Ackerman
Rebecca.
El evento hecho para Sonia Bozada fué, hasta cierto momento, llevadero en cuanto a la atención de los invitados se refería.
Los meseros actuaron con total precisión y profesionalismo ante la presión de atender más mesas de lo debido, siendo ayudados por Rebecca y uno que otro ayudante de cocina que tenía experiencia en la atención al cliente.
No esperaba que el evento terminara a tempranas horas de la madrugada, empero, llevarse toda la noche hasta las seis de la mañana era algo que no estaba contemplado, considerando que estaba de luto, ya que quería ver el cuerpo de su amiga y hermana antes que fueran reducidas a cenizas.
—¡Excelente servicio! —exclamó una mujer castaña, de acento ranchero y vestimenta agropecuaria que hablaba muy suelta por los efectos del alcohol—. Ustedes nunca fallan.
Para ese entonces, ya todos se habían ido, hasta la dueña de la fiesta. Pero la mujer a la que Rebecca atendía era muy importante para su jefa: Angela Ackerman, dado que compartían lazos sanguíneos. Pedirle que se fuera no era una opción.
—Me alegro que les haya gustado, señora Potra —respondió la rubia, esforzándose para no poner un rostro cansino por las tantas horas en laburo—. Siempre tratamos de darles el mejor servicio.
—¡Lo sé! —exclamó la mujer de treinta y cuatro años, hablando en español, ya que Rebecca dominaba el setenta porciento de dicho idioma—. Qué bueno que van a abrir un salón en la zona sur. ¡Van a estar viendo mi cara todos los fines de semana! Hasta parecerá que el lugar es mío.
—Ahí la veremos, señora —rió junto a la castaña.
—Que bueno que abrirán uno por allá, porque aquí entre nosotras —se acercó a Rebecca aunque no había nadie cerca que las escuchara—: la gente del norte me cae de la verga. Todos son unos mamones hijos de su puta madre que se sienten de sangre azul, cuando todos son igual o más mestizos que uno. Hasta Angela agarró esas mañas de sentirse mucho, desde que pasó lo del viernes trece. Ya se le olvidó cuando papá nos llevaba al rancho y comíamos frijoles con huevo y arroz.
—¡Eso es lo más rico del mundo, señora! —inclinó la cabeza—. Le pido disculpas en su nombre, ella está muy ocupada con las elecciones. Es más, a mí tampoco me contesta las llamadas.
—Tú me entiendes, niña —le acarició la mejilla como forma de demostrarle el afecto que le tenía por conocerla desde que era una niña—. Siempre has sido tan amable y generosa. Vivir en ésta zona llena de cerdos codiciosos no te ha cambiado en nada. Nunca juzgas a las personas por su apariencia, ni haces menos a nadie. Me gusta que sigas siendo humilde, y no una narcisista, idiota, soberbia impulsiva como todas aquí.
Dichas palabras calaron en el corazón de Rebecca, pues era exactamente en lo que se había convertido.
—Gracias por venir, señora Potra —quería que se fuera—. Sabe que usted siempre es bienvenida. Aquí como en la casa de Angela.
—¡Gracias, querida! —se despidió con un beso—. Te adelanto que quiero apartar el primer día que inauguren el salón de la zona sur. Mi ahijado va a casarse con su novia la autista. Él no quiere, pero le voy a hacer una fiesta sorpresa.
—¡Claro que sí, señora Potra! —clamó con las reservas de buena actitud que le restaba—. ¿Cuando yo le he negado algo?
—Para ti soy tía Magie, querida. Mi hermana te ha cuidado desde que eras una niña, eres como una hija para Angela. Y muchas gracias —volteó de un lado a otro para ver si el ahijado y su prometida no estaban cerca—. Aquí entre nosotras, Zinder puede buscar a alguien mucho mejor que Yonder. Esa niña ya estaba comprometida con el hijo de mi amigo, pero según el puto corazón del chamaco, ellos aún se aman como cuando eran niños. Eso no le hace ver que esa niña ya está muy usada. Le he dicho que puedo traer a mi hija para que la conozca, pero no quiere. O ya de perdida a ti, cariño. Prefiero mil veces verlo con alguien de confianza que con esa autista genérica.
—Es muy amable señora —ya no le quedaban energías para nada.
—Te dejo que ya me voy. ¡Suerte! —la castaña se despidió con la mano—. Y dile a la perra de Angela que me llame, estoy molesta con ella, pero no dejamos de ser hermanas. Entre nosotras nos tenemos que defender. Tengo miedo de que los perros que tienen de golfa a Lucrecia le puedan hacer algo.
Quería volver a llorar por saber que no pudo hacer algo por su hermana, quien seguramente estaba siendo cremada. Contuvo esa lágrima que se asomaba, a pesar de ello, su fortaleza mental no era la misma. Supo que sus acciones tenían peso, y todavía quedaban personas importantes para ella. Ya no quería cometer los mismos errores.
Por suerte los meseros que estaban igual de exhaustos ya habían recogido todo el mobiliario, incluso barrieron donde hace poco estaba Rebecca y el pariente de Angela, pues estaban desesperados por ir a casa. Como era la encargada de pagarle a los empleados se quedó a lo último. Así lo hizo, teniendo que lidiar con la tortuosa pregunta que algunos se hacían: ¿dónde está Meiying?
Las primeras veces se limitó a guardar silencio, a pesar de eso algunos eran insistentes, teniendo que decirles una mentira como que tuvo un imprevisto de última hora. Aún así, su mente seguía rememorando los cadáveres, lo que le generó una especie de trauma por bajar al estacionamiento por el auto que, indiscutiblemente dejaría de usar. No le quedó otro remedio que tomar un taxi.
Los amaneceres de Helix eran inciertos, como esperanzadores y melancólicos. ¿La causa? Los rotundos cambios climáticos que azotaban el día a día. A veces calurosos, otros días fríos, bochornosos, lluviosos, incluso con la nevada en medio de la primavera. Una anomalía jamás vista. En ese caso la acompañaba una ligera nevada que, a pesar de ser poca e insuficiente para acumularse, dejaba bajones de temperatura como para abrigarse.
Eso la obligó a entrar a la residencia a toda prisa, dado que solo contaba con el uniforme de chaperona. Una casa solitaria sin la compañía de Jill que madrugaba cada vez que había un evento a gran escala como el de Sonia Bozada, con el fin de recibir pastel y comida para el desayuno. O con la reciente llegada de Grecia, la cual era muy servicial con ella, preguntándole sobre su día a día, si ya comió o necesitaba alguna cosa.
Ahora ninguna de las dos estaba, lo que dejaba un vacío en su corazón. Pues, ella no lo decía, pero ambas llenaban sus días de color, y saber el destino de cada una le partía el alma. Pasó por la sala de estar donde comúnmente estaban, a veces con Jesse y Jackie para pasar el rato. Todo estaba solitario, salvo las revistas de moda de Jackie en la mesa en medio de los sofás, o el control remoto de la inmensa pantalla que Jill se adueñaba.
Inconscientemente se dirigió a la cocina, creyendo que estaba igual de vacía, puesto que tampoco parecía haber rastros de Grace, suponiendo que estaba en cama.
—Buen trabajo, nena —dijo la voz que provenía de la mujer sentada en la pequeña mesa de la cocina—. Aún y con la falta de manos y el desastre de ayer, pudiste sacar el evento adelante. Tú nunca fallas, Becca.
La rubia se sobresaltó al ver la presencia de la mujer que creyó y estaba lejos de casa. Pero ahí estaba, con ese porte refinado, cortés, pero serio, aunque escaso de vibras pesadas que la hicieran alguien amargada.
—¿A-Angela? —pronunció vacilante, dando unos pasos hacia atrás.
Angela Ackerman dejó la taza de porcelana con café de moka sobre el platito en la mesa, limpiando la comisura de sus labios con delicadeza. Se hizo a un lado sin moverse de la silla para exponer las piernas cruzadas, cubiertas por unas medias negras y una falda ajustada que le llegaba a las rodillas. Arrugó su pequeña nariz cubierta de pecas al estirar la comisura de sus labios en una sonrisa apenas perceptible.
—¿A qué hora llegaste? —preguntó Rebecca.
—Me hice café —ignoró la pregunta—. Nunca le doy al punto exacto. Siempre tiene que faltarme algo. Me queda muy dulce, a veces amargo, otras muy cremoso. —No se dignó a mirar a la mujer más joven—. Hazme un café, por favor. ¿Será que eso puedes hacer bien?
Hamilton lo entendió a la perfección. No había necesidad de que la mujer de corte bob fuera agresiva, con simples palabras mostraba el enojo que comprimía, ya que de todos los involucrados, la actual cabeza de la familia Ackerman era la mas afectada de todos. No perdió el tiempo, así que acató la orden, tardando lo menos posible para sustituir el café de Angela.
—Este es el punto exacto del café —volvió a sonreír, aún sin darle la cara a Rebecca—. Por lo menos sabes hacer un buen café. Sería el colmo que después de veintisiete años conmigo no supieras hacer algo bien. Recuerdo que a los seis años me hiciste el primer café. Sabía asqueroso, pero no quería herir tus sentimientos y te dije que era el mejor café del mundo. Contigo aprendí a tomar cosas muy dulces, me sorprende que no tenga diabetes.
—Todo fué tan rápido, te juro que...—estaba desesperada. Desgraciadamente no pudo seguir conteniendo su desesperación ante la presencia de su mejor amiga y hermana de palabra. Pero en escasas ocasiones, a veces ese rol de hermanas pasaba a una de madre e hija como la de ahora.
—¿Por qué me interrumpes cuando estoy hablando? —no alzó la voz, pero su tono sosegado era suficiente para imponerse ante la rubia—. Eso es de mala educación.
La fiera imparable que una vez se sintió ahora se estaba achicando para verse como un retoño ante Angela. Era como ver a una leona bebé en la orilla del lago, a punto de ser devorada por un cocodrilo.
—Postura firme —dijo Ackerman.
—¿Qué? —Rebecca vaciló.
—¿Ya se te olvidó que debes estar firme en la presencia de tu superior? —aseveró, terminando con la gélida palabra que enmarcaba una orden—: firme.
La mujer menor obedeció, tomando una posición recta cual soldado.
—Lo siento —con la frialdad de la mayor supo que no estaba hablando con su mejor amiga, sino con una madre que trabajaba en la misma empresa que ostentaba un cargo mucho mayor al de ella.
—Faltan diez minutos para las seis —no tuvo la necesidad de mirar su reloj de mano, puesto que su celular tenía una alarma programada para esa hora—. Desde que tenía siete años, Jill comenzó a dormir cada jueves conmigo —suspiró—. Como tiene el sueño pesado, nunca ha podido levantarse con las alarmas. Los jueves pasan las caricaturas que le gustan, y ahí me ves haciéndole un espacio en mi cama para que la despierte por las mañanas —rió levemente, recordando los momentos con su hermana—. Aunque ahora lo puede ver por teléfono, se nos quedó de costumbre dormir juntas los jueves, cuando estoy aquí, sin falta. Se supone que ya la debería estar despertando.
Rebecca no sabía cómo responder, Angela lo decía para agravar su culpa.
—¿Cómo iba a saber que esto pasaría? —lloró por segunda vez—. Estaba viendo lo del evento. Las niñas dijeron que irían a la plaza y después me alcanzarían en el salón. Nadie se lo esperaba.
—Jesse podrá odiarme, pero la quiero —dio otro sorbo a su café—. De verdad que me quedé sin palabras cuando los doctores dijeron que tenían que reconstruirle la cara completa, pero no quedaría igual que antes. Sus cotillas están hechas polvo, unos pedazos llegaron a rasgar parte de sus órganos. Gracias a dios no fue nada grave. Pero su cara... Su carita hermosa ya no será igual.
—Angela —pronunció entre hipeos—. Lo siento.
—Por Jill fue que dejé el café negro y también le agarré amor a los waffles con huevo, miel, chocolate y tocino —inquirió—. Justamente se me antojaron unos waffles a la Jill —finalmente miró a Rebecca, quitándose los lentes de sol que camuflaban sus ojos hinchados
de tanto llorar—. ¿Me haces unos waffles a la Jill, por favor?
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