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La suerte de los bastardos.

"Antenoche tomé una cucharada de veneno negro para el dolor de muelas, pensé que serviría para aplacar el malestar de mi boca, tal y como lo hizo con mi alma. Pero me llevé con la sorpresa de que la weed no hace maravillas."

~Grace Ackerman.

Lunes 16 de agosto.

Su mundo se había desmoronado cual cristalito roto que se desmoronaba de a poco hasta volverse polvo.
Hacía más de doce horas que le habían obligado a tomar un arduo viaje dentro del lujoso auto deportivo desde Antára, la ciudad donde vivió durante dos años de su vida. La vista sobre el paisaje era demasiado limitada, conformándose con los alrededores verdes repletos de árboles y césped que ofrecía la autopista.
Hace aproximadamente dos días que muchas cosas pasaban por su mente transformada en un holocausto.
Su mirada, tan apagada y atribulada era uno de los máximos ejemplos que su cuerpo expresaba como manera de saber que estaba en otra parte que no fuera la realidad. Sus redondos ojos grises no apartaban la mirada en otra cosa que no fuera el seguro de la puerta, sin ápices de expresiones dulces.

—No juegues con el cinturón.

Edik, ahora Grace Ackerman era una persona con bizarros intereses en sus aledaños, pero era normal para el, ya que desde la noche del viernes trece su humorística vida se volvió digna de llamarse el retrete de los pecadores.
Aunque ya lo sabía, a pesar de todo lo crudo y mórbido que el mundo lo había tratado, ante las diversas experiencias que la vida le pudo haber brindado para no quebrarse por dentro, nada de eso servía ante aquella delicada voz que torturaba su cabeza, esa que generaba suplicio a su vida.
El tono era tan dulce y cálido, con amor incrustado en sus palabras, y a pesar de todo, él la rechazaba. Pues aquella pequeña rubia era él máximo retrato de la mujer que perdió.

—¿A dónde vamos, Ed? —entre movimiento y movimiento estaba aquella niña de aspecto melancólico, con un sucio arapo gris desgastado cuatro tallas más grandes de las que sus medidas necesitaban. Descalza y de pies sucios se postraba ella, ahora a un lado de Grace, con la espera de escuchar la respuesta del pecoso.

«Cállate, te lo ruego... no sigas». Sentenció Grace a sus adentros, muy desesperado, al borde de soltar las primeras lágrimas de la mañana.

Para su buena fortuna los cabellos que le caían sobre los ojos que ocultaban aquella mirada vacía, pero con el pecado retratado en su pálido rostro pecoso, intentando ignorar a la niña que solo él era capaz de ver.

Habían llegado, justo a plena mañana su trayecto rumbo a Ishkode, la capital de Helix había terminado tal y como se había planeado.
Sin retrasos ni interrupciones se adentraron a la moderna ciudad destacada por los inmensos presipicios y plazas comerciales, plagada de gente con distintas vestimentas.
Desde personas elegantes, de trajes y corbatas, tanto hombres como mujeres, con un andar presuroso mientras atendían una llamada que mostraba importancia, pasando por familias conformadas por el padre, la madre y el infante, todos juntos tomados de la mano pasando a lado de diversos grupos de estudiantes con distintos uniformes. Todos hablando muy sonrientes y campantes, terminando con jóvenes adultos ligeramente mayores que el alumnado, pero menores a los trabajadores o padres de familia con vestimentas facheras, algo casual para alguien recién graduado.

Las calles eran enormes, otras angostas, pero surtidas de edificaciones conforme a la estructura terrenal, con tiendas y puestos de comida. Desde lo más económico hasta los restaurantes más extravagantes que ofrecía el boulevar Cálix. Donde entre todos los restaurantes destacaba uno en particular. Uno que abarcaba cuatro locales extensos, portando toques barrocos, pero gótico. Ese era el restaurante Grillo's, situado a unas cuadras delante.
Para bien o para mal esto no inmutaba a Grace pese a que ahora el paisaje eran otras cosas que no fuesen la flora y la fauna, pero eso a él no le importaba, mucho menos observar como de a poco las nubes le daban el paso a los discretos rayos de sol para portar algo de color al opaco lugar.

La caseta de vigilancia en la entrada de lo que parecía una zona residencial aparentaba plena seguridad a los habitantes, teniendo en cuenta el muro con más de dos metros de altura, junto a los cables eléctricos por encima de estas evitaban el paso hacia el otro lado. Incluso los vigilantes, más que un mero par deperezosos escuálidos que sólo estaban para abrir y cerrar la entrada, algo común en todo fraccionamiento banal y genérico. Pero esto era sustituido con los tres hombres fornidos e imponentes que se postraban en la entrada donde sería su nueva vivienda.
Con aquel afroamericano dentro de la caseta, sin cabello y ojos serios que no apartaba la mirada del vehículo deportivo, quien por unos segundos se había fijado en el somnoliento pecoso sobre la tenue visión que podía darle el oscuro parabrisas, pero a este no le importaba que el hombre con más grasa que musculo le mirase de una forma no tan amigable.

—Ed, ése señor me está mirando
feo —exclamó la infante rubia, con pavor en su habla.

«Antes de matarme con la mirada, primero preocupate por asesinar la grasa de más que llevas contigo». Escupió Grace a sus adentros, levemente sarcástico.
Era un segundo hombre, albino, con una estatura aparentemente similar a la de su compañero afroamericano, de cabello extremadamente corto, algo que daba indicios de haber cumplido ciertos servicios militares debido a la costumbre que asemejaba su naturaleza por la apariencia firme y pulcra de sus ademanes a la hora de acercarse sin  titubeos ni rodeos al asiento del piloto, justamente donde estaba la persona que durante todo ese tiempo había había acompañado a Grace.

Aquella mujer con indicios de ser una mujercita al estar a la mitad de terminar el segundo piso —la edad dorada— estaba tan ensimismada que su mirada de ojos pardo estaba cansada, más bien castrada por el largo viaje que había dado, siendo el igual a estar casi todo el fin de semana detrás del volante, teniendo las ojeras que demostraban su fastidio ante todo. Bajó el cristal polarizado de su puerta para toparse con el vigilante albino, quien no dudo en analizarla de manera discreta como forma de protocolo —Aún si sabía quién era la rubia—, una mirada de ambos, seguido de mostrar una identificación y unos cuantos papeles que firmar y así cederles el paso fué más que suficiente para todos, tanto para los guardias como el dúo de jóvenes dentro del automóvil se dijeron adiós sin decir una palabra o mostrar un gesto.

—Puede pasar —la profunda voz del vigilante fué como un aleluya para Grace y Rebecca Hamilton.

La rubia tenía el uniforme a medias para estar mas cómoda, sin el saco ni el sombrero típico, con la camisa doblada a tres cuartos, acompañado de dos botones desabridos que dejaban su modesto pecho lleno de lunares expuesto, teniendo como remate el chongo que estaba a nada de caerse ya que se había quitado el ajuste de su cebolla para no jalar de más su lacia cabellera rubia de mechones verde limón.

«Eres igual a ella, a Lúlu —el chico observó a la rubia por unos segundos— todo me recuerda a ti. Por algo eres su hermana».

El interior del fraccionamiento "Los Arcos" no era algo del otro mundo, tampoco parecía una cosa común dentro de residencias privadas. Calles sin un ápice de basura, áreas verdes con juegos para infantes, uno que otro campo para jugar soccer, también había una que otra banca para todos, en especial a las personas de edad avanzada que aún mantenían el espíritu de estar en constante movimiento al salir a trotar sobre las banquetas muy bien mantenidas.
Tuvieron que llegar hasta la séptima calle y toparse en la casa número nueve de color café con cuatro pisos de altura, un tanto moderna, con el cristal como forma de pared sobre el interior que daba la vista sobre la sala de estar con los muebles negros de terciopelo. Una estructura demasiado atractiva como lujosa. Pero la barda inmensa con cables eléctricos no daban a la vista tal estructura.

—La llave grande —Grace no supo que hacer cuando tuvo la pesada mirada parda de su acompañante—. Abre la puerta mientras guardo el carro —confuso, el pecoso no sabía a lo que aquella rubia se refería cuando le habían ofrecido el juego de llaves con un oso de sonrisa psicótica como llavero—. ¿Puedes hacerlo, cierto? —escupió la chófer, después de revirar los ojos.

El interior de la casa era incluso mejor de lo que se veía por fuera, todo perfectamente alineado. Tanto los retratos de mujeres bien parecidas que le daban un toque victoriano sobre la entrada, como los adornos de espadas y estatuas abstractas que lucían a juego con el color negro de las paredes junto a los garabatos artesanales ilustrados en estas.

—Ed, ¿este será nuestro nuevo hogar? —durante un buen tiempo la niña había pasado inadvertida, pero sus ojos alegres y curiosos por ver tantas cosas en la entrada le hizo volver hacia Grace con una actitud alegre y enérgica.

—Desgraciadamente sí, Lúlu... desgraciadamente si.

Grace suspiró, a la espera de la mujer que le daría las siguientes indicaciones, cuyo tiempo en aparecer fué tardío —alrededor de vinte minutos—, incluso cuando hizo su aparición de modo que no fuese vista por el pecoso.

—Tienes cinco minutos para ducharte y vestirte, aún hay cosas por hacer —la repentina llegada de Rebecca Hamilton había llamado la atención de Grace, girando en la nueva integrante de la sala—. Corre tiempo.

—¿Cosas por hacer? —por más estúpida y monótona que fuese la pregunta, muchas dudas lo abordaron durante el camino, y anhelaban ser resueltas lo antes posible, puesto que las últimas horas que acabó de pasar fueron suficientes para que una repentina serie de acontecimientos trascendentes dieran un giro de alocadas emociones jamás encontradas en la vida—. ¿Qué más hay que hacer? —preguntó.

Grace analizó a detalle discreto los ademanes de la rubia, ahora aseada, sustituyendo su desalineado uniforme a unas prendas casuales. Nada menos que unos pantalones que dejaban a mostrar sus torneadas piernas, terminando con una blusa blanca y una chaqueta de cuero color negro que hacía combinación con los jeans y las zapatillas deportivas, sumado a su rostro ahora un tanto más relajado; sustituyendo la cara de mala leche que tuvo a lo largo del viaje a una un tanto discreta —solo había quitado sus malos a algo menos rígido.

Aquellos gloriosos segundos donde el par de jóvenes gozaron por no soportar malas jetas se esfumaron cuando las preguntas de Grace fueron lanzadas, pues aquella expresión sarcástica, con la cabeza de lado, la boca abierta y mirada de Rebecca diciendo: "¿es enserio?" lo decía todo.
Pero Grace era alguien que le importaba algo menos que los desechos de un cerdo la actitud de pocos amigos que Rebecca podía tener, ya que esa mirada no tenía nada de comparado a las pesadilla que le carcomían por las noches.

«Cabreate todo lo que quieras, no es que me importe.» Dijo Grace a sus adentros.

—¿Es enserio? —preguntó Rebecca, desganada.

—Quiero saber a dónde vamos —escupió Grace, sin cambiar su cara apática, pero no molesto, formando una actitud similar a las personas con la tercera edad.

—Solo ve a bañarte, ¿quieres?

—No hasta saber adónde vamos —la necedad de Grace había hecho enojar a la mujercita de ojos pardos, provocando que balbuceos para nada agradables en francés y austríaco salieran de aquellos labios pintados de labial verde, que poco podía entender el pecoso.

—Maldita sea, Angela. ¿Por qué te gusta adoptar cada maldita mascota que se pone en tu camino? —exclamó Rebecca, entre diminutas voces, al compás que la llema de sus dedos tocaban su cien—. ¿Quieres saber a dónde vamos? —repentinamente, de un momento que Grace no había captado, el enfado de Rebecca se había ido de sus expresiones faciales, sustituyendo el fastidio luego de exhalar el alaroma a café del lugar, logrando que su mueca se convirtiera en una pequeña sonrisa, sin dejar su mirada cansada—. Iremos a terminar los pequeños detalles de tu vida, pequeñín. Así que hazme el favor de ir a bañarte, porque no pienso llevarte a la escuela con olor a paco

—¿Escuela? —preguntó Grace, confundido—. nadie dijo que habría escuela, de hecho en ningún momento me dijeron nada, simplemente me forzaron a hacer un viaje de casi medio día hasta llegar a la capital de nuestra "queridísima" nación. Es obvio que tenga preguntas, sabes —aunque su cara estaba igual de cansada e inexpresiva, su manera de hablar era similar a una colegiala mimada, algo que en cierto punto comenzaba a frustrar a Rebecca, quien seguía masajeando su su rostro.

—La bañera del primer piso está a mano derecha, tercera puerta, a la izquierda —dijo la Rubia, después de bufar para mantener su sonrisa y mirada humorística mientras alzaba un brazo, indicando a Grace la dirección del baño de emergencias.

—Bien —susurró el pecoso mientras se alejaba del cálido lugar cerca de la chimenea, levantándose del sofá hasta llegar a la salida—. Ya voy mamá.

—¿Dijiste algo, pequeño bribón? —preguntó la rubia, deteniendo el andar del pecoso justo antes que saliera de su campo de vista.

—Que gracias por el hospedaje.

Las imágenes de aquella noche no deseaban retirarse de su mente, ocasionando un derrame de recuerdos negros en Grace.
El agua pasaba por su cuerpo apenas marcado mientras sus brazos se sostenían de las llaves de la regadera para no caer al suelo.
Su cabeza no paraba de torturarlo, mostrándole una y otra vez un río de sangre, cuerpos de expresiones asustadas y sorprendidas sin vida, los balazos que perecieron a muchas personas relacionadas con Edik.

«Para de una puta vez.» Exclamó Grace para si mismo, desesperado por querer disipar los malos recuerdos que acechaban su mente.

Aún los podía escuchar. El sonido de los disparos, aquellos gritos llenos de terror implorando clemencia sobre voces entre cortadas, el boscoso líquido carmesí que corría por montones en el suelo con azulejo blanco y negro, los cuerpos sin vida, todo seguía allí, y todo llegaba escena tras escena, sobre flashback; nada había cambiado, era idéntico a cuando lo vivió en carne propia.

—Ed, ¿cuánto tiempo vamos a estar aquí? —detrás de la puerta que los dividía a ambos, fuera de las regaderas estaba ella, trayendo entre sus pequeños, sucios y delgados brazos un desgastado, maltratado y sucio oso de felpa sin un ojo. Con una mueca que dictaba una pequeña sonrisa mientras meneaba su torso de izquierda a derecha sobre el mismo lugar.

Grace podía escucharla fuerte y claro, pese a las gotas de agua de que imponian un eco sobre la desolada bañera. Él más sabía que ningún ser viviente estaba detrás de la cortina de cristal empañado, pero tenía claro que dentro de su cabeza estaba la niña que le recordaba Jessica Hamilton, o Lúlu, como solía decirle.

—No puedes escapar de esto
Edik —los ojos de Grace se abrieron de manera atónita cuando sintió el tacto de unas finas y suaves manos que pasaban por sus mejillas, subiendo y bajando de manera lenta y delicada, con pizcas de tentación, llegando hasta sus ojos para taparlos—. ¿Después de todo lo que hice por ti? ¿Ahora solo me quieres abandonar? ¡Que cruel eres, Ed! —la sensación de sus pálidos y voluptuosos pechos desnudos hacían contacto con la espalda de Grace, junto al suave tacto de su mano que le fué imposible no recordar aquellos recuerdos con Jessica Hamilton—. ¿Ya Olvidaste la promesa que me hiciste? Aquella vez que decidiste entregarme tu corazón, alma y voluntad a cambio de hacer que viera la vida de forma positiva...

Jessica Hamilton.

Los viernes por la noche no solían ser para quedarse en cama acostada viendo series o películas. Al menos ese no era el caso para la rubia Jessica Hamilton. Pero esa noche era especial, si no se podía interpretar como un golpe de suerte por el simple hecho de no haber acudido a su trabajo gracias al cumpleaños número cincuenta y cuatro del presidente del partido político NC: Angelo Ackerman.

Para su desgracia, las series de su estilo ya se las había visto, todas y cada una de ellas; llegando al punto de reciclar una que otra por ser algo de culto. Pues a pesar de no ser una estudiante ejemplar en su momento, sin ser una amante de las fórmulas y todo lo relacionado con las matemáticas, pese a ser una mujer que ganaba el salario de veinte trabajadores de oficina por cada noche gracias a su vida galante, ella era una amante de las cosas irregulares.

Después de unas largas semanas repletas de malas rachas, finalmente la suerte comenzaba a reír solo por saber que esa noche no pasaría la velada en una habitación con Angelo y sus amigos. Todo marchaba mejor de lo que esperaba.
Después de tanto tiempo el internet estaba solo para ella, la cama de agua era de su pertenencia, no había ruido que no fuera la pantalla con su serie favorita —un profesor de química que se vuelve cocinero de sustancias ilícitas— que veía por treceava vez desde la infancia. Sus ojos estaban sobre el televisor, pero su mente estaba ansiosa de ingerir frituras a la boca.

—¡Puta madre! —exclamó, arrojando el envase de helado napolitano vacío lejos de ella.

El único arrepentimiento que tenía era no hacer la cosa que cada madrugada ejercía por rutina. Justamente a las 4:37 a.m. obligaba a su taxista personal a parar en una tienda a comprar montones de dulces, refrescos y frituras para aplacar las ansias de comer gracias a su estado de ebriedad, y las penas que concebía el abandonar a su hija por la fuerza.
Afortunadamente no habían truenos que amenazaban con quitar la luz eléctrica, pero la lluvia era un punto y aparte.

«¿Qué carajos se supone que haga ahora?» Preguntó a sus adentros, apartando la mirada del televisor para apreciar la ventana que daba vista al exterior, volviendo hacia esta, estando cara a cara para deleitar su visión sobre las fuertes gotas de agua que caían de manera frenética, a tal punto de no poder ver más allá que no sean un par de metros en el radar visual de las personas en medio de la lluvia.

—¿Será buena idea salir con éste clima? —preguntó para ella misma sin desviar su atención de la lluvia, con esa áspera mirada de ojos color esmeralda, perdiéndose en la nada.

El repentino tono de su teléfono le hizo dejar de vacilar para volver a la realidad, atrayendo la visión hacia la pequeña mesa de lámpara a un costado de sus aposentos.
«Me pregunto ¿qué viejo rabo verde cambió de opinión y querrá verme?» La frustración impregnada en sus palabras era de lo más destacable en sus pensamientos que deseaban ser efímeros para el resto de la madrugada. El desdén de su mirada nació al ver el nombre de la persona que la llamaba.

—¿Hola? —habló Jessica, activando el alta voz de llamada al compás de bajar el volumen a la inmensa pantalla pegada a la pared.

—¡Lúlu! ¡Que alegría escuchar tu
voz! —aquella voz quisquillosa parecía aliviada en el instante que la rubia había atendido su llamada, como si algo muy importante dependiera de ello—. Oye, ¿Estás ocupada? —el tono de la mujer detrás del teléfono sonaba de forma urgida, con la espera de que algo deseado por ella se hiciera realidad, como una moneda lanzada a la suerte.

—¿Por qué la pregunta? —respondió Jessica con otra pregunta que dejó por unos segundos en silencio a la otra mujer en línea, provocando que vacilara por unos momentos, pero esos cortos segundos fueron suficientes para otorgar una corazonada a la rubia, pues sabía que no podía llegar nada bueno si se trataba de su compañera de trabajo.

—Verás... —el dudoso tono de la mujer hizo que la rubia confirmara que algo no tan conveniente para su persona llegaría.

—El señor Ackerman se puso muy cariñoso con todas las del Noxx. —Aaquella frase no había dejado algo que no fuese aberración a las muchas cosas que detestaba de su trabajo, eso incluía el jipiar de la mujeres de fondo tras el celular de su amiga.

—¿Y? —respondió con desdén.

—Dice que todas somos carne de vaca, y te está pidiendo a tí. Mencionó que no se irá hasta que pase un rato contigo —las inefables hordas de groserías que Jessica deseaba expulsar de su pecho por no cumplir la palabra del viejo que le había prometido no presentarse esa noche al burdel donde trabajaba eran casi incontrolables—. Jessi, se puso muy violento. Por favor, ¿podrías venir?

No sabía que decir o hacer ante ese mal momento, pues ella desde hace dos semanas había pasado noche tras noche en una cama que no era la de ella en la misma ciudad donde vivía su hija que hace aproximadamente catorce años no veía, solo para aplacar los fetiches de un viejo, los cuales no podía satisfacer con su deplorable esposa diez años mayor que éste.

El petricor de la lluvia no se hizo esperar sobre sus fosas nasales cuando había decidido salir de su departamento en busca de las golosinas que tanto deseaba. Las no visibles calles no daban cabida a sus ojos que no veían algo no fuese el paraguas que la protegía de la fuerte lluvia.
Aquella rubia de pijama mojada de las piernas estaba incierta de la decisión que había tomado al mandar a la mierda toda petición otorgada por las personas que le pagaban miles y miles de billetes por el simple hecho de pasar una noche con ellos.
Pero ella no optaba por darle tantas vueltas al asunto; pues bien sabía que su castigo sería no tener descansos durante horas de trabajo. Cosa que mayormente sucedía.

«A la mierda todo, hoy no quiero saber nada de ellos». Escupió para sus adentros estando a la entrada de la tienda abierta las veinticuatro horas. «No quiero, esta noche no seré su muñeca de placeres de los hijos de perra que me separaron de mi hija y hermanas». La entrada estaba para ella, nada le evitaba entrar y comprar todo lo que deseaba, entonces... ¿Por qué se detenía a mirar la escena de un chico sentado en medio de la calle, mojado, con la cabeza mirando hacia el piso dando a entender que ansiaba un carro por encima de su cuerpo? Un chico pecoso, despavorido y con aparentes traumas.

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