❈ 58
Rechacé el ofrecimiento de Perseo para que curara el resto de mis heridas y abandoné el dormitorio poco después, dejando al nigromante para que velara el sueño de su prima. No me había atrevido a pedir detalles de lo sucedido, de cómo se encontraba la situación, así que fui directa a mi propio cuarto con el corazón entumecido después de haber informado a Perseo de que no continuaría allí mucho más tiempo, pero que tomaría en cuenta su petición de quedarme en la propiedad hasta que todo el mundo estuviera mucho más calmado tras lo sucedido.
Decidí guardarme para mí el hecho de haber descubierto su vinculación con la Resistencia o, mejor dicho, con la persona que había logrado infiltrarse en ella con éxito. Froté mis sienes con energía ante la turbulenta cantidad de información que había descubierto aquella misma noche y crucé la puerta que conducía a mi pequeño habitáculo, deseando alejar cualquier pensamiento de mi cabeza.
El dormitorio estaba oscuro, pero mi instinto pareció intuir que había algo que no encajaba en aquel lugar. Traté de retroceder hacia la puerta, pero ésta se cerró con firmeza al mismo tiempo que una mano me aferraba por la muñeca y tiraba de mí para alejarme de la única vía de escape con la que contaba.
El aturdimiento por haberme pillado con la guardia baja me duró apenas unos segundos, los suficientes para que el intruso me hiciera caer sobre la cama y yo ahogara un sonido de sorpresa, reconociendo los inconfundibles ojos grises que me contemplaban a poca distancia.
—Darshan —escupí entre dientes.
El rebelde atrapó mi otra muñeca antes de que lograra mi objetivo de empujarle, adelantándose a mis propios planes. Me debatí contra su férreo agarre, valorando la posibilidad de pedir ayuda a gritos pero, de nuevo, me recordé que no sería un movimiento inteligente, al menos en aquellas circunstancias: mi aspecto jugaría en mi contra y podían creer que estaba relacionada con la emboscada contra el Emperador.
—Deja de moverme, maldita sea —gruñó Darshan.
—Entonces suéltame —le espeté.
Tras unos segundos de dudas consigo mismo, los dedos del rebelde me soltaron, aunque no retrocedió, dejando mis rodillas encajonadas contra sus piernas. Sus manos quedaron pegadas a sus costados, pero su postura delataba que, pese a haberme liberado, no había bajado la guardia respecto a mí.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté.
—¿Qué demonios has hecho? —dijo Darshan al mismo tiempo.
Parpadeé hasta que, unos breves instantes después, logré caer en la cuenta de a qué estaba refiriéndose. Darshan me había interceptado cuando huía de Roma, a quien no había logrado envenenar, cambiando mi objetivo en el último momento; sin embargo, el rebelde, quien parecía haberme seguido la pista durante gran parte de la velada, descubriéndome con la redoma de veneno, no había visto cómo entregaba a Rómulo la copa con la belladona, creyendo que la destinataria había sido la nigromante.
El vello se me erizó al recordar cómo Darshan me había soltado con brusquedad, tratando de detener a Roma antes de que lograra dar un simple sorbo a su bebida. Entrecerré los ojos con sospecha por el riesgo que había corrido al querer protegerla.
No respondí a su pregunta.
—¿Qué haces todavía aquí? —le pregunté con un deje acusatorio.
Él había participado en el intento de asesinato del Emperador, su presencia allí era un riesgo... tanto para Darshan como para mí.
—Descubrir en qué estabas pensando para cometer esta estupidez, Jedham —me respondió con tono airado, visiblemente molesto por haber tenido que retrasar sus planes de huida por mi culpa.
Alcé la barbilla, aunque dudaba que el rebelde pudiera ver aquel gesto en la penumbra que reinaba dentro del dormitorio. Sus piernas presionaron mis rodillas, provocándome un extraño escalofrío que recorrió todo mi cuerpo; casi juré que percibí algo en el ambiente, pero el gruñido que dejó escapar Darshan me desconcentró por completo.
—¿Para eso fue tu interrogatorio sobre venenos, Jedham? —me presionó, cada vez más alterado—. ¿Para envenenarla a ella?
Mis labios continuaron sellados, hecho que aumentó la frustración del rebelde por arrancarme alguna respuesta. Las alarmas habían saltado dentro de mi cabeza, haciendo que la oleada de recelo y sospecha que siempre había despertado el chico dentro de mí resurgieran con fuerza. La excusa que me había brindado sobre por qué todavía permanecía en aquel peligroso lugar, sabiendo lo que sucedería si alguien le echaba el guante y descubría que era uno de los implicados en el atentado contra el Emperador, no me resultó suficiente.
No después de haber descubierto que Perseo mantenía contacto con alguien dentro de la Resistencia; alguien que nos estaba vendiendo al Imperio. El traidor del que tanto habíamos elucubrado Cassian y yo siempre que había surgido el tema en cuestión.
—¡Por todos los dioses, Jem! —exclamó Darshan, frustrado y exasperado—. ¿Eres consciente de lo que hubiera sucedido si...?
Mis ojos le buscaron a través de la oscuridad del ambiente. Las dudas seguían entretejiéndose en mi interior, examinando todos mis recuerdos que guardaba sobre Darshan y nuestros encuentros; diseccionando el comportamiento del rebelde e intentando descubrir si era la persona que buscaba.
El traidor.
—¿Y por qué tanto interés en detenerme, Darshan? —le interrumpí con brusquedad—. Roma es un obstáculo para la Resistencia al estar tan cerca del Emperador.
No desvelé que la belladona había estado en otra copa distinta y que la nigromante había estado a salvo gracias a la revelación de no querer causarle ese daño a Perseo por los sentimientos que guardaba hacia él. Dejé que Darshan siguiera creyendo que ella había sido mi objetivo y no el perilustre que había abusado de Aella, intentando hacer lo mismo conmigo.
Mi espalda se mantuvo recta cuando Darshan se inclinó hacia mí, permitiéndome ver el enfado que se adivinaba en sus ojos grises. Un tono sospechosamente familiar y que hizo que todo mi vello se erizara, haciendo que la voz de Ptolomeo se instalara en mis oídos.
Me puse en pie de un salto, obligando a Darshan a retroceder un paso, contemplándome ahora con el mismo recelo con el que yo le miraba. Mi mano salió disparada hacia su túnica, aferrándolo con fuerza y acercándolo a mí para que pudiésemos ver nuestros rostros con relativa facilidad en la penumbra de aquella habitación.
—¿Qué tipo de relación te une a Roma, Darshan? —pronuncié con deliberada lentitud cada palabra, impregnándolas de sospecha.
Las preguntas, las dudas y las teorías sobre Darshan inundaron cada rincón de mi cabeza, haciendo que todo se tambaleara a mi alrededor. Todavía no tenía todas las piezas de aquel puzzle que rodeaba al rebelde, pero mi instinto no cesaba de guiarme en una dirección concreta. Y estaba dispuesta a seguirla hasta descubrir si estaba en lo cierto o no.
Los ojos de Darshan se estrecharon al escuchar mi insinuación.
—¿A qué te refieres? —me devolvió la pelota con otra pregunta.
Mis dedos se cerraron con más fuerza sobre el tejido.
—¿Por qué arriesgarte a salvarle la vida? Es nuestra enemiga, Darshan.
—Tu maldita idea de acabar con ella fue lo que hizo que nuestro plan se viera adelantado —respondió él, soltando un bufido desdeñoso después—. Nuestro objetivo esta noche era el Emperador y tú lo echaste al perder cuando trataste de envenenar a Roma, poniéndonos a todos al descubierto y obligándonos a actuar antes de lo esperado.
Lo miré, aturdida.
—Lo teníamos todo controlado, Jedham —continuó Darshan, sin un ápice de piedad—. Pero tu estúpida idea de actuar sola hizo que todo saliera mal, que no pudiésemos cumplir con nuestro objetivo y que algunos de nuestros compañeros cayeran en manos del Emperador.
Un escalofrío de horror descendió por mi espalda y pestañeé mientras una oleada de dolor se extendía por mi cuerpo, provocando que un gemido brotara de mis labios. Los ojos de Darshan relucieron, espoleado por la rabia de lo sucedido aquella noche; de lo que yo había hecho. Gemí de nuevo cuando el dolor se hizo más intenso, como si miles de agujas ardiendo se me clavaran en la piel, atravesándola como papel; la postura de Darshan se tensó al escucharme y noté cómo su cuerpo se alejaba de mí, poniendo distancia.
Sentí como si mi mente se embotara y el hilo que había seguido mis pensamientos quedó roto, perdiéndose en la negrura de mi mente, siendo sustituido por las imágenes de aquellos dos rebeldes y su funesto destino llevado a cabo por mis propias manos. El agarre que tenía sobre la túnica de Darshan fue perdiendo fuerzas al mismo tiempo que mis piernas flaqueaban y mi visión se enturbiaba; la dolorosa sensación que antes me había embargado se disipó, pero no así la debilidad que se aposentó en mi cuerpo después.
—Tu arrogancia y estupidez ha costado un alto precio a la Resistencia esta noche, Jedham —me acusó—. Y yo traté de detenerlo, de detenerte. Por eso mismo me lancé contra la nigromante, haciendo que todos nuestros planes se torcieran.
Abrí la boca, pero no supe qué decir a ello... o cómo defenderme sin desvelar mi pasado y la conexión que me había unido todos aquellos años a Roma.
—Pero... —intenté protestar.
—No te tenía por alguien tan estúpido, Jedham —me interrumpió Darshan—. ¿Eres consciente de qué pasará con todos los rebeldes que hoy han capturado?
El Emperador se los entregaría a los nigromantes para que llevaran a cabo un duro interrogatorio. No era ningún secreto la brutalidad que empleaban para arrancar información a los pobres desgraciados que caían entre sus garras; la instrucción a la que los iniciados se enfrentaban desde jóvenes los transformaba en criaturas sin escrúpulos que no dudaban un segundo en hacer uso de su letal poder para obtener todo lo que querían. Muchos de los que habían caído prisioneros suplicarían clemencia, incluso la muerte, pero terminarían hablando cuando los nigromantes dirigieran su magia hacia ellos, sin sentir el más mínimo arrepentimiento por el sufrimiento que causaran.
—Y todo por tu absurdo plan —me encogí de manera inconsciente, vacía después de que la rabia y la furia me hubieran abandonado. Después de que aquella debilidad se hubiera aferrado a mis huesos.
La mirada plateada de Darshan era implacable cuando acercó su rostro al mío.
—Limítate a mantenerte a salvo y a no entorpecer a la Resistencia, Jedham.
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El cansancio que me embargó tras mi discusión con Darshan me postró en la cama durante los siguientes días. Sentía un dolor sordo por el interior de todo mi cuerpo, como si las fuerzas me hubieran abandonado; cualquier movimiento me suponía un gran esfuerzo y me arrancaba el aliento, obligándome a que tuviera que tenderme de nuevo en el catre.
Aovillada sobre aquel incómodo colchón me encontró una de las doncellas de Aella, quien había acudido a mi dormitorio tras mis continuas ausencias, incumpliendo mis responsabilidades. Durante aquellos días —donde lo único que había podido hacer era arrastrarme hacia el rincón para beber un poco del agua con la que contaba— no había abandonado el dormitorio, por lo que apenas había podido ponerme al corriente de cómo estaba la situación en la finca después de lo sucedido tras la malograda fiesta de compromiso entre Perseo y Ligeia y porque Darshan se había marchado apresuradamente tras advertirme de que no me convirtiera en un maldito obstáculo, llevándose consigo las posibles respuestas a aquellas preguntas que rondaron dentro de mi cabeza.
—Oh, dioses, tienes un aspecto lamentable —fue lo primero que me dijo la chica al encontrarme en aquel estado—. La señorita estaba segura de que tú también habrías huido después de lo sucedido...
Entre el abotargamiento que me rodeaba conseguí apuntar aquel detalle: había habido bajas en el servicio de la propiedad, aunque no supiera el alcance de las mismas. Supuse que los abandonos habrían sido por parte de aquellos que pertenecían a familias de clase media, no corriendo la misma suerte los esclavos.
La doncella se acercó hasta la cama, contemplándome con una expresión cauta.
—Avisaré a la señorita —decidió.
Minutos después, era la propia Aella quien atravesaba la puerta que conducía a mi dormitorio. Su aspecto denotaba mejoría respecto al de aquella noche, pero las ojeras que se intuían a través del maquillaje eran prueba más que suficiente de lo que realmente ocurría dentro de su cabeza; del hecho de que todavía era presa de aquellos recuerdos.
Los ojos azules de la prima de Perseo me observaron desde la distancia, como si no tuviera el valor suficiente para acercarse más. Yo me limité a devolverle la mirada desde el camastro, incapaz de moverme lo suficiente para cumplir las formalidades que se me exigían por mi posición.
—Domirei me ha informado de tu... estado —habló de nuevo con firmeza, uniendo las manos sobre su estómago.
—Sois muy amable...
—Creo que las formalidades no son necesarias, Jedham —me interrumpió con brío.
Entonces Aella pareció reunir el valor suficiente para adentrarse más en aquel dormitorio, acercándose hasta quedar situada junto al catre donde estaba tendida. Sus ojos azules no se apartaron un solo instante de mí con un inconfundible brillo de comprensión. De unión.
—Rómulo ha muerto.
La repentina mención de aquel nombre en concreto hizo que mi cuerpo se tensara de manera inconsciente. Mi mente se retrotrajo a la noche del ataque, cuando le di la copa envenenada y me apresuré a confundirme entre la multitud mientras rezaba en silencio para que aquel maldito hijo de puta bebiera hasta la última gota del vino.
Era evidente que lo había hecho, a juzgar por la noticia... y el ligero tono de alivio que se adivinaba en el tono de voz de Aella tras decirlo.
—Pensé que debías saberlo después... después de lo que trató de hacerte —agregó.
La muerte de Rómulo significaba la ruptura del compromiso que antaño le había unido a él, pese a la evidente y firme negativa con la que se había opuesto a ese acuerdo al que habían llegado sus padres. Aella era de nuevo libre y las cadenas que antes le habían unido a aquel hombre se rompieron en el mismo instante que supo de aquella lúgubre noticia.
—Gracias, Aella —respondí.
Ella pareció dudas unos segundos antes de tomar asiento en el estrecho hueco que quedaba libre en aquel camastro. Sus ojos me recorrieron con lentitud, descubriendo mis propias ojeras y el gesto cansado que arrastraba desde hacía días; sus labios se fruncieron al darse cuenta de que realmente algo me sucedía.
—¿Jedham...?
—Estoy bien —le aseguré, una verdad a medias—. Sólo un poco cansada.
Aella se mordió el labio inferior con indecisión.
—Quizá debería advertir a Perseo...
No había visto al nigromante desde que abandoné su dormitorio aquella noche y la idea de un reencuentro no me hacía especialmente feliz tras el poco tiempo que había transcurrido después de saber que seguía comprometido con Ligeia, a pesar de que la noticia aún no se había hecho pública.
El simple esfuerzo de incorporarme de la cama para tomar a Aella por la muñeca hizo que la cabeza me diera vueltas.
—Por favor, no... —le pedí.
Las dudas asomaron en su mirada ante la premura con la que me había negado. Quizá estaba arrepentida de haberse inmiscuido en mi relación con su primo, advirtiéndome de lo que Perseo no había sido capaz de decirme, y ahora intentaba que la situación se arreglara. Aun sabiendo que el daño estaba hecho y que la separación había sido inminente.
Aella terminó por asentir, aceptando mi decisión de mantener a Perseo al margen de todo aquel asunto.
—Tengo una deuda contigo, Jedham —dijo tras unos segundos en silencio—. Por lo que hiciste por mí aquella noche.
Me volví a tender sobre la cama, sintiendo una molesta presión en las sienes.
—No me debes nada —la corregí.
Y Perseo tampoco, aunque hubiera utilizado la baza de la deuda para intentar que me dejara ir de aquel lugar. El nigromante se había comprometido, pidiéndome a cambio que esperara hasta que los sucesos de la noche en la que intentaron asesinar al Emperador se calmaran hacía ya varios días.
La perilustre fingió no haber escuchado mis últimas palabras y desvió la mirada hacia una de las paredes de piedra.
—Discrepo —replicó Aella, poniéndose en pie—. En mi familia somos gente de palabra y siempre saldamos nuestras deudas pendientes.
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El sanador que atendía a la familia se presentó en mi habitación seguido por una altiva Aella. Vi cómo dirigía una incómoda mirada hacia la prima de Perseo, quien se mostró imperturbable ante las dudas que parecía guardar el hombre sobre los motivos por los que se había visto arrastrado hasta aquel dormitorio.
—Señorita, permitidme que os recuerde que esto no...
Aella alzó la barbilla y lanzó al sanador una mirada que no admitía réplica alguna, enmudeciéndole en el acto.
—Sé que no procede, pero nadie tiene por qué saberlo —sus labios se curvaron en la familiar sonrisa que precedía a un golpe de gracia—. De igual modo que mi abuelo no sabrá de sus otras... actividades. Creo recordar que está prohibido que el servicio se relacione estrechamente entre ellos, ¿no es cierto?
El rostro del sanador se puso pálido ante la tenue insinuación de la chica y sus ojos se abrieron de par en par, dándole la razón a Aella.
—¿Comenzamos? —preguntó Aella, pestañeando exageradamente con un fingido toque de inocencia.
El sanador bajó la cabeza con evidente derrota y cumplió con los deseos de la chica.
La prima de Perseo se apartó a un discreto segundo lugar mientras el hombre se detenía a mi lado para dedicarme una sonrisa —que no alcanzó a su inquieta mirada— y explicarme que iba a examinarme por deseo expreso de Aella.
Procedió a llevar a cabo su función ante la atenta mirada de la perilustre, quien no perdía detalle de todos y cada uno de sus movimientos. Le vi fruncir el ceño mientras respondía a sus preguntas y sus dedos presionaban contra la cara interna de mi muñeca, comprobando mi pulso.
—No veo nada extraño —dictaminó al finalizar su reconocimiento—. ¿Decís que os sentís mal desde hace tres días? La noche del intento de asesinato del Emperador fue demasiado intensa, lo que podría explicar el impacto que tuvo en vos y que os ha dejado en ese estado. Por lo que he podido escuchar, muchas damas que asistieron aquella misma noche se encontraban en situaciones similares: postradas en cama, intentando recuperarse de lo sucedido —hizo una pausa y sus pobladas cejas descendieron—. No es ningún secreto que la salud de las mujeres es más delicada y que ciertas situaciones suponen un esfuerzo inmenso que no son capaces de afrontar.
Quise protestar, pero Aella me silenció con una de sus miradas y esbozó una sonrisa amable, como si nunca hubiera tenido que amenazar con sutileza al sanador gracias a la información con la que contaba.
—¿Qué recomiendas?
—Reposo —respondió el sanador, sin dudas—. Incluso podría proporcionarle algo para conciliar el sueño, ya que advierto que no ha pasado unas buenas noches y eso puede tener un impacto negativo en su recuperación.
Abrí la boca, pero Aella volvió a hacerme guardar silencio con otra mirada.
—Ella tomará lo necesario para poder descansar —respondió por mí—. Y yo velaré personalmente por su recuperación, asegurándome de que cumpla con tus recomendaciones.
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El bebedizo del sanador me sumió en un profundo sueño. Aella había decidido relevarme de mis responsabilidades como doncella hasta que estuviera recuperada y abandonó mi dormitorio, satisfecha después de hacer que varias esclavas se ocuparan de cualquier cosa que pudiera necesitar; acompañó al sanador una vez hubo comprobado que todo estaba en orden y yo dejé que la mezcla del hombre hiciera su efecto, rindiéndome a él.
En la bruma del sueño sentí una corriente recorriendo mi cuerpo, alejando la pesadez que me había acompañado desde hacía días. Aturdida todavía, entreabrí los ojos y contemplé mi dormitorio; alguien había dejado prendida una lámpara de aceite cerca del camastro y el fuego de la mecha ardía a baja intensidad, iluminando levemente el ambiente... Permitiéndome intuir la silueta de Perseo, inclinado sobre mi cuerpo cubierto, y la de Aella, que aguardaba cerca de la puerta.
Supuse que se trataba de un sueño y que la mezcla del sanador no era tan efectiva como nos había asegurado: había prometido que no habría sueños y ahí estaba, viendo a los dos primos en mi dormitorio. Un hecho harto improbable, ya que Aella me había asegurado que dejaría a su primo en la ignorancia respecto a aquel asunto.
—Le aseguré que no te diría nada —dijo Aella en aquel instante.
—Pero yo era el único que podía ayudarle —protestó Perseo y su poder siguió fluyendo en mi interior, renovando mis energías.
—Jedham no habría aceptado tu ayuda, primo —repuso ella con tacto.
La magia del nigromante fluctuó al escuchar la observación de Aella, sabiendo que tenía razón: nuestra relación se encontraba en un punto crítico después de que adivinara el motivo por el que Ptolomeo había conseguido que el Emperador asistiera a la fiesta, junto al resto de la familia real.
—Lo sé —reconoció e intuí un timbre de dolor—. Está tan débil, Aella... Es como si todas sus energías se hubieran esfumado con un simple chasquido de dedos.
Aella se removió en su sitio.
—El sanador dijo que no encontró nada sospechoso en ella —repitió el dictamen que había recibido del hombre que me había atendido de manera forzosa, mediante las argucias de la perilustre—. Alegó que la causa fue el gran impacto que tuvo en Jedham... aquella noche.
—Ella estaba bien cuando se marchó de mi dormitorio —respondió Perseo, con una nota de tensión en la voz.
Aella carraspeó.
—Quizá el peso de todo lo sucedido pudo con ella, primo —dijo con timidez—. No fue sencillo y Jedham tuvo que hacer frente a situaciones difíciles. Comprendería que la presión al final la venciera.
Las dudas inundaron el rostro de Perseo ante la explicación de Aella sobre qué me había conducido a aquel estado tan extenuante. Su magia prosiguió con su tarea de devolverme las fuerzas, haciendo que el sueño pareciera más real. Más vívido.
—Lo único que quería era encontrarla para ponerla a salvo, Aella —confesó—. Y me equivoqué: nunca tendría que haberos dejado. A pesar de todo lo que sucedió... tendría que haberme quedado a vuestro lado. Le pedí demasiado.
Aella dijo algo con tono dulce, pero no logré entenderlo del todo porque los oídos se me taponaron y los efectos del bebedizo del sanador volvieron a sumirme en aquella silenciosa negrura, dejando aquel extraño sueño inconcluso.
* * *
Sueño, dice...
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