Capítulo 19
- 25 días para el primer muerto -
ELENA
Usansolo, 23 de junio de 2022
Como me decidí a no escribir tan temprano, planifico mi rutina de escritura mientras aguardo a que las cortinas se tiñan de rojo. Entonces me asomaré a contemplar el amanecer.
O puede que hoy no.
La amapola lleva días marchita —una persona con hipermetropía la hubiese confundido con un pimiento seco—, y ahora mismo se le acaba de caer el último pétalo que le quedaba. Lo recojo y me desprendo de él tirándolo por la ventana, pero una ráfaga de viento me lo trae de vuelta. Se me posa en la cara y temo que se trate de alguna señal de mi abuelo...
Estoy enloqueciendo y ya no aguanto más.
Vuelvo a lanzar el pétalo, cierro la ventana para que no regrese y, una vez me he librado de él, me dispongo a librarme del enigma que conlleva.
Nada más los primeros rayos de sol atraviesan las ventanas, salgo al pasillo y, adelantándome a la visita de Mikel, subo a su habitación y aporreo la puerta.
—¿Qué ocurre?
Viste una camisa blanca remangada, unos anchos pantalones negros y calcetines grises. Está descalzo. Nunca lo había visto así, tan casero. Pero no puedo dejar que nada me despiste de mi objetivo:
—Necesito saber por qué me diste una amapola. O se me irá la pinza.
Suspira, se pasa su mano repleta de anillos por la cara en una actuación exhausta, y me invita a entrar.
El estilo del interior no tiene nada que ver con el del resto del hogar. Debería haberme percatado el día que entré y lo pillé cambiándose, pero cierta parte de su cuerpo hizo sombra a todo lo demás.
Ahora puedo escrutar cada rincón, todos ellos repletos de plantas y, para mi sorpresa, libros. Hay torres de papel. Si no fuese por estos elementos, el cuarto sería extremadamente minimalista. El verde de las hojas resalta sobre una paleta de colores monocromáticos originarios del beige, y los montones de libros —algunos son novelas y otros teoría sobre jardinería—, desafían el concepto abierto y libre de la habitación. Un concepto que ha sido llevado al extremo, ni siquiera hay una pared que diferencie el servicio. Desde aquí puedo ver una bañera, una amplia ducha de cristal y un lavabo. Lo único escondido es el retrete. Supongo que estará tras la pequeña puerta que atisbo entre un par de matojos.
—¿Has perdido el habla? —me espolea.
La verdad es que pese a lo acelerada que he entrado, me he quedado pasmada.
—No imaginaba que tu dormitorio fuese... —No encuentro el adjetivo adecuado—: Tan natural.
—Gracias. Supongo.
No hay ni rastro de sillones, por lo que nos sentamos al borde de la cama, cuyas grandes sábanas rozan el suelo y debo apartarlas para no pisarlas.
—Bueno... —Froto las manos contra mis vaqueros—. ¿Me vas a contar a qué venía lo de la amapola?
—No puedo.
—¿O no quieres?
—Elena, no te lo voy a revelar. Cada cosa a su tiempo.
Le suplicaría si no fuese porque aún me queda algo de dignidad.
—O sea, que depende de mí descubrirlo.
—Sí y... No.
Con lo agradable que es a veces, otras me exaspera:
—¿Te explicas?
—No puedo.
—En fin. —Reconozco la derrota—: Está bien.
Él asiente, e inquiere:
—¿Y tú? ¿Estás bien?
—Perfectamente. ¿Por qué?
—Porque me has asaltado a las —observa su reloj—, siete menos cuarto.
Hay un buen motivo para que esté tan desquiciada. Varios en realidad.
El principal es que temo que la falta de mi abuelo me esté afectando demasiado.
Luego también está lo de que no llego a sentirme cómoda en el palacio, y mucho menos con tanto empleado de Lourdes merodeando.
Además, aunque me irrite admitirlo, siento que mis amigos me han desplazado. Es lo que quería pero echo en falta que me den la turra para bajar a la piscina o hacer cualquier actividad no productiva. Total, tampoco estoy avanzando mucho con mi historia...
Y si escarbo en mi interior seguramente saque muchos más puntos que enumerar pero no me apetece trabajar la introspección ahora y, por suerte, Mikel no me obliga a hacerlo.
Pasa directamente a las posibles soluciones:
—Tienes que salir del palacio. Te vendrá bien.
Me vuelvo hacia él.
—¿Y a dónde voy? Ni siquiera hace falta comprar el pan, se encarga de ello Naroa —es una de las empleadas de las que desconfío.
—Puedes ir a dar un paseo, como hacen Izan y Rosa.
—Van a correr, a hacer deporte con Andoni. Y a mí me da pereza.
Se ríe, hunde los dedos en su cabello y se lo revuelve.
—¿Te gustaría que organizase una salida? Podríamos irnos de ruta los cinco.
—¿Mis amigos, tu hermano y nosotros dos?
Pinta bien. No lo descarto.
Pasaría unas horas lejos de la mansión, del personal de servicio y puede que de mis angustias.
—¿A dónde iríamos?
—Aquí cerca se encuentran los pinos más antiguos de todo Bizkaia. Podríamos ir a verlos y pasar el día en el monte. Hay una presa en la que bañarnos.
—¿En serio? —Me yergo.
—Sí, puede estar bien. Sería como dar un paseo por el jardín, pero más amplio y en compañía.
—Oh, suena genial.
—¿Sí?
—Sí, sí.
Hace un gesto de asombro y se cachondea:
—No te veía tan emocionada desde que te dije que a mí también me habían sido infiel.
—Capullo. —Le doy un codazo con guasa y advierto—: No te pases. Aún no te he perdonado lo de la maldita amapola.
Echa la cabeza hacia atrás en una carcajada, su pecho se sacude y mis ojos recorren la fina cadena que le cuelga del cuello y los pocos vellos que se asoman por los dos botones que se ha dejado desabrochados.
Desvío la mirada antes de que me pille y echo otro vistazo al cuarto.
El amanecer altera el tono beige claro de las paredes y crea un resplandor en la cima de una de las montañas de libros, donde hay un elegante recipiente de cristal. Parece la botella de alguna bebida cara.
—Con que te gusta emborracharte a escondidas... —La señalo.
—No soy un alcohólico, aunque a veces me vista como tal.
Entre bromas se levanta, la trae consigo y me la tiende:
—Toma.
—¿Qué es?
Le quito el tapón y huelo el líquido amarillento.
—¡Oh...! —Me deleito y olfateo de manera exagerada—. Es lavanda...
—¿Te gusta? Es un aceite para masajes. —Orgulloso, agrega—: Lo he hecho yo.
—Es muy relajante. —Permanezco con la nariz pegada a la corona.
Inspiro profundo y él comenta:
—Y luego el adicto soy yo.
Se ríe cuando dilato aún más las fosas nasales y ofrece:
—¿Quieres probarlo?
Me separo del frasco y proceso:
—Eh... ¿En un masaje?
De golpe, se pone rígido, mientras que su alegre mueca vacila.
—No, bueno, según. —Se rasca la sien—. Puedes dártelo por las manos y eso también, si quieres. Tiene muchos beneficios. Viene bien para las picaduras de mosquitos. Seguro que en la piscina te han acribillado.
—Apenas voy a la piscina y los insectos me tienen miedo.
—¿Los insectos también?
Lo fulmino con la mirada y recula:
—Era broma... —Vuelve a sentarse a mi lado—. Y me extraña que seas inmune a los puñeteros bichos de Usansolo.
—Lo soy. Inmune a los de todo el mundo. —Recuerdo—: Una vez fui de camping con Izan...
—¿De camping? ¿Tú? No te imagino en uno.
—Mejor —afirmo—. Haces bien.
Mikel se echa reír y pregunta:
—¿Por qué no te negaste a ir?
—No pude —lamento—. Me llevó con los ojos vendados. Creía que íbamos a un balneario.
Entonces sí que su risa se intensifica.
—Vamos, que te raptó.
—Con consentimiento y de una manera que pretendía ser romántica... Pero sí.
—Dios, me hubiese encantado verte montando la tienda con tus mocasines.
—Fue un circo —confieso—. Pero tranquilo que la madre tierra se vengó por mí. El pobre regresó a casa repleto de picaduras y yo ni siquiera tuve una. Supongo que mi cuerpo no les atrae.
—Imposible —se le escapa.
Giro mi torso hacia él, quien me estudia con una mezcla de vergüenza, miedo y ¿esperanza? La interpretación es libre.
—Quería decir que los artrópodos no se guían por eso —se explica.
Demasiado tarde.
Alzo una ceja y su risa regresa, solo que mucho más moderada y bastante nerviosa, lo que hace que se me contagie y me entren ganas de devolverle el cumplido:
—Qué pena no haberte conocido antes, Mikel.
—Coincido.
Asiento y aprovecho para disculparme:
—Me arrepiento de haberte juzgado sin siquiera darte una oportunidad. La verdad, me encanta pasar tiempo contigo.
—¿Porque no te secuestro para ir a acampar?
—Porque junto a mis amigos eres la persona que más me está apoyando. —Sería injusto decir que incluso más que ellos, aunque en parte así lo siento—. Fuiste quien se atrevió a darme la noticia del fallecimiento por teléfono y desde entonces todo lo que has hecho ha sido por mi bien.
Como si lo hubiese incomodado, se truena los dedos con la cabeza gacha y musita:
—También he hecho cosas malas...
—No será para tanto.
—Te aseguro que sí. Horribles.
Por muy oscuro que se torne su tono, lo dudo:
—No te veo siendo capaz de...
—Pues sí —interrumpe, seco—. No lo sabes todo de mí.
Se pone en pie y yo lo observo. No es la primera vez que vivo un cambio de humor por su parte, pero nunca había sido tan descarado.
—Mikel...
—Es hora de regar —destaca y su siguiente frase hace diana en mi estómago—: Mañana no podremos quedar porque viene Sonia. Tengo que visitar con ella los recintos. Queremos hacer algún cambio. Son necesarios.
Tardo bastante en actuar, me he quedado helada.
No entiendo qué acaba de ocurrir pero si algo tengo claro es que no me voy a dejar pisotear:
—Tranquilo. Mañana no iré contigo.
Me incorporo y, guiada por el cabreo, añado:
—Y hoy tampoco.
Ahora el que tarda en espabilarse es él y cuando lo hace opta por rectificar:
—Oye, que si quieres puedes venir con Sonia también, eh. Lo decía porque tendremos que hacer cuentas, mucho papeleo, encargar material...
—No —rechazo—. Así aprovecho hoy y mañana para escribir.
—Vale... —Pretende compensarlo—: Y yo preparo la excursión. Podemos hacerla el sábado. ¿Bien?
Pero ya no surte efecto, mi ilusión se ha desvanecido:
—Sí, Mikel. Claro.
Camino hacia la puerta y me despido:
—Que tengas un buen día.
Agarro el pomo, y encuentra algo con lo que retenerme:
—Elena, espera.
Me detengo en el umbral.
Él se dirige a una pequeña cómoda de madera —uno de los pocos muebles que hay—, abre un cajón y saca un regalo. Está envuelto en papel plata y tiene un lazo rojo.
—Llevo días queriendo dártelo. —Me lo acerca—. Te pertenece.
—Oh, pero, esto... ¿Por qué?
Se quita el mérito:
—No lo sé. No es de mi parte.
Frunzo el ceño, Mikel suspira con pesar y aclara:
—Es de Gabriel.
***
Me encierro en mi habitación pegando un portazo. No me importa que tiemblen las paredes, que retumbe el palacio, que se despierten todos así como ha despertado mi rabia. Una rabia confusa, porque no sé muy bien a qué o a quién asociarla.
Mikel no tenía derecho a darme este regalo que mi abuelo dejó en la biblioteca, lugar al que aún no he ido por algo, el mismo algo que me impide desenvolver el maldito paquete.
Supongo que la idea de mi abuelo era impresionarme con un despacho secreto y rematar con un obsequio en su interior... Todo detalles que jamás podré agradecerle.
—Soy una mierda de persona.
Tendría que haber venido al palacio mucho antes, cuando lo compraron y reformaron hace dos años. Entonces hubiese podido disfrutar de todo esto, sin tanto drama de por medio y con él a mi lado.
Se me nubla la vista, abrazo el regalo y me hago un ovillo sobre el sillón. El papel cruje contra mi pecho, donde lo guardo durante un largo minuto. Luego me fijo en el empaque, en el precioso lazo hecho con cinta de papel rojo, y prometo no derramar ni una sola lágrima en él.
La verdad es que me gustaría olvidar que mi abuelo dejó algo para mí, pero a estas alturas es imposible. Puedo no entrar en una sala en la que todo me recordará a él, pero no puedo pasar de esto, no puedo ignorar qué es lo que quiso que yo tuviera. Sería como hacerme la sorda ante sus últimas palabras.
—Joder.
Mis dedos tiran del nudo, arañan el papel y me descubren un ejemplar de Asesinato en el Orient Express.
—¿Qué...?
Él sabía que no me gustaba esa historia. Al igual que sabía que mis relatos favoritos de Agatha Christie no son los que protagoniza el detective Hercule Poirot.
—Qué raro.
Tampoco es que sea una primera edición, ni una especial, así que sacudo el libro con la esperanza de que haya algo entre sus páginas.
Nada.
Todo apunta a que es un obsequio socorrido, uno de esos que compras en la tienda más cercana antes de acudir a un cumpleaños.
Pero no puede serlo.
Porque al igual que Mikel me ha enseñado que las flores hablan, desde pequeña he compartido con mi abuelo el idioma de los libros.
Por lo que estoy convencida de que aquí hay un mensaje.
Solo que soy incapaz de verlo.
O no quiero hacerlo.
Mi mente —y en especial mi memoria—, está llena de muros que ha levantado para protegerse.
***
Muchos años atrás
Frías, 7 de agosto de 2012
«...la primera hipótesis que nos expuso usted es la verdadera... decididamente la verdadera. Sugiero que sea esa la solución que ofrezcamos a la policía yugoslava cuando se presente». A Elena no le hace falta leer las siguientes frases que preceden a la palabra «FIN» para saber que no está conforme con cómo se resuelve la trama:
—Si han cometido un crimen, deben pagar por ello —exclama.
Su abuelo suelta una carcajada mientras sirve los lomos de bacalao que acaba de rebozar.
—Eres muy pequeña para leer a Agatha Christie.
—Pero tengo razón.
Le quita el libro y se lo cambia por un tenedor, mientras ella todavía refunfuña:
—Miss Marple hubiese sido más justa.
—¿Tú crees?
—Claro.
Se sienta junto a ella y reflexiona:
—¿No consideras que los pasajeros hayan hecho bien?
—Están tapando la verdad.
Al abuelo le hace gracia, bebe un trago de su copa de vino y Elena se enerva ante su indiferencia:
—¿A ti te gusta ese final?
—Pequeña justiciera, a mí me encanta.
—Pues no sé por qué.
Elena pincha el bacalao y lo trocea en pequeños pedazos que procede a examinar.
—No tiene espinas... —le ahorra trabajo su abuelo—. Y si me gusta tanto el final —retoma el tema—, es porque pone a prueba nuestra inteligencia ética y... Porque nos enseña que si queremos mentir bien, debemos trabajar en equipo.
—Vale, pero no es un final alucinaaante —se queja ella—. Todos parecen culpables, porque todos lo son.
—Exacto. Lo grandioso es cómo se coordinan entre ellos y cómo rinden bajo presión. Ninguno se viene abajo.
Elena chista:
—Evidentemente. No quieren acabar presos.
—No es tan fácil.
La pequeña sigue disconforme:
—Sí que lo es. Además, si alguno hubiese querido hablar, los demás lo hubiesen silenciado. —Alza el puño y simula clavar una daga en la mesa—. ¡Pum!
La sonora carcajada de Gabriel resuena por las paredes de la cabaña, hasta que coge aire para rebatir:
—Entonces hubiesen perdido a uno de sus engranajes. —Compara—: Y cuando una pieza de domino cae, el resto van detrás...
Elena se detiene a meditarlo:
—¿Y estarían acabados?
Entusiasmado, el abuelo resuelve:
—Dependerá de la persona que recoja las piezas.
Elena fija la mirada en el plato, aunque sin dejar de prestar atención a su abuelo, quien vuelve a plantear:
—Poirot las ha dejado en su sitio, pero, ¿qué haría Miss Marple?
Cuando su nieta alza la vista de nuevo, él termina:
—¿Y tú? ¿Qué harías tú?
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