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Deseo

Amanda.

Cuando Amanda Croda se enteró de su compromiso, no hizo nada menos que esperar a un esposo digno de ella. Alguien inteligente, o en el peor de los casos: alguien con la capacidad de mantener conversaciones interesantes sin verse como el eslabón débil. Alguien cauto, seguro de sí mismo, o en el peor de los casos: que no fuera un inútil para la sociedad.

Todas sus expectativas se fueron al caño cuando vio a Grace Ackerman. Un chico apático, retraído, con poca seguridad. Era lo que notó de él, alguien que no podía abarcar sus estándares. Decir que su decepción era mucha sería quedarse corto, ya odiaba al único hombre de los Ackerman sin conocer sus intereses y pasatiempos.

—Señorita —dijo el chófer que conducía—. ¿Todo bien?

Fué cuestión de minutos para que la tupida área verde alrededor de la carretera con dirección al restaurante Grillo's se llenara de la nevisca, y las marcas de llantas sobre esta quedaran impregnadas en la calle.

Que Amanda fuera llevada de imprevisto al dichoso restaurante le suponía que los preparativos estaban listos para conmemorar el compromiso con el que tanto la habían preparado, como a toda su familia para devolverle la gloria al apellido Croda. Amanda no era idiota, por eso se dispuso a pensar que solicitar su presencia implicaría una relativa paz entre dos familias que se guardaban rencor. Sin armas, ni pleitos en una zona libre de fuego.

—Este lugar sigue oliendo a la misma mierda de siempre —dijo Luca Barbato que hacía de chófer, usando su lenguaje natal—. Falta una cuadra y ya me llegó el apestoso olor a gitanos

—Acostúmbrate, porque pasarás un largo rato en el restaurante de los gitanos —respondió de la misma forma, volteando a ver los edificios y la continuación de la pista—, de entre todos, al final serás de los que no querrán abandonar este pequeño basurero.

—Eso déjaselo para los demás, no soy tan joven para esto —con la poca vista que le daba el sombrero circular, fijó su atención en el retrovisor que le permitía observar a la joven mujer de piel trigueña que se distrajo con un copo de nieve en la ventana—, cuando uno crece sabe que hay responsabilidades, aquí solo hay niños creyéndose los amos y señores del mundo. Como tú y yo.

—Jóvenes —estiró sus labios en una mueca dudosa, pero graciosa para ella—. Extraño cuando éramos unos niños. También lo recuerdas, ¿verdad? —con un rápido y suave parpadeo vio hacia el espejo donde divisó a su chófer y amor prohibido, ciertamente alegre porque gran parte de sus labores cotidianos fueron reestructurados, pero algo cancinos por saber que algo entre ellos nunca pudo suceder.

Los ojos ámbar de Amanda no le ofrecían indicios de rencor o peligro, más prefería no llamar su atención, cuando era él quien provocaba alejar su desinterés en ponerle su aburrida mirada encima, ocultando los sentimientos que florecieron con el tiempo vivido junto a ella para no agravar el dolor que les causaba el compromiso.

—Habla por ti —aparcó el vehículo en la parte trasera del restaurante, donde estaba un estacionamiento como en el resto de las estructuras—. El pasado no se volverá a repetir.

—Mírame a los ojos y dime que es verdad —dijo sin inmutarse a los gestos que Luca trataba de disimular—. ¿No extrañas cuando solo teníamos que preocuparnos por tener buenas calificaciones? Llegar a casa, hacer la tarea y tener el resto de la tarde libre para jugar, leer o hacer otra cosa que no sea cumplir con el deber de la familia.

—¿De qué hablas? —preguntó cuando bajó para abrirle la puerta a la morena—. Siempre tuvimos obligaciones. Desde pequeños nos educaron para días como el de hoy.

—No quiero hacerlo —dejó que la blanca nieve que apenas llegaba a la mitad de sus suelas se juntaran, abrazando al rubio que trataba de consolarla—. Si tuviera que elegir a alguien para pasar el resto de mi larga vida, te escogería a ti sin dudarlo.

—Ya hablamos de esto —dio una larga respiración—. Hay cosas que no se pueden lograr, al menos por ahora. Solo nos queda ser fuertes. Sé que podrás hacerlo —ambos avanzaron al pequeño elevador transparente para ir cuesta arriba, trasladarse a la tercera planta del restaurante de la parte trasera, sacudiéndose el poco de nieve en sus abrigos negros.

—A veces pienso lo que pasaría si tú y yo escapamos de todo  —volvió a abrazar a Luca, estando en confianza antes de oprimir el botón del tercer piso—. Ir a Italia con tu familia, seguro que nos recibirán con los brazos abiertos. Mi mamá no tiene poder en tu tierra, empecemos de cero.

—No hagas las cosas más difíciles —repentinamente la azorosa iluminación del elevador le dio el reflejo a la mitad de su rostro con ojeras, pero Amanda captaba la mitad oscura por el ángulo de donde se encontraba, tan serio que por poco veía la cólera de Luca—. Dame un poco de tiempo. No sé cuándo, pero te prometo que algún día podrás hacer lo que quieras. Yo te daré la libertad que quieres.

—Promételo —advirtió sin ganas.

—Que me vaya al infierno si muero antes de liberarte de todo lo que te hace daño —respondió como si nada—. Pero ahora no muestres debilidad. Haz lo que planeamos, si vas a ser la esposa de un Ackerman, saca todo el provecho que puedas de ellos.

—Solo tengo que demostrar lo que valgo, ¿no? —sin importarle la ética que tenía inculcada, de su bolsillo extrajo una caja de cigarros para tomar uno y llevarlo a la boca mientras Luca le hacía el favor de prenderlo—. Les va a costar mucho si quieren que me case con un bueno para nada.

—Así se habla —enmarcó una sonrisa confiada, con los labios fruncidos— esa es mi chica.

Como último gesto del amor que tenía por el hombre que conoció desde que era una niña, puso los pies de punta para estar a la altura de su rostro y darle su primer beso. Uno muy brusco, aunque aparentemente tierno y, para Luca era el sello de la promesa que le hizo. Al principio no respondió, pero segundos antes de que el elevador se detuviera, la abrazó por la cintura para corresponderle.

Cuando el ascensor paró, se abrió la puerta trasera blanca.
—Andando —dijo Luca cuando se separaron para caminar por el pasillo que los conduciría al salón privado de Lucrecia, quitándole el cigarro a Amanda.

Nunca hubo necesidad de confesar el cariño que se tenían con palabras, puesto que no hacía falta para la vida que les tocaba. Eran realistas, entendieron por la mala que ambos no podían estar juntos, al menos por ahora.

—Por desgracia... —susurró Amanda, de modo que el rubio pudiera oír—. Eso es lo único que tendrás de mí. A menos que puedas mover montañas para romper mi matrimonio.

Grace.

—Te vas a quedar conmigo —farfulló Grace, acomodándose la corbata verde que acompañaba el traje de gala que traía puesto—. No sé cómo le voy hacer, pero no volverás con Angela. Te doy mi palabra.

—¿Perdón? —preguntó Rebecca que conducía la camioneta negra que sacaba del estacionamiento de la residencia Ackerman.

—No es sorpresa que me hayan citado a Grillo's después de haberme escapado —respondió, moviéndose en el asiento de copiloto mientras miraba la penumbra de la noche mediante la ventana—. Angela no actúa por capricho. Ya se para qué me llevas a Grillo's. La respuesta es obvia, lo debiste suponer, ¿no?

—Yo solo sigo órdenes de la señorita Ackerman —musitó la rubia—. No estoy en posición de suponer nada.

—No quiero sonar aguafiestas, pero tú actitud no ayuda mucho —reprocho, aunque ignoró la indiferencia de la rubia—. Cualquier cosa puede pasar.

—No se a lo que se refiere —siguió igual de tajante, inerte, sin esperanza.

—¡Becca! —exclamó—. Concéntrate, necesitamos pensar en algo.

—Yo no tengo nada que pensar, señor Ackerman. Tampoco quiero hacerlo.

Durante los siguientes diez minutos de trayecto fueron de silencio absoluto. Algo que Rebecca quería, en cambio Grace, hastiado con la mujer, intentó buscar una solución a su negatividad.

—Deten el auto —dijo con una autoridad que no sobrepasaba la hostilidad.

—Estamos a mitad de camino —contestó Rebecca.

—Me chupa la verga —la miró fijamente—. Detén el puto auto.

Rebecca obedeció, poniendo una mala cara.

—Anda, dilo.

—¿Decir que? —cuestionó ella, fingiendo confusión.

—No te hagas idiota, suéltalo de una vez —masculló—. Actué sin pensar en las consecuencias, ahora tú futuro depende de un hilo. Todo por mi culpa.

Ella quería soltar tantas groserías sobre Grace, empero, después de cómo lo trató en sus inicios, el menosprecio y la golpiza que le dio no la hacían sentir con el derecho de reclamar. Al contrario, no podía creer que después de todo no se haya desquitado con ella.

—No estoy en posición de decir nada —apretó el volante en sus manos—. Solo soy una empleada que trabaja para su familia. Solo soy eso, una empleada.

Se quedó quieto por unos segundos, apretando los puños.
—Sal del auto —abrió la puerta para quedar a la intemperie.

Ella imitó la acción, yendo hacia el.
—¿Qué hace?

Sin previo aviso tomó a Rebecca del abrigo para recargar su espalda de la camioneta, quedando cerca de su cara. Por suerte estaban en un lugar poco transitado, así que nadie veía la Interacción de los dos en plena oscuridad, salvo algunos postes de luz a unos metros de ellos.

—Señor Croda —dijo con tranquilidad, sin exaltarse por la aspereza de Grace—. Alguien podría malinterpretarlo, recuerde que está comprometido. Si esto llega a oídos de su...

No dejó que terminara la frase, reclamando sus labios. No era por amor, mucho menos atracción. Lo consideraba una manera de marcar su territorio.

—Que piensen lo que quieran, solo tomo lo que es mío, ¿Entendiste? —soltó con firmeza luego de separarse unos centímetros—. Grábate esto: eres mía, de mi propiedad. Ni Angela ni Lucrecia tienen poder sobre ti, solo yo. Es mi problema si dejo que hables como quieres, que actúes como realmente eres, que hagas lo que te plazca. Lo haces porque yo quiero y punto.

—Se nos hace tarde —dijo como si las palabras de Grace fueran poca cosa.

Eso no le gustó al pecoso, asi que volvió a tomar los labios de la rubia como muestra de tal afrenta, durando poco más de cuatro segundos.

—Nos meterás en más problemas si alguien nos ve, ya tenemos suficiente —por fin ejerció fuerza para librarse del agarre del pelinegro—. Es probable que te reúnas con tu prometida, y que Angela te esté esperando.

—Esa es mi rubia, de las razones principales por la que me gusta la vainilla —sonrió cuando la chica mostró atisbos de su antigua versión, la que era segura de si misma—. No es probable. Nos vamos a reunir con Angela y mi prometida: Amanda Croda.

Ambos volvieron a la camioneta para emprender el camino directo a Grillo's.

—¿Amanda Croda? —cuestionó, sorprendida—. ¿Estás comprometido con la hija de esa gorda mamona?

—¿Las conoces?

—Amanda es hija de Monserrat Croda, una jueza conocida por llevarse bien con personas ricas, muy ricas en el extranjero —acotó—. ¿Quién te dijo que su hija era tu prometida?

—Mi hermano del alma: Freddie Patricio Estrella. Hasta me la presentó, ¿Sabes qué es lo curioso? —la mujer no respondió para que prosiguiera—. Llevaban meses planeando el circo. La propia Amanda lo sabía, hasta Freddie, menos yo.

—Angela nunca dijo nada acerca de un compromiso —caviló en lo sucedido—. Siempre me contaba todo.

—Parece que no te tenía tanta confianza como creías. Si el puto colombiano no miente, Angela insistió para casarme con la "morenaza", pero mi mamita no quería hasta que me coticé.

—¿De verdad confías en Freddie?

—El algodón de azúcar tiene razones para decirme la verdad —aseguró—. El problema es Angela y Rebecca. Mi objetivo es garantizar tu seguridad.

—Ellas no son todo el problema —farfulló Rebecca—. No sabemos cómo va a reaccionar Amanda.

—Según Freddie, ella es posesiva —silbó—. Pero es el menor de mis problemas. Si Angela y Lucrecia quieren que me case con alguien así, les va a costar mucho para que acepte sin poner tantos peros. Eso incluye a la madre de Amanda. Si ofrece a su hija es porque necesita algo, así como las otras dos.

—¿Y si las cosas no salen como esperamos?

Grace aprovechó que se detuvieron por el semáforo en rojo, sumado a los vidrios polarizados para tomar a Rebecca de la barbilla, haciendo que lo viera.

—Te prometo algo —cambió su forma de expresarse a una llena de madurez—: los dos salimos de esta, o nos jodemos juntos.

Una chispa se prendió en el interior de Rebecca, aquella que le hacía subir la adrenalina de lo impredecible que todo se había vuelto. Por ende, cortó la distancia entre ella y el chico para darle un tercer beso, uno más intenso, donde usaba su experiencia para introducir su lengua en el Interior de Grace.

—Que venga la uzi, bebé —dijo Grace con una larga sonrisa.

—Que venga la uzi, bebé —lo imitó para avanzar una vez que el semáforo se puso en verde.

No había amor, solo era la intensidad de sentirse al borde de la muerte, como un millonario apostando toda su fortuna en una mano que quizás y lo deje en la quiebra, pero que solo lo hacía para llenarse de la incertidumbre de lo que podría pasar. Esa intensidad que el peligro es capaz de otorgar.

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