Prólogo
Ocurrió en una fría noche de invierno. Su padre le dijo temprano por la mañana que iría a cazar un par de conejos para la cena, y él sin dudar tomó su palabra como un hecho. Porque creía saber que papá regresaría por la tarde con las presas prometidas y ambos cenarían estando cercanos al fogón.
Inocentemente creyó que se deleitaría con una rica comida en compañía de su preciado y amoroso padre. Sin embargo, no demoró demasiado en que se diera cuenta de que su ingenuidad le había pintado una bonita fantasía de cómo sería aquella noche que acabó siendo una caótica persecución.
¿Cuántos años tenía en aquel entonces? ¿Cuatro? Quizás ya había cumplido los cinco, no lo recordaba bien. Desde temprano se habría quedado solo en aquella cabaña silenciosa y fría, en la que únicamente vivían él y su padre.
Su madre había muerto hacía muy poco junto con sus hermanos en un accidente terrible. Por lo menos, esa fue la explicación que recibió cuando notó la ausencia de su progenitora, de Solaris y Lucis. Irremediablemente fue una noticia que le tomó por sorpresa y fue complicada de digerir para alguien tan joven como él.
A temprana edad entendió que en cualquier momento un ser querido para él podría fallecer. Después de todo, así como durante la mañana habría compartido un ameno desayuno con parte de su familia, para la noche ya había perdido a la mitad de la misma.
Y aquella noche aquel suceso se repitió exactamente dos semanas después de que tuviera que resignarse a ya no tener más a su madre y sus hermanos con él.
— ¿Crees que se halle dentro?
— Debería de estarlo.
— ¿Y si hay alguien con él?
— Hemos podido con el padre. Simplemente habrá que matarle también.
Aquel 2 de Junio, habiendo cedido al sueño poco antes del ocaso, terminó despertándose durante la madrugada ante el inmenso silencio que inundaba la cabaña. Y poco después, se quedó mudo en su totalidad al escuchar una serie de susurros provenir del exterior. Su mirada se dirigió a la entrada de la cabaña, y con ver dos siluetas oscuras obstruir el halo de luz que se colaba por debajo de la puerta fue suficiente para que se encendieran todas sus alertas.
Como un pequeño ratón, se escurrió por el sofá mientras su temerosa mirada seguía las sombras visibles a través de los cristales empañados de la morada. Ellos rodeaban la vivienda, buscando la forma menos intrusiva de entrar, dejando la menor cantidad de evidencia, y él no dudó en acercarse poco a poco hacia las escaleras que daban al segundo piso.
Era muy joven aún, por lo que al inicio su primer instinto fue dirigirse hacia su habitación y esconderse bajo la cama. Aquellos dos desconocidos lo intuían, y pacientemente irrumpieron en la cabaña y subieron lentamente los peldaños de madera. Cada paso estaban más cerca de la habitación que buscaban, y cuando abrieron la puerta no tuvieron mucha prisa al ingresar.
Le dieron la corta ilusión de poder librarse, pero los desconocidos no demoraron mucho más en aplastar por completo aquel esperanzado anhelo. Uno de ellos sujetó el inferior de las colchas de la cama y las apartó con violencia, dándole al niño el vistazo inesperado de la cabeza de un lobo gris.
De su boca profirió un grito aterrado al verle y prosiguieron muchos más cuando intentó refugiarse en la esquina más alejada antes de que le capturaran apresando uno de sus tobillos. Sus uñas se enterraron en la madera cuando tiraron de su pequeño cuerpo hacia afuera de la poca seguridad que la cama le brindaba, y le dejaron colgando de cabeza apenas lograron sacarlo de su escondrijo.
Desde donde estaba era difícil prestarle atención a la apariencia de sus indeseables invasores, pero el hecho de estar aterrorizado no perdía puntos en ello. Pero lo que seguramente recordaría cada día de su vida, sería la inusual apariencia de los dos extraños que fueron por él.
Porque notó que pese a tener manos humanas de uñas cortas y cabezas de lobos grises, la posibilidad de que fueran un par de licántropos era remota. Una fuerte corazonada le llevaba a creer eso tras mirar sus ojos y notarlos diferentes. Más humanos. Como si usaran las pieles de aquel par de canidos como simples máscaras para ocultar su apariencia.
O quizá pertenecieran a una especie de secta por sus particulares vestimentas.
Él era joven en aquel entonces, pero incluso para él se volvía obvio que esos dos individuos, aquel hombre y aquella mujer, no poseerían buenas intenciones. Y decidió confiar en sus apresuradas conjeturas, cuando divisó en el cinto de la mujer un fardo manchado de un intenso color rojo.
Si aquel líquido que goteaba era sangre o bayas machacadas, no lo sabría nunca.
Porque no esperó para averiguarlo. Apenas se presentó la oportunidad y quisieron ponerlo de pie en el suelo para atar sus extremidades, no dudó ni un instante en morder la mano de su captor y patear con todas sus fuerzas el estómago de uno de ellos. No se fijó a quien le habría asestado el golpe, pero tiempo después se alegraría profundamente de haberlo hecho.
Y a sabiendas que no podría huir por la puerta, bloqueada por aquellos dos individuos, su instinto de sobrevivencia le indicó a tirarse por la ventana. La nieve acumulada en el exterior amortiguó su caída, pero no le libró del dolor que sentiría de manera posterior cuando la adrenalina dejara de hacer efecto y el frío le calara hasta los huesos ante lo poco abrigado que iba.
Pero en ese momento no importó. Nada más importó que correr de ahí.
Solamente huyó, sin atreverse a mirar atrás.
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