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Capítulo 1

Dos meses y medio antes del último amanecer


ELENA

Burgos, 7 de junio de 2022


—Te lo has pasado... ¿bien?

Izan está abrazado a una farola y, por un instante, dudo de si habla conmigo o con el poste.

—¿Elena? —disipa las dudas. Esa soy yo.

—Vamos, ¡avanza! —le ordeno.

Pero no se mueve, no de la manera que me interesaría. Tan solo desciende, poco a poco, hasta que su trasero choca contra el suelo.

Tiro la toalla, le doy la espalda y dejo atrás la estampa de mi exnovio haciendo pole dance con una catedral de fondo —estamos en el centro de la ciudad de Burgos—, cuando vocifera:

—¡¡¡Elena!!!

Me paro y respondo con brusquedad:

—¿Qué?

—Que si... —Durante varios segundos se queda en blanco—. Ah, que si te lo has pasado bien.

Acto seguido, suenan las campanas de la iglesia. Son las nueve de la mañana. Ya llevo diez horas de tortura. Y sospecho que aún me queda alguna más.

—¿Elena? —insiste Izan.

La respuesta es un rotundo «NO».

Debería haberme quedado en casa y disfrutar de una buena sesión de escritura: acompañada por una vela; mi suave manta de algodón; y una playlist repleta de canciones en acústico.

Sin embargo, he salido porque según mi amiga Rosa, iba a ser una de las mejores noches de mi vida, el comienzo ideal para las vacaciones de verano, la despedida perfecta antes de pasar unos meses fuera de Burgos...

Nada más lejos de la realidad.

Después de todo lo ocurrido, es imposible que nadie piense que he podido llegar a pasármelo bien. Ni siquiera Izan, por muy borracho que esté.

—¡Levántate de una maldita vez! —le exclamo.

Y niega con resignación:

—No puedo. Estoy pegado a la corriente eléctrica.

—El alumbrado público lleva horas apagado. Lo único a lo que puedes estar pegado es a las meadas de los perros.

Con movimientos aletargados se despeina su corto cabello rubio, mientras sus somnolientos ojos azules me desafían y sus finos labios escupen con torpeza:

—Me... odias... mazo.

—Izan, no. Sabes que te tengo cariño.

Es totalmente cierto. No solo es mi exnovio, también es un gran amigo. Si no lo fuese no estaría aguantando su show.

—¿En serio? ¿Aunque esté bañado en pis de perrete?

—No es para tanto. Y sí.

—Gracias. Significa mucho viniendo de ti. Con lo es-cur-pu-olsa que eres.

—Escrupulosa.

—También. —Añade—: Y finolis.

Me incomoda con un descarado escrutinio y argumenta:

—Fíjate en cómo vas vestida.

Repaso mi conjunto: mocasines negros, falda de vuelo del mismo color, camisa de manga larga blanca y un bolso de nailon oscuro.

—Voy perfecta.

—Para un congreso de finolis.

Desesperada, meneo la cabeza en un gesto de renuncia.

—Ahí te quedas.

Avanzo y él me reclama:

—¡No! Eh, ¡por favor!

Intento ignorarlo pero, de pronto, pregona:

—¡No es mi culpa que te hayan puesto los cuernos!

Menudo golpe bajo.

Me detengo, giro sobre mis talones y mis mocasines lo apuntan de nuevo.

—Vale... —Reconoce—: Creo que me he pasado.

—Vaya. ¿Sí?

Rendido pide:

—Sí. Vayamos a casa, por favor.

Se refiere al apartamento de Rosa, ahí es donde dormiremos los tres hoy. Nuestra amiga vive con sus padres pero estos nunca están en la ciudad por motivos de trabajo, lo que es tan triste como provechoso.

—Pues venga. —Cargo con él—. A descansar de una maldita vez.

El trayecto se me hace eterno y, cuando al fin llegamos al portal, Izan reformula la pregunta con la que ha dado comienzo a la estúpida conversaciones frente a la catedral:

—Elenita, entonces, ¿te encuentras bien?

—Qué pesado eres. Sí.

Me describe:

—Tan fría como siempre.

Lo describo:

—Tan bocazas como siempre.

Estoy buscando en mi bolso la copia de las llaves que nos ha prestado Rosa, pero no doy con ellas.

—¿Izan, no las tendrás tú?

—Yo lo único que tengo es una impotencia terrible. —Retoma el tema de la infidelidad—: Ese cabrón merece ser castigado.

El cabrón es Pedro, el chico que hasta hace un par de horas era mi novio. Le he pillado enrollándose con otra. La traición me duele, aunque no demasiado:

—Estoy bien. De veras.

—¿Cómo puede ser? —se molesta. Ni que hubiese soltado una ofensa hacia él—. ¿No estás cabreada? ¿Ni un poco? Yo... Lo pasé fatal cuando me abandonaste.

Ha abierto el cajón de mierda.

—Tú y yo lo dejamos por el bien de nuestra amistad —zanjo y zarandeo el bolso con la esperanza de escuchar un sonido metálico.

En vano. No sé dónde narices he guardado las llaves y que Izan me tenga enganchada del brazo dificulta bastante la búsqueda.

—Elenita... Oye...

—¿Qué?

—Que te voy a echar de menos.

Lo dice porque, después de muchos años, voy a volver a pasar un verano con mi abuelo Gabriel. Como en los viejos tiempos.

Bueno, no exactamente igual. Ahora también estará Lourdes, una millonaria con complejo de Evelyn Hugo: ha tenido más maridos que mascotas y eso que no le duran más de quince años. Las mascotas. Los maridos aún menos.

Mi abuelo y ella se casaron en 2018 y desde entonces apenas nos hemos visto. No porque ellos no hayan querido acogerme —la hospitalidad de Lourdes es legendaria—, sino porque he declinado cualquier invitación que conllevase pasar más de una hora con la persona que me robó a mi abuelo para llevárselo al País Vasco: tierra a la que Lourdes y su familia, la familia Ibarra, están arraigados y en la que concentran toda su fortuna.

Al principio, ni siquiera les hacía visitas fugaces, pero dejé de lado esta costumbre insana un año después de la boda. Concretamente, el 3 de octubre de 2019. Aquel día tuve que tragarme el orgullo. Aunque no tanto como ahora que he aceptado pasar las vacaciones con ellos dos.

Lo he hecho por el agravamiento del estado de salud de mi abuelo. No creo que tenga muchas más oportunidades de estar con él.

—¿Me vas a echar en falta? —me saca de mi ensimismamiento Izan.

Sigue sosteniéndose gracias a mí, cada vez más colgado. Podría decir que tengo dos bolsos.

—Quizás.

—Qué profunda.

—Sí y ¿podemos centrarnos?

Consigo que me deje en paz, aunque no se aparta. Al contrario, se apoya aún más. Me siento Marco llevando al mono.

Resoplo, me hago con el iPhone e informo:

—Tenemos que llamar a Rosa.

—Bien. —Coge aire y chilla—: ¡¡¡ROSA!!!

He pegado tal respingo que casi le parto la barbilla con mi hombro.

—¿Qué haces?

—Llamarla.

Le chisto y trato de dar con el contacto de nuestra amiga pero, antes de que pueda hacerlo, el iPhone vibra y aparece una notificación: «Abu. Gabi». No es una traducción errónea de la capital de los Emiratos Árabes. Gabi es como apodé a mi abuelo cuando aún no sabía pronunciar la r.

Deduzco que me llamará emocionado por lo poco que queda para que nos veamos. Pero no es el mejor momento para charlar.

—Hola, abu —saludo—. ¿Te parece bien si hablamos luego?

—Perdona, Elena. No soy Gabriel. Soy Mikel.

Por la voz, que automáticamente he asociado a un tipo joven, es evidente que no se trata de mi abuelo. Lo que no sé es quién narices es este tal:

—Oye, Markel.

—Mikel —corrige.

—¿Qué haces con su teléfono?

—Necesito hablar contigo. ¿Puedes?

Me lo planteo:

—Depende.

—Bien —lo recibe como una afirmativa—. Verás... ¿Estás sentada?

Al principio arrugo el entrecejo, pero luego la presión se me concentra en el pecho. He visto demasiadas series de crímenes como para identificar el protocolo de los agentes antes de dar una noticia fatal:

—¿Sentada? ¿Eres un poli o algo así?

—No —rechaza, firme, y el nudo de la garganta se me afloja un pelín.

Aunque su cuidada serenidad me está poniendo de los nervios e Izan no ayuda:

—¡Eh! ¿Es Rosa?

Con el micrófono tapado contra la camisa, le respondo al borracho:

—No. En realidad no sé quién es.

Izan bufa:

—¡Pues cuelga! Hay que buscar a nuestra amiga. No pierdas el tiempo. Te querrán vender algo.

—No quiero vender nada. —Mikel nos ha escuchado.

Vuelvo a la llamada y apremio al desconocido:

—¿Entonces? ¿Te puedes presentar en condiciones y contarme qué pasa?

—Soy Mikel Ibarra, el nieto de Lourdes.

Eso sí que no me lo esperaba.

Un Ibarra.

Y como cada vez que escucho ese apellido se me revolucionan las pulsaciones. Tanto, que siento que la caja torácica me va a explotar con cada latido, aunque al final la que estalla soy yo cuando Izan grita de nuevo:

—¡¡¡ROSA!!!

Le pego un bolsazo, con todas mis fuerzas, y este sale disparado. Cae de culo y las llaves se escapan del bolsillo de su pantalón vaquero.

—¡Las tenía yo! —celebra—. Ya no hace falta encontrar a nuestra amiga.

Es insufrible. Me alejo de él y, a una distancia prudente, puedo poner toda mi atención en el nieto de la ricachona:

—¡Tú! ¿Qué quieres?

—Pues... Esta conversación va a ser muy difícil.

—Coincido, ahórratela. Ponme con mi abuelo.

—No puedo —niega.

Es curioso. Creía que los allegados de Lourdes ya no podían resultarme más odiosos, pero gracias al misterio que este se trae y a que intuyo que me va a joder aún más el día, acaba de ascender otro escalafón.

—Espero que tengas un buen motivo —amenazo.

—Lo tengo. Elena, esto es serio.

Frunzo el ceño, cada vez más preocupada.

—¿Qué ocurre?

No contesta de inmediato, lo que me permite percibir su respiración —mucho menos calmada que su voz— al otro lado de la línea.

Me pongo en lo peor:

—¿Dónde está Gabriel?

Me prepara:

—Lo siento mucho.

—¿Que sientes el qué?

—Elena...

Coge aire y detona la bomba:

—Gabriel ha fallecido.


El despertar tras la tremenda borrachera


IZAN


Me duele todo, pero como compruebo al incorporarme en el sofá, donde más dolor tengo es en las sienes y... en las nalgas.

—La noche fue dura —concluyo.

Camino torpemente hasta el baño y me dispongo a mear con una mano en mi cacharro y otra en la pared, en un intento por controlar el vaivén que siento.

Sin embargo, tal y como se encuentra mi entrepierna —¿por qué siempre que tengo resaca me empalmo?—, es una maniobra arriesgada. Además, estoy en casa ajena, por lo que opto por sentarme y sufrir un poco más el dolor de las nalgas.

Al acabar, me aferro al lavabo y me paro frente al espejo:

—No debería haber bebido tanto. —Puede que sea lo más sensato que ha salido de mi boca en las últimas veinticuatro horas.

Me mojo el rostro y, una vez tengo la cara humedecida, trato de cerrar el grifo, pero no atino y golpeo una desgastadísima pastilla de jabón. Esta sale disparada y, desgraciadamente, cae en la taza del váter, donde patina en círculos hasta quedar sumergida.

—Menudo ascazo.

Me agacho a por ella y mi cuerpo reacciona ante aquella postura removiéndome el estómago. Pero no quiero potar. Así que me incorporo de nuevo y abandono la misión. Con suerte se deshará antes de que alguien la vea.

—Ahí te quedas.

Regreso al pequeño salón y me dejo caer en el sofá. Otra punzada me recuerda que mi culo está accidentado y me levanto ahogando un grito.

Fuck...

¿Tan fuerte fue la caída de ayer? Me acerco a la televisión y, atendiendo a mi reflejo en la apagada pantalla, me bajo el pantalón en busca de moratones. Tengo un cardenal enorme en el glúteo izquierdo.

—Joder.

—¿Izan? —me sorprende Rosa—. ¿Ligaste?

Me subo el vaquero de golpe y me vuelvo hacia ella, mientras infiere:

—Con que te molan los azotes, eh. —Imita el sonido de un látigo—. ¿Quién tuvo el privilegio?

—Si no recuerdo mal, el suelo de tu portal. Me caí cuando Elena... —Me pauso, Rosa no sabe nada de lo ocurrido.

Anoche Elena estuvo un rato conmigo, yo la apoyé y ella me cuidó. Luego se marchó con su familia y yo me dormí. Supongo que fue entonces cuando llegó nuestra amiga pelirroja, la misma que no soporta mi pausa intrigante:

—¿Qué?

Mientras arranco, se prepara un café de sobre. No hay pared que separe la cocina de la sala así que nada impide que me interrogue con la mirada.

—A ver —adelanto—; tengo una mala noticia. Sobre Elena.

Amore, ya sé que anoche le pusieron los tubos. Lo sabe todo Burgos. Se corrió la voz. Así como se corrió el capullo de Pedro en los baños del after. Pobre Elena. —Echa un vistazo a nuestro alrededor—. Por cierto, ¿dónde está?

—Con su familia.

—¿Tanto le afectó?

Una vez tiene lista la bebida, marcha a su cuarto y me invita a seguirla. Eso hago, aunque a un ritmo destacablemente más lento. Está claro que ella lleva mucho mejor que yo las resacas. Es una experta.

Una vez en la habitación, se sienta sobre la cama y apoya la espalda en uno de los pósters de la pared. En este aparecen los personajes de One Piece. Rosa era fan del manga. Y lo sigue siendo, aunque las noches viciadas a las historietas quedaron a un lado cuando creció y se dio cuenta de que a los tíos que no son Luffy también se les estira cierto miembro. Ahora prefiere salir de fiesta y quedar con chicos.

—Rosa... —Haciendo un sobresfuerzo me siento a su lado—. Elena está mal, pero no por la infidelidad.

—¿Entonces?

—Es por su abuelo.

—¿Al final no va a pasar las vacaciones con él o qué?

—Me da que no. —Me pongo muy serio—. Prepárate que esto es heavy.

Pega un sorbo al café y suelta:

—¿Sabes lo que es realmente heavy? Ayer vi a Manu.

Parpadeo repetidamente.

—¿Hablas de mi Manu? —concreto.

—Nuestro Manu.

Manuel fue el responsable de que mi relación de amistad con Rosa tambalease. Tanto a ella como a mí nos gustaba. Gracias a él yo descubrí parte de mi sexualidad y Rosa ahondó aún más en la suya. Pero pactamos olvidarnos de él, por nosotros. Los amigos son lo primero. Yo siempre lo he tenido claro. Y espero que Rosa también:

—¿No te lo tiraste, no?

—No. ¿Y tú? Esas marcas en las nalgas son sospechosas.

—Puedes estar tranquila —descarto y me intereso—: ¿Te preguntó por mí?

—Qué va. —Informa—: Y tiene novio.

—¿Manu? Joder. ¿Cómo es?

—Ni idea. No lo vi. Me lo quiso presentar pero hui. A diferencia de ti y de tu culo morado, yo no soy masoca.

—Que te den.

—Ojalá...

Sonríe y, ambos nos perdemos en nuestros pensamientos. Aunque no durante mucho tiempo. Rosa retoma el tema de nuestra amiga:

—¿Qué me estabas diciendo de Elena?

—Ay, hostias, sí. —Me centro—. ¿Sabías que su abuelo estaba enfermo, no?

—Sí. Cuánto tiene que estar sufriendo ese señor.

—Ya nada.

—¡Oh! ¿Se ha curado?

—No. Se ha muerto.

—¡Ay...!

Sin lugar a lamentos, propongo:

—Uno de los dos debería ir con Elena al País Vasco, para apoyarla en el funeral.

—Yo mañana tengo una entrevista de trabajo —se escaquea—. Quiero currar en el cine del centro comercial, ahorrar un poco antes de volver a las clases. El podcast me trae más gastos que ganancias.

—No lo sabes monetizar —siempre se lo digo.

—Sí que lo sé. Pero me da pereza.

—Eres lo peor —ataco—. Por eso mismo no te van a coger en el cine. No pierdas el tiempo, Ross —termino con su mote amigable, para suavizar.

No funciona:

—¡Eres un capullo!

Me pega un codazo, apura el café y me pasa el muerto, nunca mejor dicho:

—¿No puedes ir tú al velatorio? Inexplicablemente, saliste con Elena. Conoces a su familia mejor que yo.

—Sí que puedo ir, sí. Me deben días libres en el bar.

Respira tranquila:

—Bien, Izan. Eso es. Será lo mejor.

Me giro hacia ella y juzgo:

—Qué morro tienes.

Se justifica:

—¡Oye, es que los muertos me echan para atrás!

—¿Y a quién no?

Tan egoísta como siempre, desea:

—No lo sé. Espero no tener que lidiar con uno nunca.

Ante esto, me estremezco. Tengo la corazonada de que su petición no se cumplirá.

A lo largo de la vida, lo más probable es que todos tengamos que enfrentarnos a la muerte de algún ser querido, pero esto es diferente. Siento que se avecina algo turbio, algo...

Da igual. La advertencia de mi instinto pasa a un segundo plano en cuanto llega la de mi estómago. Creo que estoy a punto de devolver.

Sí. Me ha dado una arcada.

Me separo de Rosa, corro hacia el baño, me tiro junto a la taza y... Ahora sí que no pienso recuperar el jabón.



*****

¡Nueva historia!

Sé que llevo años sin publicar en Wattpad, he estado trabajando en las novelas que han salido en papel y apenas he tenido tiempo para escribir nada nuevo. ¡Pero ya he vuelto! 

EL ÚLTIMO AMANECER DE AGOSTO es una historia muy diferente a las anteriores, y muy especial.

Dadle unos capítulos más y os prometo que no os arrepentiréis de pasar un verano con los hermanos Ibarra... Muy pronto los conoceremos.

Gracias por confiar, por todo el apoyo que recibo siempre. Gracias a quienes ya me habéis leído antes y gracias a quienes me acabáis de conocer. Espero que disfrutéis mucho de esta aventura.

¡Un abrazote!

Hablamos por Twitter, Instagram y Tiktok (@jonazkueta) ;) 

https://youtu.be/pbkUJEwV_gU

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