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❈ 53

No pensé en las consecuencias, ni siquiera valoré la posibilidad de que las cosas pudieran salir horriblemente mal. Quería aprovechar las horas que me restaban de libertad antes de tener que volver a retomar mi trabajo como doncella de Aella; quería mostrarle a Perseo una parte de mí, un pequeño trozo que no supusiera ningún peligro para nadie.

Quería que conociera a la auténtica Jedham, la chica que se había criado en un barrio humilde y alguna vez dejado volar su imaginación...

El nigromante se había criado en un ambiente muy distinto al mío y ahora tenía la oportunidad de cumplir con la promesa que le había hecho en aquel callejón, después de escuchar su súplica desesperada por romper las murallas que me protegían; además, sus palabras habían logrado hacer que mi corazón arrancara a latir mucho más rápido.

El hecho de que estuviera listo para que sortear la última línea de nuestra relación, y que quisiera que fuera especial. Nuestra primera vez.

Perseo entrecerró los ojos ante mi petición y un nudo empezó a formárseme en la garganta. ¿Demasiado apresurado...? Quizá me había mostrado desesperada al ofrecerle que viniera conmigo, como si lo único que tuviera en mente fuera desnudarlo y arrastrarlo a algún lugar lo suficientemente privado para continuar lo que habíamos dejado pendiente.

El deseo de seguir con ello aún latía con vigor dentro de mí, hasta casi volverse doloroso, pero no quería que Perseo tuviera esa sensación: mi oferta iba más allá del sexo.

—Quiero demostrarte que estoy dispuesta a confiar en ti —añadí al ver que no decía nada al respecto—. Voy a abrirte la puerta a una parte de mi vida, Perseo; si me lo permites.

Sus ojos azules se volvieron tiernos al escucharme hablar y, como única respuesta a la pregunta que todavía flotaba entre nosotros, se inclinó para depositar un breve beso en mis labios. La silenciosa confirmación que necesitaba para saber que no regresaría... que sería mío en aquellas horas del día que todavía nos quedaban.

Nos separamos para colocar las capas sobre nuestros hombros y su mano buscó la mía una vez estuvimos listos para abandonar aquel lugar y su triste historia. Mientras deshacíamos nuestros pasos hacia el vestíbulo, no pude evitar mirar por encima de mi hombro, dirigiendo mis ojos hacia la escalera de caracol que conducía a los pisos superiores; hacia los retratos de aquella misteriosa chica que seguramente se convirtiera en una víctima más de la locura del Emperador y su sed de poder.

Abandonamos la vieja mansión y salimos de nuevo a la calle, que había empezado a llenarse otra vez gracias a la pequeña tregua que la tormenta había dado a la ciudad. Aún había nubes encapotando el cielo, señal de que podía descargar otra tromba de agua en cualquier momento; alcé la cabeza y las contemplé mientras avanzábamos por la calzada, alejándonos de allí.

—Mi padre solía decir que la lluvia eran las lágrimas de Gaiana —comenté en un impulso, envolviéndome de aquellos recuerdos donde contemplaba las tormentas desde el cristal de mi dormitorio, atemorizada—. Mi madre creía que era el modo en que la diosa nos hacía saber de que la habíamos decepcionado.

Por el rabillo del ojo vi a Perseo alzar también la cabeza hacia el cielo encapotado.

—No debe estar muy contenta con nosotros —dijo y yo no pude evitar sonreír por el modo en que se le habían formado en el entrecejo—. ¿La echas mucho de menos?

La sonrisa se esfumó de mi rostro al escuchar la pregunta del nigromante.

—Al principio... al principio, sí —le confesé y aparté la mirada de las nubes para clavarla en los adoquines de la calzada, cada vez más escasos debido a nuestra proximidad a los barrios más humildes de la ciudad—. Pero ahora... el dolor por su ausencia ha disminuido tanto que... me acompaña siempre, y lo noto, pero no me asfixia como antes —conseguí balbucear al final, tras batallar conmigo misma y lo que había despertado en mí su inocente pregunta.

La mano de Perseo estrechó la mía, intentando reconfortarme. Los años habían menguado aquel sentimiento de pérdida; no había olvidado a mi madre y su muerte siempre me acompañaría, pero la venganza había logrado paliar aquel dolor y brindarme un objetivo para seguir adelante.

—Apenas recuerdo a mi padre —mi cuello giró bruscamente hacia Perseo al escuchar su propia confesión, queriendo compensarme por aquel trocito de verdad que le había dado—. Murió cuando era pequeño, por lo que... Nunca he sentido su pérdida —entrecerró los ojos, buscando el modo de explicarse—. En todo caso la he vivido a través de mis abuelos, e incluso de mi madre.

Mis dientes crujieron de manera inconsciente ante la mención de Roma. Aún me costaba digerir que la nigromante que había salvado mi vida —aunque luego se hubiera explayado en comentarme lo que sucedería si hacía daño a Perseo, eliminando cualquier amabilidad que hubiera podido mostrarme y dejando caer la máscara— había resultado ser la asesina de mi madre; una de las mujeres más odiadas del Imperio a causa de su cercana relación al Emperador, que alimentaba las más sórdidas historias que corrían por los rincones del país.

Alejé los venenosos pensamientos que guardaba sobre Roma y decidí indagar sobre una figura desconocida para mí: el padre de Perseo. Hijo y heredero de Ptolomeo, poco había podido descubrir sobre él; básicamente que su matrimonio con la nigromante había sido un asunto bastante polémico y que Roma, por lo que había escuchado escupir al abuelo de Perseo, había tenido mucho que ver en su trágica muerte.

—Entiendo que fue una muerte prematura...

No sabía cómo abordar el tema sin resultar irrespetuosa. Perseo acababa de asegurarme que los sentimientos hacia su padre fallecido eran casi inexistentes, pero tampoco me parecía justo preguntarle a bocajarro si su madre había sido una de las personas involucradas en el asunto.

—Mi abuelo siempre ha defendido que se trató de una conspiración —sus ojos azules se tornaron duros y la línea de su mandíbula se tensó—. Un plan urdido por el Emperador y por mi madre después de que ella, supuestamente, aceptara los afectos que le prodigaba.

Así que su padre había sido asesinado.

Disimulé como bien pude la sorpresa de aquel dato, en especial tras recordar cómo Roma había insinuado de las sospechas que guardaba el Emperador sobre la fidelidad de Ptolomeo y su familia. ¿Sabría el Usurpador que el cabeza de la gens Horatia guardaba sus propias dudas sobre su implicación en la muerte de su hijo?

Me fijé en que Perseo parecía estar guardándose algo para sí. ¿Sería información importante? Quizá el nigromante había ido reuniendo datos sobre el asesinato de su padre en aquellos años transcurridos... Una parte de mí no pudo evitar sentir empatía hacia Perseo, consciente de lo similares que éramos: nos habían arrebatado a nuestros padres a la fuerza, sin motivo alguno. Siendo personas inocentes.

—Hay algo más —dije y Perseo me miró con sorpresa.

En aquellos años dentro de la Resistencia había aprendido a leer a las personas, aunque siempre había alguna excepción; como Darshan... Cerré a cal y canto mi mente ante la mención de mi subconsciente del rebelde y quise abofetearme a mí misma por ello.

Ladeé la cabeza y me concentré en Perseo, quien todavía me miraba sin ser capaz de ocultar lo sorprendido que estaba tras mi acertada —ahora lo sabía— observación.

—No creo que mi madre estuviera involucrada en su muerte —me confió tras unos segundos—: ellos se amaban, Jem, y algo se apagó dentro de mi madre cuando supimos de la muerte de mi padre.

Casi podía escuchar los pensamientos de Perseo dentro de su cabeza. ¿Qué clase de persona sería capaz de hacer algo así, si tan enamorados estaban el uno del otro? Había visto a Roma; sus múltiples facetas, incluyendo la de perversa satisfacción cuando humilló a Ptolomeo, exigiéndole que suplicara por su ayuda.

El poder era capaz de cambiar a las personas, y dudaba que Roma fuera inmune a esa llamada.

Estreché la mano de Perseo, transmitiéndole mi silencioso apoyo, y no dije nada más.

❈ ❈ ❈

—Espera, tienes algo... —dirigí mi dedo hacia la comisura izquierda de la boca de Perseo y retiré una pequeña gota de crema blanca que se había quedado ahí adherida—. Ah, ya está —añadí con un timbre de victoria, llevándome después el dedo a la boca para saborear la manchita que le había limpiado.

Fingí no ser consciente de cómo sus ojos se oscurecieron tras haber seguido la trayectoria de mi pulgar y sonreí internamente cuando le vi recolocarse sobre su asiento.

Después de dejar atrás la zona perilustre, tomé las riendas y conduje a Perseo hacia los lugares que me eran familiares. Tuve que convencerle de que se calara la capucha de nuevo, alegando que su aspecto no le haría pasar desapercibido, precisamente; paseamos de la mano por las zonas aledañas a mi barrio, donde fui contándole inocentes anécdotas de mi infancia, sin preocuparnos de que alguien pudiera reconocerme: yo también me había puesto la capucha, con la excusa de una posible nueva tormenta en cualquier momento.

Tras dar varias vueltas, terminamos en una pequeña plaza donde estaban congregados un reducido grupo de niños y algunos adultos que disfrutaban de la tregua de la lluvia saboreando las delicias que ofrecía un puesto ambulante que estaba plantado cerca de una de las esquinas.

Prácticamente había arrastrado a Perseo hacia allí y había pedido un par de pastelitos rellenos de crema, sacando un par de monedas de oro de mi bolsa escondida e ignorando las protestas de mi acompañante a que fuera yo la que costeara aquellos fantásticos y esponjosos dulces. Perseo y su maldita caballerosidad... Que no le sirvió de mucho, ya que me salí con la mía y nos conduje a ambos hacia un rincón tranquilo donde poder saborear nuestros respectivos manjares; y de donde no nos habíamos movido, contemplando al resto de personas que nos rodeaban.

Regresé al presente y vi a Perseo dándole otro comedido mordisco a su pastel, disfrutándolo en silencio.

—Por el amor de todos los dioses: pareces un pajarillo comiendo —me burlé abiertamente, conteniendo una risotada.

Él enarcó las cejas y yo levanté lo poco que quedaba de mi pastel a modo de respuesta, reafirmándome en lo que había dicho antes.

Luego me incliné en su dirección y le susurré:

—Aquí nadie te conoce, no tienes por qué comer como si estuvieras delante de toda una delegación de nobles.

Los ojos azules del nigromante relucieron antes de que abriera la boca y me demostrara dónde quedaban sus finos modales de perilustre, dejándose en aquella ocasión ambas comisuras manchadas por la crema; me eché a reír entre dientes mientras alzaba mis dedos en su dirección para retirársela de la piel. Sin embargo, Perseo fue más rápido que yo: antes de que supiera lo que estaba maquinando, sus labios cayeron sobre los míos y sentí la pegajosa presencia de la crema en mi rostro.

Cuando se separó de mí, mostraba una sonrisa perversa y triunfal rodeada por dos artificiales y diminutos bigotes situados sobre los extremos de su labio inferior. En respuesta a su osadía, y beneficiándome de aquellos segundos de victoria que iba a brindarle, atrapé su rostro entre mis manos y pasé mi lengua por los restos de crema, tomándome la licencia de desviarme para dejar rastros de mi saliva en su perfecto —y sorprendido— rostro.

Alcé ambas cejas en un gesto de socarronería mientras me apartaba, disfrutando de su leve gesto de estupefacción y humedecía mi labio inferior en un gesto travieso que logró que su mirada se oscureciera.

—¿Acabas de lamer al hijo de una de las familias más influyentes del Imperio? —me preguntó con un deje que delataba que estaba bromeando.

Decidí seguirle el juego.

—Acabo de lamer al hijo de una de las familias más influyentes del Imperio —repetí en tono afirmativo y algo juguetón.

Nos echamos a reír y Perseo acortó la distancia que había entre nosotros, pasando su brazo por el interior de la capa para poder rodearme la cintura. Sus dedos tamborilearon sobre ella mientras sus ojos escaneaban la plaza que nos rodeaba, antes de clavarlos en mi rostro.

—Parece que está anocheciendo —observó, obligándome a apartar la mirada para comprobar que estaba en lo cierto.

Las horas habían transcurrido con sorprendente rapidez desde que hubiéramos abandonado aquella vieja mansión y yo me hubiera convertido en su guía para mostrarle los rincones de la ciudad donde había pasado parte de mi vida; la afluencia de la plaza había ido disminuyendo conforme la caída del sol: los niños se habían desvanecido, seguramente de regreso a la calidez de sus hogares, y apenas quedaban reducidos grupos que aprovechaban los últimos momentos del puesto ambulante, que ya había colgado algunos faroles para alumbrar la mercancía.

Volví a dirigir mi mirada hacia Perseo y fui consciente de la pregunta que se adivinaba en sus ojos azules: me había prometido el resto del día, y ahora quedaba la duda de si regresaría a la villa de su familia... o vendría conmigo.

Nos pusimos en pie y después volvimos a darnos la mano. Aquellas horas en su compañía había podido sentir cómo los problemas que habíamos tenido en el pasado se desvanecían a nuestras espaldas; la tranquilidad que se respiraba en las calles de la ciudad nos había permitido dejar atrás la tensión, preocupaciones y miedos que nos embargaba mientras estábamos en la propiedad de su familia.

Perseo conocía mi hogar; no en vano había estado vigilándome entre las sombras durante algunos días, descubriendo dónde se situaba mi casa gracias a seguirme la pista por toda la ciudad desde que nos separamos en el portón del palacio. Técnicamente no estaba desvelándole nada nuevo...

Mis pasos nos condujeron a ambos hacia el pie de las escaleras maltrechas que conducían a mi desvencijado hogar antes de que fuera consciente de ello. Mi cuerpo había reaccionado casi por inercia, siguiendo la misma ruta que había tomado miles de veces en el pasado, con o sin Cassian a mi lado; mis ojos, por el contrario, buscaron cualquier indicio de movimiento a través de la ventana que daba a la calle donde nos encontrábamos detenidos.

Una parte de mi corazón se estremeció de pena al descubrir que mi padre no estaba allí, resultándome demasiado fácil adivinar su posible paradero.

—Sube conmigo —le pedí, girándome hacia Perseo, que contemplaba la fachada con un gesto contrito.

No hubo titubeos cuando siguió mis movimientos en silencio, subiendo las escaleras, que crujieron ante nuestro peso. Tampoco cuando abrí la puerta, revelando que todo se encontraba tal y como lo había dejado antes de marcharme; procuré que mi rostro no reflejara la conmoción de saber que mi padre llevaba mucho tiempo sin poner un pie allí y conduje a Perseo a través de mi pequeño saloncito anexionado a la diminuta cocina, llevándolo hacia el largo pasillo que desembocaba en los dos únicos dormitorios.

Era la primera vez que el nigromante ponía un pie en mi habitación, aunque no le resultaría del todo desconocida.

Nuestros pasos resonaron en la quietud que reinaba en toda la casa hasta que nos quedamos detenidos en mitad del dormitorio. No dije nada mientras la curiosidad vencía a Perseo y sus ojos recorrían cada centímetro de aquel lugar, que siempre había contemplado desde la oscuridad de la azotea del edificio que estaba justo enfrente.

—Este lugar —dije, rompiendo el silencio— contiene mi pasado y mi presente.

La mirada del nigromante regresó a mí.

—¿Qué hay de tu futuro?

Me encogí de hombros.

—No sé qué me deparará el mañana —respondí y coloqué mis palmas sobre su pecho—. Puede que siga aquí... o puede que no.

Alcé la barbilla para recibir su beso, saboreando el regusto que quedaba en sus labios del dulce que habíamos comido antes. Perseo me acercó más a sí mismo, profundizando el beso y provocando que mi pulso se disparara ante las posibilidades que estaban empezando a pasárseme por la cabeza; posibilidades que involucraban la cama que había a nuestro lado, a poca distancia.

Con esfuerzo, me aparté y le dediqué una sonrisa de disculpa.

—Quiero enseñarte uno de mis rincones favoritos.

❈ ❈ ❈

Extendí la manta que siempre guardaba allí arriba para cubrirnos a ambos. Perseo parecía hipnotizado con la visión del palacio en la lejanía, pero inclinó la cabeza en mi dirección cuando me senté a su lado; nos arrebujamos bajo la pesada manta, pues con la llegada de la noche caían las temperaturas y corría una ligera brisa.

Los miles de fuegos que iluminaban la fachada del hogar del Emperador relucían en la oscuridad, llamando la atención. La última vez que había subido hasta allí arriba descubrí a Cassian espiándome mientras Darshan permanecía en mi dormitorio, quizá llegando a escuchar la conversación que mi amigo y yo mantuvimos; ahora se lo había mostrado a Perseo, quien seguramente habría tenido el placer de tener mejores vistas.

Mis mejillas empezaron a arder cuando caí en la cuenta de que, quizá, aquel sitio no estaba a la altura.

—¿Fuiste feliz?

La repentina pregunta por parte de Perseo hizo que me quedara momentáneamente aturdida. Sin embargo, la respuesta era sencilla... y fácil; no necesité ni un solo instante para contestar.

—Sí.

El silencio se instaló entre nosotros hasta que añadí:

—Puede que no haya vivido rodeada de lujos... pero nunca llegué a necesitarlos; fui feliz con lo poco que teníamos —hice una pausa, dejando salir los recuerdos sobre cuando era niña—. Lo fui...

Hasta que las cosas se torcieron.

Hasta que las historias a la hora de irse a la cama se acabaron.

Hasta que mi padre se volcó aún más en la Resistencia, intentando ahogar el dolor por la pérdida de su mujer y el miedo a que yo corriera el mismo destino que ella.

Di un golpecito juguetón al hombro de Perseo, alejando aquellos oscuros pensamientos y obligándome a disfrutar de su presencia. De aquella calma y comodidad que nos había acompañado desde que habíamos abandonado la vieja mansión; pasando horas y horas olvidándonos de todo lo que cargábamos a nuestras espaldas, disfrutando de aquel presente prestado.

—¿Qué hay de ti? —pregunté.

Los labios de Perseo formaron una sonrisa, atrapado en sus propios recuerdos.

—Tuve una infancia típica de hijo único —contestó y yo puse los ojos en blanco, ganándome un empujoncito por su parte—. Pero también fui feliz hasta...

Su voz se apagó de golpe y su mirada se ensombreció. No necesitó decir nada más, porque yo ya sabía lo que no consiguió decir: hasta que sus poderes como nigromante se manifestaron y tuvo que abandonar la villa para ser entrenado junto al resto de sus compañeros.

Mordí el interior de mi mejilla, negándome a que su humor se enturbiara por esos malos recuerdos. Por unos segundos deseé tener el poder de entrar en su mente y borrarlos de un plumazo, pero lo único que pude hacer fue apretarme contra su cálido costado y mover la manta para que no entrara ni una brizna de aire frío.

—Cuéntame algún momento divertido de tu infancia —le pedí, buscando distraerlo.

Pareció funcionar, ya que las sombras que antes habrían cubierto su mirada se desvanecieron cuando Perseo indagó en sus recuerdos, intentando complacerme y relatar una historia de su niñez.

—De niño pasaba mucho tiempo con Aella, ya que mi abuelo nos tenía terminantemente prohibido que nos mezcláramos con los hijos del servicio —empezó y sus labios temblaron—. Nos encantaba retarnos a hacer travesuras y, una vez, mi prima me desafió a que tomara prestada una de las armas de nuestro abuelo y me presentara medio desnudo en mitad de una de las fiestas que daba, fingiendo ser un Sable de Hierro.

Sonreí sin poderlo evitar, imaginándome a un Perseo mucho más joven jugando con su prima menor.

—¿Lo hiciste? —presioné, deseosa de conocer el final de la historia.

Enarcó una ceja, como si se sintiera ofendido ante mi pregunta.

—La noche de la fiesta me colé en el salón, arma en ristre, y monté un gran alboroto, agitando la espada de un lado a otro —dijo y entonces acortó la distancia entre nosotros en actitud cómplice—: Pero lo hice estando completamente desnudo.

Sufrí un ataque de risa al formular aquella imagen dentro de mi cabeza, además de la reacción de su abuelo al descubrir a su querido nieto tal y como vino al mundo, sembrando el caos a su paso solamente llevando una de sus espadas.

Perseo sonrió, complacido con mi risa.

—Se encargó él mismo de aplicarme el castigo correspondiente —agregó— y mis nalgas no volvieron a ser las mismas durante algunas semanas.

Mi risa aumentó, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera sobre mi espalda. La manta amortiguó la caída, pero Perseo tuvo que inclinarse para recolocarla sobre nosotros; ladeó la cabeza mientras su mano quedaba apoyada junto a mi cabeza y su costado se pegaba a mi cuerpo.

—Es tu turno —me indicó.

Me devané los sesos unos instantes, buscando una anécdota que pudiera igualar a la que me había contado.

—Tiré a Cassian de cabeza a un pilón cuando nos conocimos —dije y Perseo sonrió con malicia—. Dijo que nadie querría casarse conmigo por mi color de pelo.

El nigromante se echó a reír entre dientes y sus dedos juguetearon con mis mechones, enroscándolos y acariciándolos.

—No es un color habitual por... aquí —comentó.

Compuse un mohín, pues no era la primera vez que escuchaba que mi pelirrojo no era común en los barrios menos favorecidos.

La respiración se me entrecortó cuando el rostro de Perseo bajó más hacia el mío mientras su mano continuaba entretenida con mi pelo.

—Yo estaría dispuesto a hacerlo —me confesó casi en un susurro—, especialmente por tu color de pelo.

Se me escapó una risa nerviosa al comprender que estaba hablando de la burla de Cassian. Pero ¿estaba bromeando? ¿O realmente creía eso? No pude evitar removerme a causa de la inquietud, intentando indagar en sus ojos para adivinar si Perseo estaba hablando en serio.

Hasta que vi al nigromante esbozar una sonrisa perversa y añadir:

—Tampoco me importaría que nos estableciéramos en este lugar —su rostro quedó a pocos centímetros del mío y el pulso se me había disparado, no sabía si a causa de los nervios del rumbo que estaba tomando la conversación o a causa del efecto que tenía Perseo sobre mi cuerpo siempre que estábamos tan cerca el uno del otro—. Un hogar humilde, pero un hogar donde fuésemos felices junto a nuestros cuatro hijos pelirrojos y de ojos azules.

Supe que estaba bromeando cuando hizo mención a nuestros ficticios cuatro hijos, pero una parte de mí no logró aquietarse; en especial cuando se había referido a un hogar que, pese a no estar cubierto de lujo, podía encontrar la felicidad. Donde su ascendencia, el poder que venía aparejado a su apellido y las responsabilidades que conllevaba, no fueran importantes.

Una carcajada brotó de mi garganta, aunque no sonó tan divertida como debería. La presión que soportaba Perseo al suceder a su padre como heredero dentro de la gens era un tema que lograba tocar un punto sensible dentro de mí; Aella no me había mentido cuando dijo que su primo tenía una vida complicada.

—Así que cuatro hijos —repetí con tono de broma, alejando de mi mente aquella nube oscura que siempre se cernía cuando pensaba en los problemas que nos asolaban; lo diferentes y opuestas que eran nuestras vidas—. No te gustan las cosas sencillas, ¿verdad?

El beso que Perseo depositó sobre la punta de mi nariz fue apenas un fugaz roce, pero hizo que parpadeara con una mezcla de sorpresa y cariño.

—Contigo las cosas nunca son fáciles, Jem. Quizá por eso me gustes tanto.

Un extraño ardor se extendió por mi pecho al oírle. El nigromante había resultado ser una persona demasiado hermética y solamente cuando se encontraba bajo una gran presión parecía ser capaz de hablar de sus sentimientos, aunque fuera de manera escueta, sin querer profundizar.

En ese sentido nos parecíamos.

Pensé en responder con algún comentario jocoso o una broma sobre los verdaderos motivos por los que me había dejado arrastrar con él, pero algo en la mirada de Perseo me disuadió de hacerlo. El calor que emitían nuestros cuerpos bajo la manta con la que nos protegíamos de la baja temperatura allí arriba y la cercanía del nigromante, el modo en que sus ojos azules parecían resplandecer en la penumbra que nos rodeaba, hizo que me incorporara sobre los codos lo suficiente para poder besarlo.

Los dedos que antes habían estado jugueteando con mi cabello tomaron mi rostro por la mandíbula, acercándonos aún más y despertando aquel familiar cosquilleo por todo mi cuerpo. Perseo profundizó nuestro beso y a mí se me escapó un leve suspiro cuando la mano que tenía libre empezó a tantear por encima de las prendas de ropa; movida por un extraño impulso, empujé a Perseo en el pecho, haciéndole caer hacia atrás, rompiendo el beso durante unos segundos, los que necesité para encaramarme sobre él y volver a besarlo con fiereza, hundiendo mis manos sobre los rizos de su cabello.

—Se me ocurren un par de cosas interesantes que podemos hacer debajo de la manta —susurré de manera provocadora contra sus labios.

La sangre rugió en mis oídos al escuchar a Perseo emitir un jadeo ahogado cuando empecé a deslizarme con suavidad sobre su regazo, delante y atrás; sintiendo cómo se endurecía bajo mi peso e imprimía más fuerza a mis labios, aferrando la tela de mi vieja camisa con sus puños.

Seguí moviéndome mientras mis manos abandonaban su pelo y empezaban un camino descendente por su cuello, alcanzando su torso y percibiendo el agitado sube y baja de su pecho; mis dedos continuaron con la exploración del resto de su cuerpo y los labios de Perseo se concentraron en el lóbulo de mi oreja, haciendo que unos deliciosos escalofríos se extendieran por cada centímetro de mi piel.

Cuando tuvimos que separarnos para recuperar el aliento, nos miramos el uno al otro fijamente. El deseo oscurecía los ojos azules del nigromante, pero la ligera pátina de precaución que antaño había contemplado en el fondo de su mirada ya no estaba ahí; Perseo me había asegurado estar preparado para cruzar la línea, para entregarnos por completo el uno al otro. Ahora aquella pregunta flotaba entre nosotros, a la espera de ser resuelta.

Por toda respuesta, Perseo se inclinó para besarme de nuevo, rodeándome con los brazos hasta que no hubo espacio entre los dos.

La ropa fue desapareciendo poco a poco de nuestros cuerpos; las manos del nigromante recorrieron mi cuerpo con familiaridad, centímetro a centímetro con una ternura que estuvo a punto de hacer que yo lo echara a perder todo a causa del extraño nudo que se me formó en el pecho. No era la primera que lo hacía, tampoco la primera vez que me tocaba; sin embargo, en aquella ocasión era diferente.

Con Perseo todo era diferente.

Me arqueé ante el contacto de sus dedos y mordí la carne de su cuello, sintiendo cómo se endurecía todavía más debajo de mí y el escalofrío que sacudió su cuerpo mientras sus yemas empezaban a moverse, obligándome a contener un gemido de placer; los ojos nublados de Perseo no se apartaban de los míos ni un solo instante, atento a todas y cada una de las reacciones que me provocaba aquel roce en aquella zona concreta de mi cuerpo.

El tiempo pareció ralentizarse a nuestro alrededor cuando nuestros movimientos fueron reduciendo su intensidad y lo conduje con cuidado hasta situarlo en el punto exacto, conteniendo la respiración ante lo cerca que estaba el momento que tanto habíamos anhelado; donde por fin estaríamos juntos, cruzando aquella última línea.

Nuestra primera vez.

La mirada del nigromante continuó clavada en la mía y ambos contuvimos la respiración cuando fue avanzando lentamente por mi interior. El vello se me erizó al sentir que estábamos unidos y Perseo me tomó por la cintura, con sus pulgares trazando círculos en mi piel; tenía la respiración entrecortada y sus ojos relucían con alguna emoción a la que no era capaz de ponerle nombre.

Apoyé las palmas sobre su pecho y, tomando una bocanada de aire, empecé a moverme, hundiendo mis uñas en su carne al probar cómo el fuego me consumía ante aquel íntimo contacto. Apreté mis rodillas contra los costados de su cuerpo cuando Perseo se incorporó repentinamente, rodeándome la cintura con los brazos y pegando nuestros pechos, haciéndonos paladear el desenfrenado latido de ambos corazones.

Acaricié su nuca mientras nos movíamos al unísono, antes de que los labios de Perseo buscaran los míos con dulzura y sintiera que el corazón estaba a punto de explotarme dentro del pecho, abrumada por las sensaciones que despertaba aquel chico dentro de mí.

Una de las manos de Perseo abandonó mi cintura para hundir sus dedos entre mis mechones y haciendo que nuestras miradas conectaran, aumentando aquella vorágine que se había desatado en mi interior. Los ojos del nigromante me observaron con ternura, haciendo que el nudo de mi pecho se estrechara de manera dolorosa al contemplarle en aquel silencio del que nos habíamos rodeado.

—Te quiero —susurró.

❈ ❈ ❈

Un ligero tirón en el cuello hizo que entreabriera los ojos, disipando las últimas brumas del sueño. En algún punto de la noche anterior nos habíamos visto en la obligación de abandonar la azotea debido al aire helado, refugiándonos en mi dormitorio y acurrucándonos en el poco espacio que podía brindarnos mi pequeña cama.

Lo primero que registró mi nublada mirada fue la imagen de Perseo, pero el nigromante no estaba atento a mí: sus ojos fijos se encontraban en algo que sostenía entre los dedos, un objeto que reconocí al instante y me produjo un vuelco en el estómago.

Me removí bajo las mantas, consciente de lo limitado que resultaban mis movimientos debido al reducido tamaño de la cama, alertando a Perseo de que había despertado. Sin soltar la piedra roja, su mirada se desvió hacia la mía con una expresión sombríamente pensativa.

Alzó la piedra, colocándola entre nuestros respectivos campos de visión para que pudiésemos contemplarla a la par.

—¿Sabes lo que es esto? —me preguntó, muy serio.

No entendía a qué venía esa pregunta, tampoco la tensión que parecía haberse adueñado de la línea de su mandíbula. Me resultaba confuso que empezáramos la mañana con aquella extraña conversación después de lo que había sucedido la noche anterior. ¿Qué tenía de especial aquel colgante...?

Hinqué el codo en el colchón para incorporarme y poder mirar mejor a Perseo, todavía buscándole un sentido a aquella pregunta a la que no había conseguido darle respuesta.

—¿Qué...?

—¿Sabes lo que es esto, Jem? —repitió con vehemencia.

Alterné la mirada entre el rostro serio de Perseo y el obsequio que mi madre me había hecho siendo niña.

—Era de mi madre —dije, creyendo que eso sería suficiente.

La cadena que rodeaba mi cuello pareció enfriarse en mi piel mientras el nigromante se acercaba a mí y la piedra roja resplandecía ante los rayos del sol que se colaban a través de las ranuras de las ventanas cerradas.

—Esta piedra es damarita —me desveló y sus ojos me escrutaron, atento a cualquier reacción que pudiera indicarle si reconocía aquel nombre.

Lo miré sin entender qué tenía de especial ese nombre que acababa de escuchar por primera vez. ¿Quizá se trataba de algún tipo de gema preciosa? Rebusqué en mi cabeza, pero no encontré nada que desvelara que sabía qué era la damarita.

—Es una gema que anula nuestros poderes, Jem —mis ojos salieron disparados hacia Perseo—. Uno de los secretos mejores guardados por los nigromantes, y nuestra debilidad.

El estómago me dio un vuelco.

—¿Cómo es posible que tú...? —la pregunta brotó de mis labios con un tono alarmado.

Perseo soltó la piedra, que cayó hasta reposar de nuevo sobre mi esternón. La tensión que antes había notado en su mandíbula se había diluido, como si se encontrara mucho más relajado ahora que no sostenía la piedra roja.

—Nos entrenan para soportar lo máximo posible la damarita —me explicó, removiéndose en su pequeño espacio de la cama y haciendo que nuestros cuerpos se rozaran bajo las ásperas mantas— y tu colgante no llega a resultar peligroso. Al menos, no para un nigromante experimentado y entrenado.

Bajé la mirada, contemplando desde una nueva perspectiva aquel regalo que me había dado mi madre. ¿Ella sabía lo que realmente me estaba entregando? ¿Por qué tenía en su poder un objeto así?

¿Y por qué había decidido entregármelo... a mí?

—Es un regalo inusual —comentó Perseo, poniendo voz a parte de mis pensamientos.

Abrí la boca para responder, pero alguien aporreó con energía la puerta de la entrada.

* * *
Resumen del cap:

Resumen de nuestros pensamientos:

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