Capítulo 10
ELENA
El jardín es una auténtica pasada. El parking, la piscina... Todo está rodeado por vegetación tan bien cuidada que brinda aún más elegancia al lugar. Nada que envidiar a Versalles.
Hemos deambulado hasta llegar al lado noroeste del terreno, donde se encuentra un intento de laberinto de setos. Y digo «intento» porque nadie se perdería en él: sus paredes son tan bajas que apenas cubren la cintura del alto cuerpo de Mikel. Si estuviese desnudo justo le taparían su parte más íntima, esa tan sumamente grande que pude apreciar cuando lo pillé vistiéndose...
¿Por qué me la estoy imaginando?
Me centro y, más allá de ocultar genitales, los setos también resguardan un banco de piedra ubicado en el centro, donde nos sentamos a descansar.
—¿Te está gustando el palacio?
Afirmo y espera a que comente algo. Pero no lo hago y eso le obliga a espolearme un poco más:
—Es un lugar mágico.
Me muestro suspicaz y recalca:
—De verdad.
—Sorpréndeme —acepto.
Echa un vistazo al entorno y dice:
—Aquí uno puede viajar en el tiempo, descubrir su historia, incluso descubrirse a sí mismo...
—Vaya —simulo asombrarme—. ¿Es un palacio o un consultorio de adivinación?
Me sonríe.
—Nos faltan videntes y tarotistas, pero créeme, si uno aprende a interpretar, no son necesarios.
Frunzo el ceño y advierto:
—Mikel, que escriba ficción no significa que me vayas a impresionar con asuntos paranormales.
Arquea una ceja, divertido, y suelta:
—¿Y a ti quién te ha dicho que quiera impresionarte?
Vale, ahí me ha dado.
Y mi sonrisa delata que me ha gustado su contestación, aunque jamás lo reconocería en voz alta.
—¿Tú ya te has encontrado a ti mismo? —retomo el tema—. Has debido pasar mucho tiempo aquí.
—Un par de veranos.
—¿Y?
—Nada. Sigo igual de perdido.
Ambos nos reímos y sus rasgos angulares se suavizan ante esta expresión. Después, Mikel indaga:
—¿Es verdad que nunca antes habías oído hablar de mí?
—Creo que no.
—¿Ni habías visto fotos?
Lo recordaría:
—Qué va.
—Entiendo.
Mueve la cabeza de arriba abajo, lentamente, y solo se detiene para decir:
—Pues yo sí que sabía de ti. Gabriel me hablaba mucho. Y muy bien.
Se me encoge el estómago cada vez que alguien se refiere a mi abuelo, bastante tengo con lidiar con los recuerdos —y la culpa— que me persiguen a todas partes.
Me cruzo de brazos, finjo otra sonrisa y recurro al humor:
—Fue fácil engatusarlo siendo su única nieta. A no ser que contemos a las de Lourdes, en caso de que las haya.
—Tranquila, nadie podría robarte el puesto. Según dijo Gabriel —Mikel suspira y parafrasea—; eres «La persona más especial que pueda existir».
Me flaquea la curvatura de mis labios y Mikel, ante este instante de vulnerabilidad, se dispone a animarme:
—Sin embargo, se le pasó avisarme de lo tétrica que eres.
—Vaya. —Tuerzo el morro—. Qué raro. Si esa es mi mejor cualidad.
—Si tú lo dices...
Volvemos a reír y aprovechando el buen rollo, tira de la conversación:
—¿Desde cuándo eres una especie de doctora Frankenstein?
—Desde pequeña. Aunque me identifico más con Mary Shelley —puntualizo.
—¿Quién?
—La escritora.
—Ah. —Se cachondea—: ¿Entonces no te gusta jugar con los muertos y esas cosas?
Ese tampoco era el motor principal del doctor Frankenstein, pero entrar en detalles sobre por qué este unía diversas partes de cuerpos me haría parecer más macabra de lo que pretendía, así que opto por recoger cable:
—No te pases.
—Una lástima. Este era el lugar adecuado para ello.
—¿Para jugar con los muertos?
Aunque supongo que es una broma, su tono me indica que se trata de toda una revelación y su mirada perdida lo refuerza.
—¿Mikel?
Parpadea, conecta conmigo y se destensa para musitar:
—Este laberinto es el cementerio de los antiguos dueños, la familia Ubel.
Dirijo la vista a mis pies, a las baldosas que pisan.
—¿Aquí debajo hay cadáveres?
Me deja con la intriga unos cuantos segundos más.
Luego se rinde:
—Qué va. Pero si fueses tan macabra como intentas aparentar no se te hubiesen puesto los pelos de punta. Y... —Señala nuestras piernas, tímidamente pegadas—. Hasta te me has arrimado un poco.
Avergonzada, me separo con avidez y explico:
—Soy sinistra en los libros, no en la vida.
—Pues te advierto de que aquí la realidad supera la ficción.
Se inclina hacia atrás y, como el banco no tiene respaldo, sus manos —repletas de anillos dorados que realzan su estilo bohemio—, se aferran al borde trasero. La camiseta queda ligeramente levantada en esta postura y atisbo la parte inferior de su abdomen, la fina línea de vello que se pierde bajo la hebilla de su cinturón.
Antes de que se percate de qué zona estoy atendiendo, alzo la vista y doy con una mueca ausente. Y angustiosa.
—¿Mikel? —Trato de descifrarla—: ¿Va todo bien?
Sus manos agarran el borde con tanto vigor que empalidecen. Pero la sangre no es lo único que no fluye. Este se ha quedado callado, hasta que se arma del suficiente valor.
—Elena... Sé que nos has odiado —empieza—, pero nuestro objetivo nunca fue alejar a Gabriel. Mucho menos hacerte daño.
Esta espontánea disculpa llega a mí junto a una terrible ola de impotencia que no estaba lista para recibir.
Agradezco que me pida perdón, pero también me escuece. Y mucho.
No sé qué intención tenía su familia pero sí sé cuál fue el resultado.
No obstante, Mikel no es el responsable y por ello estoy tratando de no pagarlo con él, aunque ahora mismo no puedo disimular la rabia:
—Vale. Bien.
El ambiente cada vez se tiñe más de negro, el silencio se perpetúa hasta volverse insoportable y entonces contemplo a mi acompañante de reojo.
Está cabizbajo, juraría que dolido y apostaría a que el motivo va más allá del perdón. Puede que para él tampoco esté siendo fácil afrontar la pérdida. Al fin y al cabo, mi abuelo pasó los últimos cuatro años con ellos.
—Mikel —no sé cómo proceder—, tú... Tenías muy buena relación con Gabriel, ¿no es así?
Apoya los codos en las rodillas, se cierra ante mí.
—Bastante. Era un gran hombre.
Chasqueo la lengua y trato de animar el ambiente:
—Bueno, por fin estamos de acuerdo en algo.
Sin embargo, su gesto sigue apagado.
—Oye —Comienza a preocuparme—, ¿estás bien?
Con un toque de entusiasmo impostado, se levanta y propone:
—Claro. ¿Continuamos con la excursión?
Me pongo a su altura.
—Vale pero ¿qué más nos queda?
—El interior del palacio.
—Ya lo he pateado antes.
—No todo.
La poca alegría que había forzado desaparece y me confiesa:
—Elena, hay algo que tienes que ver.
***
La calidez del salón te arropa nada más poner un pie en él. Es tan acogedor. Con unos pocos muebles de madera oscura y tejidos claros se crea el ambiente propicio para la absoluta relajación.
Aunque no es el caso.
Ahora mismo, estoy muy agitada.
—Mikel, siento ser una aguafiestas pero ya he estado aquí.
Él avanza hasta una librería que, al igual que el resto del mobiliario, irradia una elegancia atemporal: los grabados en los bordes, los ornamentos, los estantes perfectamente alineados... Me encantan.
Mikel se apoya en ella, su codo cae sobre una de las baldas y su bíceps se ensancha hasta robar todo el protagonismo a cualquiera de los retoques del mueble, un mueble al que, inexplicablemente, tanta importancia da.
—¿Esto era lo que me querías enseñar?
Niega y su dedo índice viaja al lomo rojo de uno de los libros. Tiene aspecto de enciclopedia, excepto por la falta de letras. Ningún grabado. Ni rastro de la editorial, ni del título, ni del autor.
—¿Fardando de una edición especial? —imagino.
—Y tanto que especial.
Se retira e invita:
—Cógela.
Me aproximo e indago en su semblante.
Sus ojos, con un matiz similar al de las nueces, se fijan en los míos. Sus labios, los cuales parecen haber sido esculpidos con una precisión exquisita, no prometen sonreír hasta que no obedezca. Y su nariz, perfectamente proporcionada, se ensancha cuando me entretengo demasiado analizándolo.
Entonces apremia:
—Vamos. Cógela.
Espero que no me esté tomando el pelo, porque lo hago. Tiro del libro hacia mí, este se clava a medio camino, el mueble vibra y se desplaza hacia la derecha.
—¿Qué...?
Retrocedo tanto que mis rodillas chocan contra un suave sofá de color beige, en el que poso mi trasero.
He descubierto una puerta secreta, cuyo enigma poco ha durado.
Sé lo que me voy a encontrar tras cruzarla.
Aunque prefiero no perder la esperanza de equivocarme:
—¿Es una bodega?
—No.
—¿Una despensa?
—Tampoco.
—¿Un salón de juegos?
—No.
—¿Ni de juegos eróticos? ¿Eres una especie de Christian Grey? Venga, dime que sí, que todos los ricos sois iguales.
—¿De qué hablas? No es nada de eso.
—¿Una sauna tal vez?
—Elena, pasa. —Asegura—: Te va a gustar.
Pero no me muevo y entonces informa:
—Oye, que no hay nada turbio.
Lo sé. Porque en realidad no tengo dudas acerca de lo que es.
—¿Elena?
Mikel se rasca la nuca en un movimiento desmoralizado, luego coge aire y exhala:
—Mira, no quería desvelar la sorpresa pero no me dejas otra opción. Es una...
Mascullo al unísono:
—Biblioteca.
Se queda trastocado:
—Sí, sí. Exacto. La encargó Gabriel para ti. Tiene un escritorio y...
—Lo sé —le corto—. Me lo dijo Lourdes.
Tras mi declaración, Mikel me contempla callado.
Me estará clasificando en su mente como un auténtico bicho raro.
Pero me da igual.
Sabía que había una estancia diseñada para mí, pero sinceramente, al no encontrarla me había aliviado. Me he dado cuenta de que no quiero pasar al despacho que mi abuelo diseñó para que escribiese junto a él, para que terminase una novela que ya no podré dejarle leer.
Cierro los párpados y la verdad me recorre como un rayo atravesando una pobre instalación eléctrica. Me quema el haber despreciado sus últimos años.
—¿Elena? ¿Estás bien?
Abro los ojos, lo miro fijamente y zanjo:
—No me apetece entrar ahí. Hoy no.
Al fin lo ha pillado.
—Bien. Perdona.
—Tranquilo. Supongo que no estoy preparada.
Él asiente y yo, como buen bicho raro, me voy volando.
Aunque justo antes de perderme me vuelvo para pedir una última cosa:
—Oye, Mikel.
—¿Sí?
—Cierra esa puerta, por favor. —Acabo—: Y gracias por el paseo.
Finalmente, escapo escaleras arriba mientras escucho cómo el mueble regresa a su sitio para bloquear la entrada.
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