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Kamikaze

Rebecca.

—¿Qué tan encabronados crees que estén? —preguntó Luca—. Amanda no es de las que dice las cosas a la cara. Por lo general deja pasar las cosas para evitar problemas, aunque hay pocas excepciones como las de ayer. Esa niña lo hizo de nuevo.

La mañana comenzó a regalar los primeros destellos solares que se filtraban en la sala de la casa adozada mediante los diminutos espacios de las cortinas grisáceas, donde el par de rubios descansaban a la espera de alguna novedad respecto al lítigio de la celebración desatada por las contundentes declaraciones de Amanda Ackerman.

—Yo no tengo todas las respuestas —contestó Rebecca, cruzando las piernas, estando acostada en el sofá más grande—. Ella debe rezar para que estén demasiado ebrios como para acordarse de lo que pasó.

—La señora Croda no se veía tan ebria que digamos —Luca también se recostó en el mueble individual, suspirando por la preocupación generada respecto a la integridad de Amanda—. Por más compasiva que sean con ella, tiene su par de nalgadas aseguradas.

Debido a la similitud de posición en la que ambos guardaespaldas se encontraban, no tardaron en congeniar para hacer de su rutina menos rígida, refiriéndose a la comunicación entre ambos a la hora de intercambiar los relevos para cuidar al actual matrimonio que era el futuro de ambas familias —Ackerman-Croda—, puesto que para ellos era importante mantenerse en optimas condiciones para estar preparados en caso de una invasión por parte de los enemigos de la zona sur.

Tenían tanto en común, así como diferían en cosas importantes, pero sabían cómo salir adelante.

—Todos estaban conscientes —Rebecca bostezó—. Admito que ella tiene valor. Nadie en su sano juicio le diría puta a Lucrecia en su propia cara, ni mal tercio a Ignacio. Lo mejor de todo es que les dio una cachetada con guante blanco a cada uno. La pregunta es...

—¿Habrá valido la pena arriesgarse por un fragmentado como su esposo?

—Si vas a llorar porque le salvó el pellejo a su marido, por lo menos que no se note tanto —encendió su celular para adentrarse a las redes sociales y ver alguna historia con respecto a la fiesta—. Fué muy estúpido de su parte, eso no se niega. Mira el lado positivo: estamos en casa y no en un hospital. Un poco más y Grace estaba a nada de provocar una pelea con los Trujillo.

—¿A costa de su seguridad? —rió—. No creo que lo haya valido.

—Lo dices porque te preocupa lo que pase con ella. No te culpo, yo también estaría como tú si Grace hubiera sido el que estaría en peligro.

—De todos los presentes, tuvo que ir contra el maldito de Ignacio.

—Rezaré para que no le pase nada grave —dijo Rebecca tras un largo bostezo.

—¿Qué haremos si se lo toman personal?

—No tiene caso pensar en algo que no ha sucedido, lo digo por experiencia. Esperemos que se les haya pasado después de beber hasta el amanecer —le mostró su celular al hombre, destacando el vídeo corto de un amigo de cierta red social, donde compartió un vídeo donde se veía celebrando entre tragos, teniendo de fondo la mesa de sus jefes riendo a carcajadas—. Solo nos queda eso: esperar.

Grace.

—Entonces... —el susurro de Amanda venía acompañado de curiosidad e intriga—: ¿No eres un Ackerman?

La habitación principal de la casa adozada estaba, por tan eficientes que Rebecca y Luca pudieron haber sido, increíblemente remodelada como Amanda había querido. En un solo día recibieron el mobiliario que llegó seis horas antes de la ceremonia, y en ese tiempo acomodaron toda la casa, con cada indicación de la morena. Razón por la que se perdieron la boda en la catedral.

—Si lo soy —contestó Grace—. El último hombre con el apellido Ackerman en pie.

—Pero tu mamá es...

—Digamos que mi papá tuvo una aventura con tu señora suegra, mucho antes de tener a mis hermanos —alcanzó el control de la pantalla, omitiendo los créditos de la película que acabaron de ver—. Soy una mezcla no deseada para el abuelo Angelo. Así que no me verás en la calle diciendo que soy el hijo del que debería ser el actual líder de los Ackerman.

—Hijo no deseado —pensó—. Tu papá es Asier Ackerman, ¿verdad?

Pasaba más de las siete de la mañana, y ellos seguían sin haber conciliado el sueño. La imprudencia de Amanda no la dejaba en paz, asimismo, Grace trataba de consolarla. La experiencia a la hora de reconfortar a las mujeres en el prostíbulo ayudaron en lograr que su esposa dejara de caminar por toda la habitación y prohibirle los cigarrillos cuando se acabó con una cuarta parte de la cajetilla.

Afortunadamente contaba con una pantalla plana instalada en la pared de cara a los aposentos, por lo que pasaron el resto de la noche con un maratón de películas, con frituras y gaseosas, convenciendo a la chica de romper la dieta. Eso funcionó, pero el ataque de pánico volvía a ella entre pequeños momentos.

—Estás en lo correcto, canelita —hundió el rostro sobre el abdomen de la joven mujer—. El Romeo de una historia de bajo presupuesto.

—Ahora todo tiene sentido —pensó en voz alta—. ¿Qué hay del convento de Quito? ¿Vienes de Italia?

Grace negó.

—¿De dónde vienes?

—Soy de Helix. Nunca he salido del país.

—¿De qué parte eres?

—Algún día lo sabrás, cariño —suspiró.

—Hay un papel que dice claramente que estamos unidos —reprochó— debería saber tu pasado. Quiero que me lo digas. No se lo diré a nadie.

—Lo haré cuando sea el momento indicado —respondió—. Vayamos paso a paso, ¿Si? —se acercó al rostro de ella para darle un beso en la nariz, seguido de acostarse a su lado—. Háblame de ti.

—¿Qué quieres que te diga?

Pensó.
—No lo sé. La verdad es que nada —llevó una papa sabor jalapeño a la boca—. A veces me dan ganas de hacer que las piedras hablen, otras veces quiero estar en silencio, disfrutando una película.

El silencio entre ambos se prolongó hasta dar el mediodía. Para satisfacción de Grace, Amanda había controlado los arranques de ansiedad al perderse en las películas de romance y comedia —su género favorito— que ofrecía el extenso catálogo contratado.

De vez en cuando intercambiaban una que otra palabra, con una que otra broma por parte de Grace. Nada sobresaliente hasta escuchar que alguien tocaba la puerta.

—Señor Ackerman —dijo Rebecca del otro lado—. Despierte.

En ese instante Amanda había salido de la ducha, con una toalla, expectante a la siguiente acción del pecoso.

—¿Qué pasa? —preguntó sin moverse de la cama.

No obtuvo respuesta por parte de la rubia. En vez de eso, percibió el intento de abrir la puerta, siendo evitado por el seguro puesto desde adentro.

—¿Grace? ¿Amanda? —preguntó Angela. Amanda no se percató, pero el chico supo que estaba ebria.

—Niños —dijo Lucrecia, bajo los efectos del alcohol—. Salgan, hablemos un poco.

—Malditas borrachas de mierda —susurró Grace—. Canelita. Vístete, pero no salgas. Yo me encargo.

No les contestó. En vista del inconveniente de lidiar con personas altaneras como ambas mujeres intoxicadas, esperó a que Amanda se pusiera ropa, se ocultara en el baño para abrir la puerta.

—¿Puedo ayudarlas? —preguntó con toda la calma posible.

—¡Hijo! —Lucrecia trató de abrazarlo—. ¡Felicidades!

—¿Qué quieren? —interceptó ambos brazos de la pelirroja, haciéndola retroceder cuando invadió su espacio personal, todo sin ser brusco—. Estoy cansado como para tener visitas. Si vuelven más tarde, calmadas —fulminó a su madre con la mirada— y sobrias, se los agradecería mucho.

—¡Anímate, chico! —Angela sonó animada—. Estamos celebrando. La fiesta aún no termina —sonrió, a comparación de Lucrecia que sus ánimos bajaron—. Anda, busca a tu esposa y pónganse algo bonito; regresamos al salón.

—¿Para qué?

—¿No es obvio? —respondió preguntando—. Lo de anoche solo fue el comienzo.

—Me da mucho gusto —recargó el hombro sobre la entrada de la habitación—. Vayan ustedes, nosotros queremos descansar.

—¡No digas estupideces! —Angela le dio un ligero golpe en el pecho—. Sin los novios no hay fiesta.

Lucrecia se repuso, sonriéndole. No era con la intención de hacer las paces con Grace, era su máscara para ocultar que le dolía el desprecio con el que era recibida.

—Siento lo de anoche —dijo la gitana— todos estábamos tan felices que nos dejamos llevar. Hoy será diferente.

—No hace falta, madre —le devolvió la sonrisa para no escupirle lo que tenía reprimido—. Amanda y yo tuvimos suficiente con lo de anoche. ¡Pero no se desanimen! Sigan celebrando en nuestro nombre. Que todo se hizo para ustedes, ¿verdad?

—Deja de ser dramático —irrumpió Angela—. A este paso parecerás la mujer del matrimonio. Ignacio y tú madre solo fortalecían la amistad.

—Me sorprende que la defiendas —rió Grace—. Después de secuestrar a una de tus hermanas y medio matar a la otra, si que debes estar muy necesitada para defenderla.

Ambas mujeres guardaron silencio. Incluso estando en un estado poco conveniente para dialogar seriamente, tomaron aire para guardar la compostura.

—El punto de todo esto es arreglar todos nuestros problemas —musitó Angela.

—Todos nos hicimos daño —Lucrecia se unió—. Ahora más que nunca debemos estar unidos. Es momento de perdonarnos. Hay que comenzar de cero.

—Perdonarnos... Muy bien —dijo Grace, mirando a la pelinegra—. Angela, te perdono por arruinar la vida de muchas mujeres que fueron separadas de sus hijos para ser obligadas a satisfacer a tus amigos —volvió a Lucrecia—. Madre: te perdono por matar a las pocas personas que no me veían como una mascota, o como un objeto para sacar provecho. ¡Listo! Todos estamos perdonados. Ahora largo.

—Deja de complicar las cosas —farfulló Lucrecia—. Deja de vivir con tanto odio. Madura, que las futuras personas que te hagan daño no se tomarán la molestia de pedirte perdón. Este es el mundo real, Edik. Aprende a vivir en él, o suicídate de una vez, que solo eres un diminuto grano de arena en la playa al igual que nosotras. Si mueres, otra persona vendrá y tomará tu lugar, y así sucesivamente. ¿Sabes por qué?

Grace apretó los puños, a esas alturas le era difícil contenerse.

—No eres relevante —aseveró la gitana—. Si alguna vez pensaste que eras importante, déjame decirte que no. Para el resto del mundo solo eres una hormiga de la colmena. Te falta madurez, inteligencia, relevancia, dinero, prestigio... Poder —se acercó a él, con una actitud diferente. Ahora parecía dominante—. Jessica y Miyuki tenían todo eso que a ti te falta, ¿y mira cómo terminaron? ¡Las dos están muertas! ¿Conociste a la menor de las Hamilton? Pues ella también tenía un futuro prometedor, mucho mejor que el tuyo. ¡También está tiesa!

Para infortunio de Rebecca, ella estaba a unos metros de ambas mujeres, por lo que escuchó la forma en que Lucrecia se expresaba de sus hermanas.

—Si eso pasó con personas que tenían el potencial de llegar a nuestra altura, ¿qué le espera a un pequeño perro que le dieron una buena vida en bandeja de plata? Grábatelo muy bien —enterró la uña de su dedo índice al momento de tocar la frente de Grace—. Sin mí no serías nada.

—A nosotras no nos importa si quieren venir o no —dijo Angela—. Rebecca los llevará. Es mero protocolo, los invitados tienen que verlos ahí. Y por favor, no más berrinches, ¿se lo puedes decir a tu esposa?

—¿Dónde está esa pequeña perra? —Lucrecia no tuvo vergüenza de ser obscena—. ¡Oye, niña! —gritó desde la puerta—. Te perdono por lo de anoche. ¡Siete bendiciones para ti!

Se dio media vuelta para bajar las escaleras junto a Angela que, hasta la propia líder de los Ackerman consideró que había sido muy cruel, pensando en los sentimientos de Rebecca.

No lo podía contener más. Intentó ir tras Lucrecia, pero fue detenido por Rebecca que rápidamente se acercó al chico, tomándolo de la camisa.

—No haga algo de lo que se pueda arrepentir —comentó lo más estable que pudo—. Vaya a cambiarse, no iremos en veinte minutos.

—Por más que lo intente —susurró Grace, impotente de no poder hacer nada—. Es imposible que la pueda amar como a una madre de verdad.

—No piense en eso—le temblaba la voz, quería llorar de recordar a sus hermanas—. Sigamos adelante como hasta ahora. El karma llegará cuando menos se lo espere.

—Ya les permití mucho —farfulló—. Esta vez no me pienso callar.

A su espalda llegó Amanda. Ella había escuchado todo, cada palabra de Lucrecia. Empatizó con él, sabiendo que su vida, a pesar de no conocerla, no había sido fácil.

—Déjalas —se puso delante de él—. No vale la pena. Son ellas las que están podridas por dentro.

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