03: Negligencia gris
"Cada vez que intento caminar por los muros, aparecen más muros.
¿Cuál es el punto en que el amor se siente más? ¿Cuándo me vas a creer que estoy aquí?
¿Cuál va a ser la razón para intentar de levantar la voz, si nadie me escucha?
Cada vez que intento tenerte cerca, tú desapareces." - Coldplay
―En una de esas te dijo que era viudo para hacerse el sufrido, viste que a ellos les gusta hacerse los difíciles, los oscuros y después terminan siendo más blandos que la manteca... ―Andrea observó cómo su mejor amiga ponía el agua caliente en un termo. Su flequillo recaía hacia delante en grandes mechones rojos―. Seguro que vive con su mamá y toma la chocolatada con cereales.
― ¡Inés! ―exclamó ella, sus labios se extendían en una sonrisa, tanto que su frente se arrugaba y sus pómulos parecían relucientes manzanas coloradas―. Vos porque no viste sus ojos, parecían soltar lágrimas en cualquier momento... Dale, gírale la tapa a eso de una vez ―agregó mientras se estiraba en el sillón.
Estaban en su departamento, un mono ambiente bastante reformado. Un biombo japonés, con dragones alados y árboles de fresas en flor, separaban la habitación de Andrea con el resto del lugar. El sillón en el cual estaba sentada, ocupaba una gran parte de la sala-comedor improvisada, donde Inés se movía de la mesada a la pequeña cocina.
La siesta transcurría lenta, aquel sábado parecía no tener fin. Pero las dos amigas aun no median el tiempo, sus charlas eran mucho más importantes, sus chismes de la semana eran prioridad, y sus secretos eran infranqueables. Ambas se sentaban en el gran sofá, con un termo de té, un frasco de galletas variadas y sus vidas desaparecían del mundo. De esa forma, Andrea le contó que había conocido a un chico bastante interesante, del cual omitió confesar dónde lo había encontrado. Pero, a Inés parecían no importarle los detalles, solo se alegraba que su compañera de amistad hubiese encontrado a alguien, para ella era lindo sentir ese calor corporal fuera de sí, tan único como el sentir vértigo o nauseas.
Andrea seguía hablando, hablaba de cómo era Mariano: ella lo describió alto, porque los hombres apuestos eran altos, de ojos ambarinos, tan curiosos y atentos. También detallo su piel, tan blanca como la cera de las velas, o como las nubes de verano. Su rostro era como el de las estatuas griegas, con rasgos finos, perfectos. Tal vez estaba exagerando, cuando uno se enamora exagera las cualidades de la otra persona...
―Todo un galán, en fin ¿lo vas a ver de nuevo? ―dijo Inés mientras mordía una galleta. Andrea miraba a su amiga comer, mientras le daba sorbos lentos a su té de hierbas tibetanas. Podía sentir como el aire caliente de la calefacción le llegaba hasta el cuello, la espalda―. Por lo menos invítalo a tomar un café o a comer una pizza ―agregó la chica.
― ¿Vos decís? ¿Y si me dice que no? Tal vez tiene novia, o trabaja hasta tarde...
―No seas tonta, vos invítalo. Jugate la carta, después ves, tampoco estas planeando casarte con él. ―exclamó Inés mientras se estiraba levantando los brazos―. Pero conociéndote, sos capaz de planear hasta cómo van a morir juntos.
― ¡Qué exagerada! ―soltó Andrea. En su cabeza volaban retazos de ideas, de sueños, de cosas que deseaba.
* * *
El domingo había llegado acompañado de un sol radiante. Los negocios extendían sus mesitas de café a fuera, las florerías desplegaban sus masetas en las galerías, la gente reía, transitaba por las calles con camisetas y gorritos de lana.
El cementerio Jefferson, en silencio sepulcral, celebraba la llegada de un nuevo miembro. El estacionamiento estaba abarrotado de autos, los pasillos y senderos eran visitados por gente vestida de luto, con el alma negra y ojos rojos del llanto. Aquella mañana el cementerio olía a clavel.
Los gatos habían huido, los cuervos se apiñaban en las lapidas, las estatuas miraban con compasión a los invitados. Pero aun así, la quietud continuaba reinando en aquel lugar, la soledad, la angustia, era como si una leve bruma cubriera el terreno ahogando los sentidos de felicidad.
Y más allá de todo, entre los senderos serpenteantes, donde los panteones se alzaban con gracia antigua y los arboles parecían danzar como bailarín en pleno éxtasis, allí entre tanta calma terrenal, dos personas habían olvidado que el cementerio Jefferson celebraba un funeral, que los muertos se agitaban en sus lechos deseando renacer...
Ella iba mirando sus pies, como marchaban uno detrás del otro. Él la observaba, como su cabello bajaba por los hombros, tan salvaje como las aguas turbulentas de las cataratas. Quizá había sido una coincidencia el volver a encontrarse en aquel sitio tan peculiar, un día domingo, o tal vez ella se había precipitado con la esperanza de verlo.
―...se ponen inmutables, huesudos y pareciera que la alegría se ha esfumado de la naturaleza, incluso las flores parecen fallecer ―expresaba él lentamente, como si dejara que las palabras se deslizaran por una seda invisible―. Nosotros también dejamos que el frío nos aleje, nos volvemos ermitaños de una estación frígida...
― ¿Entonces preferís el verano?
―Antes me gustaba el verano, donde todo parecía recobrar vida, los pájaros realizaban sinfonías y sonetos tan bellos como la música clásica, o las noches parecían no terminar jamás. Pero ahora me parecen vacíos, ella agonizó en verano ―confesó. Andrea tenía ganas de vomitar. «Soy una desubicada de cuarta, así no va a querer salir conmigo.»
Seguían transitando por los senderos, donde los ligustrinos estaban bien podados. Más allá, cerca de un gran clérigo de granito, un jardinero desenterraba las malezas, realizaba surcos para luego plantar flores que después crecerían en abundancia, ignorantes de la terrible negligencia que recaía como el rocío en el amanecer.
Ella llevaba un termo con té, había elegido el mejor brebaje de hierbas que poseía, su favorito. En su cabeza le rondaban las palabras de su amiga, ya había pasado una semana de aquella charla en su casa. Inés la llamaba todas las noches, solo para asegurarse que Andrea había invitado a Mariano a tomar algo, y ella aún se resistía a proponer la idea.
Sentía que él aun acarreaba un fantasma, el espectro de su mujer. Pero en lo más profundo de sus pensamientos, una voz aguda le decía "si, invítalo". Porque más allá de lo que pensaba sobre Mariano, aún seguía creyendo que él era una persona dotada de saberes intelectuales, de palabras rebuscadas y sinceras, un hombre derecho que había pasado por una terrible tragedia, como la que es perder a alguien amado, pero estaba dispuesto a seguir siempre hacia adelante. Con todos estos ideales, Andrea se motivaba para animarse a hacerle la propuesta...
Podría decirse que ya eran amigos. El día lunes, al llegar al cementerio, él la esperaba apoyado en una de las columnas de la entrada, caminaron por aquel laberinto de mármol y quedaron en encontrarse en la puerta de ingreso, a la misma hora durante toda la semana. Nunca podían faltar los termos de té, él admiraba la cantidad variada y exótica de brebajes que ella poseía.
Volviendo al plano general, ambos descansaban sentados en un banco de madera, dando sus rostros hacia una serie de cruces pequeñas. Andrea le daba sorbos violentos a la bebida.
― ¿Y vos que haces los fin de semana? ―le preguntó ella. Tragó más té, y sintió como el líquido caliente le bajo por la garganta―. ¿Vas al cine, salís de fiesta?
Mariano sostenía su propia taza de infusión, en la otra mano cargaba una medialuna a la cual le dio un mordisco.
―Me dedico a descansar, a veces edito algunos vídeos... no mucho ―pensó y después agregó mirando hacia un más allá desconocido―. Algunos sábados me junto con mis amigos, vemos un partido los domingos...
«No haces nada, ¿querés que este viernes tomemos algo?», Andrea miraba sus nudillos «Dios ¿y si me dice que no? ¿Y si...?»
― ¿Son amigos de toda la vida? ―«Tonta, en la próxima lo propones.»
―Algunos. ¿Viste esos qué conoces desde los diez años? ―dijo él levantándose―. ¿Seguimos? ―Señaló hacia el sendero que terminaba en la gran muralla de nichos―. Por ejemplo, a Javier lo conozco desde que empecé el primario, hicimos de todo juntos, como un hermano. Con Rafa nos juntamos desde los dieciséis, así que si, de casi de toda la vida.
Ahora caminaban sobre un manto de hojas secas, y ramitas esparcidas.
―La amistad es algo peculiar, igual que el enamorarse ―objetó Andrea mirándolo con sus intensos ojos grises.
―Loca... ―Ambos se giraron para ver al jardinero, este los observaba con un rostro curtido, sus dedos se aferraban al rastrillo. Después bajo su cabeza y prosiguió a juntar las hojas en su carretilla.
―Seguramente odia su trabajo ―murmuró Mariano en el oído de Andrea, ella sintió como su pulso se precipitaba―. Solo alguien así, le diría "loca" a una persona completamente cuerda como vos. ―Andrea alzó su miraba hacia aquellos ojos amarillos, él la observaba como un gato acechando a su presa―. ¿Te queda más té? ―agregó alejando su rostro del de ella.
― ¿Eh?... Claro ―se trabó para luego darle su termo.
El tiempo continuaba radiante, pero una leve briza había logrado traspasar la barrera del calor, ahora los árboles se agitaban lentamente, y los pájaros volaban para poder regresar a sus nidos. Algunas golondrinas perdidas piaban en el firmamento.
El funeral había finalizado hacía ya mucho tiempo, los muertos festejaban minuciosamente la llegada del nuevo individuo. «Es ahora o nunca. Ahora, ahora, ahora.»
―Mariano... ¿Querés... no sé... este viernes ir a tomar algo, una pizzas? ―Andrea parecía tartamudear. Pero por dentro sentía como se desinflaba.
― ¿Este viernes? ¡Claro! ―aceptó él, devolviéndole el termo de té―. Vos decime a qué hora y eso... ―agregó. Ella notó como una alegría se agitaba en el aire―. ¿Te costó soltarlo o no sabías como pedírmelo?
― ¿Disculpa? ―«Ya está, lo dije ¿ahora qué más?»
―Te veía nerviosa, tenés tendencia a mirarte los nudillos cuando te pones así. Si, te observo mucho. ―Mariano la miró sonriendo―. Pero no importa, ¿adónde querés ir?
―Hay un bar interesante al que siempre quise ir, se llama L'eiffel, tiene onda francés. ―Andrea se acomodó hacia atrás la bufanda que traía―. Quizá te guste.
―Todo lo francés es bueno. Y todo lo que vos me recomiendes, será bueno.
Un gato maulló en la lejanía, entre la bruma invisible que comenzaba a recaer en el cementerio Jefferson.
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