Capítulo 9
ELENA
«La siesta es sagrada» solía decir mi abuelo. Y como este palacio debe respetar su mandato, después de comer nos hemos separado con intención de descansar, aunque yo no he conseguido pegar ojo.
Me he dedicado a reorganizar el armario, repasar un capítulo de mi eterna novela, leer una antología de cuentos que he traído conmigo —Los fantasmas favoritos de Roald Dahl—, y la última hora la estoy destinando a prepararme.
He quedado con Mikel a las seis en el recibidor. Son menos diez y ya me he duchado, aplicado un poco de maquillaje y vestido. Llevo unos mocasines marrones, pantalones cortos beiges y una camisa blanca de manga corta.
—Perfecta —opino frente al espejo.
Y, toc toc, escucho a mis espaldas.
—¿Sí?
Adopto una postura rígida, hasta que compruebo que se trata de mi amigo:
—Hola, Izan.
Sin siquiera saludar, arrastra sus pies hacia la cama, donde se deja caer apoyando su trasero. Luego resopla de manera exagerada. Ha puesto en marcha el modo dramático.
Pasando por alto la odiosa manía que tienen mis amigos de engurruñar mis sábanas, voy a su lado:
—¿Qué ocurre?
—Ocurre que... —Pausa tensa—. Mientras tú te vas a recoger margaritas con Tarzán... —se mete con Mikel y su aspecto rústico—. Yo me quedo levantando pesas con un chulo y una salida que no va a parar de meterle fichas.
No lo niego:
—Ya, sí. Que te sea leve.
Me mira con desagrado e ironiza:
—Gracias. Deberías ser psicóloga.
—¡Izan...! —Lo empujo—. ¿Qué quieres que te diga?
—¿Un truco mágico para que Rosa deje de tontear con Andoni? No me apetece ser testigo de ello.
No es necesario estudiar psicología para saber lo que realmente le molesta:
—Vamos, que te pone celoso que flirteen.
—¿Qué? ¡No! Pero presenciarlo tampoco es el mejor plan.
—Pues no vayas —soluciono.
—¿Y les dejo a solas?
Me giro hacia él, se ruboriza y disimula:
—A ver, que no me importaría. Solo que... No sé, no quiero no ir y quedar como un cobarde. Ya me he comprometido con Andoni.
—Bien. Pues entonces te fastidias y apechugas —sentencio—. No haberle seguido la corriente.
—¡Es que no lo he podido evitar!
—¿Por qué?
Aprieta los puños y se exhibe enajenado:
—Porque... Joder, me ha desafiado y me he puesto...
—¿Cachondo? —disparo, sin rodeos.
Izan parpadea desubicado ante mi remate, digno de haber sido pronunciado por Rosa, pero no me contradice. Permanece callado y yo también.
Ambos sabemos que la conversación no ha finalizado, simplemente, es una pausa con aires de reflexión. Mi amigo está rumiando algo y yo espero a que lo comparta conmigo. Algo que hubiese hecho, de no ser porque nos acaban de interrumpir:
—¡¡¡Chiquis!!! —La que faltaba.
Rosa se coloca frente a nosotros y, con una exagerada voz aguda, avisa:
—It's time!!!
—¿Ya son las seis? —me altero.
Odio la impuntualidad.
—Sí... —Rosa me escruta mientras camino hacia el espejo—. Y qué guapa te has puesto. Vas a fuego con el matojitos, ¿eh?
Pongo los ojos en blanco y me excuso:
—Si me he preparado así es porque puede que Mikel me lleve al pueblo y quiero causar buena impresión a sus habitantes.
No cuela.
Rosa suelta una carcajada y comenta:
—Chica, que te gusta tu nuevo primo y ya está.
—¡Que no! —zanjo—. Y Mikel no es mi pariente.
—Por tanto, puedes hincarle el diente —rima ella.
Hago un mohín e Izan sale en mi defensa:
—Oye, aquí nadie va a hincar el diente a nadie.
Rosa rechaza la idea:
—No estéis tan convencidos. —Advierte—: Puede que yo se lo hinque a Andoni. Por algo me voy a pintar los morros para hacer deporte.
Es inevitable que la mirada de Izan y la mía se topen después de la escueta charla que hemos mantenido sobre el nieto menor de Lourdes, pero Rosa ni se inmuta. Está entretenida aplicándose un pringoso labial de un intenso color rosa chicle.
—Este tono —Oprime sus labios para extender el pegote— ¿me queda bien?
—Si quieres disfrazarte de Mamá Pig, sí —responde Izan.
—Y te has puesto demasiado —observo.
—Nunca es demasiado. Si ligo con Andoni pienso dejarlo marcado de arriba —Sonríe pícara—, abajo.
Nos desespera, pero no hay tiempo para discutir.
Es momento de ponernos en marcha.
***
Tras separarme de mis amigos, me dirijo al recibidor del palacio, donde Mikel aguarda. Siento vergüenza por la demora aunque, según Rosa, me beneficiará: «retrasarse un poco es de reinas».
Desciendo por las escaleras y, cuanto más me acerco a él, más me cuesta ignorar lo atractivo que me resulta su rostro, repleto de lunares dispersos como canela espolvoreada. Las comisuras de sus ojos se pliegan sutilmente al sonreír y sus perspicaces iris pardos me examinan. El interés es recíproco.
—Hola, Elena. —Con un ligero cabeceo señala hacia el exterior—. ¿Preparada?
—Sí.
O al menos, espero estarlo.
IZAN
Aunque las predicciones apuntasen a que la sesión en el gimnasio de Andoni sería excesivamente dura, la realidad es muy distinta.
Nada más hemos puesto un pie en la inmensa habitación —es aún más grande que las nuestras—, Andoni ha desempeñado el rol de personal training: nos ha indicado que nos pongamos sobre esterillas y hagamos ejercicios con nuestro propio peso corporal. Vamos, que nos mantengamos lejos de sus muchas máquinas y accesorios. Ni siquiera me ha dejado pillar una pesa. Mucho menos atizar el enorme saco de boxeo que cuelga del techo, o trepar por la cuerda que ha atado a lo que parece una viga. Y es que esta habitación no solo tiene más metros cuadrados sino que también tiene una mayor altura, gracias a que conecta directamente con el tejado a cuatro aguas del palacio.
Al principio he supuesto que no nos dejaba tocar nada por egoísmo, pero al cabo de media hora me he dado cuenta de que lo ha hecho para no acabar con nosotros. Y es que por básico que parezca el entrenamiento, Rosa y yo estamos abatidos. Ya no quiero ninguna de sus maquinitas. Lo único que me tienta de toda la estancia es la elegante cama, la cual está arrinconada junto a los soportes de las mancuernas. Es un escenario un tanto peculiar.
—¿Cómo vas, chaval?
La voz de Andoni hace que detenga la torpe flexión que pretendía hacer, recoja mi postura posándome sobre las rodillas y alce la vista.
Vaya.
He mentido.
La cama no es lo único que me tienta aquí.
Andoni lleva una corta pantaloneta gris y una camiseta blanca. Ambas prendas se ajustan a su cuerpo a la perfección, y me fijo en la marca. No me refiero al Adidas que tienen bordado, sino a La Gran Marca: esa que se le forma bajo el elástico de la cintura, esa que tengo justo a la altura de mis ojos.
—Hey. —Andoni da un paso al frente.
Quedo a centímetros de él y, más concretamente, de su entrepierna. Me veo con la obligación de subir el mentón y desviar la atención a su rostro, el cual desde esta perspectiva casi se oculta tras el abultado pectoral.
—¿Aún quieres levantarla? —me ofrece.
—Eh, ¿qué?
—La pesa. —Las señala—. Antes querías.
—Ah, joder. No, ya paso.
No estoy en condiciones, mi brazo tiembla hasta cuando bebo agua.
—¿Izan, te encuentras bien? —se preocupa, y mucho, porque es la primera vez que me llama por mi nombre.
Vaya pintas debo tener. Exhausto y arrodillado frente a él, cual su sumiso. Es obvio que Andoni ha salido victorioso del desafío.
—Sí, estoy bien —miento.
Él se agacha, me agarra del hombro y noto cómo fluye la energía, cómo chisporrotea cuando me susurra:
—La primera vez siempre cuesta, ¿sabes?
No sé qué decir, temo que mi mente cortocircuitada me juegue una mala pasada. Así que callo.
—La siguiente —continúa—, lo disfrutarás.
Es imposible que no sepa que sus palabras se pueden malinterpretar.
Debe de estar provocándome, pero no estoy listo para lidiar con ello.
Si no cierro la boca es porque necesito coger todo el oxígeno que requiere mi cuerpo para sobrevivir, no porque vaya a contestar.
—¿Te has quedado sin lengua? —insiste, me guiña un ojo y cada vez me cuesta más respirar.
Estaba hecho polvo y Andoni ha logrado pulverizarme:
—Me has ganado —admito.
—¿Ganado?
—Sí. He quedado fatal.
Me sonríe y corrige:
—Para nada.
—¿No?
Su mano se desplaza hasta mi nuca y, con calma, me atrae hacia él.
—Qué va, Piolín...
La piel se me eriza y, cerca de mi oído, sobre mi cuello, Andoni confiesa:
—De hecho, creo que me gustas.
Una cálida sensación me estruja la garganta, hasta el punto de que soy incapaz de escupir una sola palabra, de tragar una mísera gota de saliva.
Entonces me salva de la asfixia, dándome una pequeña palmada en la espalda y alejándose. Como si con ello rompiese toda conexión, como si así devolviera la paz a mi sistema nervioso.
Eso ya es imposible.
El Ibarra deportista ha podido conmigo, en todos los sentidos.
Empiezo a pensar que eso de que del amor al odio solo hay un paso es real, solo que con las dos personalidades de Andoni, la simpática y la de cabrón, no sé hacia dónde debo darlo...
Cuando Andoni se ha alejado con el fin de seguir haciendo deporte, yo me he dirigido al baño para encerrarme en él. No quería que nadie viese los niveles a los que ha llegado mi dermatitis.
Que Andoni me atrae es un hecho. Su figura, su voz, su manera de hablar, de gesticular... El nuevo primo de Elena está muy bueno. Y aunque es cierto que me irritan algunas de sus actitudes —como que me exhale humo en la cara o pegue portazos—, otras me flipan. Por ejemplo, cuando me busca chulesco o, sobre todo, cuando rompe su coraza de tipo chungo para mostrar verdadero interés en mí. Entonces sí que saltan chispas.
No quiero ilusionarme pero, sinceramente, espero no salir del gimnasio siendo un simple gym-bro. Ni me mola el rollo del gym, ni mucho menos quiero que me vea como a un bro. Por ello, debo ponerme las pilas y llevar las riendas del intermitente tonteo que tenemos. No puedo limitarme a mirarlo embobado cada vez que me halaga. Tengo que contraatacar.
—Tú puedes, Izan.
El espejo me alerta de mi desmejorado aspecto y me pongo manos a la obra para volver a llenar de vida mi agonizante cuerpo: me lavo la cara e inspecciono los cajones —hecho muy invasor—, para dar con un desodorante.
Entre el desorden, encuentro un spray y me lo rocío por las axilas y la ropa, hasta asegurarme de que solo huelo a ricachón juvenil con toques de bergamota.
—Genial.
Me toca encargarme del aliento. Tengo la boca muy seca y por más que beba agua no mejora. Así que me dispongo a buscar la pasta de dientes de Andoni para echarme una gota en el dedo y esparcírmela por las encías.
En una esquina del enorme lavabo hay un recipiente con un tubo de dentífrico —¡bingo!— y dos cepillos. Sí, dos. Uno de ellos es azul y el otro verde. No entiendo por qué necesita más de uno. ¿Será una manía de niño pijo? ¿O es que suele tener compañía?
Borro esta desagradable opción de mi cabeza de inmediato y paso a la acción.
Una vez mi boca desprende aroma a menta, me peino un poco y...
—¿Lentillas? —Hay una caja.
Tal vez Andoni use gafas, pero no hay ni rastro de estas. Por ningún lado.
—Qué raro.
Exploro un poco más, sin éxito.
Las lentillas y el segundo cepillo me siguen descuadrando, pero ya he malgastado mucho tiempo siendo demasiado acosador, así que me examino en el espejo hasta finalmente considerar:
—Venga, estoy listo.
Me vuelvo hacia la puerta, agarro la manilla y, antes de tirar de ella, llegan a mí una serie de carcajadas. Regreso al cuarto y me topo con Rosa montada en la espalda de Andoni mientras este hace flexiones.
—¿Qué cojones?
Andoni no para y Rosa, que sube y baja como si estuviera en el caballito de un tiovivo, me transmite un silencioso mensaje a través de sus mudos labios rosados: «Mamá Pig».
Lo pillo. Lo quiero marcar. Va a fuego. Y me doy cuenta de que eso es un problema bien gordo, porque, yo también me he decidido a ir con todo.
—Joder.
Hasta ahora no lo he querido ver y mucho menos tomármelo en serio, pero, la historia se repite.
Andoni es el nuevo Manu.
*****
Que comience el salseo ;)
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