❈ 50
Aella pareció apiadarse de mí tras lo sucedido con Eudora. Quizá por la desagradable imagen de mi espalda a sus inocentes ojos decidió encomendarme las tareas menos duras, y yo no puse ninguna objeción al respecto: me concentré en todas y cada una de ellas, ignorando los susurros que levantaba a mi paso. Ignorando las miradas de los esclavos, que siempre se dirigían a mi espalda con distintas expresiones que habían empezado a irritarme porque ninguno de ellos había movido un solo dedo para ayudarme.
Para colmo, además, mis temores se habían cumplido, en parte: lo sucedido con Eudora había corrido de boca a boca, especialmente la milagrosa intervención de Perseo y cómo el joven amo había increpado a la eficiente ama de llaves respecto a los rumores en los que se había basado para castigarme. Con Vita muerta, tenía que enfrentarme a las miradas punzantes de Sabina, quien ya no ocultaba su desdén y rechazo hacia mí.
Como si de una niña pequeña se tratara, la doncella aprovechaba cualquier oportunidad en la que no había ojos y oídos para hacer comentarios insidiosos. Me lo tomé como una prueba a mi paciencia e intenté no seguirle el juego, recordándome que Perseo no podría salvarme una segunda vez si yo decidía poner a prueba mis nudillos contra la perfecta cara de muñeca de Sabina.
Los latigazos de mi espalda, gracias a Perseo y su discreta intervención, mejoraron considerablemente. La esclava que había acudido a mi dormitorio y había sido tan tajante sobre mis heridas no daba crédito a lo que veían sus ojos y yo no quise arriesgarme a que pudieran descubrir lo que había sucedido; me limité a dedicarle una pequeña sonrisa de agradecimiento cuando me proporcionó otro tarrito con el ungüento que me aplicaba en la espalda y que se había convertido en todo un reto. En especial si quería llegar a todas las zonas.
—¿Señorita Devmani? —una enérgica voz hizo que me detuviera en seco y buscara a la propietaria.
Fruncí el ceño cuando vi que se trataba de una mujer de la edad de Eudora. La desconocida no me hizo esperar: aceleró el paso hasta alcanzarme en mitad del pasillo y me dedicó una media sonrisa llena de cordialidad que me provocó un cosquilleo de inquietud por toda mi espalda.
—Soy Daraémedes, la nueva ama de llaves hasta que el dominus decida qué hacer con Eudora —se presentó.
Ahora que lo pensaba, en aquella semana que había transcurrido desde mi castigo no había visto ni rastro de la mujer; no le había dado importancia a ese detalle, es más, lo había aceptado con tremenda gratitud, aliviada de no cruzarme con Eudora. Contemplé a Daraémedes con gesto crítico, preguntándome si no sería peor que su antecesora.
Cambié el peso de mi cuerpo de un pie a otro, ansiosa por marcharme de allí y encerrarme de nuevo en el dormitorio de Aella para escucharla quejarse de lo aburrida que resultaba su vida ahora que las invitaciones a fiestas habían dejado de llegar.
—He intentado ponerme al día en cuanto a las responsabilidades como ama de llaves y me he fijado en que no ha empleado ninguno de los días libres que tiene asignados, señorita Devmani —me dijo.
Mi ceño se frunció aún más al escuchar aquello. ¿Días libres? Nadie me había mencionado nada de ello en aquel mes y medio que llevaba sirviendo como doncella de Aella. La expresión de Daraémedes cambió repentinamente al ser consciente de mi confusión respecto al tema.
—¿Eudora no la puso al tanto de ello? —me preguntó.
Negué con la cabeza. La antigua ama de llaves se había limitado a dejarme más que claro su animadversión por mí, además de aprovechar cualquier oportunidad para hacerme sentir humillada; fue Vita, antes de que decidiera odiarme, quien me ayudó cuando llegué allí.
—Me temo que no —respondí.
Daraémedes apretó los labios en una fina línea, haciéndome temer que hubiera sobrepasado algún límite con mi seca contestación.
—Cada persona que conforma el servicio tiene varios días libres por cada mes trabajado —me explicó, componiendo una expresión amable—. Las doncellas cuentan con una semana que pueden distribuir del modo en que ellas prefieran, siempre y cuando avisen al ama de llaves con antelación.
Maldije a Eudora por haberme mantenido en la ignorancia respecto a ese asunto. La convivencia en la villa tras aquel mes y medio había sido agotadora, incluso más que en el prostíbulo de Al-Rijl: allí las chicas nos habían aceptado entre ellas y no habían intentado boicotearnos. La simple idea de abandonar la propiedad y regresar a casa, aunque fueran unos pocos días, hizo que mi corazón se estremeciera de añoranza.
Echaba de menos a mi padre, a Eo, a Silke y a Cassian.
Dioses, echaba demasiado en falta a mi amigo: él siempre había estado a mi lado, tanto en los buenos como en los malos momentos, y nunca me había abandonado; incluso cuando discutimos seguía preocupándose por mí. La soledad a la que me había resignado en la villa estaba pasándome factura, en especial cuando mi mente no se distraía y me permitía recordar el hueco vacío que sentía en el pecho a causa de Cassian y su ausencia.
Su aparición sorpresa junto a Darshan me había proporcionado un leve empujón en mi misión de mantenerme en aquel lugar, fingiendo ser una pobre descarrilada que parecía haber encontrado la oportunidad de su vida después de cruzarse con Perseo. Contuve un bufido de indignación; si ellos supieran la verdad...
Salí de mi ensimismamiento y contemplé a la nueva ama de llaves con una idea formándoseme en mente. Mi venganza seguía adelante, mis planes habían quedado en suspenso debido a la falta evidente de materiales para poder proceder y Daraémedes acababa de brindarme una salida, aunque ella no lo supiera.
Compuse mi mejor expresión de inocente y balanceé la cesta que llevaba entre las manos, y que parecía haberse convertido en una extensión más de mi cuerpo últimamente.
—Lo cierto es que me gustaría emplear parte de mis días libres —le pedí a Daraémedes.
Ella asintió, sin poner ningún tipo de impedimento.
Pensé en cuántos días necesitaría para llevar a cabo mis planes, al menos los más acuciantes. También quería ver a Cassian y a Eo, ver cómo estaban las cosas en aquel tiempo que llevaba fuera; quería un poco de normalidad, de mi antigua vida antes de regresar a ese infierno envuelto en lujo.
—Dos días estarían bien —añadí.
Daraémedes volvió a asentir y me dedicó una breve sonrisa antes de prometerme tener una respuesta sobre mi petición, pues la dinámica interna en la villa no debía verse comprometida y eso significaba cuadrar que los días no coincidieran con los pedidos por las otras doncellas de Aella.
Y mi venganza empezó a tomar forma, volviéndose más real.
Más cercana.
❈ ❈ ❈
Una semana más tarde obtuve mi permiso para poder abandonar la villa. Fue la propia Daraémedes, quien parecía haber sustituido indefinidamente a una desaparecida Eudora, quien me lo comunicó.
Una pequeña parte de mí suspiró de alivio al no encontrar impedimentos y otra anheló el abandonar los malditos quitones para sustituirlos por mis viejas prendas. Di las gracias a la nueva ama de llaves, dispuesta a regresar a mi dormitorio para empezar a prepararme, pero Daraémedes me detuvo y me puso entre las manos una pequeña bolsa cerrada.
—Vuestro salario —me explicó.
Sopesé el contenido en la palma, consciente del tintineo de las monedas en el interior de su envoltura. La mujer me dejó marchar entonces, permitiéndome encaminarme hacia mi habitación; en el camino, tiré de los cordones y contemplé la pila de monedas que relucían en el fondo de la bolsa que me había dado Daraémedes.
Había más de lo que esperaba, por lo que podría entregarle a mi padre lo que no necesitara.
Cerré la puerta y me quité el quitón con premura, lanzándolo hacia el catre. Luego me dirigí hacia la cómoda, abriendo el cajón donde había dejado mis viejas prendas, las que había traído conmigo; cambié las faldas del quitón por mis cómodos pantalones y, cuando llegó el momento de ponerme mi vieja camisa, batallé contra el tirón de la piel de mi espalda.
Tomé la capa del fondo de la cómoda y la doblé bajo mi brazo, soltando después mi cabello para que cayera libre y sin la rigidez de la prieta corona trenzada que debíamos llevar todas las doncellas. Por último colgué la bolsa de monedas en mi cinturón y me di una rápida pasada en el espejo antes de abandonar el dormitorio.
Utilicé las discretas escaleras del servicio para moverme, llegando a la planta baja. Allí tendría que dirigirme a las cocinas para salir, ya que no se nos permitía utilizar las entradas principales.
Una vez puse un pie en la calzada sentí cómo se desvanecía un enorme peso de mi espalda. No miré hacia atrás en ningún momento, acelerando de manera inconsciente para tomar distancia entre los muros que rodeaban la villa y yo; corría una ligera brisa y el cielo estaba encapotado, lo que posiblemente desembocaría en alguna tormenta a lo largo del día.
Me interné en las calles de la zona más privilegiada de la ciudad, esquivando a esclavos que acompañaban a sus amos o que se apresuraban a cumplir con sus encargos. Recordé que la mansión de esa sanguijuela de Prabhu Vishú se encontraba cerca de la avenida que estaba recorriendo en aquel preciso instante, pero aquel no era mi objetivo... por muchas ganas que tuviera de saldar deudas pendientes.
Lo primero que haría sería probar suerte para reencontrarme con Cassian para ponernos al día; luego buscaría a un viejo contacto de la Resistencia que podría proporcionarme lo que necesitaba.
Entonces estaría un paso más cerca de mi objetivo.
No tardé mucho en dejar atrás la zona perilustre, internándome en calles menos transitadas y mucho más sucias, además de descuidadas. Me coloqué la capa sobre los hombros y subí la capucha, confundiéndome con el resto de viandantes; cubrí la bolsa de monedas con mi mano, intentando evitar hurtos, y me apresuré a tomar las familiares callejuelas.
El corazón empezó a latirme con fuerza cuando tomé la bifurcación que conducía a la pequeña plaza donde se encontraba el familiar pilón donde Cassian y yo nos hicimos amigos siendo niños gracias al don de palabra que tenía por aquel entonces y que terminó con él dentro del pilón.
Me empapé de las voces que se entretejían y sonreí sin poderlo evitar cuando divisé a un grupo de mujeres y niños afanándose con las prendas que llevaban hasta allí. Mis ojos no tardaron en encontrar a Eo y a Silke, ambas con los brazos metidos en el agua para hacer la colada; no me atreví a acercarme más y a levantar revuelo. Mi presencia allí debía pasar desapercibida, por lo que esperé a que madre e hija terminaran sus quehaceres, tomaran sus cestos de mimbre y se dirigieran hacia su hogar.
Silbé a sus espaldas y retiré mi capucha cuando Eo giró por la cintura. Los ojos de mi amiga se abrieron de par en par al reconocerme; casi estuvo a punto de volcar toda la ropa húmeda cuando dejó el cesto junto a su madre y se abalanzó sobre mí, soltando un chillido de sorpresa.
Silke sonrió mientras Eo y yo nos fundíamos en un asfixiante abrazo.
—¡Por las raíces del olivo de Mnason, eres tú! —gritaba mi amiga, apretando sus brazos contra mi espalda y provocándome una ligera molestia que disimulé como bien pude.
Tras unos minutos abrazadas la una a la otra nos separamos lo suficiente para mirarnos a la cara. Apenas había sido un mes y medio lo que habíamos estado sin vernos y en mi cabeza parecía haber sido mucho más prolongado; sin embargo, y con los brazos de Eo todavía rodeándome pude sentir que ese tiempo se desvanecía como si fuera humo.
—Cassian y tu padre nos dijeron que habías encontrado trabajo en la parte perilustre de la ciudad —parloteó Eo, encantada.
Bajé la cabeza, algo avergonzada por el orgullo que atisbaba en el timbre de la hermana de Cassian cuando habló de mi nueva ocupación. Tanto su hermano como mi padre habían decidido aferrarse a la verdad para explicar mi ausencia, no como la otra vez, cuando tuve que pasar mucho más que mes y medio junto a las chicas de Al-Rijl, el único hijo de puta que se jactaba de proporcionar diversión y placer a las selectas reuniones del Emperador.
Eo me pellizcó el costado al atisbar mi zozobra.
—Estoy muy contenta por ti —susurró, creyendo que mi cambio de humor se debía a que yo hubiera pensado que Eo podría haberse sentido traicionada de algún modo—. Te lo mereces, Jem, porque este tipo de oportunidades no se presentan todos los días.
Me tragué el nudo que había empezado a formarse en mi garganta y forcé una sonrisa mientras nos acercábamos hasta donde Silke aguardaba. Abracé a la madre de Cassian y combatí las lágrimas cuando me felicitó por la buena nueva, dedicándome palabras similares a las de su hija; Silke siempre me había tratado como una más de su reducida familia y una parte de mí la había colocado en el hueco vacío que la desaparición de mi madre había dejado.
Fue Silke la que estuvo conmigo cuando me llegó por primera vez la menstruación y sentí que el mundo se me venía encima por no entender qué estaba sucediéndole a mi cuerpo.
Fue Silke la que habló conmigo cuando alcancé la adolescencia, solucionando las dudas que me habían surgido y que no me atreví a preguntar a mi padre por pura vergüenza.
Fue Silke la que me advirtió de los peligros de no tener cuidado con los chicos cuando nos pilló a Eo y a mí hablando sobre ello.
—Os he echado de menos —le confesé al oído.
Silke sonrió y apartó algunos tirabuzones de mi rostro.
—Vayamos a casa —dijo—. Cassian se alegrará de verte.
Me rodeé de ambas y caminamos hacia el hogar de los Kléos. Durante el trayecto respondí a las preguntas de Silke sobre mis labores dentro de la villa como doncella e intenté saciar la curiosidad de Eo respecto a la gens Horatia y Aella.
La hermana de Cassian ladeó la cabeza, pensativa, después de que llegara mi turno de preguntar.
—Las cosas han estado algo revueltas últimamente —contestó—. Las detenciones han aumentado y ahora hay Sables de Hierro patrullando cada esquina.
Un escalofrío me bajó por la espalda al enterarme de que la presencia de los hombres del Emperador era mucho más tangible. Mis ojos empezaron a recorrer los rostros de todos aquellos que nos rodeaban, buscando cualquier pista que pudiera delatar a los Sables de Hierro que el Usurpador habría enviado para que vigilaran la zona con un objetivo que me resultaba desconocido.
Una bofetada de calor nos recibió en el interior del hogar de los Kléos cuando traspasamos el umbral de la puerta. Un inconfundible ajetreo venía desde la cocina, desvelando que había alguien allí...
Alguien que dejó escapar un exabrupto que me arrancó una carcajada al recordar cómo esas mismas palabras le había granjeado en otra ocasión un buen coscorrón por parte de los nudillos de Silke.
Cassian apareció en la entrada en un abrir y cerrar de ojos, atraído por el sonido de mi risa, coreada por Eo. La sorpresa fue patente en su rostro al verme junto a su familia, luego frunció el ceño y finalmente sonrió como si no creyera que estuviera allí, lejos de aquella apariencia con la que me había visto.
Silke, intuitiva, pidió a Eo que la siguiera hasta la cocina para dejarnos a solas. La hermana menor de Cassian hizo un mohín adorable, pero no contradijo a su madre y la siguió en silencio.
Mi amigo aguardó hasta estar seguro de que no teníamos oídos indiscretos para acercarse a mí. En su mirada se reflejó cautela cuando quedamos el uno frente al otro, oyendo a Silke llamar la atención a Eo, que respondió con un quejido casi infantil.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó Cassian con precipitación.
Ladeé la cabeza y sonreí con picardía.
—Yo también te he echado de menos —dije, aunque luego bajé la voz para añadir—: Aunque te vi hace un par de semanas.
—Por la furia ardiente de Phile, claro que te he echado de menos —me espetó, ofendido por mi broma—. ¿Qué haces aquí? Darshan no nos avisó de esto...
Las cicatrices de mi espalda parecieron estirarse al recordar a mi contacto. Sin embargo, no iba a mencionarle a Cassian nada de lo sucedido; preocuparlo con ello no me haría ganar puntos y mi amigo podría tomar la brutalidad de Eudora como la excusa para intentar convencerme de que abandonara la misión.
Y yo necesitaba estar en aquella villa.
—Al parecer el ama de llaves no me avisó de que tenía algunos días libres —me expliqué, sin perder la sonrisa.
Vi a Cassian escrutar con atención a su espalda, asegurándose de que ni Eo ni su madre pudieran escucharnos hablar. Pero era demasiado arriesgado, especialmente con su hermana menor.
—¡Jem y yo salimos! —anunció a voz en grito.
No esperó a recibir respuesta, adelantándose a Eo: cogió mi mano y me arrastró fuera de su casa, moviéndose con decisión por la calle y vigilando todo lo que nos rodeaba. La tensión era palpable en el barrio, a juzgar por las miradas cautelosas que veía por doquier; Eo había mencionado de pasada que la presencia de las patrullas había aumentado. Que los Sables de Hierro habían tomado las calles, como si estuvieran buscando algo.
O a alguien.
—¿Qué está pasando, Cass? —le pregunté.
Mi amigo me lanzó una mirada antes de devolver la vista al frente y esquivar a un grupo de mujeres.
—El Emperador —respondió en un susurro, obligándome a pegarme más a su lado para poder escucharlo—. Los registros se han intensificado. Las detenciones se han convertido en algo habitual. Todo el mundo tiene miedo, Jem: nadie sabe lo que está pasando, por qué los Sables de Hierro parecen haber acordonado la zona.
Sufrí un nuevo escalofrío. La presencia de las patrullas del Emperador nunca había sido tan cuantiosa; en ocasiones habían tenido que intervenir para detener alguna que otra pelea o investigar delitos menores, como hurtos, debido a la pobreza que podía apreciarse en nuestro barrio. Los nigromantes apenas ponían un pie allí para llevar a cabo detenciones...
Perdí el equilibrio, tropezando con mis propios pies, al recordar la dolorosa historia con la que mi padre me había recibido en casa después de que huyera del palacio, dando por terminada mi misión como chica de Al-Rijl. Una pareja joven había sido sorprendida por los nigromantes, después de haber sido acusados de ser rebeldes.
Mi padre había creído que nosotros seríamos su objetivo y se asustó; luego me confesó haber sentido un gran alivio, aunque aquel sentimiento se empañara con la culpabilidad del pensamiento de que estuviéramos a salvo.
—¿Creen que hay —bajé la voz a propósito— rebeldes aquí?
La línea de la mandíbula de mi amigo se tensó, delatándose a sí mismo con aquella simple reacción.
—No lo sabemos con certeza, Jem —respondió tras unos segundos en silencio—. Los rebeldes siguen desapareciendo y creemos que alguien está vendiéndonos. La idea de que haya un traidor en la Resistencia cobra fuerza, pero no sabemos si es alguien que aún sigue estando dentro o si es alguien que está brindando información para obtener su libertad.
Lo que confirmaba las sospechas de que hubiera rebeldes encarcelados, torturados para intentar sonsacar todos los datos posibles que pudieran servir para atacar a la Resistencia y dejarla indefensa. Roma le había asegurado a Ptolomeo que el Emperador estaba seguro respecto a ello, que los rebeldes pronto no seríamos más un problema; algunas piezas empezaban a encajar, pero otras no parecían encontrar su hueco.
¿Quién era el traidor?
—Al menos tu padre y yo tenemos el alivio de saber que estás lejos —pestañeé al escuchar a Cassian, que sacudió la cabeza—. Mientras sigas en esa maldita casa perilustre estarás a salvo.
Cerré mis dedos con demasiada fuerza alrededor de los suyos de manera inconsciente.
—¿Y mi padre? —caí en la cuenta. Yo tenía la seguridad de encontrarme lejos, tal y como había afirmado mi amigo, pero mi padre... mi padre no.
El estómago se me encogió al imaginar a una patrulla de Sables de Hierro entrando a la fuerza en mi hogar, precediendo a dos nigromantes que se encargarían de doblegar a mi padre sin que tuviera una sola oportunidad para huir.
—Está en las cuevas —contestó Cass, percibiendo mi inquietud—. Suele dejarse ver por el barrio lo suficiente para no levantar sospechas.
Me obligué a relajarme. Mi padre era inteligente y no se dejaría atrapar tan fácilmente; no en vano habíamos sobrevivido todos aquellos años después de que mi madre desapareciera en una emboscada que se produjo en el mercado.
Cassian me soltó cuando llegamos a nuestro destino, a aquel familiar rincón donde un grupo de niños jugaban con una ajada pelota. Ninguno de ellos pareció tomarnos en cuenta, a todas luces concentrados en su propio juego; seguí a mi amigo hasta un rincón discreto y me crucé de brazos, enarcando una ceja de manera burlona.
—No te tomaba por alguien tan sentimental, Cass —le dije con suavidad.
Mi amigo esbozó una media sonrisa que desapareció un instante después, dejando en su lugar un gesto serio.
—Eo no conoce este lugar —se justificó antes de imitarme y cruzarse de brazos—. Aquí podemos hablar abiertamente: quiero saber cómo estás, Jem. De verdad.
Miles de mentiras y medias verdades desfilaron por mi cabeza, pero Cassian me conocía tan bien que se daría cuenta de mi estrategia. Abrí la boca, sin saber muy bien qué decir al respecto. ¿Estaba... bien? No, no del todo. Aquel mes y medio en la villa se había retorcido hasta darme la sensación de que mi estancia había sido mucho más prolongada.
Por no hacer mención de las enemigas que me había creado.
O de que había conocido a la nigromante que estaba detrás de la desaparición de mi madre.
O el modo en que había dado la espalda a parte de mis convicciones para estar con Perseo, un perilustre... y un nigromante. El hijo de Roma, la mujer a la que había jurado devolverle lo que nos había hecho a mi reducida familia.
O de que Eudora había convertido mi espalda en algo que parecía estar hecho de malditos retales de carne retorcida y cicatrizada.
El peso que creí haber dejado en la puerta trasera de la villa volvió a aposentarse sobre mis hombros cuando pensé en todo lo que había sucedido en aquel lapso de tiempo. Empequeñecí ante todo aquello y sentí el escozor de las lágrimas en mis ojos; no era propicia al llanto desde que me prometí a mí misma buscar venganza por la muerte de mi madre. Pero la preocupación de Cassian, mezclada con la soledad, rabia y frustración que había sentido a lo largo de aquel mes y medio, había creado una grieta en mis defensas; en aquel enorme cajón donde almacenaba todo lo que no era capaz de manejar.
Todo lo que podía hacerme daño.
Sacudí la cabeza, intentando alejar las lágrimas, pero sintiendo su humedad en las pestañas.
—No lo sé —reconocí con la voz ronca—. No sé cómo estoy, Cassian.
Escondí mi rostro en su pecho cuando mi amigo abrió los brazos para acogerme entre ellos. Aspiré su familiar y confortante aroma, alejando las imágenes que amenazaban con formárseme en la cabeza; quería centrarme en eso: en el calor de sus brazos, en el hecho de que había vuelto allí, a aquel sitio tan familiar para mí que me provocaba punzadas de añoranza en el corazón.
Cassian me estrechó con mayor fuerza contra sí mismo, intentando que su contacto pudiera brindarme el consuelo que necesitaba tras dejar que todo se colara por aquella pequeña grieta de mi coraza.
—Lo detesto tanto... —borboteé, vomitando todo lo que había estado callando—. Aella es la niñita de su abuelo que consigue salirse siempre con la suya. Su rutina se basa en levantarse tarde, ordenar que le preparen un puñetero baño y quejarse sobre su vestuario mientras lee las nuevas invitaciones que ha recibido de otros malditos perilustres que lo único que buscan es congraciarse con su familia y hacerse más cercanos a la poderosa gens Horatia.
Ignoré el pellizco de culpabilidad cuando describí a Aella, omitiendo cómo la prima de Perseo había demostrado ser obstinadamente protectora con él y la ayuda que me había tendido de manera desinteresada cuando Rómulo intentó forzarme para vengarse de mí por lo sucedido aquel día en el mercado.
Continué escupiendo el resentimiento que me había tragado por temor a poner en peligro mi trabajo como doncella. Le hablé de la maldad de Sabina, de los celos de Vita y los juegos sucios de los que se había valido Eudora desde que pusiera un pie dentro de la villa; confesé lo sola que me había sentido, de las humillaciones a las que había tenido que guardar silencio por el simple hecho de no haber pertenecido a una maldita familia pudiente.
—Para los puñeteros perilustres solamente somos insectos que corretean a sus pies —dije al final, consiguiendo recomponerme y tragar las lágrimas que habían amenazado con escapárseme—: fáciles de aplastar cuando resultamos molestos.
Cassian gruñó y yo apreté mis puños contra la tela de su vieja camisa. La ira que me había embargado al hablar de parte de lo que había pasado en aquel tiempo que llevaba fuera de casa, fingiendo ser una obediente doncella que buscaba aprovechar al máximo la oportunidad que le habían brindado, fue evaporándose para dejar en su lugar la familiar calma que necesitaba; me aparté del pecho de mi amigo y alcé la mirada hacia sus ojos, que estaban ensombrecidos por preocupación e impotencia.
—Hablaré con Darshan y daremos por...
—¡No! —le corté—. No puedo abandonar cuando estoy tan cerca, Cass.
Frunció el ceño, confundido por mi repentina vehemencia.
—¿Tan cerca de qué, Jem?
Mis dedos se hundieron inconscientemente en su camisa.
—La he encontrado —anuncié con voz temblorosa—: he encontrado a la nigromante que hizo desaparecer a mi madre.
Cassian era el único que estaba al tanto de los motivos que me habían empujado a formar parte de la Resistencia; de mis planes para emplear mi posición en la Resistencia con el objetivo de saber dónde estaba Roma, de acercarme a aquella maldita mujer para poder vengarme.
Sus ojos se abrieron de par en par por la impresión.
—No puedo marcharme ahora —repetí, despacio—. Estoy demasiado cerca, Cass, para echarlo todo a perder después de años buscando cualquier oportunidad para cumplir con mis deseos de venganza.
Cassian pareció dudar.
—Ten cuidado, Jem —me pidió—. Es una maldita nigromante, y no una cualquiera; ya sabes lo que dicen las malas lenguas.
Lo sabía, pero aquella información no me intimidaba lo más mínimo.
Humedecí mi labio inferior y llevé mis manos hacia la bolsita que colgaba de mi cinturón. Ante la curiosa mirada de mi amigo, saqué parte del contenido y se lo mostré; el rostro de Cassian se puso pálido ante la imagen de las monedas en la palma de mi mano.
Se las tendí para que las cogiera.
Pero no lo hizo.
—Jem...
Insistí.
—Esto es para vosotros —le expliqué, mirándolo a los ojos.
Cassian negó con la cabeza, retrocediendo un paso.
—No puedo aceptarlo —esgrimió.
Pero sí lo haría, aunque tuviera que hacerlo a la fuerza.
—Vas a hacerlo, Cass —le advertí—. O te juro por los dioses que te obligaré a tragarte todas y cada una de estas malditas monedas.
❈ ❈ ❈
Tras una acalorada discusión por el dinero en el que ambos nos pusimos de lo más creativos con las variopintas amenazas que nos lanzamos el uno al otro, acompañé a Cassian hasta la puerta de su hogar. Una parte de mí quería seguirle al interior y perderme en la normalidad de la familia Kléos, pero aún me quedaban algunos asuntos pendientes que requerían de mi atención; por eso mismo me obligué a despedirme de mi mejor amigo con un último abrazo y la promesa de que tendría cuidado.
Una vez Cassian desapareció en el interior de su casa, di media vuelta y, colocándome la capucha de nuevo, me dirigí hacia mi próximo objetivo: el contacto de la Resistencia que me proporcionaría lo que necesitaba para que mi venganza pudiera seguir adelante.
Mientras me alejaba de mi antiguo barrio me sacudió una extraña sensación que no me resultaba del todo desconocida. Mi instinto hizo saltar las alarmas cuando comprendí que alguien estaba siguiéndome.
El problema residía en cuánto tiempo había estado haciéndolo... y cuánto había llegado a ver.
Sin perder la calma, fingí no ser consciente de su presencia y empecé a esquivar viandantes. No podía arriesgarme a que mi sombra viera hacia dónde me dirigía, como tampoco que escuchara nada; por eso mismo intentaría perderlo en aquellas callejuelas y luego podría retomar mis planes.
Espié por encima del hombro, creyendo ver una silueta encapuchada siguiendo la estela de mis pasos. Fue la única confirmación que necesitaba y que espoleó mis pasos, acelerando el ritmo para que me sumergiera en la afluencia de gente que marchaba en diversas direcciones.
Mi huida me acercó demasiado al límite que existía entre el barrio perilustre y las zonas menos favorecidas. La sensación de sentirme observaba empeoró y vi que mi sombra se había acercado peligrosamente, acortando las distancias; no quise hacer caso a mi instinto, el mismo que parecía creer que aquel desconocido encapuchado estaba conduciéndome en la dirección que él deseaba, y me concentré en buscar un lugar donde darle el esquinazo... o tenderle una emboscada.
Encontré mi oportunidad en una de las bifurcaciones que tenía cerca. Sin pensármelo dos veces, giré en ella y aplasté mi espalda contra la pared del muro, conteniendo un quejido de dolor cuando la piedra chocó contra mis cicatrices; clavé mis ojos en la calzada, atenta a las turbias sombras que proyectaba un tímido sol que asomaba entre los nubarrones, cada vez más oscuros y menos halagüeños.
El corazón aceleró dentro de mi pecho al intuir una silueta, pero me obligué a mantener la calma y esperar el momento propicio para actuar.
El tiempo pareció congelarse cuando mi sombra pasó por delante de donde me encontraba escondida. Alargué mis brazos y aferré la áspera tela de su propia capa, atrayéndolo hacia mi rincón y empujándolo con violencia contra la pared en la que momentos antes yo misma había estado apoyada; tras conseguir arrinconarlo, y aprovechando esos maravillosos segundos de conmoción, arranqué su capucha.
Un gruñido de sorpresa y frustración brotó de lo más profundo de mi garganta cuando desvelé su identidad.
* * *
El momento favorito de la escritora: ¿apuestas sobre la identidad de la sombra de Jem?
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