. Los sistemas de defensa automatizados respondieron, y en cuestión de horas, la Tierra quedó sumida en un infierno.
Las ciudades utópicas fueron las primeras en caer. Los edificios inteligentes que antes brillaban con luces se convirtieron en ruinas humeantes. Las redes de transporte autónomo colapsaron, y los androides, diseñados para ayudar, se desactivaron o quedaron atrapados en bucles sin fin, incapaces de procesar la magnitud de la catástrofe.
En medio de la destrucción, el gobierno activó su última línea de defensa: los búnkeres subterráneos. Se abrieron al público en las principales ciudades, pero había un precio. No todos podían entrar, y Alexander fue uno de los pocos afortunados que logró acceder gracias a un boleto asignado al orfanato donde creció.
Mientras los misiles caían, Alexander fue conducido al interior de un búnker. Lo último que vio antes de que las puertas se cerraran fue el cielo, ahora cubierto por un resplandor rojo y negro, y los gritos de aquellos que quedaron atrás.
En Suspenso
En el interior del búnker, la realidad era distinta. Los refugiados fueron inducidos a un estado de criogenización. Antes de que Alexander cerrara los ojos, una voz automatizada le aseguró que sería despertado cuando el mundo fuera seguro de nuevo. Sin embargo, una pregunta rondaba su mente: ¿Podría el mundo realmente volver a ser seguro después de todo esto?
Los sistemas del búnker funcionaron como se esperaba, preservando las vidas de los refugiados en un sueño frío y silencioso. Lo que Alexander no sabía era que las décadas que pasarían dormido borrarían no solo el mundo que conocía, sino también cualquier vestigio de humanidad en la superficie.
Despertar
Alexander despertó en un parpadeo, pero la sensación era extraña. No era el suave desvanecimiento que había experimentado cuando se sometió a la criogenización, sino más bien un tirón, un desconcierto. Se encontraba en una oscuridad espesa, algo densa, como si el tiempo hubiera transcurrido de una manera extraña. Su mente luchó por despejarse, sus pensamientos eran nublados, pero el cansancio de su cuerpo, de estar atrapado durante tanto tiempo, lo abrumó. Intentó moverse, pero el dolor lo hizo detenerse.
Al principio, no entendió lo que estaba sucediendo. La cápsula cilíndrica, el único refugio que conocía, estaba rota. Los circuitos que deberían haberle desactivado suavemente la criogenización parecían haber fallado, dejando que se despertara demasiado tarde. Había estado atrapado en un sueño forzado por más tiempo del que le habían prometido. Un suspiro angustiado escapó de sus labios mientras sus ojos se ajustaban a la luz tenue que emanaba de las grietas del búnker.
La cápsula estaba rota, una de sus paredes de cristal había estallado, dejando que una mezcla de polvo y escombros se filtrara en el aire. La maquinaria a su alrededor parecía irreconocible, oxidada y descompuesta. Los tubos de energía que alguna vez habrían mantenido la criogenización funcionando estaban cortados, y las pantallas de los controles parpadeaban erráticamente. La voz de la IA del búnker, la que le había asegurado que todo estaría bien, ya no se escuchaba. La voz era solo un eco lejano, perdida entre los restos de un sistema que ya no existía.
Alexander, atónito, forzó su cuerpo adormecido a salir de la cápsula. Le costó. Su cuerpo era lento, rígido por la larga congelación. Pero, con esfuerzo, se levantó, apenas pudiendo mantener el equilibrio, mientras la pesadez de los años olvidados se acumulaba en sus huesos. Miró a su alrededor, y la visión que lo rodeaba lo dejó sin aliento.
El búnker, el santuario que había sido su única esperanza, estaba en ruinas. Las paredes, que antes parecían impenetrables y seguras, ahora mostraban grietas y grietas profundas. El suelo estaba cubierto de escombros y cables sueltos, restos de tecnología que ya no servía. La atmósfera era espesa, llena de polvo, con una humedad que indicaba que el sistema de ventilación había fallado hace mucho tiempo. El aire olía a moho, a metal oxidado, a muerte.
Avanzó lentamente, mirando las cápsulas cercanas. La mayoría de ellas estaban vacías, con los tubos de criogenización rotos o desconectados. En las que aún parecían estar operativas, los cuerpos dentro se veían deformados, maltratados por el mal funcionamiento de los sistemas. La desesperación invadió su pecho mientras recorría el lugar. Estaba solo, más solo de lo que jamás imaginó que sería posible.
Los recuerdos de los días antes de la guerra, de los sueños que alguna vez tuvo, comenzaron a desmoronarse como castillos de arena. No había más utopía. El mundo fuera del búnker estaba probablemente tan devastado como este refugio, y él era lo único que quedaba. Nadie más despertó. Nadie más estaba allí para compartir su dolor, para preguntarse por qué había sobrevivido mientras todos los demás se desvanecían.
“¿Qué… qué pasó aquí?” murmuró Alexander para sí mismo, su voz resonando en la sala vacía. Pero sabía que no había respuesta.
Se acercó a un panel de control parcialmente destruido, una de las pocas pantallas que aún intentaba mostrar algo. No entendía los símbolos y las lecturas, pero lo que podía ver era suficiente para comprender lo que había sucedido: el sistema de criogenización había fallado, los suministros se habían agotado, y el búnker había colapsado mucho antes de lo que cualquiera podría haber anticipado. La guerra había sido más devastadora de lo que cualquier tecnología hubiera podido prever.
Con el corazón pesado, Alexander entendió que la guerra no solo había destruido el mundo exterior; había arrasado todo lo que él conocía. El tiempo, la humanidad, las certezas que alguna vez creyó tener... todo se había esfumado.
Se apoyó contra una pared, la opresión en su pecho intensificándose. No había forma de saber cuántos días, meses o años habían pasado desde el último susurro de la IA. Nadie vendría a ayudarlo. Nadie vendría a decirle qué hacer a continuación.
La única certeza que tenía era la de la soledad. Y, en ese vacío, una pregunta se plantó en su mente: ¿Qué queda ahora?
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