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Capítulo 69


IZAN


No sé a qué juega Elena. Ella no es nadie para entregar a Lourdes. No por temas morales, que a estas alturas son un mal menor, sino por lógica: no sabe dónde está y sería incapaz de averiguarlo. El palacio entero luce abandonado. Ni siquiera hay rastro de los hermanos.

¿El objetivo real de la trampa no seríamos nosotros? Porque aquí al que van a degollar es a mí. Puede que quisieran eliminar a los únicos que podían encarcelarlos, cosa que, a este paso, es lo que va a ocurrir.

Siento el corazón en la garganta cuando Alberto apura la navaja al máximo.

Si trato de liberarme, me desangro.

—Iremos a por el cuadro —propone Elena.

—Primero me cargo a la vieja —contradice él.

—¿A Lourdes? Se ha ido. Creía que era obvio.

Rosa y yo no participamos. Ella por precaución y yo porque mis cuerdas vocales no se encuentran en condiciones de hacerlo. Es Elena la que negocia.

—Si no te das prisa volverá con sus nietos y se llevarán la obra —amenaza ella—. Podemos discutir hasta que eso pase, o podemos ir a por la pieza de arte. Una vez tengas el cuadro se te hará más fácil manipularla. Pero antes, el cuadro a cambio de a mi amigo. Es un buen trato. No hace falta ser un lumbrera para saber qué te conviene hacer.

Cómo se nota que no es a ella a la que van a decapitar.

Mis ojos le gritan que no se pase de lista mientras que los suyos derrochan seguridad; en sí misma y en el plan que acaba de improvisar.

—A por el cuadro —accede Alberto—. Pero al chaval lo soltaré cuando lo tenga en mi poder.

Solicita algo más que su palabra, lo que a Elena no le parece ningún inconveniente.

—Es justo. —Da un paso al frente—. Entonces tendréis que seguirme.

—Seguiros. A ella también —incluye a Rosa—. No voy a dejarla aquí.

Elena se quita el bolso —en el que lleva el arma—, y lo deja en el suelo para agarrar del brazo a Rosa. Su procedimiento cada vez parece más un boicot.

—Bien. Iremos juntas. Pero tú también tienes que ir con tu socio.

—¿Qué socio?

—Víctor.

Tardo un buen rato en relacionar ese nombre con Max. Así era como se llamaba antes de que Lourdes le diera una nueva identidad.

—Víctor está en el fondo del mar —confiesa Ubel.

Elena frunce el ceño y creo que los tres estamos igual de perplejos. ¿Es que no sabe que sobrevivió al accidente del barco?

—El muy imbécil vino arrepentido, sí. Creía que lo perdonaría pero, ¿cómo iba a hacerlo? Después de años riéndose de mí... No lo perdoné, no. En absoluto. —Su voz destila ira, frustración, y su aliento envuelve mi nuca desencadenándome escalofríos—. Lo ahorqué y descuarticé para tirar sus restos al mar. Era donde debían estar.

Ahora sí que me estremezco. El tipo que me intimida es un puto psicópata. Estoy en manos de un maníaco, y de Elena.

—Pues si Víctor ya no está... —Lucha por mantenerse serena—. No malgastemos más el tiempo.

Ha llegado la hora de ponernos en marcha.

Ubel afloja la fuerza, vuelvo a respirar y se prepara para caminar conmigo como rehén. Todos damos por hecho que tendremos que subir por las escaleras, pero Elena alza el mentón hacia la salida.

—Por ahí. Está enterrado en el jardín.

—¿Me tomas el pelo? —sospecha Ubel.

—Es la verdad. —Me mira fijamente—. Tienes a mi mejor amigo, no voy a arriesgarme.

—Eso espero.

Elena asiente y, a continuación, detalla:

—La obra está enterrada en el centro del laberinto.

Rosa se esfuerza por poner cara de poker cuando es el vivo reflejo del temor y la confusión. Yo estoy tan perdido como ella, y mucho más acojonado. La única que mantiene la compostura es Elena.

—Salgamos por el garaje. Tenemos que coger una pala.

Finalmente, lo ha persuadido, aunque como precaución este grita:

—Si hay alguien más en esta casa, que sepa que tengo al chico enganchado. Una tontería y lo degollo.

Trago saliva y, durante un mísero segundo, a Elena le baila la careta. Está tan horrorizada como los demás. Una fugaz mueca de angustia causada por el grito la ha traicionado. No sabe lo que hace. Se está echando un pedazo de triple, cuya probabilidad de éxito, es casi nula.

Estoy jodido. 



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