❈ 57
El vestíbulo se sumió en el caos cuando un grupo de esclavos —o eso es lo que nos habían hecho creer a todos— trató de alcanzar al Emperador: retiraron las capas para desvelar las armas que ocultaban debajo y se abalanzaron hacia el tirano entre gritos, haciendo que la multitud entrara en pánico.
Perdí de vista a Roma y a Darshan cuando los invitados fueron conscientes del peligro que desentrañaban los falsos esclavos, provocando una estampida para salvar la vida. Me vi atrapada entre miles de cuerpos que pugnaban por huir del vestíbulo, alejándose de los intrusos; casi creí escuchar la poderosa voz del Emperador superponiéndose al caos que se había desatado, lanzando órdenes a los pocos efectivos con los que contaba aquella noche.
Traté de abrirme paso entre los desesperados hombres y mujeres que intentaban alcanzar alguna de las salidas que poseía la mansión en aquella planta. Mis sentidos se habían puesto en alerta, recordándome todo lo que la Resistencia me enseñó... La misma que ahora estaba allí, tratando de llegar al Emperador. Mi mente volvió a Darshan, a su presencia en aquel lugar, al modo en que se había lanzado para proteger a Roma del veneno que creyó que había en su copa; el rebelde estaba en algún punto de aquella aglomeración de personas luchando por escapar para ponerse a salvo y yo no tenía tiempo suficiente para intentar encontrarlo con el único propósito de obtener respuestas a lo que estaba sucediendo.
Jadeé cuando la capa se convirtió en un obstáculo, amenazando con asfixiarme. Mis dedos se dirigieron con precisión hacia el cierre del cuello y lo soltaron mientras me abría paso entre el gentío, haciendo que aquel maldito trozo de tela se lo tragara la multitud y yo pudiera moverme con mayor facilidad. También me arranqué la máscara del rostro, lanzándola a un lado y tomando una gran bocanada de aire.
Mis sienes palpitaron con furia ante el torbellino de pensamientos que se abalanzaban en mi cabeza sobre lo que se había desatado apenas unos momentos antes. La Resistencia, por medio de Darshan, supuse, había logrado colar a algunos de sus miembros en la celebración usando los ridículos atuendos que Ptolomeo había hecho llevar a los esclavos; su intención, más que clara, era aprovechar la oportunidad que les brindaba la ocasión para tratar de alcanzar al Emperador y poder acabar con su vida, poniendo fin a su tiranía. Porque solamente su objetivo aquella noche era el Emperador, ¿no era cierto?
Porque la Resistencia no sería capaz de asesinar a toda la familia real, ¿verdad?
Alguien me aferró de la muñeca, tirando de mí con brusquedad y arrastrándome hacia el angosto corredor de piedra que había empleado para refugiarme. Mi cuerpo se tensó ante el contacto y pronto me vi retrasando el brazo que tenía libre para golpear a mi captor; sin embargo, alzar los ojos, descubrir su identidad, hizo que mi puño cerrado permaneciera contra mi muslo y le contemplara con una expresión que oscilaba entre la rabia, la sorpresa y el desconcierto.
El rostro de Perseo estaba pálido y cubierto por una ligera pátina de sudor. Sus ojos azules resplandecían con intensidad y el poder que emanaba de su cuerpo me produjo un escalofrío al sentirlo tan cerca de mí, tan mortífero; a su lado, una asustada y empequeñecida Aella se aferraba al brazo de su primo, con el pelo revuelto y su precioso vestido completamente echado a perder. Fui consciente del temblor que sacudía su menudo cuerpo y el horror que se adivinaba en su mirada, de idéntico color a la de su primo.
Era la primera vez que veía a Aella así, tan aterrada.
Devolví la mirada a Perseo, que jadeaba a causa del esfuerzo de haber cruzado a la muchedumbre para llegar hasta mí; mis ojos no pudieron evitar abandonar su rostro para deslizarse por su cuello. Entonces fui consciente de la inconfundible sustancia de color rojo en forma de gotitas que manchaba la piel del nigromante.
Sangre.
—¡Jem! —el repentino grito de Perseo hizo que apartara mis ojos del rastro de su piel, haciendo que su rostro volviera a captar toda mi atención.
Soltó mi muñeca y su mirada, casi de manera inconsciente, recorrió mi cuerpo del mismo modo que yo había tratado de hacer antes, deteniéndose en las prendas que había ocultado bajo la capa: una blusa y unos pantalones. Ropa cómoda que me permitiría huir con relativa facilidad, permitiéndome escabullirme mejor que si hubiera llevado uno de los molestos vestidos de doncella.
Una sombra de dolorosa comprensión pasó fugazmente por sus ojos azules al comprender la finalidad de aquel atuendo: escapar de allí sin mayores contratiempos. Una sensación de pánico fue abriéndose paso en mis entrañas. ¿Creería Perseo que tenía algún tipo de vinculación con la emboscada? ¿Sospecharía que formaba parte de la Resistencia?
Un sudor frío se deslizó a lo largo de mi columna vertebral ante las posibilidades, al recordar el petate que había escondido en mi dormitorio para llevármelo conmigo si las cosas se torcían y tenía que optar por escabullirme. Las pruebas estaban en mi contra si alguien las descubría y, aunque no había estado al tanto de aquel ataque por parte de la Resistencia, no dudarían en relacionarme con ellos.
Lo que era prácticamente cierto, al menos al hecho de que yo también era una rebelde encubierta.
Valoré mis opciones en ese momento: Aella no sería ningún obstáculo para mí, pues la chica no sabía cómo defenderse... y mucho menos atacar. El problema estaba en la persona que se encontraba a su lado, Perseo; los poderes del nigromante eran letales y él no dudaría en emplearlos para proteger a su prima.
Pensé en la damarita que colgaba de mi cuello, aquella gema de color sangre que pendía de la cadena que me había regalado mi madre por motivos que todavía desconocía. Había algo en ella que afectaba a los nigromantes, volviéndola letal para ellos porque anulaba sus poderes... pero la piedra que tenía no era suficiente, ya que había visto cómo Perseo la había sostenido entre sus dedos, admitiendo que aquella cantidad no era mortal y soportable para alguien como él, quien había sido obligado a exponerse a la damarita para fortalecerlo.
¿Qué me quedaba entonces? ¿Qué vía podía tomar para huir de allí antes de que todo se derrumbara a mi alrededor?
—Jedham, necesito pedirte un favor.
La repentina petición de Perseo hizo que mis pensamientos quedaran en suspenso y le dirigiera una mirada de incredulidad mezclada con recelo.
Aella avanzó hacia mí, titubeante, mientras continuaba aferrándose a su primo como si él fuera lo único que la mantuviera anclada al suelo. Sus ojos azules estaban húmedos a causa de las lágrimas que estaban a punto de derramarse; apretaba los labios con tanta fuerza que se le habían puesto blancos. Me miraba con una expresión entre temerosa y desconcertada, igual de confundida que yo por las palabras de Perseo. Por la resolución que ardía en la mirada del nigromante, que continuaba contemplándome con fijeza.
Empujó a Aella en mi dirección, convirtiendo su mirada en una suplicante.
—Protégela.
Mis ojos se abrieron de par en par, aturdida.
Para reafirmarse en lo que acababa de pedirme, a pesar de lo que había sucedido entre nosotros, me aferró por la muñeca para subrayar su petición. Su mirada no se apartó de la mía en ningún momento, haciendo que un ligero cosquilleo de incomodidad ascendiera por el brazo por el que me tenía cogida.
Sin embargo, yo no pude evitar romper el contacto visual para poder contemplar unos instantes a su prima, quien estaba cerca de echarse a llorar mientras el caos continuaba extendiéndose por el vestíbulo, donde los rebeldes seguían acechando a los nobles reunidos... o tratando de huir.
—No sé cómo podría hacerlo —espeté con dureza.
La mirada de Perseo no flaqueó al entrever la negativa que escondían mis palabras. Sus dedos apretaron con mayor firmeza mi muñeca, como si temiera que intentara huir en cualquier instante, desvaneciéndome y abandonándolos a su suerte.
—Es evidente que tienes soltura en este tipo de situaciones —insistió y sus ojos azules brillaron de exasperación—. Necesito que la pongas a salvo... que tú también te pongas a salvo —añadió, trastabillando con sus propias palabras—. Por favor, Jedham.
Dirigí mi mirada hacia Aella de nuevo, descubriendo silenciosas lágrimas deslizándose por sus mejillas. Aquella maldita conversación estaba alargándose demasiado y el tiempo era un elemento valioso en las circunstancias que nos encontrábamos; Perseo no parecía haber establecido todavía ningún hilo que pudiera ponerme en peligro y lo que estaba pidiéndome...
—¿Por qué, Perseo? —le pregunté con hosquedad—. Podría dejarla abandonada y esfumarme para salvar mi propio cuello.
El rostro del nigromante se ensombreció y su prima ahogó una exclamación de horror, hundiendo con más fuerza sus dedos en el brazo de Perseo.
—Confío en ti, Jedham —declaró de forma rotunda—. Puede que yo haya perdido la poca confianza que habías depositado en mí, pero sigo creyendo que harás lo correcto. Que no dejarías a Aella sola en mitad del peligro, por mucho que me detestes ahora mismo.
«No creo que abandonaras a una persona inocente», parecía estar queriéndome decir. Y yo contuve una risotada llena de burla por lo poco que me conocía en realidad; sin embargo, algo en Perseo me recordó a Eo cuando me suplicó que no dejáramos en el fondo del callejón a un Darshan muy malherido y yo accedí a regañadientes, cediendo a su deseo. Además, estaba el hecho de que Aella había mostrado conmigo una extraña camaradería, ayudándome a su forma.
Una mezcla de rabia y derrota se cocieron a fuego lento en lo más profundo de mi estómago cuando tomé una decisión.
—No olvidaré que tienes una deuda conmigo, nigromante —le advertí—. Una gran deuda.
La familiar máscara de inexpresividad volvió a colocarse en su rostro cuando Perseo asintió, aceptando aquel tácito acuerdo que se creó entre los dos: yo ayudaba a Aella para que luego poder exigirle una retribución por lo que había hecho. Giró el cuello para mirar a su prima y se inclinó en su dirección, aferrándola por los brazos con cuidado; me aparté un poco para brindarles algo de privacidad y poder planear nuestra huida.
La Resistencia aún seguía estando allí, los invitados parecían estar atrapados por los rebeldes... El Emperador posiblemente continuara bajo aquel mismo techo, y no tardarían mucho en dar con nosotros si no nos movíamos rápido.
Abandonar la propiedad era arriesgado, ya que Darshan se habría asegurado de informar de todos los datos de interés del edificio para evitar posibles huidas. Mis ojos estudiaron aquella zona de piedra mientras Perseo continuaba dándole lo que parecían ser instrucciones a una casi catatónica Aella; por el rabillo del ojo la vi mover la cabeza en varias ocasiones, asintiendo.
La opción más sensata era escondernos en algún rincón hasta que todo aquello pasara... o hasta que diera con una forma de escapar sin ser atrapada y sin verme en la obligación de desvelar quién era en realidad.
—Jedham —Perseo ya debía de haber terminado con Aella, por lo que me dirigí hacia ellos, procurando adoptar una postura acorde con las circunstancias—. Gracias.
Nos miramos unos instantes en silencio, como si el nigromante esperara alguna respuesta por mi parte... quizá unas palabras amables o un deseo de verle a salvo. No recibió nada de ello por mi parte, solamente más silencio; sacudió la cabeza para sí mismo antes de hacerle señas a Aella para que se acercara a mí.
Ella lo hizo con timidez, situándose a mi lado casi con nuestros costados pegados.
Perseo nos contempló a ambas y el poder que recorría su cuerpo aumentó cuando llegó el momento de las despedidas. Sus ojos azules se clavaron en los míos, haciendo que el ambiente entre los dos se enrareciera a causa de las palabras que no podíamos —que no quería— pronunciar; le observé entreabrir los labios, preparándose para hablar, haciendo que mi corazón acelerara levemente su ritmo.
—Tened cuidado —fue lo que salió de su boca.
Asentí con severidad, ignorando el vuelco de decepción que dio mi estómago, y Perseo dio media vuelta, rehaciendo el camino hacia el inicio del corredor, donde se escuchaba el maremágnum de los invitados atrapados por los rebeldes o por el propio caos. Un coro de chillidos se elevó en el aire cuando el nigromante se unió a la refriega, haciendo uso de su desbordante poder.
Aella se encogió aún más contra mí mientras yo buscaba una salida que nos condujera a alguna parte del edificio que los rebeldes no pudieran tener fácil acceso.
—Perseo dijo que usáramos su dormitorio —la vocecilla rota de la perilustre hizo que mi cabeza girara en su dirección con brusquedad—. Podemos llegar gracias al entramado de escaleras que usan los esclavos.
El dormitorio del nigromante. Seguramente los rebeldes no creyeran que nadie había conseguido desvanecerse de su cerco; Perseo estaría creando una buena distracción cerca de donde nos encontrábamos con intenciones de que pudiéramos usar el alboroto para poder escabullirnos y acceder a las familiares escaleras que empleábamos el servicio para movernos por el edificio para pasar desapercibidos ante los señores de la casa.
Aferré con decisión a Aella por la muñeca y ella tembló ante el agarre, provocando que sus pupilas se dilataran del miedo. Me recordé que la brusquedad no sería mi aliado en aquella ocasión, que la muchacha estaba tan asustada que parecía estar a punto de desmayarse de un momento a otro; necesitaba la cooperación de Aella si quería que tuviéramos una oportunidad de llegar sanas y salvas a nuestro objetivo: el maldito dormitorio de Perseo.
Traté de suavizar mi expresión y emplear un tono mucho más amable del que había usado cuando había hablado con Perseo mientras él intentaba convencerme de que le ayudara para proteger a Aella.
—Quiero que me prestes atención —le pedí, tomando una bocanada de aire—. ¿Puedes correr?
Lo único que recibí por su parte fue un rápido asentimiento.
Me humedecí el labio inferior, desviando la mirada unos instantes por encima de su hombro, en dirección al fondo del pasillo, justo el camino que Perseo había tomado momentos antes. El color se me esfumó del rostro cuando dos siluetas aparecieron, deslizándose sobre el suelo de piedra hasta quedar detenidos y obstaculizando nuestra única salida.
No reconocí las caras de los dos hombres, sin lugar a dudas rebeldes.
Empujé sin ceremonias a Aella hacia mi espalda, interponiéndome entre la prima de Perseo y los recién llegados. Escuché el quejido ahogado de ella mientras recolocaba mis pies, preparándome para lo que se avecinaba; uno de los hombres dio un paso en nuestra dirección, señalándonos a su compañero.
—Fíjate lo que nos hemos encontrado aquí escondido —su tono era burlón y, a esa distancia, pude distinguir sangre manchando sus prendas—. Un buen botín.
El otro se puso a la misma altura que el primero, inclinándose hacia un lado para poder ver mejor a Aella.
—Reconozco a esa chica —dijo con un deje de ansia—: es la nieta del viejo. Del perilustre de esta casa.
Los ojos del primero relucieron al descubrir la identidad de Aella y dio otro paso hacia nosotras. La prima de Perseo se pegó a mi espalda, temblando de pies a cabeza ante la presencia de aquellos dos tipos cuyas intenciones estaban más que claras.
La Resistencia era lo suficientemente extensa para contener a esa clase de hombres: sanguijuelas cuyo odio por los perilustres quedaba ligeramente asfixiado por otros... sentimientos. Por otro tipo de motivaciones.
Me erguí ante la distancia que se interponía entre las dos parejas, cada vez más reducida después de que los hombres dieran un par de pasos hacia nosotras. Apreté los puños contra los costados, alternando mi mirada entre aquellos dos; eligiendo mi objetivo, al que atacaría en primer lugar.
—Se nos recompensará si nos la llevamos con nosotros —elucubró el segundo hombre, con sus ojillos reluciendo ahora de codicia—. Su familia pagaría lo que fuera por recuperarla...
O Perseo removería cielo y tierra para encontrarla, acabando con la vida de todos ellos con un simple chasquido de dedos. Solté una risa seca al pensar en hasta dónde sería capaz de llegar el nigromante por traer de regreso a su prima; uno de los rebeldes me observó con una ceja enarcada, sorprendido por el sonido que había proferido.
Por el hecho de no parecer en absoluto aterrada por su presencia en aquel recóndito pasillo, y estar en clara desventaja.
—Yo que vosotros daría media vuelta y me olvidaría de ella si valoráis vuestras patéticas vidas —comenté, hablando por primera vez.
El compañero del rebelde, sorprendido por mi reacción, también dejó escapar una carcajada.
—¿Y qué vas a hacernos tú, cosita bonita? —me desafió, dando otro paso que casi eliminó la distancia que nos separaba a los unos de los otros.
La adrenalina empezó a correr por mis venas al mismo tiempo que una familiar emoción —la que despertaba siempre que estaba a punto de meterme en serios problemas, especialmente en los que desembocaban en ese tipo de enfrentamientos— no tardaba en acompañarla, vigorizándome y causando que mis labios se curvaran en una inocente sonrisa producida por el exceso de confianza que mostraba aquel rebelde, creyendo erróneamente que poseía algún tipo de ventaja sobre mí.
Ladeé la cabeza mientras mis pies se recolocaban, adoptando una posición mucho más cómoda para atacar.
—Patearos vuestro sarnoso culo —contesté con calma, como una serpiente antes de atacar.
Me impulsé sobre la punta de los dedos para abalanzarme contra el tipo que estaba más cerca de nosotras, dejando que la adrenalina se disparara, espoleándome. Observé con placer cómo sus ojos se abrían de par en par a causa de la sorpresa antes de que mi puño cerrado le acertara de lleno en la garganta; de su boca brotó un gemido ahogado al mismo tiempo que se llevaba las manos a la zona golpeada y perdía el equilibrio, ahogándose y desplomándose en el suelo. Sin darme un solo respiro, giré sobre mi cintura y lancé una de mis piernas contra el rebelde que quedaba a unos metros; el hombre trastabilló para esquivar mi patada, moviendo las manos para intentar aferrarme por el tobillo y desequilibrarme.
Corregí mi posición y envié un gancho contra su estómago. Mi puño dio en la diana, como también lo hicieron los nudillos de mi atacante en mi mandíbula, haciendo que todos mis dientes rechinaran y estuviera a punto de morderme la lengua, aturdiéndome y dándome la sensación de escuchar un grito ahogado femenino a mi espalda; me obligué a marcar algo de distancia, notando todavía las secuelas del brutal puñetazo por toda mi cabeza, entrecerrando los ojos y calculando mis posibilidades: el tipo al que había golpeado en primer lugar seguía retorciéndose en el suelo, aunque no tardaría en unirse a la refriega, lo que me pondría en una gran desventaja. Lo que me dejaba la opción de finiquitar aquel enfrentamiento cuanto antes.
Traté de mover la mandíbula de un lado a otro, despertando una oleada de doloroso calor en la zona, y calibré a mi enemigo, quien gruñía después del puñetazo que le había propinado en el estómago. Necesitaba terminar con todo aquello rápido si quería tener una oportunidad de salir victoriosa... y más o menos indemne.
Eché un vistazo al tipo que continuaba en el suelo antes de abalanzarme contra mi otro oponente. Incliné mi cuerpo para que mi hombro se clavara en su plexo solar, dejándole momentáneamente sin respiración y brindándome una oportunidad de hacer que su cuerpo terminara estampándose contra la dura pared de piedra que había a su espalda; el golpe reverberó en mi propio cuerpo mientras el tipo trató de deshacerse de mí utilizando de nuevo los puños.
Acusé los primeros puñetazos en el costado y jadeé cuando un cuarto me dio de lleno en la sien, desorientándome y haciendo que la visión se me oscureciera durante unos breves segundos. Los suficientes para que el aire se me escapara con brusquedad cuando salí despedida hacia el suelo y una mole de varios kilos se aposentara sobre mi estómago, arrancándome el poco oxígeno que pudiera quedarme; los ojos del rebelde estaban llenos de rabia cuando nuestras miradas se encontraron.
Una extraña sensación se expandió por mi cuerpo cuando las manos de aquel hombre se dirigieron hacia mi cuello y sus dedos presionaron mi tráquea. Un iracundo calor empezó a recorrer mis extremidades mientras sentía una dolorosa quemazón allá donde la piedra carmesí se encontraba en contacto con mi piel, haciendo que mi cuerpo cosquilleara; la boca se me llenó de un amargo sabor mientras los dedos de aquel tipo continuaban su tarea de asfixiarme.
Vita intentó hacerlo, casi saliéndose con la suya.
No iba a permitir que hubiera una segunda oportunidad.
Con un grito de rabia, que provocó que sintiera un inmenso escozor en las paredes de mi garganta, alcé mis manos y hundí mis uñas con rabia en los ojos del hombre. Cogido por sorpresa, sus dedos perdieron presión sobre mi cuello, permitiéndome aprovechar aquellos momentos de desconcierto y ceguera por parte de mi oponente para sacudírmelo de encima. Con un esfuerzo sobrehumano, logré arquear mis caderas lo suficiente para desequilibrar a mi enemigo.
El cuerpo del rebelde se inclinó hacia un lado mientras yo seguía intentando hundirle los dedos en los globos oculares, ignorando la desagradable sensación de aquella acción, y lograba hacer que cayera, eliminando parte del peso de su cuerpo sobre mi estómago.
Después me encaramé sobre el suyo, aferré su cabeza entre mis manos y golpeé con saña el cráneo del hombre contra el suelo de piedra, intentando no pensar en cómo mi estómago se agitaba con aquel sonido, hasta que el tipo quedó inmóvil sobre las losas.
Un jadeo estrangulado brotó de mi malherida garganta y trastabillé, incapaz de apartar la mirada del hilillo de sangre que manaba de uno de los costados de su cabeza. Mi cuerpo quedó agarrotado cuando aquella horrible cacofonía de sonidos se repitió de nuevo en mis oídos levantando a su paso una oleada de náuseas.
—Jedham... —la trémula llamada de Aella me devolvió al presente de golpe.
Giré el cuello en su dirección y vi el pánico reflejado en sus ojos azules: la prima de Perseo me contemplaba como si no fuera capaz de reconocerme. No dediqué ni un solo pensamiento sobre qué aspecto tendría en aquellos instantes y desvié mi mirada hacia el tipo que continuaba consciente, aún en el suelo.
Mi cuerpo se agarrotó de nuevo cuando llegué a la conclusión de que no podía permitirme dejarle allí.
No podía permitirme dejar aquel cabo suelto, que había sido testigo de lo sucedido.
Las manos empezaron a temblarme descontroladamente cuando mis pies se movieron de forma inconsciente hacia el rebelde, cuya mirada se tiñó de pavor al adivinar mis intenciones. Se arrastró por el suelo, tratando de huir de mí, sin éxito; logré inmovilizarle contra la piedra y forcé a mi mente a repetir las instrucciones que había recibido de la Resistencia cuando era mucho más joven. Cuando lo único que hacíamos en las cuevas era imitar los movimientos de nuestro mentor, siguiendo sus pasos, y después nuestro compañero se levantaba para que intercambiáramos nuestros papeles.
Mis manos encajaron alrededor del cuello del hombre y él dejó escapar un quejido entremezclado con un sollozo. En mis oídos volví a escuchar la dureza de la voz del instructor que había compartido con Cassian, diciéndome cómo debía hacerlo; no me permití flaquear cuando la imagen de mi amigo se coló en mi mente como una presencia intrusiva ante lo que estaba a punto de suceder.
Pero no pude evitar que el sonido del cuello de aquel rebelde partiéndose se hundiera hasta lo más profundo de mi cabeza, instalándose ahí y grabándoseme a fuego.
Contuve las náuseas que atenazaban mi estómago y constreñían mi garganta mientras me giraba hacia Aella, quien estaba muda y pálida al ser testigo de toda la escena. Me aparté del cadáver y mis pies se movieron solos, dirigiéndose hacia donde estaba paralizada; una extraña emoción me sacudió como si alguien me hubiera golpeado físicamente cuando la chica se encogió ante mí, temiendo seguir el funesto camino que aquellos dos hombres.
Aquellos dos rebeldes.
Había atacado a mi propia gente por proteger la vida de una perilustre. Había decidido sesgar dos vidas por una que no tenía, ni de lejos, el mismo valor que las que arrebaté. Pero le había asegurado a Perseo que protegería a Aella y la pondría en un lugar seguro; casi le había dado mi palabra, pese a que el nigromante lo único que mereciera fuera mi desprecio.
Le tendí una temblorosa mano a Aella.
—No podemos quedarnos aquí —le dije con voz ronca, haciéndome daño al hablar—. Tengo que llevarte al dormitorio de tu primo, como le dije que haría.
Tras unos eternos segundos de duda, la trémula mano de la chica se apoyó en la mía. En su mirada leí miedo, angustia y recelo: no confiaba en mí, y ahora mucho menos después de haber visto lo que era capaz de hacer. Casi podía escuchar sus pensamientos, las preguntas que rondaban en su mente sobre quién era yo en realidad, lo peligrosa que había resultado ser y lo que podría hacerle.
Lo que podría haberle hecho, aunque ella jamás creyera que no iba a ponerle una sola mano encima, porque nunca se me había pasado por la cabeza el causarle el menor daño.
Cogidas de la mano, nos arrastramos fuera de aquel corredor, dejando atrás los cadáveres. El estómago se me encogió cuando vi que los rebeldes aún no habían conseguido hacerse con el control y habían optado por la retirada: mis camaradas se defendían con uñas y dientes, tratando de escabullirse al saberse en desventaja, de la pequeña fuerza que había logrado intervenir para proteger a la familia real.
Tiré de Aella para usar las zonas poco iluminadas mientras esquivábamos el enfrentamiento. El corazón se me detuvo dentro del pecho cuando descubrí a Perseo en mitad de la refriega, con los brazos alzados; sin la protección que le confería la máscara, su rostro quedaba al descubierto, desvelando la mueca de ira que transformaba sus rasgos en una mueca casi salvaje. Aceleré el ritmo, procurando escabullirme como tantas veces habíamos hecho Eo y yo en circunstancias similares en las calles de la ciudad, y creí captar la fugaz imagen de la emisaria de Assarion con una postura parecida a la de Perseo: brazos en alto y una mirada brillante y letal. ¿Ella también era una nigromante?
No me detuve a encontrar una respuesta: obligué a Aella a seguirme mientras lográbamos alcanzar una de las escaleras que utilizaban los esclavos. Ascendimos por ella como si nos persiguiera algún dios enfurecido y luego cruzamos el pasillo, oyendo la presencia de rebeldes en otras plantas de la casa, hasta alcanzar las puertas que llevaban a nuestro destino.
Un sollozo estrangulado se le escapó a Aella una vez cruzamos la antesala y entramos en los aposentos de Perseo. Las puertas de madera resonaron con violencia contra las paredes cuando las cerré a mi espalda y mis ojos escanearon los muebles aledaños, con una idea formándose en mi cabeza.
—Ayúdame a bloquear las puertas —le pedí a la chica.
Aella parpadeó con desconcierto antes de unirse a mí. Entre las dos aunamos fuerzas para arrastrar una pesada cómoda hasta el punto que le había indicado y que serviría de improvisada barricada, impidiendo que alguien ajeno pudiera colarse allí con relativa facilidad.
Ambas nos desplomamos contra el mueble y yo apoyé la nuca sobre su superficie, dando gracias a los dioses de que, al menos, nos encontráramos en el último piso y la terraza no fuera de fácil acceso. Sin embargo, aquella relativa paz quedó rota cuando las imágenes de lo sucedido en aquel pasillo regresaron como una tromba inesperada, robándome todo el aire de los pulmones.
Un familiar temblor empezó a sacudir todo mi cuerpo dolorido a causa de los golpes. Me obligué a ponerme en pie y traté de respirar con normalidad; me alejé de Aella y la barricada improvisada, adentrándome aún más en el dormitorio de Perseo, buscando una distracción con urgencia mientras todos y cada uno de mis músculos ardían del esfuerzo.
Las sienes me presionaron mientras notaba una punzada en las comisuras de los ojos, nublándome la vista. Descargué mis palmas contra el escritorio del nigromante, agradeciendo la ligera molestia que trajo consigo aquella brusca reacción por mi parte y que me permitió recuperar el control de mis emociones; me incliné hacia delante y cerré los ojos con fuerza, concentrándome en mi acelerada respiración.
—Perseo podría haberme llevado consigo para ponerme a salvo, pero quiso quedarse —la vocecilla de Aella no hizo más que empeorar mi estado, arrancándome un jadeo ahogado al sentir cómo una emoción a la que no quería poner nombre estrechaba garganta—. Quiso quedarse allí hasta encontrarte.
¿Qué intenciones guardaba Aella con aquellas palabras? Había sido ella la que, en primer lugar, me había advertido de que su primo estaba guardándose para sí el hecho de que su compromiso con la princesa seguía vigente, que su abuelo no había querido romperlo por las posibles consecuencias que el acto tendría frente al Emperador.
—No me importa —gruñí, raspándome la garganta—. No me importa lo más mínimo.
Pero no era cierto: algo dentro de mi interior se había agitado al escuchar que Perseo también había pensado en mi seguridad, lo suficiente para retrasar su huida junto a Aella para intentar encontrarme; para ponerme a salvo junto a su joven prima. Sin embargo, no podía evitar olvidar el resquemor de la mentira de Perseo, el dolor que todavía latía en mi corazón al recordar nuestro encuentro en el pasillo de piedra cuando todo había salido a la luz.
Mis ojos recorrieron la superficie del escritorio, entreteniéndose en todos los objetos con los que me topaba. Los dedos de mi mano se pasearon por la pila de mensajes que quedaban más cerca; reconocí la elegante letra de Ptolomeo, los lacrados con inconfundible caligrafía femenina —y que no habían sido abiertos— y unos que llamaron mi atención por la forma en la que parecían estar casi escondidos entre el resto de la correspondencia personal del nigromante, cuyo aspecto resaltaba por la mala calidad del papel.
Pellizqué uno de los misteriosos mensajes y lo saqué de su escondite, topándome con una brusca letra que me resultó desconocida, además de abrupta y escrita a toda prisa. El vello se me erizó al leer las primeras líneas de aquella escueta nota, donde se mencionaban nombres que me resultaban conocidos.
Donde se compartía información de la Resistencia.
Continué indagando entre aquellos mensajes que Perseo había dejado allí, descubriendo más pruebas que avalaban que el nigromante tenía contactos dentro de la Resistencia. La discusión que mantuve con Cassian sobre cómo era posible que el Emperador tuviera acceso a tantos datos sobre nosotros se repitió en mi cabeza mientras continuaba leyendo ubicaciones y movimientos que solamente los rebeldes debían saber.
«El traidor...»
O quizá no fuera uno solo. Era imposible que una sola persona fuera capaz de recabar tanta información sin levantar sospechas. Que hubieran logrado infiltrar agentes del Imperio dentro de la organización era una mala noticia para todos nosotros... pero el hecho de que aún no hubieran salido a la luz, siguiendo con su misión de pasar información sobre la Resistencia, era mucho peor. El corazón se me encogió dentro del pecho al digerir que Perseo había resultado ser un contacto que se encargaba de hacer llegar todos los mensajes de la persona que estuviera infiltrada hacia sus superiores.
Otro secreto más.
Mis ojos se detuvieron en el más reciente, que solamente mostraba un lugar, una fecha y una hora. El punto de encuentro estaba situado en una zona apartada de la ciudad donde algunos comerciantes y mercaderes con suficiente poder adquisitivo poseían enormes naves donde guardar sus mercancías. Pero ¿qué ocurriría en esa cita? ¿Perseo se reuniría con el traidor para un traspaso de información...?
Me obligué a devolver el papel a su lugar, sintiendo una molesta presión en las sienes que se sumó a la que sentía en el pecho, donde mi maltrecho corazón se encogió al ser consciente de las barreras que se interponían entre nosotros. De la distancia que crecía a causa de los bandos a los que pertenecíamos, de los secretos que estaban saliendo a la luz.
Por el rabillo del ojo atisbé la sombra de un movimiento. Mi mano salió disparada, aferrando la muñeca de Aella antes de que sus dedos llegaran tan siquiera a rozar mi mandíbula, donde notaba un ligero palpitar allí donde los nudillos del rebelde habían golpeado; el cuerpo de la chica se quedó paralizado ante mi repentina reacción.
Vi el miedo de nuevo en su mirada al contemplarme.
—Estás... estás herida —balbuceó en justificación.
Solté su muñeca y retrocedí, poniendo distancia entre nosotras.
—Esto no es nada —repliqué.
El silencio se tornó opresivo mientras Aella no apartaba sus ojos de mí, haciéndome sentir incómoda. Casi podía oír sus pensamientos a través del espacio que nos separaba, las preguntas que bullían dentro de su cabeza.
—Gracias por... por salvarme la vida y protegerme —dijo tras unos segundos.
Me humedecí el labio inferior, recordándome que ella estaba refiriéndose a lo sucedido en aquel pasillo de piedra; diciéndome a mí misma que Aella no podía saber lo que había hecho en realidad, corrigiendo un error del pasado.
—Le hice una promesa a Perseo y estoy cumpliendo mi propia palabra.
Aparté la mirada y esquivé su menudo cuerpo mientras me abría paso hacia el baño del nigromante. Cada uno de mis músculos se quejó ante la caminata, casi haciéndome valorar la idea de dejarme caer en uno de los rincones de la habitación y cerrar los ojos; aspiré una bocanada de aire que hirió mi garganta y busqué apoyo en el umbral de la puerta durante unos segundos antes de cerrar la puerta a mi espalda, quedándome a solas.
Me sorprendí de mi propio reflejo, del moratón que se adivinaba en la línea de mi mandíbula, de mi cabello revuelto y la mirada sombría que enturbiaba mis ojos verdes; continué palpando mi cuerpo para encontrar posibles heridas ocultas y mordí con fuerza mi labio inferior cuando mis dedos presionaron mi costado, levantando una oleada de dolor que hizo que mi visión se nublara unos segundos. Luego planté mis palmas sobre el mármol y me observé unos segundos, bajando la guardia para que las imágenes de lo sucedido con aquellos dos rebeldes volvieran a inundar cada recoveco de mi mente.
Las piernas me temblaron cuando recordé el modo en que había atacado en primer lugar, la brutalidad que había recibido en respuesta por parte del otro hombre... y lo que había tenido que hacer al final. Hundí con rabia mis dientes en mi labio inferior cuando el sonido del cuello de aquel tipo rompiéndose resonó en mis oídos.
Mis dedos resbalaron contra el mármol y un jadeo quedó atascado en mitad de mi garganta mientras todo a mi alrededor se tambaleaba, amenazando con hundirse y aplastarme a mí bajo su peso.
De manera ahogada me llegó cierto revuelo desde el dormitorio, donde había dejado a Aella. Una oleada de tensión me embargó al ser consciente de las consecuencias de aquella decisión, haciendo que mis pies giraran por sí solos y saliera apresuradamente del baño; descubrí a la perilustre junto a la cómoda que bloqueaba la puerta, empujando con fuerza.
—¡Ayúdame! —me pidió al descubrirme en la puerta del baño.
Escuché un golpe al otro lado de la puerta y una maldición. Aella aunó energías para seguir arrastrando el pesado mueble por el suelo, tratando de eliminar la improvisada barricada en el que se había convertido.
—¡Es Perseo! —agregó Aella, desesperada.
Algo se revolvió en mi estómago cuando le oí pronunciar ese nombre. Hice que mis pies se pusieran en movimiento y me situé junto a la chica, brindándole mi ayuda para lograr su propósito de despejar la puerta. Mi cuerpo se quejó por aquel esfuerzo, pero apreté los dientes y continué empujando hasta que la cómoda finalmente despejó una de las entradas.
Aspiré una bocanada de aire cuando la puerta se abrió de golpe, precediendo a un alterado nigromante —sus lujosas prendas estaban sucias y destrozadas— que atravesó en una exhalación el poco espacio que le separaba de su prima para encerrarla entre sus brazos mientras Aella pegaba el rostro a su pecho, liberando todo lo que había guardado para sí misma desde que su primo la dejara a mi cargo.
Los ojos de Perseo buscaron los míos cuando empecé a retirarme hacia el balcón para brindarles un poco de intimidad, pero yo le lancé una mirada que le sugería que no tratara de acercarse a mí. Ignoré la oleada de alivio que todavía me recorría después de haberle visto atravesar esas puertas vivo —además de ileso, en apariencia— y continué con mi huida; el aire frío de la noche me golpeó el rostro, permitiéndome aclarar mis ideas, cuando alcancé el balcón del dormitorio, dejando a los dos primos en el interior.
Me refugié en una esquina oscura, apoyando los antebrazos en la balaustrada y alzando la vista al cielo. Elevé una silenciosa plegaria a los dioses para que todos aquellos rebeldes que habían participado en el ataque sorpresa estuvieran a salvo, lejos de las garras de los nigromantes y lo que vendría después.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que percibí la presencia de Perseo en el balcón, a mi espalda. Mantuve mis ojos clavados en las estrellas que se adivinaban sobre nuestras cabezas, maldiciendo por cómo mi corazón empezó a latir un poco más deprisa; como si se hubiera olvidado de los secretos y mentiras del nigromante.
El estómago se me encogió al pensar en lo cerca que había estado de causarle un gran daño, aunque Perseo jamás lo supiera... Mi propio secreto, la venganza que nos unía y que el nigromante tampoco conocía.
«Tu madre es la responsable de que la mía desapareciera —quise decirle, pero mi cuerpo continuó congelado en la misma posición y de mis labios no salió ni una sola palabra—. Esta noche quise acabar con su vida... pero no pude hacerlo. Al final no pude.»
Cerré los ojos al pensar en el momento en que decidí cambiar mi decisión, dirigiendo el veneno que había reservado para Roma hacia Rómulo. Mi parte vengativa había rugido ante aquella idea, espoleada por las revelaciones que había tenido de Perseo, pero otra parte —mucho más poderosa— había entendido que no era lo correcto...
Que le amaba más de lo que deseaba vengarme de su madre.
Aquel pensamiento me había golpeado con contundencia cuando fui consciente de ello, pero me obligué a enterrarlo en lo hondo de mi ser y a hacer un cambio de planes. Volví a tragarme mis propios sentimientos en aquellos momentos, cuando Perseo se situó a poca distancia de mí en la balaustrada, respetando mi espacio.
Decidí ser la primera en romper en silencio.
—¿Cómo está? —procuré mantener un tono monocorde, ignorando el dolor que me producían las secuelas de mi enfrentamiento con aquel rebelde.
Perseo dejó escapar un suspiro cansado a mi lado.
—No he tenido otra opción que hacer uso de mi magia para ayudarle a conciliar el sueño —contestó y por el rabillo del ojo le vi girándose para poder observar a su prima, quien seguramente estuviera tendida en su cama, completamente dormida—. Va a ser una noche complicada...
La voz del nigromante se apagó y el silencio volvió a instaurarse entre ambos pese a las ganas que bullían en mi interior por saber sobre lo sucedido, si habían logrado atrapar a algún rebelde o si el atentado contra la vida del Emperador había funcionado.
Perseo se aclaró la garganta y yo giré un poco el cuello en su dirección, topándome con sus ojos azules.
—Aella me lo ha contado todo —empezó el nigromante, tanteando el terreno—. Gracias por arriesgarte por protegerla, Jem...
—Jedham —le corregí con dureza.
Perseo bajó la cabeza, sin añadir nada.
—Jedham —repitió, haciéndome saber que no cometería ese error de nuevo: que había entendido lo que suponía aquella corrección por mi parte—. Me gustaría que me dieras la oportunidad de explicarme.
¿Para qué? Sabía que sus intentos de romper el compromiso habían sido en vano por la necesidad de Ptolomeo de contentar a su señor y demostrarle que tanto su gens como él mismo eran fieles al Emperador. Además, después de lo sucedido, de lo que había hecho, no me sentía con fuerzas suficientes para abordar aquella conversación.
—No —dije, cortante.
El dolor asomó en sus ojos azules de manera ínfima antes de que su entrenamiento como nigromante la aplastara bajo una espesa capa de hielo.
—Al menos permíteme hacerme cargo de tus heridas —repuso con tono neutro—. Es lo menos que puedo hacer por todo lo que has hecho por Aella.
«No tienes ni idea de lo que he tenido que hacer por ella», quise replicar. Pero no era cierto: las manos de Perseo no estaban limpias de sangre; él también había tenido que matar por órdenes de sus superiores, sin otra opción. Sin poder negarse.
Por unos segundos paladeé la idea de negarme a aceptar su ayuda, pero el dolor del costado se incrementó, casi a modo de protesta. Mis heridas necesitaban ser sanadas y mi cabezonería no tenía cabida en aquella situación, ya que la única perjudicada sería yo misma.
Asentí con sequedad y el nigromante dio un paso en mi dirección, mostrando un leve titubeo. Dejé que acortara la distancia entre nosotros, le permití que acercara una de sus manos hacia mi zona dolorida, apoyándola para transmitir su magia y hacer que las heridas desaparecieran.
De manera inconsciente mi cuerpo se inclinó hacia el suyo, saboreando aquella oleada de poder que se extendía por mi interior. Perseo también acortó el poco espacio que había, bajando su cabeza hacia la mía, dejando caer la máscara y mostrando el anhelo que le atenazaba. La esperanza de que pudiéramos arreglar las cosas y que hizo que mi estómago se hundiera por albergar el mismo sentimiento que él; la misma necesidad que me tentaba, haciéndome desear que no quedara hueco alguno entre los dos y sus labios presionaran los míos hasta hacer que mis pensamientos quedaran en silencio.
—Jem... —sus labios rozaron los míos mientras su mano presionaba mi costado, casi acercándome más a la calidez de su cuerpo.
La realidad me golpeó con contundencia, rompiendo aquel ambiente que nos había envuelto y recordándome que guardaba secretos que me ponían en riesgo si descubría quién era yo en realidad.
—Tienes una deuda conmigo, Perseo, y quiero que la saldes —susurré, buscando su mirada.
Los ojos del nigromante me contemplaron con una honda huella de tristeza que ni siquiera su máscara de inexpresividad pudo ocultar cuando fue consciente de que el momento había pasado. Pero yo también había aprendido a utilizarla, y lo estaba haciendo en aquellos momentos, dispuesta a utilizar esa baza por mucho que me doliera la decisión que había tomado.
—Déjame ir —declaré con firmeza, aunque cada una de mis palabras lacerara mi alma—. Libérame.
Mi papel dentro de aquella casa no me había brindado tanta información como hubiera deseado; y el coste para permanecer allí se había vuelto inalcanzable, además de terriblemente doloroso. Ni siquiera estaba segura de mi decisión de continuar dentro de la Resistencia, pues ella siempre había sido un medio para poder alcanzar mi fin: Roma. Su muerte. Ahora que había decidido desistir en mi venganza, en abandonarla, ¿para qué continuar poniendo en riesgo mi vida? ¿Por qué no hacerme a un lado, tal y como mi padre deseó desde que le comuniqué mi decisión de seguir sus pasos?
Aquella noche había servido para que me diera cuenta de muchas cosas y empezara a tomar nuevas decisiones.
No quería seguir bajo aquel techo.
No quería estar ahí cuando el asunto del compromiso entre Perseo y Ligeia siguiera adelante.
Quería proteger mi maltrecho corazón y sanar. Ahora que había abierto los ojos y sabía que mi venganza no me aportaría nada bueno, que la muerte de Roma no me devolvería a mi madre, sino que haría que Perseo perdiera a la suya y sufriera tanto como lo hice yo, lo único que quería era volver a casa y poner distancia entre nosotros.
No deseaba que el nigromante tuviera que enfrentarse a ese tipo de dolor.
No quería ser yo quien se lo causara, empleando falsas justificaciones por aquel cruel acto que había estado a punto de llevar a cabo.
Por eso mismo, además de por aquella parte de mi corazón que le había entregado, no había podido seguir adelante. No había sido capaz de entregar a Roma la copa que contenía el veneno, aunque Darshan hubiera creído que sí.
Perseo supo que aquello era un preludio a nuestra despedida y que, una vez diera su consentimiento, no volveríamos a vernos. Quizá por ello dio un paso hacia mí, con sus ojos azules cargados de una sombra de temor.
—Quédate en la propiedad un par de días más —me pidió y yo abrí la boca para negarme, pero el nigromante se me adelantó para añadir—: Hasta que todo lo sucedido esta noche se aclare y las aguas vuelvan a su cauce, Jedham. Después eres libre para irte.
* * *
Creo que de este capítulo podemos destacar 2 (dos) cosas:
Primero, que Jedham, nuestra petita Jedham, ha tomado la decisión correcta y ha abierto los ojillos, aunque esté un poquitín con el corazón partido (a lo Alejandro Sanz)
Segundo, que la relación Perseo-Jedham, en estos precisos momentos, está COMO EL ROSARIO DE LA AURORA.
¿¿¿¿Sabéis lo que significa???? Repetid conmigo, niñes...
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