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Piezas

—Falla tras falla. Estás en racha —aseveró Angela, sin abandonar los cómodos aposentos de Grace—. ¿No puedes pensar en silencio?

—¿Usted sabía que era hijo de Lucrecia? —Grace volvió a Angela—. ¿Siempre lo supo?

Ackerman pensaba en una apertura que le permitiera escapar de la avalancha de cuestionamientos por parte de Grace, los cuales tenía merecidos, en cambio, ella no consideraba que ese día era el adecuado para hablar de algo tan delicado. En una excusa desesperada por salir del meollo, se puso de pie para quedar frente a Rebecca, quien, para ella, ya había tenido suficiente humillación por un día.

Aún y con el remordimiento que tendría por la noche al hacer sufrir más a los suyos, no iba a permitirse la dicha de ser el objetivo de Grace. Era Rebecca, la joven mujer que trataba como hermana de palabra pero que veía como la hija que no podía tener por ser infértil, responsable de todo el caos. O ella, quien, contra toda improbabilidad encontró a su sobrino para darle un trato digno.

—Felicidades, Becca —aplaudió en la cara de la mujer menor que apenas se dio cuenta de su error—. ¿Y qué si es mi sobrino? ¿Ahora lo vas a respetar de verdad? ¿O lo seguirás tratando como lo hacías cuando pensaste que era un don nadie?

—Ya me disculpé por eso —masculló la rubia—. Solo ví por tus intereses. Tampoco lo hice porque quise. Todo tenía un motivo, y lo sabe.

—¡Golpeaste al único recuerdo que tengo de mi hermano! Y no fué uno, o dos puñetazos. ¡Lo lesionaste! —por primera vez se exaltó, alzando la mano para darle una bofetada—. Luego le quitas la ropa que se compró con mí dinero, mismo con el que pago tu salario de porquería. Lo pones a comer comida chatarra y lo tratas como algo menor que un pedazo de tierra abandonada, poniendo a Grecia Pinkman por encima. ¿Qué te sientes al menospreciar a mi familia? ¡¿Quién te dijo que podías darle mis mieles a Grecia Pinkman?!

Rebecca cerró los ojos cuando creyó que recibiría el fuerte impacto de una cachetada, en vez de eso, sintió la mano de Angela acariciando su mejilla.

—Necesitas un castigo —se recompuso, devolviendo la pequeña sonrisa que la hacía parecer alguien tranquila—. Es mi culpa que te hayas malcriado tanto como para sentirte superior ante los de tu nivel. Debo hacerte recordar que eres una simple empleada, no eres mi familia. Yo te pago y tú bailas. Así es como funciona.

—No me arrepiento de actuar en tu nombre —dijo Rebecca—. Todo lo que hice fue pensando en tu beneficio. En el de nosotras.

—Ahí está el problema —siseó sin dejar de acariciarla—. Tú no piensas, solo haces lo que te pido. Eres el arma, yo la mano que jala el gatillo. Yo doy las órdenes, tu te encargas de que todos las cumplan. —Negó con la cabeza—. Bájate los pantalones.

—¿Qué?

—¿Sólo sabes decir qué? —Angela fué clara—. Bájate los pantalones.

La mujer menor obedeció, simulando que no se sentía avergonzada y humillada con su cara inexpresiva.

—Los calzones también —dictaminó Angela, tratando de no tocarse el corazón por lo que hacía—. Acuéstate boca abajo.

Rebecca iba a acostarse de lleno, pero Angela le indicó que dejara las rodillas en el suelo. Derivadas emociones abundaron en la joven mujer que en su vida había sido tan humillada como ahora. Quería llorar de la rabia, por la muerte de sus seres queridos. Pero se lo volvía a repetir: tú te lo buscaste.

Sabía que sus acciones tendrían consecuencias. Se preparó para cualquier castigo, o eso creía. Ese era su único consuelo.

—Grace, ven aquí —ordenó Angela, que tomó el hombro del chico cuando estuvo junto a ella—. Dale una nalgada.

—¡¿Qué?!

De por sí ya estaba incómodo con estar presente, que su supuesta tia le pidiera eso le hacía querer abandonar la habitación. No era que tuviera vergüenza de ver la retaguardia de una mujer que cuidaba su físico, todo recaía en la escasa moral que le quedaba, la cual le hacía ponerse en los zapatos de Rebecca. Tanto él como ella pensaban que una golpiza era menos tortuosa que las cosas que Angela solicitaba.

—¡Aquí está tu regalo! —dijo Gula, quien emergió de la nada para posicionarse a espaldas de Grace—. Disfrútalo.

Solo él era capaz de verla.

—¿Acaso hablo en romano? —suspiró—. Ella te golpeó, humilló, dejó sin comer y puso al resto por encima de ti. Abusó de su autoridad, una que jamás le debí dar. Así que vas a pagarle con la misma moneda, comenzando por humillarla. Anda, déja ese culo tan rojo como puedas.

—Es suficiente —Grace ocultó la lastima que estaba teniendo por Rebecca. Sonaba desganado, como si no tuviera caso hacer lo que su tia quería—. Su hermana y su amiga murieron sin merecerlo. De seguro se la pasó toda la noche trabajando que ni siquiera ha tenido tiempo de llorar por ellas. Y seguramente ya te has encargado de darle una lección. No tiene caso seguir haciéndole daño. Ya es humillante que la esté viendo en esa posición. Si alguien que está muerto en vida como yo lo dice, es porque ella debe estar igual de muerta en vida que yo.

—Si no lo haces, haré que ella te lo haga a ti —sentenció—. Créeme, ella no se va a tocar el corazón por ti. Ahora haz lo que te pido.

El primer azote del chico fue torpe, pues no se sentía a gusto de tocar a una persona que jamás imaginó tener así. Mucho menos haciéndole algo que, para la percepción de Angela era algo que con el tiempo se convertiría morboso para él, pero no era el caso.

—¡Esfuérzate! —Angela lo animaba a ser agresivo—. Imagina que por cada nalgada te darán un millón de pílares.

Grace perdió la cuenta de las palmadas en la onceava, cuando agarró el ritmo y Angela le exigió hacerlo más rápido. Después de siete minutos de constantes azotes, Rebecca tenía los glúteos rojos. Incluso así, se negó a mostrar dolor, estando callada durante todo momento.

—Listo —pronunció Angela—. ¿Qué se siente tener el control? —volvió a un Grace que no expresaba emoción alguna.

—No es divertido golpear a personas que ya están lastimadas —rememoró las palabras de Lucrecia cuando detuvo a uno de sus socios que estaba a punto de hacerle daño—. No hay orgullo cuando la persona a la que quieres doblegar ya está comiendo de tu mano.

Angela se quedó en silencio, después habló.
—No es divertido cuando lo pones así —bostezó debido a la falta de sueño—. Le quitas el sentido a la tortura. No lo entiendo: ¿te gusta el masoquismo? Cualquiera en tu lugar estaría más que feliz teniendo tus oportunidades. Si fueras otro, ya hubieras hecho algo más que darle nalgadas.

—Pasa que todo este tiempo viví siendo humillado —estaba carente de sensaciones, pero sus palabras eran duras—. ¿Me quitó la ropa que compré con tu dinero? ¡En mi vida había usado ropa limpia! —expuso los destellos que le otorgaban el desdén para que la tortura patrocinada por Angela se sintiera aminorada—. Si nunca tuve ropa limpia, jamás tuve estudios. Si nunca tuve estudios, nunca tuve educación. Si nunca tuve educación, nunca tuve nada que me importara. —se burló de los métodos de Angela—. Ya lo dijiste antes: ¿Por qué le das poder a alguien que no lo sabe usar?

Pensaba que era igual de sanguinario y vengativo como el resto de sus hermanos adoptivos. Grace parecía diferente. Ni ella estaba apta para rechazar la oportunidad de hacerle daño a su peor enemiga, pero ahí estaba él, perdonando a su atacante. En parte estaba feliz de escucharlo, saber que Lucrecia Benedetto no podía pedir la cabeza de Rebecca en su nombre.

—Bueno, ya que tomar el control no es lo tuyo: vamos a cambiar el método —meditó—. Rebecca —hizo que la mujer estoica se pusiera de pie—. Dijiste que mi sobrino nunca tocó a la finada Grecia Pinkman. Y por lo que veo, es la primera vez que mira el culo de una mujer. Sigue siendo virgen.

Tanto la mayordoma como Grace sabían para donde quería llegar.

—Quiero que le muestres cómo se siente estar con una —sonrió con una falsa careta que denotaba malicia—. A partir de hoy tomarás el lugar de Grecia. Nacho le dio a la niña para que Grace pudiera divertirse, y tú se lo impediste. Ahora le perteneces a mi sobrino.

—Está llegando muy lejos —el pecoso quiso hablar—. No empeoremos las cosas.

—Tu mamá no me devolverá a Jill si Rebecca no paga por sus actos —Angela miró a la mayordoma que por fin mostró signos de pánico cuando supo lo que le esperaba—. Rompe toda relación con los hombres que te meten la verga. Si tienes novio, debes terminarlo. Si tienes amante, ya no lo veas. Y si te comprometiste con alguien a mis espaldas, rompe con él.

—¡No me puedes hacer esto! Te he servido desde los seis años. Siempre hice todo lo que me pedías —estaba desesperada, furiosa, triste. Todo se le había juntado—. ¡Maté a mucha gente por ti! ¡Limpié cada desastre que dejas a tu paso! Cuando no eres capaz de resolver algo por la soberbia que te hace dudar de quién eres, ¡¿quién está ahí para darle soluciones a tus problemas?! Mi vida se ha dedicado a reparar lo que destruyes, ¿y así me lo pagas? ¡¿Quién carajos te dijo cómo matar a Angelo Ackerman para que te quedaras con todo?! —lloró sin importarle ser vista por Grace—. Sin mí no serías la mitad de lo que eres. ¡Y me condenas por unos errores! De todo lo que pudiste hacerme, y créeme que lo hubiera aguantado, pero decides deshacerte de mí. ¡No eres la única que perdió a alguien!

Las palabras de Rebecca podían perder peso por seguir con los pantalones abajo, pero con su firmeza no importaba.

—Nunca dije que te abandonaría —Angela permaneció tranquila—. Seguirás a mi lado, pero de ahora en adelante tendrás que pasar las noches con Grace.

—¡Vete a la mierda! —exclamó, subiéndose los pantalones, quitándose el saco para aventarlo a la cara de Angela—. Todos me dijeron que te abandonara, que me harías a un lado cuando cometiera un error o dejara de serte útil. Los ignoré porque pensé que eras diferente. Por un momento creí que éramos familia; tú y yo contra el mundo. Pero ahora veo que eres igual al resto. Solo eres una pobre perra postiza que morirá sola. —Se remangó la camisa, dio media vuelta para retirarse—. Renuncio.

—¡Lucrecia quiere convertirte en una prostituta para que termines como Jessica! —Angela sacó toda su ira a flote—. Me reuní con ella antes de venir a casa. No estaba conforme con matar a Meiying y Miyuki. Sigue enojada porque se obligó a matar a su ahijada. Me dijo que te quiere hacer lo mismo que le hizo a Jessica. No le importa que yo esté en la capital, quiere emboscarte.

—Le hubieras dicho que viniera —aseguró Rebecca—. Si pude con Angelo, ¿qué me puede hacer la ramera de los peces gordos?

—Es exactamente lo que dices: es la puta de los grandes. Puede hacer cualquier cosa. Ni yo podría detenerla —bufó— pero llegué a un acuerdo con ella. El trato es que de ahora en adelante estarás con su hijo.

—¿Y tú estuviste de acuerdo? —cuestionó—. Maldita miserable. En vez de ayudarme, me condenaste.

—¡¿No lo entiendes, pendeja?! —clamó—. ¡Prefiero mil veces tenerte conmigo y que complazcas a un niño, antes de verte como muñeca de trapo satisfaciendo cientos de cerdos depravados por el resto de tu vida! Si no me importaras, te hubiera usado de cambio.

—¿Qué? —preguntó.

—Lucrecia también me ofreció otro trato: me devolvería a Jill si yo misma te entregaba. —se esforzó para no llorar junto a Rebecca—. Pude haberlo hecho, recuperar a Jill. —Se acercó a la rubia para darle una bofetada con todas sus fuerzas y devolverle el saco—. ¡Ahora vuelve a decir que no eres mi familia! Te dije que no lo éramos por tus errores, ¡Pero cuando has visto que una madre abandone a su hija!

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