Capítulo 13
- 31 días para el primer muerto -
ELENA
Usansolo, 17 de junio de 2022
En torno a las ocho, un susurro proveniente del pasillo me saca de la lectura y me obliga a cerrar el libro que tengo entre manos.
—¿Elena? —Es Mikel—. ¿Estás despierta?
El corazón me da un vuelco. No sé qué hace frente a mi habitación tan temprano. Menos mal que he madrugado y ya estoy lista, vestida con ropa de calle veraniega. Me he puesto una camiseta de manga corta de color blanco y un short de punto a juego. Es uno de mis conjuntos favoritos.
—Hola, Mikel.
—Estás despierta —apunta.
—Sí, eso parece.
—Genial. No quería molestarte. —Se fija en el bolígrafo plateado que llevo conmigo y añade—: Aunque puede que lo haya hecho. ¿Estabas escribiendo?
—Debería. Pero no. Estaba leyendo y me gusta subrayar mis frases favoritas.
—¿Las más macabras? —vacila.
—Puede ser.
Se ríe, pierde la mano izquierda en el cabello y lo sacude con viveza en un intento por domar los cortos mechones. Luego invita:
—Te propongo un plan. ¿Quieres venir conmigo a regar las plantas?
Me cruzo de brazos.
—¿Y eso?
—Quiero compensarte, por lo de la biblioteca.
—Ah. Tranquilo. No es necesario.
—Pero quiero. Así damos otro paseo. Ya sé que no es un planazo pero...
—Para mí sí que lo es, de veras. —Me encantan las actividades tranquilas—. Es solo que, bueno, son las ocho y cuarto —según la pantalla de mi iPhone—. ¿No es muy pronto?
—Luego hará demasiado calor.
Mientras me lo pienso, echo un vistazo a su alrededor.
—¿Y los demás? ¿No van?
—¿Crees que tus amigos querrán?
—Pues no, sinceramente.
Me sonríe y procede con el alegato definitivo:
—Vamos, Elena, no quiero que haya malos rollos en la casa y lo de ayer fue muy raro. —Me pide—: Dame otra oportunidad.
Ladeo la cabeza, él junta las manos en señal de súplica y hace pucheros.
Es curioso cómo este tío de casi dos metros de alto sabe coordinar los gestos adecuados para que su cuerpo pueda pasar de otorgarle un aspecto totalmente imponente a uno muy ¿adorable? Por no decir achuchable.
—Venga, vale —no me hago de rogar más—. Voy contigo.
—¿Sí? Genial. Te espero aquí mientras te cambias.
Doy un paso atrás y señalo mi vestimenta.
La analiza:
—¿No es un pijama?
—No —niego.
—Pues sí que empiezo bien.
Tras la metedura de pata, me cuenta que ya ha regado gran parte del jardín y todas las macetas del interior. Con esta información deduzco que: uno, debe tener insomnio; y dos, si no ha completado la tarea ya, ha sido por tener una excusa para dar un paseo matinal conmigo. Es más que obvio.
Cuando salimos al exterior Mikel me guía de nuevo hacia el lado noreste del terreno, donde más vegetación hay. Concretamente, llegamos a un pequeño recinto repleto de coloridos tulipanes y varias sillas de forja, un lugar difícil de apreciar desde el palacio debido a una cadena de cipreses que lo resguarda.
Aunque lo conocía gracias al tour de ayer, me sigue fascinando:
—Es precioso.
Mikel asiente orgulloso, desenrolla una manguera conectada a una pequeña fuente de piedra y humedece la tierra de estas flores. No tarda más de un minuto y, al finalizar, sus labios dibujan una traviesa curvatura. Pero no por la satisfacción de haber concluido sus quehaceres, sino porque ahora se puede permitir apuntarme.
—¡Eh! —Amenazo—: Atrévete y te ahorco con ella.
Suelta una risotada, no se achanta.
—¿Cada día eres más tétrica o me lo parece?
—Lo soy y lo comprobarás si termino mojada por culpa de tu manguerita.
Ante mis palabras, sus cejas se alzan con la gracia de las orejas de un perro que escucha silbar, y me contempla fijamente.
—Calla —me adelanto a cualquier mofa—, sabes a lo que me refería. He dicho manguerita —recalco.
Entonces su cara se vuelve el verdadero reflejo de la diversión y yo rectifico:
—O sea, que no sé cuánto te mide pero... A ver, tampoco es que me lo imagine, es solo que...
Con un veloz movimiento de muñeca, alza el chorro de agua y me salpica.
—¡Mikel! —Consigue que me olvide del comentario para protestar—: ¡Está fría!
—Claro. La idea es refrescar las plantas, no hacer sopa de tulipán.
Cierra el grifo, se acomoda en una de las sillas de hierro y me indica que lo siga:
—Anda, disfrutemos de este sitio en paz.
El sol aún no calienta demasiado, pero sí lo suficiente como para tostar mi piel hasta hacerme temer no llevar suficiente protector. Aun así consigo relajarme. Cierro los ojos, me recuesto sobre el respaldo y me sorprendo a mí misma sacando tema:
—¿Los tulipanes son tu flor favorita?
—Me gustan, pero no. Estos los planté por mi exnovia.
Pese a que el sol me lo ponga difícil, levanto los párpados y lo escruto.
—¿Qué pasa? —Me devuelve la mirada—. ¿Tú tienes pareja?
Aunque me halague su interés, prefiero lanzar la pelota a su campo:
—¿Tú?
—No, Sherlock, no. Por algo he dicho exnovia.
—Podrías tener otra ahora y, si me vas a comparar con un personaje de novelas policiacas que sea con Miss Marple.
Pensativo, vuelve los labios hacia dentro y dice:
—Me gusta Agatha Christie, aunque esa señora siempre me pareció una aficionada más.
—¿Miss Marple? —Lo fulmino—: Oye, todavía puedo ahorcarte con la manguera.
Se ríe echando los hombros hacia atrás, se lleva las manos a la nuca en una pose de calma total y retoma el tema:
—Mi última novia y yo rompimos hace dos años.
Me toca:
—Yo también estoy soltera.
Se le forma otra sutil sonrisa y sé que sus ansias por saber acerca de mi vida sentimental van más allá. Por ello, antes de que prosiga, me aseguro de ser yo quien toma las riendas del interrogatorio amoroso:
—¿Por qué lo dejasteis?
—Me puso los cuernos.
Pego un respingo y, demasiado emocionada, exclamo:
—¡A mí también me han sido infiel!
—Vaya, qué ilusión —se cachondea—. ¿Es porque te encanta que seamos cornudos o porque al fin tenemos algo en común?
Le pego una patada, se incorpora en la silla y se disculpa:
—Perdón, perdón. Es que me gusta que lleves tan bien el tema.
—Claro. Lo he superado.
—Yo también. Han pasado años. ¿A ti hace cuánto que te engañaron?
—Pues hace más de una semana ya.
Con sorna, masculla:
—Uau... Toda una eternidad...
—Imbécil. —Le doy otro toque—. Si lo he superado es porque, simplemente, no era el amor de mi vida. Además, uno de los personajes de mi libro se parecía a él.
Se muestra perdido por lo que continúo:
—Lo he decapitado y he pasado página. Nunca mejor dicho.
A Mikel se le escapa otra carcajada, se gira en el asiento para quedar frente a mí y ambos nos paramos a observarnos. La luz del sol llena de brillos su mirada, aclarando sus iris hasta cobrar un color verdoso, cautivador. Podría pasarme el resto de la mañana apreciándolo pero me trae de vuelta:
—Elena, eso que escribes, ¿es una especie de Juego de tronos?
—Ojalá fuese yo George R. R. Martin.
—Puede que seas mejor.
Se le dibuja una mueca simpática al recordar:
—Gabriel me chivó que eres una gran escritora.
—Pues mi abuelo era un gran mentiroso —descarto—. Apenas le dejé leer nada mío.
Mikel no se rinde:
—¿Y a mí me dejas? Permíteme evaluar tu talento por mi cuenta. Pásame tu manuscrito.
Entonces quien suelta una carcajada soy yo.
—¿Evaluar mi talento? ¿Acaso eres el lector estrella de una editorial o algo así?
—Tengo muchos amigos trabajando en el sector.
—Tienes amigos en todas partes, eres rico.
Pasa por alto mi comentario:
—Venga, déjame la novela.
—¡Qué no! Además, no está lista. He venido al palacio para darle los últimos retoques y no pienso dejar que nadie la lea antes.
—¿Vas a usar el despacho de la biblioteca para escribir?
—No. Lo haré en mi cuarto. Encerrada. Sola.
Mikel al fin da señales de haberlo captado:
—Vale, no quieres que interfiera en tu proceso creativo.
Lo medita y amplía:
—Bueno, no quieres que interfiera en tu día a día. En general.
Me voy a pasar de dura pero es la única manera de marcar los límites:
—Más o menos.
Contra todo pronóstico, me propone:
—Bueno, pues yo sí que quiero que tú interfieras en la mía. Siempre que te apetezca, puedes venir conmigo a regar.
Está siendo demasiado amable, me deja como un monstruo y tampoco es justo:
—No es lo mismo. —Me justifico—: Una novela dice mucho de su autor.
—Y las plantas de mí.
—Lo dudo.
Con seguridad, se explaya:
—Un jardín revela más de lo que crees.
—¿Por los significados simbólicos que les han dado las tradiciones? —imagino.
Y me corrige:
—No, yo prefiero fijarme en los significados personales. —Desarrolla—: En mi caso, los lirios morados te hablaron sobre mi estrecha relación con Gabriel, los tulipanes sobre mi exnovia y...
Se queda atascado, por lo que empujo:
—¿Qué?
—Que todavía no has ido a ese invernadero.
Se refiere a una pequeña estructura de cristal que queda a unos cincuenta metros de distancia y que también permanece oculta entre cipreses.
—¿Qué hay ahí?
—Unas plantitas verdes que dicen mucho de mi hermano.
Vale, ha logrado hacerme reír. Eso no me lo esperaba.
Dejo de ser tan terca y, aunque solo un pelín, cedo:
—Bueno, pues podrás leer mi trabajo...
—¿De veras?
—...algún día.
Entorna los ojos, reflexivo, y su veredicto no tarda en llegar:
—Me vale.
Se destensa y me tienda la mano.
Yo se la estrecho y en ese preciso instante en el que nuestros cuerpos entran en contacto, mi mente parafrasea a Rosa: «en menos de un cuarto de hora Mikel te ha acelerado el pulso más que Pedro en meses».
Era cierto. Mi amiga tenía razón. Mikel es capaz de revolucionarme con tan solo tocarme, incluso con hablarme, o con hacer que la atención de sus profundos ojos caiga en mí... Y es que estos me hipnotizan. El sol me ha descubierto dos esmeraldas casi transparentes en las que me sumerjo para intentar descubrir la intrigante historia que deben tener detrás.
—¿Todo bien, Elena?
Seguro que Mikel percibe mi acelerado pulso, cómo cada latido revoluciona las arterias de mi mano. Me separo de golpe y corto la corriente eléctrica que fluía entre ambos, la que se propagaba como un cálido hormigueo.
—Sí —improviso—, es que necesito un café. ¿Vamos a desayunar?
No le dejo reaccionar ante mi súbito cambio de humor. Me levanto y camino hacia el palacio, sin detenerme, hasta que al cabo de un rato Mikel me alcanza y me corta el paso:
—Espera.
—¿Sí?
—Tengo algo para ti.
Me ofrece una flor de un característico rojo intenso.
—¿Para mí? —me extraño.
—Sí. Es una amapola.
Sin abandonar del todo la desconfianza, la cojo:
—Gracias pero ¿por qué?
—Porque —insiste— las flores pueden ser grandes mensajeras.
Me ha dejado todavía más confusa:
—No entiendo nada.
En un tono mucho más frío de lo que acostumbra, acaba:
—Ya lo entenderás, Elena.
Da media vuelta, oculta su semblante serio y, ahora, el que se larga es él. Se aleja con aire enigmático, ese mismo aire que flota por los rincones del palacio y que resulta tan sugestivo como asfixiante.
Yo me quedo observando la flor. Es preciosa, de un color tan vivo que soy incapaz de ver más allá, incapaz de descifrar ese supuesto mensaje. Y tampoco sé si debo hacerlo porque presiento que no me conviene. El conocimiento puede ser una carga pesada y, a veces, solo a veces, es preferible refugiarse en la ignorancia.
Aun así, no me deshago de la amapola, la llevo a mi habitación y sumerjo su tallo en un vaso de agua.
La he dejado sobre la mesita, entre libros y el ordenador...
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