- 32 días para el primer muerto -
IZAN
Burgos, 16 de junio de 2022
El viaje al palacio se me está haciendo eterno. Voy en los asientos traseros del coche de Rosa: un pequeño Fiat dorado lleno de abolladuras y con la parte inferior de la carrocería cubierta por una gruesa capa de barro salpicado. Desde lejos el vehículo parece un Ferrero Rocher.
—¿Cuánto falta?
Rosa baja la música y me espeta:
—Eres más cansino que el jodido asno de Shrek.
—Ya. —Chasco la lengua—. ¿Pero falta mucho?
Como buena copiloto, Elena informa:
—Quedan dieciocho kilómetros y medio.
—Algo más de un cuarto de hora —convierto.
—O sea —Rosa también hace sus cálculos—, unos seis temitas.
—Sí. —Elena propone—: Disfrutémoslos.
Pillo la indirecta. Chapo la boca, relajo mi postura enderezada y pego la frente a la ventanilla. Una gran cantidad de árboles cercan la autopista por la que avanzamos, en los paisajes del País Vasco hay mucho verde. Me flipa. Y, lo siento pero, necesito comentarlo:
—Este sitio... ¿No es una pasada?
—Sí. —Elena masculla—: Aunque no abandonaría a mi familia por ello.
Al final, ha conseguido que cierre el pico.
La tensión es palpable en el interior del coche. Rosa y yo sabemos el porqué de sus palabras, pero no nos atrevemos a profundizar en el asunto. Es mejor así.
Por ello, sin entrar en detalles, la conductora se dispone a animarla:
—Venga, amore. —Le pega un codazo—. Alégrate.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Porque está sonando tu canción. ¡La de los tiempos de la Super Pop!
Se refiere a Complicated, de Avril Lavigne.
Le ha sacado una minúscula risita, inapreciable cuando la chofer vuelve a subir el volumen y nos ensordece con una melodía tan oscura como la novela de Elena, esa que, si me preguntan de nuevo, negaré haber leído hasta el final de mis días.
—Es preciosa —alaba nuestra amiga, todavía de bajón.
Cojo el relevo de Rosa para intentar alentarla:
—Elenita, ¿no sientes que la letra nos describe? ¿Que narra lo que tú y yo vivimos?
No sabría evaluar su expresión cuando se vuelve, pero al menos he logrado captar su atención:
—Lo nuestro no fue tan tóxico —zanja ella.
Rosa lo corrobora:
—No lo fue, no. Aquí la única que no sale de relaciones tóxicas soy yo.
—Vale —admito—. Pero sí que fue complicado, tan complicado como... Maravilloso. Me robaste el corazón.
Guiado por el drama, finjo morir poco a poco sobre los asientos. Una muerte muy romántica. Entonces sí, atisbo el principio de una sonrisa en Elena.
Sé que le gusta cuando tonteamos porque no va en serio. Yo ya asumí que no volvería a pasar nada entre nosotros y ella nunca llegó a estar del todo colada por mí. Supongo que lo hacemos porque nos gusta sentirnos dos intérpretes de Pimpinela atrapados en un interminable musical. Tal vez la gente no entienda nuestra relación, pero entre mi ex y yo hay muy buen rollo.
Lo mismo con Rosa, la chica que tanto se está molestando porque todas las canciones que suenen en lo que queda de trayecto sean del agrado de Elena.
La amistad que hemos formado entre los tres es única. Por ello, después de la movida que tuvimos por culpa de Manu, juramos que nada ni nadie volvería a interponerse entre nosotros. Nada ni nadie. Deberíamos grabarnos bien esta promesa, porque nunca se sabe cuándo aparecerá el siguiente obstáculo. A veces, aun teniéndolo delante, somos incapaces de verlo.
—¡Eh! —nos grita Rosa—. ¡Mirad!
—El palacio —musita Elena.
Yo también lo distingo de entre los árboles:
—Sí. Hemos llegado.
ELENA
Paramos frente al colosal terreno que comprende el palacio. Rondará los diez mil metros cuadrados. Mi vista alcanza un camino rocoso que se bifurca: conduce a un parking; y al edificio, rodeado por una extensa superficie de piedra con varios bancos de forja, mesas de hierro y frondosos cipreses. Estos últimos son solo una muestra de la exuberante y cuidada vegetación del lugar, que de ninguna manera está abandonado. Estoy convencida de que Lourdes dispone de trabajadores que acuden cada cierto tiempo con el fin de mantenerlo impecable.
—Pedazo jardín —observa Izan.
—Es más grande que el parque donde hacemos botellón —compara Rosa.
Bajo del vehículo y con una de las llaves que me entregó Lourdes, abro la puerta del recinto. «Ah del castillo», pasamos adentro.
Aparcamos y desde la nueva perspectiva descubrimos que detrás del casoplón hay una piscina y varias hamacas. El sitio es espectacular.
Cargamos con las maletas hasta la entrada principal e Izan no oculta los elogios:
—Qué mansión más guapa.
—Es el palacio Ubel —puntualizo—, construido en la segunda mitad del siglo diecisiete, en la década de los setenta.
—¿Te lo dijo Lourdes? —deduce Rosa.
—No, no he hablado con ella. Fue mi madre quien me pasó la dirección exacta y Google quien me proporcionó la información.
—¿Qué más sabes? —me pregunta Izan.
Examino el edificio. Hecho con piedras de sillería, cuenta con tres niveles. En el segundo y en el tercero, además de varias ventanas, hay cuatro balcones. Lo más destacable es que en el centro del último piso también lucen una pequeña escultura de San Lorenzo y, a cada lado de la misma, dos escudos en relación a la familia que lo inauguró: unos ricachones a cuyos herederos Lourdes les compró la vivienda unos tres años atrás.
Sin embargo, no sé nada lo suficientemente interesante como para no aburrirlos, por lo que propongo:
—¿Y si entramos?
—Eso, reina. ¡Dale! —incita Rosa y su delgado y pequeño cuerpo toma la iniciativa.
La seguimos a un recibidor con acceso a dos servicios; un comedor pegado a una cocina; y un salón con acceso a una lavandería integrada en un elegante garaje. Es obvio que la planta baja ha sido restaurada, pero aún presenta características de la época en la que se edificó, algo perceptible en la amplitud del salón o en la altura de los techos.
Además, el estilo que predomina es el «clásico-moderno»; hay diversos elementos decorativos, pero sin caer en la abundancia; la simetría tiene un importante papel; y también la claridad que aportan las ventanas, arropadas por gruesas cortinas de tela morada recogidas a los lados.
Estos paños, junto a varios cojines violetas, son las piezas encargadas de dar color al lugar. El resto de tejidos son beiges, ocres, blancos... En el caso del garaje, los colores los aportan los múltiples vehículos que poseen.
Respecto a los muebles del hogar, su madera maciza se ve tan antigua como resistente, de calidad; hay una chimenea en el salón; lámparas de araña y candelabros de brazos por doquier; y múltiples espejos con gruesos marcos dorados.
No obstante, lo más llamativo son las plantas. Hay muchas y todas ellas en buen estado. Puede que los trabajadores de Lourdes visiten el lugar más de lo imaginado.
—Qué pasada de sitio —concluye Rosa.
—Irradia romanticismo —digo yo.
—Total. —Izan asiente—. Me siento un jodido Bridgerton.
Rosa levanta exageradamente los párpados y nos comparte su visión:
—¡Eh! ¿Os imagináis cómo serán los cuartos?
Sin coger su equipaje, corre y se pierde por las escaleras que nacen en el recibidor.
—¡Quieta! ¡La mejor cama es para mí! —la persigue Izan.
Yo los increpo, parecen dos críos, aunque no dudo en ir tras ellos.
Subo al primer piso. Estoy en la mitad de un largo pasillo que conecta cuatro habitaciones. Las dos que quedan a mi derecha están siendo exploradas por Rosa y las de mi izquierda por Izan.
No pienso pelear.
Continúo subiendo y aparezco, como era predecible, en la mitad de otro corredor. La diferencia es que este no conecta cuatro puertas, sino tres. Lo que significaba que los dormitorios más grandes están aquí.
—Genial.
Decido inclinarme por la opción orientada hacia el este, así podré ver los amaneceres al despertar, e ilusionada me aproximo a la puerta, agarro el pomo y...
—¡Oh! ¡Joder!
El chico en bóxers con el que acabo de toparme no tarda en reconocerme:
—¿Elena?
¡Pum!, pego un portazo y huyo en busca de mis amigos.
—Mierda, mierda, mierda...
Ambos están discutiendo en el interior de un cuarto cuando irrumpo:
—¡Chicos! Tenemos que irnos.
Se detienen y proceden a analizarme.
—Amore —Rosa frunce el ceño—, ¿qué ladras?
Izan la sigue:
—Eso. ¿Qué pasa? Ni que hubieses visto un fantasma.
He visto una silueta suspendida tras una tirante tela blanca, pero no era un espectro. Aunque por su tamaño podría considerarse de otro mundo.
—¿Elena? —Izan se me acerca—. ¿Todo bien?
—Al coche —ordeno, doy media vuelta y me voy.
Pero no muy lejos.
Un cuerpo mucho más grande que el mío me cierra el paso bajo el umbral.
Sí. Es Mikel.
Ha tenido tiempo de ponerse una camiseta blanca, que deja al descubierto los muchos tatuajes de sus brazos, y unos holgados pantalones de pana que, por culpa de la fotografía mental que aún ocupa mi mente, no puedo dejar de mirar.
Me obligo a desviar la atención y la dirijo a su rostro: una mandíbula marcada, unos labios ligeramente curvados y unas cejas alzadas... Su expresión me da la bienvenida. Pero no debo confiarme. Puede que se trate de amabilidad impostada. Al fin y al cabo es familia de Lourdes.
—No esperaba vuestra compañía —dice.
—No. Tranquilo. Si nos vamos.
—¿Os vais?
—Nos vamos.
—¿Nos vamos? —repiten mis amigos al unísono.
—Sí.
Mi rotunda afirmación crea un incómodo silencio, que echo en falta en cuanto Rosa abre la boca:
—¡Oh! ¿Este es el maromo rollo retro?
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