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Capítulo 2

Al día siguiente de la llamada


ELENA

Getxo, 8 de junio de 2022


Un rostro sin vida, sin mueca alguna, blanquecino y con las ojeras marcadas. No hablo de la cara de mi abuelo —que en paz descansa en el ataúd que han colocado en el centro del salón—, sino de la mía. Presto atención a mi reflejo en el ventanal del lujoso chalet de Lourdes.

Más allá, se encuentra el mar. No muy lejos. Podría escuchar las olas de no ser por las conversaciones de los familiares y amigos aquí reunidos; por el bullicio de los bañistas y paseantes de la playa; por los graznidos de las gaviotas...

—Eh —me llaman—. ¿Todo bien?

Es Izan. Ha venido conmigo. «En las buenas y en las malas. En los momentos más ebrios y en los velatorios» me dijo cuando se le pasó la moña.

Inspiro con vehemencia, expiro y le acaricio el brazo a modo de agradecimiento.

—Todo bien. —Me ausento—: Pero tengo que ir al servicio.

Esquivando decenas de cuerpos envueltos en atuendos fúnebres que muestran la tristeza que sus dueños deberían experimentar, me dirijo al aseo más cercano.

Está ocupado.

No obstante, el chalet es enorme y seguro que tiene varios, así que ya tengo una excusa para alejarme de la muchedumbre.

Unas escaleras de caracol me llevan de la segunda a la tercera planta; donde descubro una biblioteca tan elegante como desierta. La ocupan una inmensa cantidad de libros, esculturas y cuadros. Más bien, es un museo. Obra de un coleccionista de arte bastante maníaco. O de un snob con pasta, que es lo más probable.

Imagino que el baño estará disponible, pero no es así.

Sorprendida ante el sonido de la cisterna, espero hasta que la puerta se abre y me topo con Lourdes. Una larga melena de color caramelo claro contrasta con el distinguido vestido negro que oprime su figura. Se da un aire a Dolly Parton, en versión castaña. Es una mujer sexy y estilosa, por más que me cueste admitirlo.

—Oh, cielo... —También poseé una voz muy dulce. La detesto—. Elena, yo...

—Mi más sincero pésame —me adelanto.

—Y el mío para ti.

Su delineador y máscara de pestañas son resistentes al agua. Waterproof y de categoría. De lo contrario luciría hecha un desastre.

Lourdes sorbe sus mocos y la extendida piel de su labio inyectado se curva en una sonrisa, que desaparece al cuestionar:

—¿Lo echas de menos?

Soy sincera:

—Aún no he tenido tiempo.

—Oh, el tiempo... —balbucea.

Me agarra y me guía a unos sillones que contemplan el anochecer a través de la cristalera:

—Siéntate, por favor. —Me recuerda a su nieto, a su procedimiento policial.

Aun así obedezco, me pongo a su lado, con las piernas cruzadas por las ganas de orinar. Lourdes me examina y se inclina para acariciarme un mechón.

—Qué bonito. Y bruno. Como Edurnezuri. —Traduce del euskera—: Blancanieves.

No es la primera vez que me comparan con ella, es una manera de decirme que soy pálida y tengo el pelo negro.

—Gracias.

Asiente orgullosa y repara en el anaranjado horizonte, con el ceño fruncido a causa de los últimos rayos de sol.

Gexto es precioso. ¿No crees, Elena?

—Sí —afirmo con el ocaso de testigo.

Y ambas guardamos silencio.

Ella está absorta en sus meditaciones y tan solo espabila cuando hago un amago de levantarme:

—El País Vasco lo es. ¿Verdad? ¿Te gusta?

Mi postura vuelve a ajustarse al sillón, ella se destensa y empieza a gimotear.

Vaya. Qué incómodo.

Me clavo mi manicura francesa en las medias, hasta que ella se recompone y se le dibuja otra fugaz sonrisa.

Su estado emocional es toda una montaña rusa.

—A Gabriel... Oh, a Gabriel le encantaba. Quería que vinieras. Tú, su amada nieta. Estaba feliz por pasar unos meses contigo.

Me digno a hablar:

—Antaño veraneábamos en la cabaña que tenía a poco más de una hora de Burgos, en Frías. —La observo de soslayo—. Era genial.

—Lo sé. Tu abuelo quería revivirlo. La cabaña ya no existe pero... Bueno, preparó el palacio que tenemos en Usansolo —otro de los pueblos en los que está invertida su riqueza—, a tu gusto. Mandó hacer un despacho, en una biblioteca. Me dijo que eres escritora.

—Más o menos.

—Seguro que eres una autora brillante.

Continúo con el semblante serio, no le devuelvo el afecto, y Lourdes al fin va al grano:

—Quiero que sepas que sigues invitada, que la casa aún te espera. El deseo de Gabriel era que pasases el verano allí. Yo no estaré, puedes ir con amigos. Con ese chico rubio tan majo que has traído o... Con quien tú quieras.

—Gracias, pero no.

—Bueno, no te voy a obligar. —Nos ponemos en pie—. Tu abuelo te quería mucho, Elena. Mucho.

—Lo sé. —Acabo—: Aunque en ocasiones me hizo dudar.

Ella sabe a lo que me refiero.

Finge no haberme escuchado y, avanzando con la despedida, me tiende una anilla —similar a los pendientes de aro de mi amiga Rosa—, repleta de llaves.

—Toma. Las personas de mi familia deben tener acceso a cualquiera de mis propiedades. —Puntualiza—: Las llaves doradas son las de Usansolo. Piénsatelo.

Acepto. Guardar el objeto, no acudir.

Ella me abraza y me susurra al oído:

—Eres muy especial, Elena.

—Tú también. En serio. Tú también.

Por mi parte, no era un halago.

Bye, querida...

Con aire abatido, camina vacilante hacia la planta de abajo y yo me encierro en el servicio.

Aprovecho para retocarme frente al espejo del lavabo, hasta que, siendo consciente de que me he entretenido mucho más de lo previsto, me doy el repaso definitivo y salgo para volver con Izan.

Sin embargo, nada más pongo un pie fuera me topo con un nuevo contratiempo: un joven algo mayor que yo y bastante más alto.

A diferencia del resto de invitados, él no lleva un traje, sino unos holgados pantalones vaqueros con parches, una chaquetilla de punto beige y varios complementos de oro: un reloj en la muñeca izquierda, una larga y fina cadena atada al cuello y muchos anillos. Me encanta el estilo retro que luce y, debo reconocer, que también su porte.

Además, la vestimenta no es lo único que lo diferencia de los demás. El suyo es el primer peinado desaliñado que veo en la ceremonia. Mechones castaños, de la largura de mis dedos, caen hasta acabar en sutiles rizos que le otorgan un atractivo efecto cascada.

—¿Elena? —me reconoce y, por la profundidad a la que me llega su voz, yo también a él—. Soy Mikel. Mikel Ibarra. El nieto de Lourdes. 


IZAN


Elena me ha abandonado con un muerto y una panda de pijos. Me siento un figurante de Élite. Ha pasado más de un cuarto de hora desde que se ha pirado y ya estoy cansado de deambular bajo la atención de los curiosos.

Me acerco al baño en su busca y cuando la puerta de este se abre, veo que no era mi amiga quien lo ocupaba, sino un señor mayor con cara de haber plantado el pino de su vida.

Me voy del lugar maldiciendo y agotado de ser el centro de atención de la sala —aunque el cadáver me quita bastante protagonismo—, bajo a la planta baja, salgo al jardín y me dirijo a la parte trasera del chalet, donde espero poder tomar el aire a solas.

Me apresuro a bordear la inmensa vivienda y al llegar a la última esquina, antes de dar la curva, ya me permito bajar la guardia, respirar hondo y...

—¡Puaj! —Retrocedo mientras mis pulmones se sacuden en un ataque de tos.

Alguien me acaba de exhalar humo en la cara. ¡Humo! ¡En la cara!

Consigo abrir los ojos y me percato de que ese alguien es un chico que, pese a llevar un traje de lo más elegante, no se ve formal. Tal vez sea por el corte de su ceja, los pendientes plateados, el cuello abierto, las mangas recogidas... o porque sus agrietados labios sostienen un porro. La cosa es que estos detalles, bajo mis prejuicios de mierda, me aconsejan que tenga cuidado. Aunque eso no me impide espetar:

—¿De qué cojones vas?

—¿Yo? Has sido tú el que se ha metido en mi nube. ¿Adónde ibas con tanta prisa?

Resoplo y echo un vistazo al lugar. Apenas hay un par de metros entre la pared del edificio en la que se sostiene el chico y el alto muro que rodea el terreno, lo que hace que el espacio sea muy oscuro, sobre todo ahora que el sol está a punto de irse. Hubiese sido el sitio perfecto para esconderme de no ser por el imbécil que me ha ahumado las pestañas.

—Venga, lo siento —se disculpa y ofrece—: ¿Quieres darle una calada?

—No fumo. Me da asco.

Se encoge de hombros, luego aspira, mantiene el humo en sus pulmones y, de nuevo, lo lanza en mi dirección.

—¿Tienes complejo de chimenea? —ataco.

Y él transforma el sentido de la pulla:

—En absoluto, de chimenea... Voy bien servido. —Se recoloca la entrepierna.

Siento cómo mi tez se sonroja y él también se percata de ello:

—¿Te has puesto rojo?

—No, no. Es por el tabaco —disimulo.

Enarca las cejas en un gesto que desearía ignorar pero que me resulta jodidamente provocador y duda:

—¿Qué tiene que ver?

—Pues... —Improviso—: Que me has quemado.

—¿Con un soplido? Ni que fuese un puto dragón.

Sigo improvisando:

—Tengo la piel sensible.

Me arrepiento nada más pronunciarme porque imagino que se mofará. Sin embargo, parece tomárselo en serio. Puede que demasiado:

—Oh. ¿Algún tipo de dermatitis?

—Más o menos.

—Yo tuve una de pequeño. Qué putada. —Apaga el porro aplastándolo contra la suela de su zapato y se me acerca con una posible solución—. A mí esto me funcionaba.

Se lame el pulgar y me acaricia las mejillas.

Su yema se desliza sin esfuerzo, transmitiéndome una sensación aterciopelada y excesivamente agradable. Es un contacto sutil pero intenso, al que mi cuerpo reacciona bloqueando mis músculos, dejándome petrificado, y elevando mi temperatura cada vez más. Hasta dispararla.

—¡Mierda! —Como si hubiese llegado al punto de arder, el malote trajeado se retira rápidamente.

—¿Qué pasa?

—Tío, pues que creo que ha empeorado. Estás mazo rojo.

Ante este apunte me ruborizo aún más.

—¡Tú, tú! ¡Que sigue empeorando!

—Nada, tranquilo.

—¿No será grave, no? —se alarma.

—¡Qué va! Tampoco es que me vaya a morir.

—¿Seguro? Bastante tenemos con un cadáver en la casa.

Me rio nervioso y le resto importancia:

—Se me pasará.

—Vale, vale... —Me acaricia el pelo de manera burlona—. Pues qué susto, Piolín.

Vuelve a tomar distancia para apoyarse en la pared y cada paso que se aleja mi sistema nervioso recupera algo de calma.

—¿Cómo me has llamado? —pregunto después.

—Piolín. El pajarillo amarillo —se mete con mi pelo rubio.

El suyo es negro y no se me ocurre nada gracioso al respecto:

—Ah.

Indica que imite su postura y que me acomode a su lado, luego se presenta:

—Soy Andoni.

—Yo Izan.

—Guay.

Me tiende la mano, se la estrecho y una avalancha de impulsos eléctricos vuelve a perturbarme.

—¿Qué te ha traído por aquí? —quiere saber.

—El muerto.

—Ya. —Él desvela—: Es mi abuelo.

Mierda...

Me disculpo de inmediato:

—Perdona, no debería haberme referido así a él. No sabía que eras su nieto.

Esto es culpa de Elena, no entiendo por qué nunca me ha hablado de su primo el chungo buenorro.

—Gabriel era uno de mis abuelos —detalla—. Soy de la familia de Lourdes, la viuda.

Ahora lo entiendo.

Y me dedico a repetir:

—Pues lo lamento mucho, de verdad. —Seguido informo—: Yo soy un amigo de la nieta de Gabriel, de Elena.

—Amigo o...

—Simplemente amigo. —Me voy de la lengua—: Aunque fuimos pareja. Pero rompimos. Me dejó.

Andoni se encoge de hombros con la misma parsimonia y chulería que la anterior vez y comenta:

—Ella se lo pierde.

No puedo evitar sonreír y él aprovecha que estoy algo más a gusto para sonsacarme:

—¿Y adónde volabas tan deprisa, Piolín?

El apodo ha cuajado.

—Huía de la gente —soy sincero.

—Normal. Mi familia puede ser insoportable. Mi abuela está colocada, a mi padre se la suda todo lo que no tenga que ver con el trabajo, mi hermano es un sobas y el resto de los allegados son unos falsos. —Advierte—: No te juntes demasiado con los Ibarra. Ni siquiera conmigo. Deberías escapar.

Lo sé, pero es lo que menos me apetece hacer. Así que opto por suavizar mis anteriores palabras:

—No me he largado por los invitados, sino por mí. Necesitaba tomar aire fresco.

—Vaya —lamenta—, y yo te he fumigado.

—Exacto.

Ambos nos reímos. Me quedo un rato embobado ante su sonrisa y mi vista recorre su labio superior, su indefinido arco de cupido, su ancha nariz y sus profundos ojos color carbón, los cuales me obligan a aterrizar cuando uno de ellos se cierra en un divertido guiño. Entonces me dice:

Hey, gracias por hacerme el funeral un poco más entretenido.

Asiento.

No sé cómo reaccionar, pero tampoco tengo tiempo.

—Adiós, Piolín —se despide.

Se aleja con confianza y, se larga.

Me he quedado anclado al suelo, con una patética expresión de satisfacción, bochorno y confusión dibujada en el careto.

—Joder.

Cuando me recompongo, mi atención se expande y me doy cuenta de que ya es de noche y de que yo debería de estar apoyando a mi amiga:

—Mierda, ¡Elenita!



*****

Bueno, entonces... ¿Los shippeamos ya? jeje

Por cierto, os iré dejando una cuenta atrás al final y al principio de algunos capítulos. Son los días que faltan para el primer muerto...

- 40 días -


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