Capítulo 55
ELENA
Increíble pero cierto. El señor Connor ha logrado mantenerlos a raya. Mientras leían, no me han atosigado con el tema de mi abuelo. Algo que agradezco profundamente porque, ni quiero derrumbarme, ni puedo hacerlo. Apenas les he contado una parte de todo lo que sé y así debe seguir siendo para mantenerlos a salvo. Bastante les estoy exponiendo al llevarlos conmigo a la cabaña.
Durante las últimas horas, he atendido a sus opiniones sobre la novela y, por lo que he advertido, les está gustando. Aunque la magia de la narrativa pierde su encanto cuando la misma realidad supera la ficción, y la puesta de sol ha llegado como recordatorio de ello.
—Se acerca la noche —alerta Rosa.
Cierro la carpeta y el portátil sin entusiasmo, aún quedan muchas incógnitas por resolver, y me asomo a la ventana con mis amigos detrás.
—Iremos de madrugada, así que relajaos. Ahora tan solo nos trasladaremos al cuarto de Izan, por las vistas —les ordeno—. Lo haremos sin montar revuelo para que no se enteren los Ibarra.
—Mejor —concuerda Izan—. Durante la cena parecían muy tensos.
—¿Cómo no iban a estarlo? —reprocha Rosa—. Mikel ha dicho que la merluza estaba de muerte y tú la has escupido.
—¡Porque creía que hablaban en clave!
—Pues la has cagado. Andoni te ha notado raro, por eso te ha escrito.
—Me ha escrito porque le gusto, aunque a ti te cueste asimilarlo.
—Serás cabrón...
Antes de que el conflicto sentimental nos arrastre, intervengo:
—Izan, tú por si acaso respóndele. Con naturalidad.
—¿Cómo se hace eso?
—Mandándole un nude —propone Rosa.
Y yo vuelvo a intervenir:
—Quiero pensar que decís gilipolleces por los nervios.
—Chica, un poquito de humor —justifica Rosa—. Así el trauma que nos generará la experiencia será más suave.
—Lo que tú digas. —Paso de discutir.
Mientras obedezcan, me vale.
—Coged lo necesario y cambiémonos de cuarto de una maldita vez.
Izan me sigue y Rosa también, pero esta se demora un poco más.
—Se me olvidaba la botella de vino. —La lleva consigo.
—Rosa, he dicho lo necesario.
—Descuida. —Abraza el pedazo de vidrio—. La voy a necesitar.
***
Las horas pasan y el ambiente ya no invita a la lectura. La cabaña se vuelve la protagonista absoluta y no se habla de otra cosa que no sea esta o su inquilino. Izan tiene demasiadas hipótesis.
—¿Será que Gabriel está secuestrado? O tal vez tuviera un hermano gemelo al que han mantenido preso todo este tiempo.
—No, Izan, no —corto—. Y con tus delirios no vas a resolver nada. Así que déjanos en paz un rato, por favor.
Asiente, y pega la frente al cristal de la ventana.
—Qué borde eres —musita Rosa desde la cama—. No deberías portarte así con nosotros, Elena.
Me yergo en el sillón, respiro profundo y cuento hasta diez.
Sé que solo tratan de ayudar.
Sin embargo, es difícil mantener la compostura cuando te enteras de que tu abuelo podría haber fingido su muerte; que podría haberla fingido incluso frente a su familia. Su verdadera familia.
—¡Mierda...! —me saca del ensimismamiento Rosa—. Se ha acabado el vino. ¿Alguien puede traer más?
Tiene la botella vacía entre sus manos.
—¿Te la has bebido entera? —se alarma Izan.
—No es para tanto. —La echa entre las sábanas y se pone en pie.
La verdad es que su cuerpecito tiene un aguante terrible. Tolera el alcohol tanto como un vikingo danés. Hasta le activa las neuronas:
—He estado pensando en el plan. —Se acerca a Izan para asomarse a analizar el terreno—. ¿Qué pasa si la puerta del muro está cerrada? ¿Cómo llegaremos al otro lado?
—Trepando —soluciono—. Es fácil. Hay varios setos y cipreses.
—¿En serio? —se mofa ella—. ¿Lo has aprendido de tu Tarzán?
Le hago una peineta y ella me lanza un beso.
—Chicas, yo no soy bueno escalando —nos advierte de su torpeza Izan.
—Ni nosotras —digo. Practicar deporte nunca ha sido nuestro fuerte—. Pero no nos queda otra. —Compruebo el reloj en mi iPhone—. Y no hay tiempo que perder. Es la una. En punto. —La hora acordada para partir.
Mis amigos se me unen y los observo.
El somnoliento rostro de la achispada apenas exhibe voluntad por hacerlo, el aterrado careto de Izan presenta las ganas que todos tenemos por huir sin mirar atrás, y mi impasibilidad solo es otra prueba de lo frágiles que somos ahora mismo. Pese a ello, permanecemos unidos, listos para afrontar el mayor marrón de nuestras vidas.
—Gracias —les reconozco la valentía.
Izan asiente y Rosa también.
Ya no hay vuelta atrás.
***
Bajamos las escaleras a hurtadillas y recorremos el salón sin encender ninguna luz, guiados por Izan y el flash de su móvil. Este nos lleva al garaje, nos perdemos entre las motos de Andoni y los demás vehículos de la familia Ibarra, y salimos al exterior. Avanzamos por el jardín hasta llegar a la puerta del muro que, efectivamente, está cerrada. Así que entrelazo mis manos frente a Izan.
—Pon el pie. Te impulsaré.
Al parecer, no es necesario.
Izan lo hace solo y me ayuda tirando de mí una vez está arriba.
—¿No decías que eras malo escalando?
—Será el entrenamiento con Andoni, que da sus frutos.
Entre los dos, cargamos con Rosa, y pasamos al otro lado.
Aterrizamos sobre un camino empedrado, una especie de callejón formado entre el muro y el edificio. Es un espacio estrecho y muy oscuro. Los cipreses de la zona impiden pasar a la luz de la luna y las pocas ventanas que hay en la fachada tienen las persianas bajadas, lo que también nos oculta de cualquier mirada. Tan solo hay una abierta y se encuentra a varios metros de nosotros.
Avanzamos hasta ella y, con cautela, me inclino para echar un vistazo rápido. Da a una cocina, aparentemente desierta. Supongo que la habrán dejado ventilando.
—Podemos pasar.
Nos coordinamos para hacerlo y ahora todos activamos los flashes. Alumbramos un fregadero limpio, utensilios colgando de una serie de ganchos, varios fogones, una lujosa máquina de café...
—¡Eh, brutal! —susurra Rosa al dar con un mueble bar.
Ha abierto una de las puertas de la licorera y la pequeña bombilla instalada en el interior se ha activado, iluminando las botellas.
—¡Apaga eso! ¡Ciérralo!
—No, no, espera —pide Izan.
Rosa le hace caso y el fogonazo amarillento no desaparece. Izan nos enseña una vez más la foto que hizo la pasada noche y comprobamos que los tonos ocre que delinean la silueta del hombre en bata, coinciden con los presentes ahora. También nos fijamos en que, desde la ventana, se aprecia el dormitorio del que venimos.
Estamos en el escenario de la imagen.
—Pillé a Gabriel porque vino a prepararse una copa —conjetura él.
—No puede ser. Mi abuelo no podía beber alcohol, por su salud.
—¿Una vez muerto tampoco? —reflexiona Rosa.
La miro determinadamente pero no sé cómo refutar su disparatada lógica, así que opto por reanudar la marcha. Me encargo de que regrese la oscuridad, a excepción de los flashes, y bordeo la isla de mármol que hay en el centro, con intención de pasar a otra estancia.
—Vayámonos antes de que al hombre se le ocurra prepararse otra copa.
Cruzamos un pasillo y enseguida damos con la entrada a lo que diría que es un despacho. Uno muy pequeño. Algo claustrofóbico por la cantidad de estanterías que lo comprenden. Tienen múltiples colecciones de novelas, todas cubiertas de polvo. O bien están abandonadas por la poca afición a la lectura del dueño, o porque...
—Son de atrezo. Esto no es más que un paso.
Uno de los ejemplares tiene el lomo rojo y sin grabados.
Convencida de lo que hago, tiro de él. Aunque no ocurre nada más allá de provocar un ligero chasquido. Izan se da cuenta de que el sonido ha procedido de un inmenso baúl, y levanta la tapa que acaba de ser desbloqueada. Es una trampilla a unas escaleras de metal.
—Qué mal rollo —se achanta él.
No podemos permitirnos retroceder ahora.
—Voy bajando —digo—. Quien quiera que me siga.
Nos adentramos dejando el gigantesco cofre como estaba y quedamos encerrados en un sótano equipado como si fuese otra oficina. En esta no hay libros, sino carpetas similares a la que mi abuelo dejó en la biblioteca secreta. Entre tantas, me llama la atención una con la fecha del tres de octubre de 2019. Fue el día de la desafortunada fiesta de cumpleaños de Lourdes.
Reviso los papeles, en su mayoría recortes de periódicos que relatan la tragedia. También hay una extensa lista de los invitados a la celebración, e incluso están los policías y bomberos que acudieron al rescate. A ellos se les suman los nombres de varios inspectores, fiscales, abogados... que investigaron sobre el siniestro y los dos fallecidos que hubo, cuyos restos se sumergieron en el Cantábrico. Hasta leo informes médicos en torno a los heridos. En especial, Gabriel y Mikel.
—¿Qué narices es esto? —cuestiona Rosa.
—Las piezas de una complicada partida de ajedrez —deduzco—. Para ganar debes conocerlas, desde la reina a los peones, y saber los movimientos que pueden llevar a cabo.
Dejo el fichero en su sitio, dispuesta a indagar en otro con una etiqueta de lo más tentadora. Aunque, antes de que lo abra, escucho:
—Chicas, venid. —Es Izan.
Me he despistado un segundo y ha desaparecido. Está detrás del mueble, ha llegado ahí mediante un pequeño hueco entre dos vitrinas repletas de máscaras africanas. Deben de ser auténticas, y estas piezas de arte son solo un avance de todo lo que nos encontramos a continuación: un espacioso salón que alberga múltiples esculturas, algunas con forma humana, lo que dificulta asegurarse de que no haya nadie más con nosotros.
—No sería ninguna locura que lo que vimos en el funeral fuese un muñeco —infiere Izan.
Con razón, además de las figuras realizadas con materiales tan clásicos como el bronce, nos encontramos con otras hechas con silicona, o poliéster. Los resultados son tan realistas que le cortan el aliento a cualquiera.
Dejando atrás la sección de estatuas, nos topamos con una de pinturas, y es aquí donde Rosa tiene otra oportunidad de demostrar que sus conocimientos acerca del arte visual van más allá del manga.
—Un Cézanne, Monet, Caravaggio, Rembrandt... —identifica—. ¿Sabéis qué tienen en común?
—Que valen una pasta —suelta Izan.
—Eso, y que están en paradero desconocido. Estos cuadros han sido robados.
—Como el de tu cuarto —destaco el de las amapolas.
—Exacto. Este palacio es una especie de museo clandestino o una fábrica de réplicas.
—Ambas son opciones horribles —se angustia Izan—. Podríamos ir a la cárcel si nos relacionasen con algo de esto.
Está en lo cierto. Al igual que podríamos ser asesinados por la mafia que probablemente esté detrás. Aunque mejor no expongo esta idea en alto. Y tampoco tengo posibilidad de hacerlo. Rosa acaba de tirar de nosotros para escondernos tras un amplio lienzo apoyado en el suelo. Todos los flashes quedan apagados y nuestros labios sellados.
Alguien desciende a este subterráneo almacén de arte.
Enciende la luz y lo atraviesa sin prisa.
Deambula con calma, parándose en puntos cada vez más cercanos, hasta que sus pisadas mueren al otro lado de nuestro escondite.
Mierda. Puede que nos haya descubierto.
El martilleo de mi tórax se intensifica a medida que soy consciente de la situación. Días atrás hubiese jurado que las pistas de mi abuelo y Mikel no nos conducirían a nada peligroso. Ahora, tras lo ocurrido a Luken y el tema del saqueo a los museos, no las tengo todas conmigo.
Los pasos prosiguen y mi cuerpo se destensa sutilmente. Que se vaya es un alivio y a la vez una decepción. Significa que la persona que podría ser mi abuelo se aleja. Se va por donde ha venido. Me tienta mirar por una esquina pero Izan se adelanta aferrándome de la muñeca y negando con la cabeza. Entonces la luz se apaga. Volvemos a estar solos y en penumbras.
—Tenemos que huir —anuncia Rosa.
Y entiendo su postura, pero, ¿cuál es la mía? ¿Qué harían ellos en mi lugar? Ese hombre podría ser mi abuelo y si no lo es, seguro que él y la cabaña tienen las respuestas.
—Elenita —se preocupa Izan—, ¿estás bien?
Tengo la atención de ambos.
Anhelan mis indicaciones, esperanzados porque los ponga a salvo.
Demasiado lejos los he llevado.
—Chicos, sí. Lo mejor es que nos larguemos.
Ambos concuerdan y subimos al despacho de arriba con cuidado de no cruzarnos con el hombre. Caminamos de vuelta a la cocina, donde la ventana aún está abierta. Nos paramos frente a ella y les incito:
—Salgamos de aquí cuanto antes.
Izan es el primero en saltar y luego lo hace Rosa.
Ella se gira a echarme una mano y...
—Lo siento. —Me encierro.
—¿Elena? —Su voz llega aplacada por el cristal—. Vamos, no me jodas.
Doy un paso atrás.
—Es por mi abuelo. Debo hacerlo.
Rosa forcejea con la ventana e Izan la detiene antes de que el ruido haga que nos encuentren.
—Sal de ahí, joder —me ruega también él.
Pero es inútil.
Retrocedo otro poco y respiro hondo.
—Si no he vuelto en media hora...
Sus miradas hacen que me lo replantee. En vano.
—... entonces llamad a la policía.
Les doy la espalda y me pierdo en las tinieblas del pasillo.
Esta vez lo hago sola y con el rumbo fijo: voy a por el archivador que antes no he podido leer y que, a juzgar por su etiqueta, posee un contenido crucial. Lo necesito para hacer que todos los engranajes encajen de una maldita vez. O para hacer que la maquinaria termine de explotar.
*****
20 minutos para el primer muerto...
Y menos de 24 horas para el anuncio en redes (jonazkueta).
Allí os espero para celebrar todo lo que viene ;)
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