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02: La viuda negra

"Esta noche, caminan los muertos solitariamente.

Robaron y chocaron las rejas del cementerio, en el vestido que tu marido odia.

Camino abajo marca una tumba, donde las luces que nos buscan, nos encuentran, tomando en la puerta del mausoleo..." – My Chemical Romance.

La campanilla del local sonó con estrépito cuando se cerró la puerta. En sus manos cargaba un vaso descartable de té verde y en la otra, un café con leche. Intentaba caminar despacio para que no se le derramara nada, pero a la vez trataba de aligerar sus nervios. Mauricio le había dado charla e incluso le había obsequiado otro chocolate demás. Cuando Andrea se salió de la fila pudo observar como varias caras fruncidas la miraban. « ¿Ahora que no me interesas, venís y me haces ojitos?», pensaba ella.

Aun recordaba aquellos ojos otoñales, el frío de sus dedos. El día anterior, cuando subió con la docena de medialunas para la oficina, Carina le había preguntado la razón de su demora, obviamente la respuesta indefinida de Andrea fue: mucha gente. Pero continuamente están las amigas que quieren encontrarte un novio, por lo que la otra chica dijo: seguro que un chico sexy te trabó los pies.

Mientras pensaba en aquello, más ganas tenia de ir al cementerio. La cabeza de Andrea no paraba de crear ideas alocadas. «Tal vez va a ver a un abuelo muerto o una tía que quería. En una de esas va porque sólo le gusta pasear por ahí, como hago yo. ¿Ira muy seguido?»

Cuando su jefe le hablaba, ella intentaba darse sermones mentales, así dejaba de pensar en ideas absurdas. Ya tenía veinticuatro años, no podía andar como tal adolescente.

Aquella mañana había amanecido soleado, las nubes se habían marchado de vacaciones y el cielo parecía alegrarse mostrando su máximo resplandor azul. El viento se divertía congelando los huesos de la muchedumbre en las calles y agitando las hojas secas en los árboles.

―...y yo le dije, no puede ser que apenas llegue y ya se ponga a ver la tele, la nena se pone a llorar: quiere jugar, que tiene hambre, ¿él hace algo? No, solo me dice cómo va el partido ―contaba Paola mientras acomodaba una y otra vez los papeles de su fichero―. Encima me dice "estoy cansado"...

―Tu café. ―Le tendió el vaso a Carina―. Hacela fácil Pao, córtale el cable y listo, o no lo dejes entrar hasta que sea un padre responsable ―agregó dejándose caer en su asiento. Rápidamente se quitó el saco.

―También háblale, nada mejor que ser sinceros, pero con buena onda ―propuso la compañera de Andrea comenzando a tomar su bebida. Ella tragaba su té verde.

―Lo voy a tener en cuenta, bueno, después almorzamos abajo, nos vemos. ―Paola se marchó con andar rápido. Su espalda se arqueaba hacia atrás, y su camisa parecía quedarle más apretada por delante.

―Parejas... ¿Y la tuya para cuándo? ―inquirió Carina. Dejó su café en el escritorio para comenzar a teclear y ver el monitor. Andrea tragó violentamente el té, se quemó la garganta con el agua caliente. Sintió como sus músculos se contraían, sus ojos comenzaban a soltar lágrimas...

― ¡Mira... mira lo que hiciste! ―exclamó congestionando la cara, mientras abría y cerraba la boca para que el aire entrara por su garganta―. ¿Por qué siempre insistís con lo mismo? Deja mi vida en paz ¿querés?, estoy bien así, no puedo salir con hombres a cada rato, ya fue terrible terminar con Marco... ―Dejó las palabras ahí, hacia tan solo dos meses que su anterior pareja la había dejado para marcharse a Alemania, ahí tenía una beca para hacer un master en arquitectura. Como si fuera poco, a los dos días de estar en la capital alemana, Andrea vio las fotos de él con otra.

Estuvo un mes casi en pijama, solo iba a trabajar para no perder el empleo. Sus visitas al cementerio se volvieron más constantes, allí se encontraba tranquila, sin tristeza. Pero pudo superarlo con la ayuda de un par de salidas al cine con su hermana, algunas charlas maternales y una buena dosis de risas y abrazos llenos de consuelo. La vida siempre continuaba, no podía estancarse por una persona, la vida no giraba alrededor de alguien.

―Para eso están las compañeras ¿no? ―inquirió Carina, su pelo negro se sacudía con cada movimiento que realizaba. Andrea hizo una mueca y rodó los ojos―. ¿Hoy comes con nosotras? ―agregó la chica bebiendo un poco más de su café.

―No, tengo que hacer unas cosas, otro día ―se excusó ella mientras se levantaba de su escritorio.

* * *

Con andar rápido cruzó la calle, del otro lado de los barrotes veía el puesto de las flores. Aquel lugar nunca carecía de plantas. El hombre que trabajaba allí, parecía disfrutar de sus aromas, sus colores y formas. Para cada estación traía flores diferentes, pero las rosas y claveles siempre estaban. Andrea detestaba el olor del clavel, un aroma a muerte, lamentos y tristezas.

La bufanda que rodeaba su cuello se mecía con la leve briza invernal. Sus guantes de lana se adherían a sus manos largas y huesudas. Seguía caminando entre las lapidas; en esa parte del cementerio las tumbas eran más recientes. El mármol estaba blanco, y las placas brillaban. En algunas no existían ni las láminas. Era común que entraran al cementerio para robarse las chapas, incluso a veces se llevaban las ofrendas que los visitantes dejaban en el altar de la virgen María o en la cruz de Jesús. Ella dudaba de los jardineros, ellos siempre estaban en el cementerio. Pero tenía que aceptar que muchas veces se había visto tentada a sacar las placas de algunas tumbas. «Son tan delicadas, las letras son perfectas, tan arcaicas...», pensaba Andrea.

Dobló en un recodo, sentía los pies helados. Iba mirando el suelo, como las hojas se juntaban unas con otras, los caminitos de hormigas, los pétalos desamparados de flores ya marchitas. Entonces lo vio, estaba junto a una lápida con forma de cruz céltica. Su abrigo negro caía hasta el piso, sus pies cruzados se apoyaban contra un gran cumulo de ramitas y musgo. Observó como una bufanda marrón de lana, caía sobre sus hombros. Su cabello color como el chocolate, se despeinaba hacia todas partes, como si recién se hubiese levantado.

Andrea se quedó parada, dudaba en avanzar o retroceder. Percibía el calor de las porciones de tarta en su envoltorio, que sostenía entre sus dedos. «Ni siquiera lo conozco, estúpida ¿por qué no te movés?» Lentamente comenzó desplazar sus pies hacia adelante. Su objetivo estaba a metros de distancia, allá en el bosquecillo de abetos, donde el ángel alado la esperaba. Pero parecía que el destino la impulsaba hacia otra parte. Pasó por delante del individuo, rápidamente observó su cabello, los tulipanes depositados sobre la tumba, el par de guantes enrollados que recaían sobre sus dedos blancos.

―Te llamabas Andrea ¿no? ―soltó. A ella casi se le cae el paquete de la comida.

― ¿Cómo sabias que era yo? ―preguntó ésta recuperando el aliento. Él alzó sus ojos hacia ella y, ahí estaban, tan amarillos como Andrea los recordaba.

―Te vi viniendo para acá, las lapidas no son tan altas ―respondió parándose, se sacudió el saco y se calzó los guantes de nuevo―. ¿Visitas a un pariente?

―Yo... ―No sabía cómo continuar, no cualquiera poseía un amor fuera de sí hacia los cementerios. No cualquiera disfrutaba de caminar entre filas y filas de tumbas. Pero algo le incitó a decirlo, sería su primera prueba para expresar a todos que, era verdad, tenía una obsesión por convivir entre los muros de un territorio para los muertos, por lo que contestó―: solo vengo a caminar, mis familiares están enterrados en otro cementerio.

― ¿Sufres de Coimetrofilia?

― ¿De qué? ―repitió frunciendo el ceño. Él, soltó una risa contenida. Su frente se arrugó en cuanto lo hizo.

―Nada, veo que te gusta disfrutar de esta belleza extraña, triste y añeja ¿cierto? ―dijo hundiendo sus manos en los bolsillos del saco―. Caminemos, así me cuentas un poco más de ella. ―Señaló con el mentón hacia adelante.

― ¿Puedo ir comiendo en el camino? Pasa que dispongo de poco tiempo para hacerlo. ―Andrea levantó su paquete con porciones de tarta.

―No hay nada que te lo impida, quizá los muertos, seguramente demandan un bocado de comida hace siglos ―bromeó Mariano, ambos comenzaron a caminar.

Ella abrió rápidamente el sobre con su almuerzo. Las nubes habían regresado de su estadía en otra parte, ahora el cielo se teñía de manchones grises. El sol surcaba su recorrido hacia el poniente, y el viento parecía haberse aburrido de agitar cosas.

― ¿Querés una? ―soltó ofreciéndole una porción. Andrea observó como Mariano negaba con la cabeza.

―Me esperan en casa ―comentó―. ¿Te digo algo? Sos la primera persona que me dice que viene acá a solo "caminar". ―La miró como si quisiera estudiarla completamente―. Tengo entendido que este sitio es para venerar a los caídos, llorarlos, incluso. ―agregó soltando una leve mueca, y luego apartó su vista de Andrea―. ¿Vos por qué lo haces?

―Bueno, te voy a confesar algo ―dice ella mientras muerde un pedazo de tarta tibia―, vengo a almorzar aquí desde hace mucho, pero la verdad es que... este lugar me gusta, es como si paseara por un jardín gótico o algo así. ―Mientras ella hablaba Mariano la observó detenidamente, vio cómo se quitaba los guantes, y su piel morena se contrastaba con las hojas secas del suelo, con los troncos de los árboles, con cualquier objeto donde las apoyase.

―Eres interesante ―comentó Mariano deteniéndose. Andrea pudo sentir como la sangre le subía hasta las orejas.

―Sí, supongo que si ―comentó ella. Con una mano rebuscó en su bolso, luego sacó un gorro de lana y como pudo se lo puso en la cabeza. Muerta de nervios arremetió con una pregunta fuera de contexto, para escapar de la incómoda situación―. ¿Quién era la persona a la cual le llevaste flores?

―Mi esposa ―respondió Mariano, clavó sus ojos otoñales en los de ella, que eran grises como la luna.

―Yo... lo siento. No debí...

―Tranquila, algún día vamos a morir ¿no?, a diferente tiempo, pero ella... No debía. Cosas que pasan. ―Él volvió a caminar y agregó mirándola de nuevo―. No me mires así, ya estoy bien, fue hace un año y un mes. Era hora de seguir adelante.

―Es la única manera, aceptar y seguir. ―Andrea le dio un mordisco a lo último que le quedaba de la porción de tarta―. ¿Estuvieron juntos mucho tiempo? ―«Yo y mis preguntas desubicadas», pensó.

―Desde los veinte. Pero nos casamos hace cuatro años ―explicó Mariano mientras se acomodaba la bufanda. Su cara seguía pálida, pero su nariz y los pómulos estaban morados del frío. Andrea asintió con la cabeza mientras lo miraba―. Chocamos juntos, pero ella recibió muchas más heridas que yo...

―Ya no importa, cambiemos de tema ―soltó ella elevando sus labios―. ¿Qué te gusta hacer? ¿Correr, pintar, tocar la batería, algo?

―Realizar cortometrajes ―Mariano sonrió, Andrea percibió como sus ojos se cristalizaban. Supuso que era algo que aún le hacía acordar a su mujer o, quizá, era parte de su imaginación.

Continuaron caminado, charlaban de a poco, como dos almas que desean comunicarse con alguien. Las estatuas parecían aglomerarse para poder oír la conversación, incluso los cuervos planeaban cerca de ellos. Hablaban de cosas insignificantes, sin profundizar en temas concretos, como si fuera un juego de mesa en el cual cada casillero es un tema a desarrollar. De esa forma ella se enteró que él estudió Cine y Dirección, Mariano supo que Andrea amaba comprar frascos de infusiones exóticas, también averiguó que él impartía clases de actuación... Cada uno con gustos diferentes, actividades que solo ellos entendían. Andrea notaba que había cosas que Mariano aun extrañaba, pero no sabía que era. Cuando hablaba de temas relacionados a su pareja, su rostro se volvía más pálido, pero ante materia de actividades, sus ojos se tornaban raros.

Las agujas del reloj marcaron el tiempo, las aves volaron lejos y las gárgolas hundieron sus ojos en el aislamiento. La extensa interlocución había finalizado, ambos se despidieron y acordaron volver a juntarse.

Andrea sentía las manos calientes, los cachetes helados y percibía como su corazón bombeaba a toda máquina. «Carina, ahora tengo un pretexto por mi demora, ¿me lo preguntaras?»


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