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El trono cambiante

Gente, por varios motivos, personales y no tanto, estuve ausente por mucho tiempo. Sin embargo, me he mantenido en activo, trabajando en lo mío. Hoy vuelvo con esta pequeña historia que ojalá sea de su agrado.


La historia suele devorar aquellos hechos que no le convienen. A veces, sin embargo, lo que se esforzó en ocultar sale a la luz, aun cuando no se convierte en saber popular. Eso lo comprobó un explorador europeo durante un viaje por la península arábiga, en donde, por boca de un anciano sabio, guardián del único registro escrito existente, se enteró de los siguientes acontecimientos.

En un reino actualmente tragado por las arenas del desierto, gobernó un despiadado sultán conocido como Hakim el Benevolente, al cual no le temblaba la mano a la hora de acabar con cualquiera que se atreviera a encararlo; inclusive había ocasiones en las que mataba gente por pura diversión. Sumado a eso, cobraba impuestos exagerados para mantener su suntuoso estilo de vida, mandaba secuestrar a cualquier mujer que le pareciera atractiva para aumentar su harem y ejercía el derecho de pernada. Por lo mismo, sus súbditos le temían mucho, aunque siempre se referían a él por su apodo autoimpuesto, esperando que así la muerte no les alcanzara.

Aparte de matar, el sultán tenía otro pasatiempo: los objetos curiosos. Trataba de mantenerse al corriente de las novedades que ocurrían tanto en sus dominios como en las tierras vecinas, esperando quedarse con unos cuantos tesoros. Fue de esa manera que se enteró de la existencia de un polímata en Damasco que había creado un extraño artilugio. Deseoso de saber qué era, y de apropiárselo de ser posible, ordenó a un grupo de guardias a que fueran por él.

El sabio en cuestión se llamaba Abu Mansur al-Dimashqi. Durante su formación se había cultivado en matemáticas, astronomía, medicina y filosofía, rivalizando en conocimientos con grandes nombres como Avicena y Averroes. No obstante, era su saber en alquimia y magia lo que lo hacía destacar. Semanas antes había desarrollado su nuevo invento, haciendo gala de su manejo en las artes ocultas. Lo mejor de todo era que era perfectamente funcional, digno de un genio de su calibre.

Cuando los guardias arribaron a su casa, le informaron que el Benevolente requería su presencia de inmediato.

—¿El Benevolente? ¿Quién es?

—¡Hakim el Benevolente, soberano absoluto de nuestra tierra! Se enteró de que tienes un objeto de su interés y quiere verlo con sus propios ojos.

—¿Y qué harán si me niego?

—Nuestras órdenes son claras.

El leve movimiento de las cimitarras envainadas le dio a entender al mago qué pasaría si se oponía. También cómo era la personalidad del Benevolente.

—Déjenme preparar mis cosas.

No mucho después, se dirigieron al sultanato de Hakim.

Cuando llegaron al palacio, fueron recibidos por el gobernante, quien fingió toda la amabilidad posible. Sin embargo, su actitud cambió cuando vio que, a diferencia de sus lacayos, al-Dimashqi no se arrodilló ni le rindió pleitesía.

—¿Por qué no te arrodillas?

—No veo motivos para hacerlo. Usted no es mi señor, al fin y al cabo.

El Benevolente trató de mostrarse sereno a pesar del evidente desaire. Le explicó los motivos por los que lo había mandado traer, a lo que el polímata dijo:

—Efectivamente. Aquí está mi invento más reciente.

De su alforja sacó algo parecido a un cojín. Lo colocó en el suelo y, casi de inmediato, comenzaron a salirle patas, brazos y un respaldo, para asombro de todos los presentes

—Este trono cambia de acuerdo a la personalidad de la persona que se sienta en él. Una vez que detecta a alguien, su forma cambiará a lo que le resulte más idóneo. Y no, no es posible engañarlo de ninguna forma.

El Benevolente charló con su comitiva al respecto.

—Quiero ver eso —dijo por fin—. Y qué mejor forma de probar tu invento que con un trabajador de baja categoría. ¡Escribano...!

El escribano, un hombre flaco y nervioso, dio un paso adelante.

—Siéntate en ese trono. ¡Ahora!

No muy confiado pero temiendo el castigo, se acercó con cuidado. Se sentó y notó cómo la silla cambiaba de forma, pasando a ser un asiento que jamás se había visto por esas tierras.

—... Se siente suave.

—Cómodo, ¿no? Tal parece que eres una persona de buen carácter. Por eso el trono ahora se ve así. —Después se dirigió al resto de los presentes—. Gracias a mis conocimientos de magia, he podido ver cómo serán algunos asientos en el futuro. Agregué esa información a las formas que el trono puede tomar.

Todo el mundo quedó impresionado, aunque el Benevolente quería más pruebas.

—¡Sal de ahí! —le gritó al escribano, a la vez que el trono recobraba su forma anterior—. Ahora quiero ver cómo se comporta con un hombre en verdad indigno. ¡Catador...!

El catador era un sujeto bajo y de aspecto miserable. Temblando como una hoja de palmera en un simún, apareció en el salón y se acercó a Hakim.

—Dígame, su majestad.

—¡Siéntate en ese trono!

El hombre se sentó y el asiento cambió nuevamente de forma, convirtiéndose en algo muy similar a un gigantesco almohadón. Incluso el respaldo se había transformado en un objeto que se asemejaba a un inmenso abanico.

—No quiero levantarme. Esto se siente genial —dijo con una mezcla de nerviosismo y alegría.

El Benevolente no podía creerlo. Sus sirvientes conseguían un asiento de primera calidad a pesar de lo miserables que eran ante sus ojos.

—Tu trono realmente es llamativo, pero no creo que sea tan eficaz para detectar las personalidades como dices.

—¿Insinúa que mi invento tiene fallas?

—Por supuesto. Ni el escribano ni el catador merecen esos asientos tan cómodos.

—Ya le dije, es imposible engañar a mi trono. Sus transformaciones tienen que ver con la verdadera personalidad del individuo, no con su estatus.

Queriendo probar su punto, el sultán le ordenó al visir que se sentara en la silla del mago. El susodicho visir, aunque no tan sádico como su monarca, era un cómplice activo en sus fechorías, por lo que igualmente le temían.

Con cierto grado de arrogancia, se sentó. Casi de inmediato, el trono perdió todo rastro de comodidad, convirtiéndose en un armazón de hierro. Para peor, comenzó a calentarse de forma veloz, volviéndose rojo en segundos y quemando gravemente al visir.

—¡¿Pero cómo...?!

—Ya le dije por qué ocurren estas transformaciones.

Sin convencerse, el Benevolente obligó a distintas personas a pasar por el trono, de nobles a sirvientes, incluso concubinas del harem. Se vio de todo: sillas de zarzas espinosas, sillas de piedra, sillas de oro con cojines de plumas, taburetes, sillones mullidos y hasta una silla de loza con agua y una cadena para eliminar desechos.

—Ya ha visto la efectividad de mi trono, su majestad. ¿Tiene algo más que decir?

—... ¡Es suficiente! ¡Yo mismo voy a sentarme!

Hakim se levantó de su propio trono y caminó con paso firme hacia el asiento del polímata. En su mente, apenas pusiera su humanidad en él, tomaría una forma espectacular, digna de un sultán de su categoría.

—Listo. Ya quiero ver en qué se convertirá. Debe ser algo digno de un gobernante... ¿Qué? ¿Qué pasa? ¡¿Qué está pasando?!

El trono de al-Dimashqi se volvió de un metal muy grueso. A la vez, unas abrazaderas sujetaron al Benevolente por las muñecas y los tobillos. Por último, una especie de sombrero de metal conectada al respaldo se colocó sobre su cabeza.

—¡Tú! ¡¿Qué clase de truco es este?! ¡Te ordeno que me liberes en este instante o haré que te corten la cabeza!

—Yo no soy uno de sus súbditos. Y le dije durante todo este encuentro que mi trono se adecúa a la personalidad de la persona que se sienta en él. —Miró al sultán atrapado—. Creo que en el futuro habrá sillas así, aunque no para buenos fines.

Apenas terminó de hablar, un fulgor intenso se apoderó de la estancia. Hakim el Benevolente se convirtió en un relámpago humano por alrededor de dos largos minutos, tras los cuales quedó irreconocible, convertido en algo similar a la leña chamuscada.

Solo entonces las abrazaderas se abrieron.

—Esto prueba que mi invento es un éxito rotundo. Ahora si me disculpan, debo volver a mi tierra; las ideas no se materializan solas.

El mago empujó el cuerpo inerte del monarca, dejándolo tirado en el suelo, para asombro de todos los presentes. Después devolvió el trono a su forma de cojín, lo guardó en la alforja y se retiró con calma, deseoso de continuar con sus labores habituales.


Este pequeño cuento está inspirado en El espejo de tinta, de Jorge Luis Borges. De ahí algunos elementos como el sabio y la ambientación árabe. Por supuesto, puse de mi cosecha aquí.

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