Batido
¿Desgracia o aprendizaje?
Si había algo de lo que Grace Ackerman se arrepentía, o, en caso de retroceder en el tiempo para cambiar un acontecimientos reciente —específicamente desde el día lunes de esa semana— para evitar algún suceso, era interactuar con Grecia Pinkman.
—¡Puta cerda mal agradecida! —filtró Grace, importándole un bledo si pareciera hablar solo, ya que no había nadie que lo acompañara en el estacionamiento del instituto San Bernardo.
Por desgracia esa era su tercera noche consecutiva en ser de los muy escasos humanos dentro de las instalaciones a altas horas de la noche, en vista de que el castigo que Rebecca le impuso seguía presente. ¿La diferencia? Era el único que pagaba el corolario de hacer una presuntuosa obra de caridad como lo fué tenderle una mano a Grecia.
Pudo ser a causa de la actitud acomedida de la castaña, o por el simple hecho de ser mujer, pero además de que la chica estuviese exenta del castigo, todos los gastos que debieron ser para Grace eran dirigidos a ella. Tal era el caso de lo invertido en ella para tenerle el guardarropa lleno, algunos aparatos eléctricos —celular, computadora portátil, etc— que necesitaba para la escuela o el ocio— dado que la propia Hamilton se negó a permitir que Grecia tomara algo de su antigua vivienda. Todo orquestado en su cara como gesto de burla para enaltecer la vanidad de Rebecca.
Por tanto coraje guardado, o cuantos insultos escupiera a la nada, las cosas no volverían a estar a su favor —aunque jamás tuvo la ventaja a lo largo de las situaciones afrontadas—. Ahogó un grito que casi se le escabulle mediante largas respiraciones, sentándose sobre el gélido, arenoso e incómodo asfalto.
La derrota se denotaba en su rostro desganado, ese que poseía en el primer día de su llegada a Ishkode.
Tomó la mochila verde que tenía en su espalda, solo para recordar los incidentes que ocasionó, entre ellos las reacciones de Grecia. Estrujó la mochila, sintiendo los libros y cuadernos dentro, pero por alguna razón, su mano derecha palpó la suavidad de los senos de Grecia. Eso lo molestó. Gritó mientras se paró y azotó la mochila contra el suelo al tiempo que expulsaba un grito de rabia.
—¡¿Qué carajo quieren de mí?! —exclamó, dando patadas a su macuto—. ¡Me va del orto si soy egoísta! ¡Recibo desprecio si ayudo a una puta que no tenía futuro antes de conocerme! ¡Mierda!
Tan pronto movió el brazo vendado, el dolor emergió desde la punta de los dedos, hasta el hombro que, entre punzadas que adormecían la extremidad, dio un gran quejido que lo hizo arrodillarse.
Entre tanta estática que su cerebro escuchaba, hizo el intento de sopesar alguna solución a todo, pero no la encontraba. Se mantuvo de rodillas por un buen tiempo, aspirando grandes cantidades de aire en lo que su expresión divisaba atisbos de tristeza, junto a unas ganas de querer llorar.
Esas lágrimas que con un esfuerzo sobrehumano trataba de mantener no se debían a la crueldad con la que era tratado, o por los golpes e insultos que Rebecca le dio. Había algo que estaba refundido en el interior de su ego que yacía tullido.
Estaba cansado de ser tachado de un parásito, alguien sin valor alguno, una moneda al azar que es introducida a la máquina de un arcade.
No lo soportó, y lloró. Lo hizo en silencio, durante largos sollozos que eran acompañados por algunos golpes en el suelo.
Media hora había pasado desde que se ahogó en su tormento, por lo que, acostado bocarriba —mirando las estrellas de expresión inerte— esperó a Rebecca que acostumbró a dejarlo de último pendiente.
El eclipse lunar provocó que se ensimismara hasta provocarle una sonrisa irónica. Dado que sólo veía mediante la vista izquierda, decidió quitarse el parche para elevar el párpado derecho, claramente menos inflamado, pero utilizable, aunque morado alrededor del ojo.
—¿Qué tan hijo de puta debe ser uno para sentirse de la mierda, después de haber salido de la mierda? —preguntó Lúlu, acostada al lado del chico, de modo que sus cabezas fuesen las únicas juntas.
Grace prefirió no contestar. Pensaba que tener a todos en contra era suficiente, por lo que, con la manga ancha de la camisa secó la humedad de sus mejillas, intentando estabilizar sus emociones, al igual que expresiones decadentes.
—¿Recuerdas cuando eras un niño? —la manifestación de Jessica estaba reacia a desaparecer, a lo que continuó con la sesión de tortura diaria—. Vivías en un basurero, literal. En el lugar más pútrido del país. La residencia de los bastardos, simples parásitos que no hacían mas que arruinar el mundo con su maldad y mediocridad. Los no nacidos, aquellos renegados que viven por el simple hecho de existir, la peor calaña de América, si no es que del mundo. Y a pesar de todo pronóstico, tú eras alguien que tenía algo que los tuyos envidiaban: un sueño por el cual aferrarse.
Ella dejó de mirar el patético estado del pecoso para fijarse en la luna rodeada de estrellas. Suspiró muy sonriente, contraste a Grace que parecía perdido, como estar dopado en medio de una fiesta con más transmisión que una orgía entre vagabundos.
—Rememora las noches que dormías en una casa de chapa deteriorada, acostado entre botellas de plástico. Gritabas a los cuatro vientos que algún día dormirías en una cama de verdad —volteó al chico para tallar el ojo morado—. ¡Como festejabas cuando encontrabas un libro entre la basura! No importaba si la mitad no se podía leer, eras feliz con absorber el poco o mucho conocimiento que te daban las páginas inconclusas. Eso te hacía olvidar la pobreza en la que vivías. —Pestañeó un par de veces—. Lo más destacable de esa infancia era la comida. ¡Muchas veces almorzabas cosas rancias! Como la sopa de porquería que preparaban con lo menos apestoso que se encontraban.
Era imposible que Grace hiciera de oídos nulos, incluso si tuviese dicha alternativa, algo en él quería recordar de dónde provenía. Estaba dispuesto a voltear a la niñez que, según aquellos ingenuos afortunados de la vida, debió ser de ensueño.
—Nunca tuviste la oportunidad de ir a la escuela. Apuradamente y tu madre adoptiva, mi amada Trinidad te enseñó a leer y escribir —suspiró de nuevo—. Mira que ha pasado el tiempo, sea como sea ahora estás aquí, en la ciudad más próspera de Helix, un lugar primermundista. Resides en el tercer colegio más prestigioso de América, vives en una casa de lujo, duermes en una cama más que cómoda ¡dentro de un cuarto con aire acondicionado! ¡Por fin tragas comida de verdad! ¡¿Y todavía tienes el descaro de quejarte?!
Por motivos que Grace desconocía, Lúlu parecía sedienta de humillaciones.
—¡Rata asquerosa bastarda! ¡¿Tienes idea de cuántas personas allá afuera quisieran tu lugar?! —de momento la rubia se exaltó—. Niños que desde antes que tu pudieras entender el significado de la palabra sueño han peleado por sobresalir. Jóvenes que abandonaron sus estudios para trabajar y así mantener a sus hermanos huérfanos, niñas desamparadas que, incluso si se ganan la vida de la forma que menos desean, siguen aguantando para seguir escalando peldaños. ¡¿Y mira dónde está la señorita me tratan mal?! Tirada, llorando, quejándose como puta de cristal porque no le dan el respeto que no se merece. Ahora tienes lo que un día soñaste, ¡¿qué importa si la gente te mira desde abajo?! Es como le dijiste a la mocosa que tienes en tu poder: a veces uno tiene cosas que no se merece. Y con tus berrinches no mereces ni ser escupido en la cara. Mientras estas aquí, otros se siguen esforzando para que algún día ocupar un espacio que te queda muy grande, y te apuesto a que no se están quejando por estupideces. Perdona, olvidé que no es buen momento para hacerte entrar en razón. ¿Por qué estás en el suelo, llorando como perra? Olvidas que la gente es cruel por naturaleza, no esperes que sean buenos contigo, princesa. Mucho menos si llegas con toda la soberbia del mundo para ser algo mucho peor que uno de los tantos parásitos de la capital.
La conclusión del tiempo transcurrido en que Rebecca acostumbraba a recoger a Grace había llegado. El pecoso lo supo cuando subió al auto y vio la hora en la pequeña pantalla pegada, a un costado del volante.
Dado que el repudio —que era mutuo— entre ambos era equiparable al cansancio, prefirieron guardar silencio durante todo el viaje de regreso al fraccionamiento Los Arcos.
Tal y como Grace imaginó, el viernes había culminado con los ánimos de poca monta.
Aunque los días sábados y domingos no tuviese clases, las sensaciones eran las mismas. No necesitaba estar fuera del colegio para ser marginado por el resto de los integrantes de la familia Ackerman. Incluso se percató de que la propia Grecia, al formar parte de una sociedad llena de lujos, le llevó menos de un día para adaptarse a las homólogas costumbres que las trillizas compartían. Las cuatro chicas comían juntas, salían de compras juntas, incluso, en algún momento de esos dos días llegaron a compartir spa, por consiguiente; tuvieron que estar desnudas dentro de una habitación con altas temperaturas.
Por parte de Grace, solo se limitó a mirar desde la lejanía el como su tarjeta dorada era utilizada por la castaña que, después de la incómoda insinuación que le dio al pecoso en la escuela, dejó de tener comunicación con este ultimo.
Ya que carecía de efectivo, se conformó con el desabasto de la despensa que Rebecca compró exclusivamente para él. Como ninguna de las mujeres comía en casa, el chico estuvo solo durante ese par de días que parecían ser eternos, matando el hambre mediante comida enlatada, o sopas instantáneas.
Él lo toleró, pero con un pensamiento que inundó el papel de víctima que pensaba alquilar hasta la llegada de la mujer que le regaló dicha rutina —Angela Ackerman—: tarde o temprano saldría de esa mala racha, como siempre acostumbró.
—Ya se me hacía raro que no dieras problemas —dijo Rebecca—: ¿Tratas de volver a llamar la atención? Por tu bien, mejor no intentes faltar a clases. Ésta vez yo misma me encargaré de hacer que entiendas tu posición. Tener el apellido Ackerman no te hace uno de ellos.
Gracias a la conexión entre la cocina, junto a la sala de estar y el pasillo de salida fue que la rubia notó la presencia de Grace, quien parecía estar listo para iniciar la semana con llegar temprano al colegio.
Ella, que se encontraba sentada en la pequeña mesa, bebiendo una taza de café con la vista sobre la puerta que daba con la salida es que notó la silueta del chico antes de dar otro paso al pasillo de la puerta de entrada, cubierto por la oscuridad que dejaba la noche anterior, antes de la llegada del amanecer.
—Escuché que un autobús pasa por las casas para llevarnos a la escuela —atravesó las pequeñas puertas para dejarse ver con el uniforme anticuado—, tengo que apurarme si quiero tomarlo.
—Te llevaré junto a las demás —decretó Rebecca, todavía sentada, relajada—. Esperarás a que den las siete y treinta.
—Estoy a cinco minutos de alcanzarlo. Gracias por tanta amabilidad.
—Deja que te lo explique —la mujer se paró, caminó hasta Grace para tratar de imponerse—. Si yo digo que esperas, es porque vas a esperar.
El chico no permitió que el miedo lo controlara, asi que mantuvo la mirada de Rebecca, carente de la forma retadora de ella.
—Sinceramente, lo que digas me tiene sin cuidado —con cautela, el aire de sus pulmones salió de sus narices—. ¿Qué sentido tiene seguir con lo mismo? Estamos de acuerdo que ninguno es feliz estando cerca del otro. Es normal, digo, yo te recuerdo a tu hermana, y tú me recuerdas a la mujer que como dijiste: fue especial para mí. Es por eso mismo que quiero seguir adelante, lo más lejos de ti si es posible. Tengo una nueva oportunidad para vivir mi vida, y te aseguro que no estás en mis planes. Considero tomar lo poco que me ofrecen. Ahora, haznos un favor a los dos, y no compliques las cosas.
—El único modo de que salgas por esa puerta es acabando conmigo.
—Si piensas resolver nuestras indiferencias con los puños, créeme, no llegaremos a ningún lado.
—En un principio quise usar las palabras, pero tu mente de burro se aferró en recibir un trato de rey, cuando no llegas a plebeyo. Ahora que descubriste la diferencia entre una rata y una fiera decides dar el brazo a torcer. Es tarde para eso —trató de intimidarlo con tocarle el pecho de forma brusca— solo aprendes a los golpes, animal.
—Si vas a golpearme, hazlo de una vez. Porque de lo contrario saldré por esa puerta. Juro en nombre de Jessica que no haré nada para defenderme, porque de lo contrario, necesitarás un trasplante de costillas. No importa si puedo terminar con todas las extremidades rotas, no podrás salir ilesa. Pero como dije: estoy cansado de lo mismo. Asi que, termina con esto antes que el autobús se vaya.
El chico no reaccionó a las provocaciones. Esperó alrededor de diez segundos para determinar si la rubia lo inmovilizaría, cosa que no resultó.
—Piénsalo bien si quieres subir a ese autobús. Si al final te da miedo ir junto a ellos y te desvías del camino, juro que te quedarás sin comida por una semana. —Sin que Rebecca tuviera algo extra que agregar, y ver que ella no usaría los puños, el chico cruzó la puerta sin más.
Para sorpresa de Grace, el transporte que recogía a los estudiantes a una hora muy exagerada estaba, por asi decirlo; siendo ocupado por alrededor de veinte pasajeros. Increíblemente de esos veinte —sin contar al chico— ninguno de los jóvenes alineados tenía indicios de altanería, al menos no la dejaban relucir.
Cuando el chico desganado subió al autobús, se dieron el lujo de mirarlo por unos segundos, después de eso siguieron con sus asuntos. Si bien eran igual de mamones como los adolescentes que Grace ya conocía, éstos no se daban el tiempo de criticarlo, puesto que consideraban que el tiempo era algo tan valioso como para desperdiciarlo en terceros, tan siquiera en alguien que no les traería ganancias.
Mientras unos revisaban documentos que seguro eran de tareas importantes, otros hacían llamadas en silencio, tratando de no molestar al resto. Algunos cuantos tecleaban la portátil entre las piernas cual expertos para resolver el papeleo encomendado del respectivo consejo estudiantil al que correspondían —primaria, secundaria, bachillerato y universidad—.
Con cautela, el pecoso fue hacia uno de los rincones donde habían un par de asientos negros de terciopelo libres. Era como Rebecca le dijo: ellos infundían miedo, evidentemente lejano a lo que Nacho Trujillo o Angela Ackerman podían ejercer, pero esa incomodidad en su presencia estaba presente. Incluso si el pecoso no sentía peligro ante los jóvenes con los que compartía colectivo, había una espina que le molestaba por sentirse menos que todos ellos, pues, él quería estar a su altura. Deseaba ser importante, alguien que mereciera respeto sin pedirlo. Una persona pulcra, seria y admirable. Él quería formar parte de un grupo jerárquico.
—¿Podrían enseñarme por favor? —preguntó Grace a los profesores que se encontraban en la sala donde hace tuvo la reunión con Nacho Trujillo.
Todos los daños ocasionados por la cabeza de los Trujillo fueron cubiertos por éste mismo —aunque la escuela no necesitaba de capital externo—. La pantalla rota fué suplantada por otra nueva, al igual que la mesa en medio de los sofás ocupados por los maestros, las bocinas y la mesa repleta de bocadillos y cafetera.
Aunque el acceso a la habitación exclusiva para profesores era denegada para los alumnos —con excepción de estudiantes de renombre o aquellos que eran llamados por maestros—, debido al apellido que estaba en la nueva acta del chico, es que pudo hacerse de un pase al lugar sin atender todos los protocolos.
De los seis profesores presentes, solo dos se quedaron a escuchar las peticiones que Grace solicitó. En parte por el extenso trabajo, las horas extras que implicaban las clases privadas, y sobretodo; muchos de ellos repudiaban a los Ackerman.
Eso fue otro crítico golpe emocional para Grace, pues las risas y las leves indirectas de desprecio calaron en la poca confianza que le restaba. Sin embargo, siguió solicitando el favor al par de maestros que parecían indiferentes. Aunque a esas alturas no esperaba nada, en el recóndito de sus emociones trastornadas entre nubes negras, quería pensar que había esperanza en él.
Su desespero por tener un cambio ocasionó que la vergüenza y el orgullo fuesen tirados como requisito, dado que estaba dispuesto a seguir con la cabeza gacha ante esos profesores que en ningún momento lo hicieron menos como sus compañeros instructores. Sin duda alguna, Grace se sentía por los suelos. De hecho lo o estaba.
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