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Viejo testamento

—Edik —siseó Lúlu, pavorosa de lo que podría suceder en los siguientes segundos—. Por lo que más quieras, no lo hagas enojar. Ese sujeto —señaló a Ignacio, permaneciendo sentada entre las piernas del pecoso—, tiene ganas de matar. Quiere algo de nosotros, reclama lo que le quitamos. Algo que le pertenece.

—Arranca —presionó el cañón de su arma contra la mejilla de la asiática— vamos a dar un paseo.

—Señor Trujillo —trató de sonar calmado, sin embargo, no podía aparentar con el hombre que clavó la mirada en él—. Es un gusto volver a verlo. No todos los días te encuentras a un buen amigo dentro de tu auto.

—No me lo tomes a mal, chamaco —dijo el hombre mayor—. Yo esperaba a Rebecca, pero mírate, aquí estás. De algo me vas a servir. Si que tienes mala suerte, Edik. Sin duda estás salado. Bueno, a tu mamá le va a gustar verte.

El pecoso se sobresaltó.
—¿Perdón?

—No nos hagamos pendejos. Desde un principio supe quién eras —aseveró Ignacio—. Eres uno de los hijos adoptados de Trinidad. Los reconocería con los ojos cerrados. ¿Quinto hermano de los Ackerman? No sé cómo le hizo Angela, pero se lució con presentarte. Ahora...

—Espere —vaciló—: ¿mi mamá? ¿Trinidad está viva? ¡Imposible!

—Creo que la acabo de cagar en grande. Esa mamá no, hablo de... —soltó unas risillas para dejarlo con la duda. Quitó el seguro de su arma, asustando a la chica—. No importa. Ahora, muevan el puto auto antes que me enoje de verdad.

—Meiying —se dirigió a ella, titubeante—. Por favor arranca.

Temblorosa, con todo el miedo encima aceleró para salir del estacionamiento, siendo guiada por Ignacio que los condujo en calles que ni ella misma conocía hasta llegar a las afueras de la ciudad en menos de una hora.

—Señorita —dijo Nacho, ofreciéndole una bolsa negra— póngase esto.

Meiying dudó de hacerlo, pero la orden de Trujillo era clara, a lo que obedeció sin objetar, dejando que las lágrimas la traicionaran al salir a chorros.

—De ustedes depende si terminamos rápido —afirmó Ignacio, que los obligó a bajar del auto—. A la japonesa no la conozco, pero me recuerda a una hermosa jovencita con la que pasé buenos momentos. Antes de que cierto hijo bastardo la hiciera sopa de humano en una tina, dentro de un motel barato. No saben cuánta falta me hace.

Dado que Meiying era la única que tenía una bolsa en la cabeza, Ignacio hizo que Grace la guiara para no tropezar al momento de adentrarse al bosque en medio de la carretera, situado a un kilómetro de la ciudad. Pasando por lugares desnivelados, rocosos y llenos de monte.

—Edik —Ignacio detuvo el andar de ambos jóvenes—. Póntelo —le extendió una bolsa de tela negra similar a la de Meiying.

—¿Por qué hasta ahora? —poco o nada le importó ser apuntado con el arma.

—Me daba flojera guiarlos a los dos. Ya falta poco.

Durante los siguientes trece minutos siguió caminando sin ver por dónde iba, entre tropiezos y quejidos por parte de la chica que corrió con la mala suerte de caer de lleno sobre el camino empedrado. Fué hasta que Ignacio les dio la orden de detenerse y quedar de rodillas, aún sin divisar el entorno debido a lo oscuro de las bolsas que no daba cabida a hacerse una idea de dónde se encontraban.

—¿Qué parte de traer a Rebecca no entendiste? —se escuchó la voz de un hombre que transmitía seriedad en su habla.

—Me lleva el diablo —masculló una mujer colérica—. ¡¿Para qué puta madre quiero a más niños?!

El par de voces nuevas comenzaron a reclamarle a Trujillo que se limitaba a reírse por el enfado de ellos.
—¡Pero que bocas! —carraspeó sin inmutarse a las amenazas dirigidas a su persona, sonando de lo más divertido—. Estamos muy tensos aquí. Vamos a calmarnos un poco. ¡He venido con regalos! Que a mí me gusta consentir a mis amigos.

—Tómate las cosas en serio —dijo el hombre cuya voz no era identificada para Grace—. Me largo.

—Yo igual —replicó la pelirroja— decía mi mamá: si quieres que las cosas salgan bien, hazlas tu misma.

Al momento de escuchar el repiqueteo de unos tacones y zapatos que evocaban el chillido del suelo de madera, Ignacio se acercó a Grace, llevando una mano a su hombro y la otra a su cabeza.

—¡Y con ustedes! —le quitó la bolsa al pecoso—. Grace Ackerman. O mejor dicho: ¡Edik Benedetto!

Los ojos del chico se acoplaron al entorno que parecía una cabaña desolada, con excepción de otras seis personas de rodillas —contando a Meiying— formando un círculo, con Ignacio a su espalda y las dos personas adultas en el centro que se quedaron pasmadas con su presencia.

—Hijo de mil puta —escupió la mujer pelirroja, acercándose a Ignacio, amenazante.

Como respuesta, el hombre de bigote tupido hizo unos sonidos con su lengua, deteniendo a la mujer que inmediatamente fué reconocida por Grace.

—Tenemos trabajo —volvió a sacar su arma, la cual apuntó hacia el resto de mujeres incadas—. No traje a Rebecca, pero tu hijo es cercano a Angela. Servirá para mandar el mensaje.

—¡No! —exclamó Lucrecia Benedetto—. Él no... —fulminó a Ignacio con una mirada que se inundó en una aura rojiza alrededor de sus pupilas, algo para nada creíble para el que no la viera.

—Mira nada más —dijo Ignacio, en español, retomando el ingles con las siguientes palabras—: tantos años destruyendo familias, matando inocentes y robándole al pueblo para que ahora te toques el corazón por un niño. —Sonrió de oreja a oreja—. Te llegó el karma, amiga.

La mujer pelirroja no pudo hacer otra cosa más que permanecer en su lugar, con la nulidad de evitarle más sufrimiento a su primogénito, pues, ella estaba enterada de todo lo que había vivido.

—Avísenme cuando terminen con el drama —el hombre de barba tupida y ojos azules pasó a un lado de Nacho y Lucrecia, saliendo del círculo humano al hacer a un lado a Meiying con una patada—. Los espero afuera.

—¡Oye! —por muy cínico que era, o muy atemorizado, Grace no toleró escuchar el quejido de la chica que al poco tiempo se volvió un llanto—. ¿Por qué no pateas a tu puta madre debajo de la tierra muerta? Puta barbuda traga leche.

Aquel imponente señor de cuerpo definido se detuvo antes de llegar a la salida. No se mostró enojo por su parte, pero volvió a Grace.

—¿Qué más le quieres hacer al pobre diablo? —la pelirroja pasó por el espacio que Meiying había dejado al seguir tumbada, poniéndose en medio de Grace y el hombre—. Está a un trauma de volverse suicida. ¿Vas a seguir golpeando a alguien que ya está lastimado?

—Se nota que Trinidad lo crió. —Se devolvió a la puerta para salir de la cabaña.

Eso último le dolió a Lucrecia muy en el fondo, pero no lo demostró. En cambio, se sentó en el suelo de madera para quedar al lado de un Grace que no lograba procesar todo lo que pasaba, dejándolo en un estado de shock, en vista de que sus palabras salieron por mero impulso.

—¿Me lo pasas? —Lucrecia señaló la pequeña caja de madera tallada a mano, cerca de tres chicas amordazadas—. Por favor. —Le pidió de favor al chico, ya que no se encontraba atado.

El pecoso acató la orden por inercia, como si el subconsciente le dijera que su vida dependía de su comportamiento.

—No tengo ganas de dar explicaciones —le dijo cuando regresó con lo solicitado. Se escuchaba grave, tajante y molesta—. Solo debes saber que una o dos vidas dependen de ti. —Abrió la caja para tomar la moneda de símbolos peculiares que se encontraba dentro—: ¿Blanco o negro?

Por más que tratara de contactar con Lúlu, ella no mostraba signos de presencia, señal del bloqueo en su cerebro. Apenas y podía discernir entre las seis personas en su misma posición, y al par adultos armados.

—¡Oye! —dio unas leves palmadas a las mejillas de Grace—. No tenemos todo el rato.

—¿Ahora cómo te decimos? —Lucrecia volteó a ver a Nacho que daba vueltas entre el círculo con una expresión risueña—. La justiciera. No, mejor: ¡La señora karma!

—¿Me permites? —quiso callar a su colega, pero él seguía igual de burlesco.

—Lucrecia Benedetto siendo amable con otros, ¿quién lo diría? —echó una leve carcajada—. Ni con tu hija te portaste así. ¿Qué tiene Edik que no tenga Isela para que lo cuides como si fuera un bebé? Los mides con varas distintas. Eso es injusto.

Lucrecia no respondió al instante.
—¿Qué quieres?

—¿Yo? —se hizo el desentendido—. Nada. Solo hablo porque tengo boca.

—Entonces cierra el osico —quiso retomar sus planes con Grace.

—Solo falta que le des un masaje y le laves los pies —Ignacio siguió metiendo cizaña, provocando que la mujer perdiera los estribos—. Si íbamos a tratarlos con cariño, para eso hubiéramos traído café con pan para todos.

—Lo preguntaré otra vez —se apeó para quedar frente a Ignacio—: ¿qué quieres?

—Lo que todos queremos —sonrió—. Si vas a actuar como la madre amorosa, mejor salte. Yo haré el resto.

—Lo que todos queremos... Claro —suspiró—. Si hubieras traído a Rebecca no estaría pasando esto.

—Da igual que si es Rebecca o tu hijo —respondió sin dejar el buen carisma que revestía sus malas intenciones— Angela entenderá el mensaje.

—¿Quieres un mensaje para Angela? —preguntó para recibir un asentimiento muy campante por parte de Trujillo—. ¡¿Quieres un mensaje?! ¡Pues vamos a darle no solo uno, sino tres mensajes!

En un arranque de ira le arrebató el arma al bigotón, quitando el seguro al tiempo que desenmascaraba a tres de las seis personas —incluyendo a Meiying— quienes estaban muertas del miedo.

—Miyuki Hamilton Nazawa, Grecia Pinkman, y una trabajadora cualquiera —señaló a las tres mujeres—. Una es media hermana de Rebecca. La otra es mi ahijada, pero ahora es de los Ackerman, y la otra... No sé por qué la trajiste. Curiosamente, dos de ellas comenzaban a llevarse bien con Edik. La profesora Nazawa lo ayuda a estudiar sin cobrar extras por las clases privadas. Y Grecia es como su puta personal, la culpable de lo que Rebecca le hizo.

Los tres disparos de Lucrecia habían dado a la cabeza de cada una de las mujeres que cayeron cual muñeca de trapo, siendo desvividas casi al instante. Todo ocurrió tan rápido que ninguna tuvo tiempo de reaccionar, suplicar por sus vidas o mostrar una reacción de pánico.

—¡No! —exclamó Grace, tratando de ponerse de pie para ir en contra de la gitana, no obstante, el hombre que hace momentos había salido lo sostuvo con firmeza.

—¡Mensaje número uno! —clamó—. Soy tan hija de perra que no me duele matar a las personas cercanas a mi hijo. O a los parientes de tu sirvienta —habló como si Angela la estuviera escuchando—. Solo yo puedo maltratarlo. Vuelve a golpearlo, y la siguiente será tu hermana Yoko.

Fué hasta las tres personas restantes, quitándoles la bolsa, las vendas de sus ojos y las cintas que tapaban las bocas de las trillizas. La humedad en las vendas denotaban las lágrimas que salieron de ellas.

La pelirroja paseó la vista en las tres jovencitas, tratando de escoger a su siguiente víctima, eligiendo a Jesse Ackerman como la desafortunada. Tomó a la chica del cuello para llevarla al centro de todos y golpearla sin parar, sin importarle las súplicas de las otras dos que no soportaban ver lo que le hacían a una de las suyas.

La brutalidad con la que Lucrecia propiciaba sus golpes dejaron el rostro de Jesse ensangrentado, con la nariz rota, los labios partidos y un ojo cerrado, y con el otro apenas entreabierto.

—Supe que jugaste a la presa y el cazador con mi niño —se acercó al oído de Jesse que apenas y estaba consciente—. Ustedes las Ackerman se sienten superiores porque no tiene su sangre. ¿Pero qué crees? Él no es un Ackerman, pero es un Benedetto. Y mi apellido se respeta. Que sea la última vez que lo tratas como basura, porque una de tus hermanas pagará los platos rotos. Rebecca lo golpeó hasta el cansancio, ahora tú vas a pagar por eso. Díselo a esa puta: que sepa porqué estás pagando por sus pecados.

La azotó contra el suelo, seguido de darle patadas con la punta de sus tacones guinda, rompiéndole unas cuantas costillas, teniendo poco tacto ante los gritos de Jesse que imploraba piedad.

—¡Mensaje número dos! —volvió a Ignacio cuando descargó toda su ira en la chica que yacía moribunda, de cara al suelo, entre su propia sangre—. Sigue metiéndote en las elecciones, y la próxima vez te enviaré a una de estas pequeñas zorras por partes.

Dio unos pasos hasta quedar con el par de chicas que lloraban el silencio, queriendo ayudar a Jesse, pero que bajaron la mirada cuando tuvieron a Lucrecia de frente.

—Y mensaje número tres... —posó su atención en Jackie Ackerman, acariciando sus mejillas, actuando como un felino cuando juega con un siervo que está a punto de ser su comida—. Yo decido cuándo y cómo maltratar a tus hermanas. A la hora que quiera, en el lugar que quiera. Yo decido si viven, son golpeadas, mueren, o las dejo en paz.

A comparación del hombre de ojos celestes que seguía conteniendo a un Grace que tampoco paraba de suplicar por la conclusión de tal atrocidad, Ignacio se deleitó de lo sucedido, sin borrar aquella sonrisa de punta en punta.

—¡Ay cabrón! —dio un par de aplausos—. Yo quería un mensaje, no un espectáculo.

—Una cosa más —siseó Lucrecia, apartando las manos de Jackie para tomar a Jill y acercarla a ella—. Hay un cuarto mensaje: tú me quitas un hijo, y yo te quito una hermana —para sorpresa de todos, cortó la distancia entre la pelinegra para plantarle un beso—. Te trataré dependiendo de cómo tus hermanas y Rebecca traten a mi cría. Si ellas le dejan un ojo morado, yo arrancaré el tuyo.

—No —dijo el hombre detrás de Grace que hace poco dejó de forcejear—. Ya mataste a tres mujeres —miró a Jesse que no movía ni un músculo— o cuatro. Es suficiente.

—Para mí nunca es suficiente —siseó Ignacio— yo me llevaré a la que queda —señaló a Jackie que, inconscientemente se orinó encima cuando imaginó que compartiría el mismo destino que su hermana Jill Ackerman. Tal vez peor por los constantes rumores con relación a las mujeres que rodeaban a Trujillo.

—Ella será la mensajera —irrumpió Lucrecia, pero internamente se negaba a dejar que una joven fuera corrompida por Ignacio al satisfacer sus perversiones. Por muy despiadada que fuera, ella también era mujer, tenía una hija y no le gustaría verla siendo esclava para satisfacer a un hombre tan repudiable como Ignacio—. Dile a Angela que renuncie a su candidatura, o la próxima vez que vean a tu hermana —se refirió a Jill— será como mi sirvienta personal.

—Para eso tenemos a Edik.

—Él está más muerto que vivo —sentenció la gitana—. Dile a tus perros que preparen los cuerpos, quemen la cabaña y se lleven a esos tres —señaló a Jesse, Jackie y Grace—. Mucho drama por hoy.

—Ni Grecia se salvó de tu gracia —Ignacio se acercó a ella, riéndose de su juego de palabras—. Esta es la Lucrecia que conozco —trató de agarrarla de la barbilla, pero la mujer lo detuvo al vaciar el cartucho sobre el techo en señal de su fastidio ante todo. Solo quería que el día terminara.

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