Capítulo 34
ELENA
Menudo escándalo están montando mis amigos jugando a Los Túneles. Menos mal que he venido con auriculares y puedo aislarme para leer. Reproduzco una playlist de temas en acústico mientras paso las páginas de la novela, y tan solo conecto con la realidad cuando contemplo prepararme otro café. Rosa me ha tirado la mitad del anterior, así que mi cuerpo requiere una dosis mayor de cafeína.
Voy a servirme, regreso de la cocina con taza en mano y vuelvo a evadirme. Leo capítulos y capítulos con canciones relajantes de fondo y el aroma a café flotando a mi alrededor. Podría pasarme horas así, pero la atmósfera de paz se perturba cuando Rosa me destapa una oreja y avisa:
—Elena, que viene...
Alzo la cabeza, Mikel bordea la piscina en mi dirección. Apago la música para estar atenta pero permanezco leyendo, con indiferencia impostada. Lo hago hasta que su enorme sombra me cubre.
—Hola —saluda.
Cierro el libro y soy cordial.
—Buenos días.
Rosa no lo es tanto.
—¿Ya se ha ido la jardinera? Qué pronto.
Mikel consulta su reloj dorado.
—Sí, la verdad. No había mucho que hacer.
Luego se mete las manos en los bolsillos. Lleva un pantalón de lino blanco, el cual conjunta con una camisa verde desabrochada a la altura del pecho. Juro que no tenía intención de reparar en esta parte desnuda, donde cuelga una reluciente cadena, balanceándose sobre el pectoral... Ha sido inevitable.
Siendo honesta, es muy atractivo. Además, las prendas que viste le resaltan el moreno y destacan su alargada figura, la misma que me tapa el sol del mediodía.
—¿Puedo? —Señala la hamaca más cercana.
Aunque mis labios están sellados.
Tanto secretismo me tiene harta y quiero que lo sepa.
—Haz lo que quieras. —Doy con la salida—: Yo me voy a bañar.
A Rosa casi se le salen los ojos de órbita, aunque no tanto como a mí cuando Mikel se apunta:
—Yo también.
Me trago el asombro, alcanzo la escalera más cercana y me voy sumergiendo.
Jo-der.
Qué fría está.
Hasta la sonrisa se me ha congelado.
—¡Qué buena! —disimulo—. ¡Buenísima!
Izan y Rosa no dan crédito, mientras nado torpemente de una punta a otra, con el fin de entrar en calor. Algo que funciona. Se me han molido las piernas y los brazos, pero al menos mis dientes ya no castañean.
—Así que merece la pena entrar —celebra Mikel.
Y pese a que no me conviene hacerlo, la niña que hay en mí lo reta:
—Compruébalo tú mismo. ¿No ibas a meterte?
Mis amigos nos miran, expectantes.
El hermano mayor de los Ibarra avanza hasta quedar al límite y advierte:
—No tengo bañador.
—¿Te asusta que el lino encoja?
Sonríe, lo acepta.
Suelta cada botón de la camisa sin apartarme la mirada y, cuando me pregunto si finalmente lo hará, desnuda su torso. Las cicatrices recaban las miradas de mis acompañantes, quienes solo espabilan cuando Mikel se recoge el pantalón hasta las rodillas y se dispone a entrar al agua. Entonces Rosa le manda a Izan salir con la torpe excusa de:
—Amore, voy al baño. ¿Me acompañas?
Mikel se vuelve hacia ella extrañado y esta debate:
—¿Qué? Los pobres nos hemos acostumbrado a ir de dos en dos. Cuando haces tus necesidades en servicios mediocres, es fundamental tener a alguien que te aguante la puerta con el pestillo roto; vaya en busca de papel cuando no queda; baile para que el sensor de la luz detecte actividad... Se convierte en una manía. Una tradición.
Mikel lo acepta, ellos se marchan y nos dejan a solas. De nuevo, el castañeo se apodera de mis dientes. Solo que ahora, más que al frío, lo achaco a los nervios.
—¿Puedo? —repite él, señalando la piscina.
—Deberías. Me alegra que te atrevas al fin.
—Si a ti no te asusta... —teme.
Lo que rápidamente descarto:
—En absoluto.
Me impresionó la primera vez que vi las cicatrices pero la felicidad que albergo ahora, al verlo destaparse sin complejos, es sincera.
—Métete, vamos.
Da un paso al frente, se deja caer y reaparece revolviéndose el cabello empapado.
—Tú, me has engañado —acusa.
—¿Cómo dices?
—El agua. Joder. No está buena. —Corrige—: Está helada.
Apostaría a que desde el interior del palacio han sido testigos de mi carcajada.
Mikel hace unos cuantos largos, se aclimata y se apoya en la pared antes de entablar conversación. En dicha postura su espalda gana volumen, la cadena oscila provocando pequeños destellos y los firmes rasgos de su húmedo rostro brillan bajo el sol.
Es una estampa que me atrae. Demasiado.
Es curioso cómo he pasado de querer evitarlo, a querer alargar este instante por la eternidad; cómo por muy enrevesado que esté siendo todo, estoy a gusto. No he dejado de percibir la alentadora aura, lo que me reconforta tanto como desespera, ya que deja en evidencia mi pésimo criterio. Tan veleta. Tan caprichoso...
—¿En qué piensas?
—En todo lo que callas —aprovecho para indagar.
Pero sigue sin ceder:
—Elena, aún es pronto.
—¿En serio?
El brillo se desvanece de su expresión.
—No sería justo hacerte cargar con tanto peso.
—Déjame decidirlo a mí.
Resopla y me permite atravesar el encanto que lo arropa. Va más allá:
—Sabes, cuando Andoni y yo éramos pequeños —empieza—, cuando mi madre aún estaba viva, descubrí que mi padre le era infiel. Nada nuevo para ella —se figura—, discutían cada noche.
—Debió ser difícil.
—Lo fue. Necesitaba decirle que sabía que la engañaba, necesitaba desahogarme. Cosa que no hice.
—¿Te guardaste algo así para ti?
Por cómo aprieta las muelas sé que se avecina lo más duro:
—Se lo dije a Andoni, a un crío.
—Es normal —le resto responsabilidad—. Tú también eras pequeño.
Nada le hará estar conforme.
En tres segundos, desarma el recuerdo:
—Andoni no supo callarse...
Aguardo hasta el final.
—... y ahora tiene una ceja marcada de por vida.
Se me corta la respiración, por todo lo que han debido pasar. Tanto su madre, como Andoni, como él. Incluso me apena Lourdes, la señora que los salvó de aquel infierno.
—Joder, Mikel. Lo siento mucho.
—No lo hagas. —Me pide—: Solo entiende que si el propio secreto es malo, soltarlo sin prudencia puede ser peor.
Incorporado, se sienta en el borde. Yo me impulso hacia él y con cautela recorro sus piernas hasta posar ambas manos en las rodillas, justo antes de que el lino mojado le cubra los muslos.
—Gracias por compartirlo conmigo.
Se inclina y susurra:
—Gracias a ti por dejar que lo haga. —Se endereza—. Y por tu paciencia.
La temperatura parece haberse elevado desde que nuestros cuerpos han entrado en contacto y, aun así, las puntas de mis dedos buscan refugio bajo la tela blanca que se le adhiere a la piel.
—Oye —dudo—, sobre las cicatrices de la espalda, ¿seguro que no te las hizo él?
Contesta con franqueza:
—Ojalá, Elena. Ojalá.
No lo presiono más, puede que haya revelado demasiado, a diferencia de mí. Soy extremadamente hermética y, después de todo, también me gustaría entregarle un pedazo de mi vida. No porque se lo deba, sino porque quiero. Además, sé cómo hacerlo. Es algo que llevo tiempo meditando:
—Oye, Mikel...
Su mirada denota curiosidad. No es para menos.
—¿Sí? —empuja.
—A ti te gustaría...
Sin más dilación, ofrezco:
—¿Leer mi novela?
Lo dejo a cuadros.
—Está sin terminar porque aún tengo que repasarla mejor, pero me vendría bien una opinión y he pensado en ti. Aunque si no quieres o no puedes, no pasa nada.
—¿Elena? ¡Claro que quiero!
—¿Sí?
—¿Cómo no voy a querer?
Le sale del alma:
—Joder, ¡mil gracias!
—¿Seguro? Igual te aburre y no pretendo que sea un compromi...
Me calla arrastrándome bajo el agua.
El aire se me escapa al reír, en forma de pequeñas bolsas ascendentes que, sigo, buscando oxígeno.
—¡Mikel, para! —chillo entre risas.
Pero vuelve a tirar de mí.
Entonces nos topamos buceando.
Sus mechones hacen por flotar, su bronceado contrasta con el azul del entorno y su cara se difumina entre luces y sombras.
Aun así atisbo una sonrisa, los labios, hoyuelos.
Mikel me tiene atrapada, en muchos sentidos.
Si tuviera branquias dedicaría horas a apreciarlo, aquí abajo, lejos de aquellos males que nos acechan en la superficie. Porque no hay mayor tesoro que dos náufragos encontrándose. A salvo. Aunque sea en las profundidades.
*****
En 15 minutos subo el siguiente capítulo.
Gracias por todo el apoyo en los comentarios, mediante likes, por redes sociales... ;)
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