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Darshan tuvo que poner fin a nuestro improvisado reencuentro, advirtiéndole a Cassian de que no podían arriesgarse a pasar más tiempo en aquel techo. Mi amigo y yo nos dimos un último abrazo antes de que Darshan dejara caer una de sus manos sobre su hombro para sacarlo de allí sin que nadie fuera consciente de la presencia de dos extraños dentro de la propiedad de uno de los hombres más poderosos dentro del Imperio.

Los ojos de Cassian me rogaron que tuviera cuidado antes de que tuviéramos que separarnos de manera definitiva. Darshan, por el contrario, me lanzó una rápida mirada por encima del hombro, entremezclándose entre el gentío de esclavos que correteaban por todos los rincones de la mansión para cumplir con los últimos preparativos de la fiesta de Aella.

Cuando les perdí de vista yo también me dirigí hacia mis propias responsabilidades: avisar a la modista para que acudiera urgentemente a los aposentos de la señorita Aella para confeccionarle un vestido a la altura de la ocasión. Esquivé los cuerpos de los otros esclavos, rezando en silencio para no toparme con Eudora: había visto a la mujer desde la lejanía aplicando su singular mano de hierro a los pobres incautos que no cumplían al pie de la letra con lo que se les exigía.

Mi nivel de humor no estaba preparado para una confrontación con la ama de llaves, por lo que puse especial atención en buscar entre los rostros que me rodeaban el suyo. Me escurrí entre los apresurados hombres y mujeres, alcanzando el pasillo que conducía a mi destino; un escalofrío premonitorio hizo que todo mi vello se pusiera de punta, haciendo saltar mis alarmas.

El motivo de aquella reacción por parte de mi propio cuerpo apareció en mi campo de visión, obligándome a frenar en seco. El tiempo pareció congelarse en el enorme vestíbulo cuando Ptolomeo emergió del conocido pasillo que llevaba a su despacho personal seguido por un obediente Perseo; los esclavos no dudaron un segundo en quedarse fijos en sus respectivas posiciones, dejando sus tareas a un lado para hincar una rodilla en el duro suelo de mármol.

Mi instinto de supervivencia hizo que escogiera una de las enormes columnas como refugio. No había vuelto a ver a Perseo desde la encerrona que me preparó Eudora y que terminó conmigo en el dormitorio del nigromante, contemplando su cuerpo desnudo mientras dormía; habían pasado los días y mi rabia no había hecho más que crecer, fluctuando con la decepción y otros sentimientos a los que no había querido poner nombre.

Oculta de la vista de los dos perilustres, me asomé tímidamente para ver a ambos mientras se detenían, ignorando por completo a todos los esclavos que estaban a su alrededor detenidos como estatuas. Perseo tenía el ceño fruncido y prestaba atención al rostro de su abuelo, quien parecía encontrarse enfadado a juzgar por las mejillas ligeramente coloreadas por un rubor furibundo.

El joven alzó ambas manos.

—No teníais ningún derecho a ordenarle eso —dijo entonces Perseo y yo sospeché que estaba retomando la conversación—: es mi madre, abuelo. No podéis seguir oponiéndoos a que sigamos estando en contacto.

Mis dientes chirriaron cuando comprendí los derroteros que seguía el muchacho, casi al borde de la desesperación: estaba refiriéndose a la ocasión en que una mujer se presentó allí con intenciones de reunirse con el cabeza de familia. Una mujer que traía consigo un mensaje del mismísimo Emperador y que había resultado ser una nigromante, además de una persona non grata que compartía lazos de sangre con su heredero, al ser su madre.

Ptolomeo no pareció en absoluto conmovido por el hecho de que su nieto le recordara que, ante todo, la mujer a la que parecía odiar con tanto ahínco era uno de los motivos por los que Perseo se encontraba en aquellos instantes frente a él, intentando hacerle recapacitar o, al menos, arrancarle una disculpa.

—Bajo mi techo se cumplirán mis normas, chico —su voz restalló como un látigo, haciendo que mi cuerpo se encogiera de manera inconsciente—. Y sabes perfectamente que no tolero su presencia, no después del daño que nos ha causado.

Vi a Perseo apretar los labios, tragándose su contestación. En la conversación privada que habían mantenido la nigromante y el cabeza de familia había podido escuchar los reproches que el anciano había lanzado como armas arrojadizas contra la mujer, acusándola de haber sido uno de los motivos por el que su hijo, el padre de Perseo, estaba muerto.

Por no hacer mención de las insinuaciones sobre otro vástago que la nigromante supuestamente había querido mantener en secreto, quizá para alejarlos de su familia.

Observé cómo Ptolomeo dejaba caer una de sus grandes manos sobre el hombro de su nieto, que parecía alicaído. Aella me había confesado que Perseo no había tenido una vida sencilla, no cuando había tenido que equilibrar sus dos papeles: como heredero... y como nigromante.

—Mi hijo aún seguiría con vida de no ser por esa víbora —el cuerpo del muchacho se tensó y el rostro de su abuelo se ensombreció al captarlo bajo su palma—. ¿Por qué sigues defendiéndola, hijo mío? Te dio la espalda, te abandonó cuando eras un niño... De no haberos reencontrado por tus circunstancias, dudo mucho que hubieras tenido oportunidad de verla de nuevo.

Algo se revolvió en mi interior ante aquel apasionado discurso de Ptolomeo hacia su nieto. La madre de Perseo había afirmado que se había visto en la obligación de dejar a su hijo con aquella familia porque era su mejor opción; el odio y la inquina que sentía el anciano abuelo de Perseo le empujaban a tratar de convencer a su nieto de algo que no era cierto, no del todo.

Pero Perseo no iba a ceder tan fácilmente a las sutiles manipulaciones de su abuelo para volverse contra su madre.

Sus ojos azules relucieron y el vello se me erizó al percibir el poder que atesoraba como nigromante. El rostro de su abuelo perdió color —y valor— al sentir la caricia de la magia sobre sí mismo, un peligroso recordatorio de lo que era.

De lo que podía llegar a hacer.

—Ella es mi madre —reiteró con una frialdad que hizo que mi vello se erizara—. Y, como siempre decís, abuelo: nosotros no abandonamos a la familia. No damos la espalda a nuestra sangre.

Ptolomeo bajó la mirada, haciéndole a saber a su nieto que su dardo envenenado había dado en la diana, y apartó la mano que mantenía sobre el hombro de Perseo. El joven no mostró arrepentimiento alguno del golpe bajo hacia su abuelo; en aquel momento, al verlo erguido y contemplando a su abuelo con una frialdad inusitada, pude ver claramente al nigromante que había en él.

Los esclavos que continuaban arrodillados en el suelo se mostraron algo inquietos por la discusión que estaban manteniendo el cabeza de familia y su querido heredero. Pero ninguno de los dos fue consciente de ello, no cuando toda su atención se encontraba volcada en el otro.

Ptolomeo fue el primero en romper el contacto visual, dándose por vencido en aquel asunto. Escuché el imperceptible suspiro que brotó de sus labios mientras Perseo aún se mantenía en la misma posición, con sus ojos de hielo clavados en el rostro de su abuelo.

—¿Has meditado sobre la petición del Emperador? —bajó la voz, como si aquel asunto no fuera apto para todos los oídos que les rodeaban.

El corazón se me detuvo durante unos eternos segundos al comprender de qué estaba hablando Ptolomeo. La madre de Perseo no había acudido hasta allí por el simple placer de ver a su hijo; había llevado consigo una oferta difícilmente rechazable para el cabeza de familia: una alianza entre el Emperador y la gens Horatia en forma de compromiso entre la princesa y el propio Perseo.

El rostro del susodicho pareció ponerse blanco al escuchar la pregunta de su abuelo, quien todavía mantenía la mirada clavada en algún punto a su izquierda. Apreté los dientes con frustración cuando el silencio se impuso, sin que Perseo diera una respuesta a la cuestión que flotaba en el aire como un molesto insecto.

—Sabes que no puedo hacerlo —dijo en un susurro.

Habló tan bajo que tuve que inclinarme para poder oír bien. La frialdad que antes había cubierto su mirada como una capa de escarcha se había desvanecido, dejando en su lugar una leve pátina de incomodidad; su abuelo frunció el ceño, sin entender bien los motivos que habían empujado a Perseo a declinar la oferta del Emperador.

—Persei, sabes que nos debemos a nuestra gens —el tono que empleó en aquella ocasión el anciano fue amable, casi dulce—. Y, si no te conociera tan bien como te conozco, pensaría que hay alguna chica por ahí...

Los hombros del nigromante se hundieron y yo decidí que había escuchado suficiente.

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Pese a mis esfuerzos por apartar de mi cabeza a Perseo y todo lo relacionado con él, fallé estrepitosamente en los pocos días que transcurrieron hasta el propio día de la celebración. Aella no tuvo piedad conmigo durante su extensa preparación para la fiesta; vi la sonrisa de satisfacción de Sabina cada vez que la perilustre me gritaba ante el más mínimo error que cometía durante aquellas infernales jornadas y tuve que hacer un esfuerzo casi sobrehumano para no abalanzarme sobre ella para borrársela de un plumazo.

La modista tampoco corrió mucha mejor suerte que yo: desató la ira de Aella cuando le dijo que sería imposible prepararle un vestido nuevo para la ocasión debido a la poca antelación con la que había sido llamada y por la complejidad del diseño que la prima de Perseo había escogido para su vestido; todas las doncellas nos vimos en serios apuros cuando creíamos que la joven saltaría en cualquier momento sobre la mujer, que se retorcía las manos y tenía la tez blanca como el mármol que había a sus pies.

Finalmente llegaron a una solución, para alivio de la modista, en la que ella se encargaría de arreglar uno de los viejos vestidos de Aella para intentar ajustarlo a la idea que la joven había tenido en mente antes de recibir tan funestas noticias. Sin embargo, y por el mohín en los labios de la prima de Perseo, no fue difícil adivinar que la perilustre no se encontraba del todo conforme con lo acordado por ambas partes.

La tarde del día de la fiesta, Aella se encargó de despacharnos a todas, menos a la modista, que sudaba copiosamente a causa de la presión mientras se encargaba de que la punta de los alfileres no se clavaran en la piel de su complicada maniquí, para que pudiésemos prepararnos para la celebración. La sorpresa me dejó unos segundos descolocada al saber que se nos estaba permitido acudir y no se nos obligaría a permanecer encerradas en nuestros respectivos cuartos durante el tiempo que durara la fiesta. Mis compañeras, no obstante, sonrieron complacidas ante la oportunidad que Aella les había brindado de poder confraternizar con gente tan ilustre... y con tanto poder.

Seguí a una emocionada Vita hacia la puerta que conducía a la antesala de los aposentos cuando la voz de Aella hizo que mis pies se quedaran clavados en el sitio.

—Jedham, quédate; no te robaré mucho tiempo.

Pillé a Vita espiando por encima de su hombro, evidentemente tan sorprendida como yo por aquella extraña orden camuflada en amabilidad. Como si el hecho de mantenerme en su presencia unos segundos más le causara una ligera incomodidad por los inconvenientes derivados de ello.

Los ojos azules de Aella siguieron a Vita con un brillo inquisitivo hasta que la doncella cerró la puerta a su espalda y sus pasos se alejaron por la antesala, perdiéndose en la lejanía.

Entonces toda su atención se desvió hacia mí y se aclaró la garganta mientras la modista continuaba moviéndose a su alrededor, colocando alfileres aquí y allí. Tuve la sensación de que no iba a salir nada bueno de aquello; no después de que Aella cometiera el desliz de mostrarse vulnerable ante mí, confiándome aquella parte de su pasado.

Entrelacé las manos y aguardé en silencio a que compartiera conmigo el motivo que le había empujado a retenerme en su dormitorio.

La chica hizo un aspaviento con la mano en dirección a los vestidos desechados que todavía permanecían desperdigados por los suelos de mármol. Mis ojos saltaron de un trozo de tela arrugado a otro mientras mi ceño se fruncía. ¿Acaso estaba insinuando aquella mocosa malcriada que pusiera algo de orden en su maldito dormitorio?

—Elige uno.

Pestañeé varias veces, creyendo haber escuchado mal.

Dirigí mi mirada hacia el rostro de Aella, cuyas mejillas estaban coloreadas por un ligero rubor y sus ojos azules relucían. Curvó sus labios en una mueca mientras alzaba los brazos por orden de la modista, quien fingía no estar atenta a nuestra conversación.

—Dudo que tengas un vestido decente que ponerte —las afiladas palabras de la chica provocaron que mis dientes chirriaran de rabia— y es importante que proyectemos cierta imagen en los... invitados.

Apreté mis manos hasta hacerme daño, recordándome que no podía ceder a mis impulsos. El sonrojo de las mejillas de la chica empeoró, pero alzó la barbilla y volvió a repetir el movimiento de la mano, instándome a que escogiera uno de sus malditos vestidos.

—El gris podría ser una buena opción —apostilló.

No dije una sola palabra. Me limité a tomar el vestido que había señalado, el mismo que yo le había mostrado para que usara aquella misma noche, y aplasté el suave y lujoso tejido entre mis manos, manteniéndolas ocupadas antes de que las alargara para rodear el frágil cuello de la prima de Perseo.

—Sois muy amable, señorita —había perdido la cuenta de las veces a las que había recurrido a aquella manida frase. Sin embargo, era la que mejor me funcionaba cuando no sabía qué decir.

Aella desvió la mirada e instó a la modista a que se centrara en su trabajo. Al ver que no me dirigió de nuevo la palabra, di media vuelta y abandoné el dormitorio dando grandes zancadas; crucé la antesala como una exhalación, presionando el vestido que Aella me había ¿prestado? para aquella fiesta que había resultado ser uno de los muchos caprichos de la perilustre.

En el pasillo no me detuve a observar a los esclavos que daban los últimos retoques, a pocas horas de la llegada de los primeros invitados. Notaba la sangre ardiéndome en las venas después del modo en que Aella me había humillado, y solamente había necesitado escupir unas cuantas palabras recubiertas de su familiar veneno; había calor en mis mejillas, delatando el rubor que debía cubrirlas a causa de lo sucedido en el dormitorio de la chica. Sacudí la cabeza con energía mientras mis pies se movían casi de manera mecánica hacia la puerta que conducía a mi reducido cuarto.

Lancé el vestido de malas maneras sobre el colchón de la pequeña cama donde dormía y apreté los puños, sintiendo la familiar quemazón en el esternón, justo donde descansaba el colgante que mi madre me había regalado siendo niña; lejos de darle importancia, aferrada todavía al enfado que corroía mis entrañas, me froté la piel y me giré hacia donde resbalaba el vestido de Aella.

No podía negar que se trataba de un vestido bonito, y que Eo habría estado más que encantada de vérmelo puesto; la hermana de Cassian se habría emocionado, me habría animado y luego me habría ayudado a arreglarme para la ocasión. Mi pecho se encogió al recordarla.

Luego la culpa apareció, pues era la primera vez desde que llevaba en aquella mansión que le dedicaba un mísero pensamiento a mi amiga.

Solté un suspiro y llevé mis manos hacia uno de los incómodos broches que ayudaban a que el quitón se mantuviera en su sitio. La tela se deslizó con un siseo sobre mi cuerpo cuando cayó a mis pies; mi mirada se clavó de manera inconsciente en el reflejo del pequeño espejo con el que contaba. En el colgante que pendía sobre mi cuello y que había recuperado su frialdad.

La marca de la bofetada de Eudora casi había desaparecido, aunque no gracias al inesperado regalo de Perseo, que continuaba a buen recaudo en el fondo del cajón donde lo había metido aquel día.

La suave tela del vestido gris bajó sin apenas hacer ruido hasta que rozó el suelo, formando un charquito a mis pies. Tal y como había dicho a Aella, se trataba de un diseño sencillo, de corte recto y con un corpiño que se ajustaba a mi pecho —que, al parecer, era de mucho más pequeño que el de su auténtica dueña—; desde el borde del corpiño salía un vaporoso entramado de un tono más oscuro que cubría desde mis hombros, dejando los brazos al aire, hasta la parte alta de mi cuello.

Como colofón final, un cinturón se ceñía a mi cintura.

Comprobé mi aspecto en el espejo y vi que la tela se ceñía en ciertas partes debido a la diferencia que había entre nuestros cuerpos: mientras que el cuerpo de la prima de Perseo era delgado y delicado, el mío estaba endurecido tras mis meses de entrenamiento y los años posteriores en la Resistencia.

Desvié la mirada del vestido para clavarla en mi desastrosa corona trenzada. Algunos mechones habían empezado a escapárseme, rizos que caían sobre mis orejas y sienes; lo cierto es que la idea de acudir a la fiesta no me resultaba del todo atractiva. Estar rodeada de perilustres cuyo mayor problema era no saber en qué invertir su maldito oro no se encontraba dentro de mis planes de tener una velada divertida.

Pero no estaba allí para divertirme, me recordé. El capricho de Aella de dar una fiesta era una oportunidad que debía aprovechar para intentar hacerme con la mayor cantidad de información posible; a los perilustres siempre se les aflojaba la lengua tras algunas copas de espumoso vino, tal y como había podido comprobar durante el tiempo que estuve con Al-Rijl.

Se me escapó un respingo cuando escuché que alguien llamaba a mi puerta. En un par de rápidas zancadas me presenté frente a ella y abrí una rendija para comprobar de quién se trataba; enarqué una ceja a causa de la impresión que me causó ver a una esclava frente a mí, sosteniendo una delicada diadema con flores y pequeños capullos florecientes tallados en plata.

Mis ojos ascendieron hacia el rostro de la mujer, creyendo que había un error. O que se trataba de un encargo de última hora de Aella: aquella labrada y costosa pieza que había entre sus manos encajaba perfectamente con lo que la prima de Perseo podría exigir con un buen berrinche.

—La señorita Aella ha exigido que os entreguemos esto —dijo con un tono ronco— con un mensaje: «Tienes que llevarlo puesto esta noche. Es una orden.»

Ladeé la cabeza ante las palabras transmitidas de Aella por boca de aquella esclava. Una elección demasiado extraña, viniendo de ella, después de cómo me había tratado en su dormitorio para que me llevara uno de sus viejos vestidos; me mordí el interior de la mejilla, paladeando por unos instantes la idea de negarme en rotundo, pero una mirada hacia los ojos abiertos de par en par de la mujer me disuadieron de querer contrariar a Aella.

Tomé la delicada diadema de manos de la esclava y le di las gracias antes de cerrar de nuevo la puerta. Rocé con las yemas de los dedos el elaborado accesorio, incapaz de poder quitarme de la cabeza el extraño gesto de Aella al permitirme llevar una de sus chucherías.

«Quizá sea una prueba...»

La prima de Perseo parecía haberme colocado en su punto de mira tras aquel momento de vulnerabilidad donde había hablado más de su familia de lo que correspondía delante de una simple doncella. Di vueltas a la diadema, pensando en el asunto; tratando de llegar a una conclusión plausible que pudiera justificar la acción de Aella.

«O puede que sea una trampa.»

La perilustre me había advertido sobre que no depositara mi confianza en nadie. También me había dejado bastante claro que lo que había hecho Perseo por mí —utilizar su posición como heredero para colocarme como doncella de su única prima, incluso protegerme— no volvería a repetirse.

Quizá anticipándome a lo que me esperaba.

Deposité con cuidado la diadema sobre la cómoda y regresé al espejo mientras deshacía la prieta corona, dejando que los ensortijados mechones de color rojo oscuro cayeran sobre mi rostro; los peiné entre mis dedos de manera reflexiva, dejando que mis pensamientos volaran en todas direcciones. Lanzando de vez en cuando rápidas miradas hacia la diadema.

«Es una orden», la voz de la esclava se repitió en mi mente. Quizá estaba precipitándome al pensar que Aella tramaba algo, pero no estaba dispuesta a cometer el más mínimo desliz; por eso mismo trencé algunos mechones en una versión mucho más pequeña de la corona que se nos obligaba a llevar, dejando el resto de mi pelo suelto. Luego coloqué la diadema sobre mi cabeza.

Me eché un último vistazo en el espejo, consciente de que mi aspecto casi rozaba el de una perilustre, y abandoné el dormitorio con una extraña sensación aposentándose en mi estómago. El pasillo estaba vacío y podía escuchar a través del hueco de la enorme escalera el bullicio ascendente que procedía del vestíbulo, indicando que la fiesta ya había dado inicio.

Aella había convencido a su abuelo para que le permitiera utilizar los esplendorosos jardines para acoger a la gran cantidad de invitados que acudirían hasta allí. Los esclavos habían trabajado de sol a sombra para proporcionar comodidad y diversión a todos los perilustres que vendrían por invitación de la prima de Perseo; ahora parte de la explanada habilitada estaba llena de altas antorchas clavadas en el césped, y en la fachada del edificio habían colgado farolillos.

Largas mesas repletas de comida y bebida. Cómodos asientos dispersos para que los invitados no se fatigaran estando en pie. Un grupo de músicos amenizarían la velada con sus instrumentos. Incluso vi, con un desagradable retortijón en el estómago, algunos jóvenes de ambos sexos con atuendos llamativos.

No pertenecían a Al-Rijl, pero su labor en aquel lugar no era ningún secreto.

Me quedé unos segundos paralizada en el porche que conducía a los jardines, observándolos con una expresión sombría. La carne de mi antebrazo estaba expuesta y, aunque ya no lucía un tatuaje, la solución del elemental de la tierra que me lo había quitado podría llamar la atención; quizá alguien pudiera unir las piezas, especialmente si era asiduo de aquellos servicios que proporcionaban.

Aparté la mirada de sus atuendos con un escalofrío y vi a Vita con algunas de las doncellas de Aella alternando con algunos de los invitados. Mi corazón aceleró cuando descubrí a Perseo entre el grupo de jóvenes entre los que entretenían a Vita y sus compañeras, haciéndolas reír. No me sorprendió ver a la chica acercando posiciones con el heredero, quien parecía estar más interesado —quizá por el momento— en lo que uno de sus amigos estaba contando al grupo.

Decidí recluirme en uno de los rincones apartados del porche, contemplando el trasiego de invitados y cómo el jardín iba llenándose poco a poco con todos los personajes ilustres que habían sido invitados por Aella. Dejé vagar mi mirada por los invitados, aunque mis ojos siempre se desviaban de manera inconsciente hacia Perseo.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando sentí una presencia situándose a mi lado. Por el rabillo del ojo vi una forma vestida de negro; una silueta que encajaba perfectamente con la de una mujer.

Una mujer de cabello oscuro y ojos de color plata.

—No pareces muy cómoda, ratoncita —fue su saludo.

Me removí sobre mis pies, sin saber cómo lidiar con la silenciosa nigromante que se mantenía junto a mí; con su mirada escaneando la multitud y un rictus de evidente desagrado en sus labios.

—Este ambiente... no estoy acostumbrada a nada de esto —dije a media voz.

La madre de Perseo ladeó la cabeza y me contempló de pies a cabeza. Algo titiló en su mirada de plata, una emoción que no pude discernir por el modo en que mis músculos se tensaron ante el poder que emanaba de su cuerpo; por la atención que tenía puesta en sus manos, quienes podrían detener mi corazón con un simple chasquido de dedos.

—Y con tu aspecto nadie diría que no perteneces a su mundo —comentó en tono reflexivo.

Mi mirada se desvió inmediatamente hacia los suyos, reprimiendo un escalofrío por mi propia osadía. La mujer ya me miraba, con los labios formando una fina línea; a nuestro alrededor la fiesta continuaba con Aella siendo el centro de un nutrido grupo de invitados.

Había algo en sus palabras que me hizo sentir furiosa.

—Yo nunca sería una de ellos —declaré con rotundidad.

La nigromante sonrió y, ante mi estupefacción, colocó su palma sobre mi mejilla.

—Tu fiereza me resulta dolorosamente familiar —dijo con un extraño tono de melancolía—. Te hará falta en el futuro, ratoncita: no permitas que te la arrebaten.

Luego se marchó hacia el cúmulo de invitados, desapareciendo entre los cuerpos como una sombra.

❈ ❈ ❈

Las horas fueron transcurriendo con monótona lentitud. El vino corrió como la espuma entre los hombres y las mujeres que reían a carcajadas o hablaban sobre chismorreos de la corte; observé sus rostros colorados por el alcohol. Apreté los dientes ante sus estruendosas y desinhibidas risotadas. Pero me mantuve en mi rincón, acechando en la penumbra mientras intentaba encontrar mi próximo objetivo.

Después de que la madre de Perseo me hubiera abandonado tras aquellas críticas últimas palabras, había abandonado mi escondite en un par de ocasiones para merodear entre los grupos que se encontraban más cerca de mí. Sin embargo, ninguno de ellos conversaba de asuntos que pudieran ser de utilidad para la Resistencia.

Mis ojos se fijaron entonces en Perseo. El heredero había estado alternando entre varios grupos de invitados, saludando y sonriendo a algunos conocidos; pero ahora no lucía la expresión que le había visto mientras mi mirada lo descubría entre los rostros de la multitud: sonriente y atento.

La perfecta imagen del futuro cabeza de familia.

Entrecerré los ojos cuando vi que Perseo se movía con discreción, alejándose de los invitados y encaminando sus pasos hacia el laberinto que había a unos metros de distancia. Por unos segundos consideré la posibilidad de que tuviera una cita clandestina con alguna de las jóvenes con las que le había visto durante la noche, pero pronto me vi corregida en mis suposiciones cuando descubrí a su madre moviéndose desde otro punto de la multitud en la misma dirección.

De manera inconsciente mis pies se pusieron en movimiento, rodeando a la multitud y con los ojos fijos en el laberinto. Perseo y su madre ya se habían internado entre los callejones que conformaban los altos árboles para cuando yo alcancé la entrada; dudé unos segundos antes de seguirles la pista manteniendo una cierta distancia para no verme al descubierto.

El sonido ahogado de dos voces masculinas me ayudó a que me guiara en la oscuridad. Una de ellas parecía enfadada, muy enfadada; la otra, por el contrario, intentaba apelar a la tranquilidad. A la calma.

—Este lugar no es seguro, y lo sabes perfectamente —dijo la primera voz.

Perseo.

—Por el momento tu abuelo no ha conseguido descubrirme, como tampoco el resto de la familia —repuso la segunda voz.

Fruncí el ceño y me moví con mayor cautela. Frente a mí me encontré con la espalda cubierta de un desconocido, la segunda voz que había escuchado, supuse; por encima del hombro descubrí a Perseo y a su madre, quien parecía nerviosa por algún motivo que se me escapaba.

—Si sigues arriesgándote de este modo, te expondrás —en esa ocasión fue la madre de Perseo la que habló—. Podrías echarlo todo a perder.

La persona encapuchada dejó escapar una risa ronca.

—Lo tengo todo bajo control —hizo una breve pausa—. Por cierto, me han llegado rumores sobre tu próximo compromiso. ¿Es por eso por lo que Aella ha montado todo esto? ¿Debería felicitarte, Perseo?

El interpelado se puso tenso ante el asunto de la oferta de compromiso, sus ojos se enfriaron del mismo modo que lo habían hecho cuando su abuelo tocó el mismo tema. Su madre dio un paso hacia delante de manera inconsciente.

—Tienes que marcharte de aquí —le ordenó, inflexible—. Ahora.

Las botas del desconocido aplastaron las hojas que había bajo sus suelas, haciéndolas crujir.

—Ptolomeo está bastante entretenido con su exquisito e importado vino —contestó con un deje de altanería—. No sería capaz de reconocerme ni aunque me tuviera delante de sus narices.

Perseo cruzó la distancia que le separaba del otro. Desde mi posición no era capaz de ver lo que sucedía entre ambos, pero apostaba a que el nigromante había cogido al desconocido por el cuello de la capa debido al comentario malintencionado que había hecho sobre su abuelo.

La madre de Perseo se apresuró a intentar separarlos, pero su hijo no parecía encontrarse muy por la labor de soltar a su presa. Por encima del hombro vi sus ojos convertidos en dos glaciales y mi vello se erizó cuando percibí la magia de Perseo en el aire, lista para herir.

Tal vez matar.

—No te atrevas a hablar así de él en mi presencia —le reclamó con voz tensa.

—¡Basta! —intervino la madre de Perseo, aferrándolo por la túnica—. ¡He dicho que basta!

Pero ninguno de ellos pareció escucharla.

—¿Acaso he mentido, Persei? —la burla impregnó cada sílaba del nombre por el que Ptolomeo se refería a su querido nieto—. ¿Acaso tu querido abuelo no dio su consentimiento a tu dulce prima con la esperanza de hacer un anuncio aún mayor?

Tragué saliva ante la tensión que empezaba a respirarse en el ambiente.

—Yo no he aceptado nada —siseó Perseo.

—Dudo mucho que tengas voto en este asunto —apostilló con maldad el otro—: tu abuelo no se arriesgaría, por mucho que alardee del poder que ostenta dentro de la corte, a despertar la furia del Emperador. ¿O estoy equivocado? —la pregunta fue dirigida hacia la madre de Perseo.

Ella se encogió sobre sí misma.

—Ahí tienes tu respuesta, Perseo —se mofó el encapuchado—. Dentro de poco serás un hombre felizmente casado...

Mis músculos se pusieron en tensión cuando oí voces ahogadas por el alcohol en algún punto del laberinto. Perseo y compañía también escucharon lo mismo, quedándose paralizados; sabía que era el momento de marcharme de allí antes de que pudieran descubrirme, por lo que no dudé cuando di media vuelta y me apresuré a regresar por donde había venido, sin importarme el ruido que pudiera estar haciendo en mi huida.

Una leve sensación de alivio inundó mi cuerpo cuando alcancé la salida del laberinto y pude dirigirme hacia la enorme mansión. Estaba tan concentrada en mi huida que no fui consciente de la persona que salía a mi paso, bloqueándome el camino y provocando que rebotara contra su pecho.

Ahogué un gemido de sorpresa y dolor cuando unas manos me sujetaron por los brazos, impidiendo que cayera al suelo.

—¿Has despertado la ira de algún dios y por eso estás huyendo?

Una extraña sensación se extendió cuando reconocí aquella voz.

Alcé mis ojos para encontrarme con Darshan cuyo ceño estaba fruncido. De manera inconsciente me fijé en las prendas que llevaba y que le daban la apariencia de ser uno de los perilustres que disfrutaban a nuestra espalda; tragué saliva y me obligué a clavar mi atención de nuevo en su rostro.

La preocupación iluminó sus ojos.

—Jem, ¿estás bien?

Mi cuerpo se quedó agarrotado.

—¿Qué haces aquí? —se me escapó un tono agudo.

Darshan frunció el ceño, como si no hubiera entendido la pregunta... o por mi gesto que alternaba entre asustado y desconfiado.

—Dijiste que en esta fiesta podrías conseguir información —respondió con calma, ladeando la cabeza—. He venido para ver si habías podido escuchar algo de interés, ¿lo has hecho?

—Tengo... tengo algo —balbuceé como una idiota.

Darshan me condujo con cuidado hacia una pared, arrinconándome contra ella y colocando sus manos a cada lado de mi rostro. El pánico despertó en la boca de mi estómago al verme en aquella desventajosa posición en la que no tenía salida; empujé su pecho con mis manos, pero el chico no se movió.

—¿Qué estás haciendo?

Estaba alterada por lo que había pasado en el laberinto, y la postura en la que nos encontrábamos no me ayudaba en absoluto. Empujé por segunda vez el pecho de Darshan, pero tampoco funcionó.

—Hay gente por aquí que podría escucharnos —la voz de Darshan era baja, casi susurrante—. De este modo podemos fingir, ya sabes, que estamos haciendo otra cosa muy distinta a compartir información para los rebeldes.

Mi rostro ardió de vergüenza al caer en la cuenta de lo estúpida que había sido, de cómo me había dejado llevar por el miedo que arrastraba desde que hubiera dado media vuelta y hubiera huido del interior de aquella trampa natural. Gracias a los brazos extendidos de Darshan, la parte inferior de mi rostro quedaba protegida y cualquier testigo no sería capaz de verme hablar; todos creerían que Darshan y yo habíamos buscado aquel rincón para tener algo de intimidad.

—Respira, Jem —me aconsejó Darshan—. Respira.

—Ptolomeo va a obligar a su nieto a aceptar el compromiso con la princesa Ligeia —me salió de corridillo, sintiendo un doloroso pellizco en el pecho.

El chico enarcó una ceja.

—¿Eso es todo? —por un instante pareció decepcionado.

—¡Casi me han descubierto en el laberinto, no he tenido tiempo de escuchar más! —me defendí.

El rostro de Darshan se endureció.

—¿Has estado allí? —asentí con la cabeza y él dejó escapar un resoplido—. ¡Eso ha sido muy estúpido y muy arriesgado! Miles de cosas podrían haber salido mal; todo nuestro plan podría haberse echado a perder si te hubieran descubierto... o atrapado porque no hubieras sido capaz de encontrar la salida.

Golpeé su pecho con rabia, en esta ocasión sabiendo bien por qué lo hacía.

—Como puedes ver, no ha pasado nada —siseé con molestia.

Los dos nos quedamos congelados cuando, por segunda vez en la noche, escuchamos un batiburrillo de voces acercándosenos desde uno de los pasillos. Darshan se tensó y echó un vistazo desde el extremo del que procedían todos los sonidos; luego sus ojos se clavaron en mí, iluminados por un brillo pícaro.

—Dime una cosa, Jem... ¿Te consideras una buena actriz?

Lo miré sin entender a qué venía aquella estúpida pregunta.

—¿Qué...?

Los labios del chico se curvaron hacia arriba en una sonrisa a juego con su mirada.

—Hazlo lo mejor que puedas, entonces.

El aire se me escapó de golpe de los pulmones cuando su cabeza se inclinó hacia mí y sus labios presionaron contra los míos con una fuerza arrolladora. Mis manos salieron disparadas hacia la tela de su túnica, aunque no sabía muy bien si para alejarlo de mí y romper el beso o para mantener el equilibrio y no terminar por los suelos.

De mi garganta brotó un gemido cuando los dientes de Darshan atraparon mi labio inferior, haciendo que se separa y le diera total acceso al interior de mi boca. Sus manos continuaban sobre la pared que había a mi espalda, sin tocarme; las mías, por el contrario, parecían haber cobrado vida propia y deambulaban hacia abajo, buscando el dobladillo de la prenda para poder colarlas y rozar su piel.

La cabeza empezó a darme vueltas ante la intensidad de aquel beso, del modo en que Darshan parecía controlar la situación, manejándola a su maldito antojo. Un segundo gemido se me escapó cuando su cuerpo aplastó al mío, haciendo que ciertos puntos de nuestras respectivas anatomías entraran en contacto y me dejaran sin aire. Mis inquietas manos habían logrado su objetivo y habían alcanzado la piel que escondía Darshan bajo la lujosa túnica que empleaba como disfraz. Noté la dureza de sus músculos y creo que susurré algo que hizo que él soltara una risita ronca antes de volver a presionarme contra la pared y profundizar aún más nuestro beso.

Las voces que antes habíamos escuchado subieron de volumen, pero mi atención —y mi instinto de supervivencia— estaba bastante ocupada en lo que estábamos haciendo... y lo poco que quedaba para que empezáramos a sentir que la ropa sobraba entre ambos.

Oí un coro de risitas y luego... silencio.

Darshan se apartó entonces, rompiendo el beso y brindándome un espacio que no sabía si necesitaba. El pesado silencio que habían dejado aquellos invitados al marcharse se vio ligeramente empañado por nuestras costosas respiraciones.

Pestañeé y me sentí como si hubiera despertado de un largo sueño.

Pero nada de ello había sido un sueño y mi rostro enrojeció con violencia al ser consciente de lo mucho que me había excitado aquel maldito beso. Dirigí mi iracunda mirada hacia Darshan, que parecía pensativo; mis traicioneros ojos se desviaron unos rápidos segundos hacia sus hinchados labios y sentí que se me ponía el vello de punta al recordar cómo se habían movido sobre los míos con aquella seguridad y propiedad exasperantes.

Le di un brusco puñetazo en el brazo.

—Si se te vuelve a ocurrir algo así —le amenacé entre dientes— te convertiré en un maldito eunuco.

Sin dejar de frotarse la zona donde mi puño le había acertado, Darshan echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que hizo que el calor que sentía por todo mi rostro empeorara.

—Ha sido en aras de proteger nuestra misión —se defendió.

Levanté el puño cerrado y lo coloqué a poca distancia de su rostro. Sus ojos plateados contemplaron mis nudillos con una mezcla de fascinación y temor; pero el temblor de sus labios —de sus malditos labios— delataba que estaba haciendo un gran esfuerzo por no echarse a reír de nuevo.

—Deberías marcharte —dije.

Y yo debía alejarme de aquel lugar —de Darshan— a toda prisa. Regresaría a mi maldito rincón y trataría de olvidar el asunto, lo borraría por completo de mi mente; como si nunca hubiera sucedido.

—Lo siento si te ha violentado —la diversión que antes había iluminado el rostro de mi compañero se había desvanecido, ahora estaba mortalmente serio.

Jamás admitiría en voz alta que no me había violentado en el sentido en que debía haberme violentado, sino que había encendido un odioso calor por todo mi cuerpo, haciéndome sentir frustrada conmigo misma: aquella sensación no me resultaba ajena, pero me enfadaba que fuera Darshan quien la hubiera despertado después de tanto tiempo.

Esquivé su mirada y me crucé de brazos, rascándome la piel con la uña de manera inconsciente; como si fuera un maldito tic que hubiera surgido en aquel preciso instante.

—Deberías marcharte —repetí.

Me obligué a mantener mi mirada bien lejos de su rostro, en cualquier punto del interior del edificio. Al pasarme la punta de la lengua por el labio inferior noté un ligero cosquilleo a causa de lo que habíamos estado haciendo, algo que me había prometido a mí misma condenar al olvido.

Oí la suela de sus botas deslizándose sobre las baldosas del suelo, moviéndose. Me mantuve obstinada en mi decisión de no mirarlo, haciendo que mis ojos vagaran por la piedra que nos rodeaba; él tampoco intentó hacer nada.

—¿Quieres que transmita algún mensaje? —la pregunta de Darshan me pilló desprevenida y, maldito fuera, hizo que rompiera mi promesa de no mirarlo.

Su rostro continuaba ensombrecido, haciendo que sus ojos parecieran más oscuros que antes.

—¿Y bien? —presionó cuando no le di una respuesta inmediatamente.

Clavé mi uña con mayor fuerza contra la piel de mi brazo.

Quise aceptar su tentadora oferta y pedirle que le dijera a Cassian que le echaba en falta, igual que a mi padre. Pero no dije nada, me mantuve en silencio y me tragué mis propios pensamientos: no quería que Darshan pudiera creer que estaba flaqueando en mi misión.

—Nada —respondí con voz ronca—. No necesito que transmitas nada.

Darshan asintió, aun cuando su mirada parecía decirme que sabía lo que había hecho, que había decidido callar.

Nos miramos el uno al otro en silencio hasta que el muchacho fue el primero en romper el contacto visual entre los dos, dando un paso hacia atrás. Hacia las sombras que había a sus espaldas.

—Ten cuidado, Jem —me advirtió con el rostro atrapado por las sombras. Tras un instante en que pareció dudar, añadió—: Lo estás haciendo bien.

Un segundo después ya había desaparecido entre la oscuridad, dejándome a solas. Me quedé allí hasta que reuní el valor suficiente para salir de aquel rincón y regresar al jardín donde proseguía la fiesta. Con la cabeza gacha, me moví entre la multitud que todavía no parecía querer dar por terminada la velada; muchos de ellos mantenían en su manos copas llenas de vino. Otros se tambaleaban sobre sus inestables pies.

Arrugué la nariz ante el inconfundible olor a alcohol que reinaba en el ambiente.

Entonces sentí unos dedos enroscándose en mi brazo, tirando de mí con brusquedad para apartarme de mi trayecto hacia mi objetivo. Me tragué el sonido de sorpresa que pugnaba por escapárseme mientras mi captor me sacaba de entre el gentío hacia una zona menos concurrida.

—Sabía que eras tú, pelirroja —susurró alguien. Un hombre.

Algo desagradable burbujeó en el fondo de mi estómago cuando reconocí la cara de la voz que antes había sonado cerca de mi oído.

Mi rostro perdió color cuando el muchacho sonrió con crueldad, apretando sus dedos contra mi carne. Ensimismada como había estado en mis propios problemas, había olvidado el incidente del mercado; el hecho de que aquel perilustre al que golpeé y humillé asistiría a la fiesta de Aella debido a su amistad con Perseo.

Me retorcí para intentar liberarme, pero fue en vano. El chico continuó guiándome hasta donde nos esperaban otros dos jóvenes con aspecto de haber bebido demasiado vino; sus corpulentos cuerpos se adelantaron al vernos aparecer a su amigo y a mí, sus bocas se curvaron en dos desagradables sonrisas.

Trastabillé y mi captor tiró de mi brazo con energía, arrancándome un siseo de dolor. Uno de los dos chicos que parecían habernos aguardado dio un paso más, entrecerrando los ojos para poder verme mejor... o intentar distinguirme, ya que tenía la mirada ligeramente desenfocada gracias a las copas de vino que llevaba encima.

—¿Es ella, Rómulo? —preguntó con voz pastosa, arrastrando las palabras.

El amigo de Perseo, y que ahora descubría que se llamaba Rómulo, me zarandeó como si fuera una simple muñeca. El tipo que aún no había intervenido dejó escapar una risita entre dientes.

—Ha sido toda una sorpresa descubrir que esta maldita ramera estaba aquí, Theseus —gruñó Rómulo cuando yo sacudí mi brazo con energía—. Pero quizá su presencia explique por qué Perseo fue tan persuasivo conmigo después de que ella huyera aquel día tras agredirme.

—Suéltame —rugí.

Mi tono hizo que Theseus y su compañero rieran con ganas. Rómulo, por el contrario, esbozó una sonrisa desagradable y hundió con saña sus dedos, haciéndome daño; sus ojos verdes relucían a causa de la ira. De la humillación que todavía arrastraba desde aquel maldito día en que nuestros caminos se cruzaron.

Me zarandeó de nuevo, haciendo que casi perdiera el equilibrio.

—Ni siquiera sé por qué accedí a acompañar a Perseo al mercado aquel día —masculló Rómulo para sí mismo.

Maldije la falda del vestido y la poca movilidad que me proporcionaba. Aquellos tres tipos no debían suponerme ningún problema para deshacerme de ellos; afiancé mis pies sobre el césped y me negué a dar un paso más. Rómulo se giró hacia mí con una expresión que denotaba lo poco que le gustaba mi falta de cooperación, y yo le dediqué una seca sonrisa antes de cerrar el puño de la mano que todavía tenía libre y estampárselo con ganas en el estómago.

Rómulo dejó escapar un jadeo ahogado, haciendo que su presión sobre mi brazo atrapado se aflojara lo suficiente para que yo pudiera liberarme de un enérgico tirón; cogí la maldita tela que caía sobre mis pies y me dispuse a salir huyendo de allí a toda prisa.

—¡No dejéis que se escape, inútiles! —escuché que gritaba Rómulo hacia sus dos amigos.

Cometí el error de mirar por encima del hombro. Aquellos dos enormes chicos no tardaron mucho en reaccionar, saliendo tras de mí; traté de dar más celeridad a mis pasos, intentando crear una mayor distancia, pero el vestido y el calzado que llevaba para la maldita ocasión no parecían estar muy conformes con la idea de colaborar conmigo.

Uno de ellos consiguió darme caza, rodeándome la cintura con sus anchos brazos y alzándome como si fuera un puñetero saco de patatas; pataleé mientras su compañero acudía en su rescate, ayudándole a inmovilizarme y regresaban donde un enojado Rómulo nos esperaba con el rostro enrojecido.

La mano del muchacho salió disparada hacia mi rostro, golpeándome en la mejilla ya herida por otro bofetón. Mi cabeza rebotó contra el pecho de uno de mis captores, aturdida y haciéndome sentir ligeramente mareada; Rómulo gruñó algo y les hizo un imperativo gesto a sus dos amigos.

—Ahora vamos a saldar cuentas, ramera.

Hice caso omiso del calificativo y concentré todas mis energías en agitarme entre los brazos de aquellos tipos que me retenían. Rómulo marchaba en cabeza, cumpliendo con su papel de líder, guiando al resto hacia el interior de la casa; a nuestra espalda quedaron las risas y la música de la fiesta. Pero ¿quién de los invitados saldría en mi ayuda si nos veían? Era una simple doncella y Rómulo, el hijo de una familia poderosa.

Nos internamos en uno de los pasillos que más utilizaban los esclavos en la mansión, el mismo que conducía a las enormes cocinas. El corazón arrancó a latirme con violencia al intuir que era allí donde nos dirigíamos; el entumecimiento había empezado a deslizarse por mi cuerpo ante la fuerza de las manos de mis captores.

Un gemido quedó atascado en mitad de mi garganta cuando atravesamos la puerta y Rómulo se retrasó lo suficiente para cerrarla. Sus ojos desprendían un brillo malicioso cuando nuestras miradas se encontraron.

—Creo que no hace falta que la retengáis más, chicos —habló para sus compañeros.

Mis pies golpearon con fuerza el suelo y giré para buscar una salida. Theseus y el otro flexionaron los músculos de sus brazos en una muda señal de advertencia, creyendo que su superioridad física me amedrentaría; que estaría indefensa contra ellos como una presa fácil.

—Vas a tener que compensarme con creces por lo sucedido —dijo Rómulo, dirigiéndose a mí—. Perseo no me dejó que acudiera a los Sables de Hierro, intentó restarle importancia... Es evidente que te conocía del pasado, de lo contrario hoy no estarías aquí, vestida de ese modo —soltó una risita—. ¿Quién iba a pensar que el ilustre Perseo Horatius acudía a lugares con tan poca moralidad para... disfrutar de algunos de sus servicios?

Me abalancé contra la larga mesa que quedaba más cerca de mí, intentando poner espacio entre aquellos tres tipos y yo. Con la única puerta cerrada, vigilada por Rómulo, tendría que encontrar otra salida... o defenderme de ellos hasta lograr abrirla y huir de allí.

Intenté alcanzar el mango de un cuchillo, pero una enorme manaza salida de la nada aplastó mi antebrazo contra la madera, haciendo que mis dientes crujieran por el dolor; alcé la cabeza para ver a Rómulo sonreír perversamente mientras Theseus me mantenía anclada en aquella posición, casi extendida por la mesa.

—Les he prometido a mis amigos que tendrían un poco de diversión, ya sabes —dijo en tono conspirativo—. Aunque estarás acostumbrada a esto, ¿no?

Le lancé una mirada cargada de odio.

—Aquel día debí haber apuntado a tu garganta, hijo de puta —solté.

Theseus utilizó parte del peso de su corpachón para presionarme contra la madera, haciendo que mis pulmones casi quedaran aplastados. Mi mejilla herida raspó contra la mesa, haciendo que la piel me escociera; en aquella posición estaba en clara desventaja, y era evidente que mis rivales —al menos dos de ellos— no serían tan fáciles como había creído en un inicio.

No dejaría que Rómulo se saliera con la suya.

—Ponedme una sola mano encima y lo lamentaréis —gruñí.

Rómulo se apartó de la puerta y se contoneó hasta donde estaba reducida, con Theseus actuando como una enorme bola de hierro que me aplastaba, dejándome inmovilizada. Sus dientes blancos relucieron cuando sonrió.

—No vas a poder hacer nada —me corrigió con suavidad—. Por mucho que hayas pagado a un elemental de tierra para que se encargara de tu marca, todo el mundo sabrá lo que eres; lo que sigues siendo. Atacar al hijo de una familia noble te costará muy caro.

Gruñí ante sus palabras, sabiendo que tenía razón. En el Imperio no existía la justicia, no al menos que tuvieras el poder y el oro suficiente para costeártela; la protección de la se mofaba Rómulo era cierta: si el asunto trascendía, la única que pagaría por lo sucedido sería yo.

Darían igual los motivos.

Daría igual la verdad.

Sentí náuseas cuando la mano de Rómulo recorrió mi espalda con deliberada lentitud, descendiendo hasta alcanzar la curva de una de mis nalgas. Inclinó su rostro hasta que apenas hubo distancia entre los dos; en sus ojos se podía ver con claridad la sensación de triunfo que debía estar recorriéndole por dentro.

—¿Has permitido que alguno de tus clientes disfrute de esto? —me preguntó en un tono ronco y bajo.

Me mordí el interior de la mejilla, sin decir nada.

En aquella ocasión, fueron sus nudillos los que entraron en contacto con mi parte sana del rostro. Sentí un dolor lacerante por toda mi cabeza cuando reboté, a causa de la fuerza del golpe, en la madera; luego algo cálido se deslizó por la línea de mi mandíbula.

—No me importa si ahora callas —me siseó con rabia contenida—. Muy pronto oiré tus gritos mientras suplicas.

Hundió sus garras en mi carne, a través de la tela del vestido. Toda mi valentía se esfumó en aquel momento, cuando fui consciente de que no iba a poder salvarme; de que estaba indefensa ante aquel monstruo.

Mi cuerpo se tensó y apreté los dientes con rabia, sintiendo mi corazón atrapado en un puño que cada vez iba aplastándolo más y más.

Las puertas cerradas estallaron con violencia, chocando contra las paredes. Los cuatro nos quedamos paralizados y dirigimos nuestras miradas hacia el poderoso sonido; creí que iba a desmayarme allí mismo cuando le descubrí en el umbral de la puerta.

Perseo.

Pero el Perseo que había conocido la noche en la que el Emperador casi fue asesinado; el nigromante cuya mirada parecía estar esculpida en hielo. Sin la protección de su máscara, pude ver la rabia que deformaba sus rasgos.

La ira que latía en su cuerpo.

Rómulo abrió la boca, quizá para disculparse, quizá para mentir y justificar qué estaba sucediendo, pero Perseo no le dio oportunidad: con un simple movimiento de muñeca hizo que las piernas de su amigo se doblaran en un ángulo sobrenatural, crujiendo de una manera desagradable.

Luego le siguieron Theseus, que acabó con el cuello roto, y el otro tipo, que sufrió el mismo destino que su compañero. El sonido que emitieron sus cuellos cuando Perseo los partió con otro giro de muñeca me heló la sangre.

Rómulo dejó escapar un alarido de dolor, pero el nigromante no pareció en absoluto afectado por lo sucedido. Cruzó la distancia que lo separaba de la mesa donde yo continuaba aferrada, inmóvil; vi su rostro inclinándose, sus ojos escaneando el mío y la furia reluciendo en el azul de sus iris, oscureciéndolos.

Quise decir algo, pero no me salió la voz.

Los brazos de Perseo me tomaron por la cintura con cuidado, cargándome contra su pecho. Mis músculos estaban entumecidos por lo sucedido, por lo que habría sucedido si él no hubiera llegado; mis dedos se curvaron sobre la tela de su atuendo, como si aferrarme a él pudiera ayudarme a alejar todo lo que atacaba mi mente.

No fui consciente de nada, ni siquiera de que nos movíamos. En un instante aún estábamos en la cocina y en el siguiente recorríamos un familiar pasillo que conducían a su dormitorio.

Atravesamos la antesala como una exhalación y nos introdujimos en su habitación. Me encogí cuando sus brazos abandonaron mi cuerpo y sentí que me hundía en algo mullido.

Su cama.

—Jem.

Mi visión se veía borrosa. Tardé unos segundos en comprender que eran lágrimas; los ojos azules de Perseo ocuparon todo el espacio. Habían perdido la frialdad que antes habían mostrado y ahora me miraban con preocupación.

Con miedo.

Apenas sentí sus dedos en mis mejillas, el dolor del contacto debido a las heridas producidas por la brutalidad de Rómulo.

—Jem, di algo.

Pero no pude.

Perseo cerró los ojos un instante y dejó escapar un suspiro, retirándose. Se irguió, obligándome a echar la cabeza hacia atrás para poder observarle; las palabras se atoraban dentro de mi garganta. Las acusaciones quemaban mi esófago como si hubiera tragado fuego.

Y mi voz había desaparecido.

—Quédate aquí —me pidió con la preocupación inundando sus rasgos y empleando un tono suave, retrocediendo un paso—. Por favor. Volveré cuando haya puesto algo de orden.

Al ver que no iba a obtener ningún tipo de respuesta por mi parte, bajó la mirada y dirigió sus pasos hacia la salida. No pude hacer otra cosa que contemplar cómo se marchaba, recordando su promesa de que regresaría; el sonido de la puerta cerrándose hizo que saliera de mi estupor.

Me hizo reaccionar.

Deslicé mis piernas fuera de la cama y comprobé si tenía la suficiente estabilidad para sostenerme por mí misma. Una vez estuve asentada sobre mis propios pies, permití que mi mirada vagara por el dormitorio de Perseo, que mantenía ese aspecto desordenado y casi caótico con el que me había encontrado la primera vez que estuve allí.

Mis ojos se clavaron en el mapa, después pasaron hacia el concurrido escritorio. Un segundo más tarde cruzaba la poca distancia y me quedaba frente a los papeles y libros que inundaban cada palmo de la mesa; muchos de ellos eran correspondencia privada de Perseo, invitaciones a multitud de celebraciones y mensajes de algunas chicas con las que había debido coincidir en las fiestas a las que había asistido.

Contuve las ganas de reducir aquellos últimos mensajes a cenizas y continué indagando el contenido de otros papeles, que resultaron estar relacionados con sus responsabilidades como heredero: directrices de su abuelo, básicamente.

Me aferré a aquel estudio de mi entorno como si mi vida dependiera de ello. Husmear entre las cosas de Perseo me ayudaba a mantener alejadas ciertas imágenes y a que fuera recuperando poco a poco el control sobre mí misma, sobre mis emociones.

Mis ojos se detuvieron en un pequeño retrato familiar. Pintado con exquisito detalle, contemplé a las tres figuras que formaban parte del lienzo: una de ellas era inconfundiblemente su madre, con aquel cabello oscuro e hipnótica mirada plateada; el niño que estaba situado en el centro era Perseo, con sus bucles rubios y expresivos ojos azules. La figura restante, aquel hombre, debía ser su padre fallecido.

Ambos compartían el cabello rubio y los ojos azules, pero las facciones del hijo de Ptolomeo eran mucho más hoscas que las de Perseo, quien había heredado el tono de piel y la suavidad de las suyas de su madre.

Me alejé de la mesa cuando mis ojos se clavaron en el arcón que había a los pies de la monstruosa cama de Perseo. Si fuera un nigromante, ¿dónde escondería la máscara?

Abrí la tapa con esfuerzo y contemplé el contenido con una expresión inescrutable: sobre una pila de prendas de color negro reposaba la familiar máscara que había cubierto su rostro mientras se mostró ante mí como nigromante. Mis dedos se cerraron sobre ella y la saqué, sosteniéndola como si fuera un objeto frágil.

Contemplé el interior liso y repasé la superficie con el dedo índice. Siempre había visto la máscara como un elemento aterrador, pero ahora —después de todo lo que había averiguado sobre los nigromantes y su vida consagrada al Emperador— no pude evitar verla como un bozal.

Como si ellos fueran simples animales y no merecieran siquiera tener identidad: cuando se colocaban aquella máscara, renunciaban a quienes eran.

La acerqué a mi rostro hasta que sentí la frialdad de la plata sobre mis pómulos. Esculpida para que encajara perfectamente sobre el rostro de Perseo, a mí me quedaba hueca en algunas partes; sin embargo, noté un extraño cosquilleo cuando me la puse. ¿Qué debía sentir Perseo cuando lo hacía él...?

Oí el sonido de la puerta, pero no fui lo suficientemente rápida para deshacerme de ella, solamente para quitármela. Perseo tampoco lo fue, no del todo.

—He traído algo que... —su frase quedó inconclusa cuando me descubrió con su máscara entre las manos.

El pánico se reflejó en su rostro igual que cuando antes había sostenido el mío, comprobando mis heridas. Sus ojos azules se abrieron de par en par y le escuché balbucear; Perseo nunca había balbuceado en mi presencia.

Nunca se había mostrado así de inquieto.

—Esto... esto no es... Tiene una explicación...

Una familiar rabia empezó a correr por mis venas y, sin pensarlo, me lancé sobre la cama. Cogí lo primero que tuve a mano —un cojín— y lo lancé hacia donde se había quedado paralizado Perseo, justo frente a su puerta; el objeto cruzó el aire y dio de lleno en su hombro. Aquello pareció espolearme, pues pronto empecé a tomar más objetos y a lanzárselos mientras el muchacho los esquivaba a duras penas.

Mantuve la máscara aferrada a mis dedos, sintiendo cómo se me clavaba en la carne los bordes.

—¿Hasta cuándo pretendías seguir con esto? —le pregunté, dejando que el dique estallara y vomitara todo lo que había tragado desde que a Aella se le escapara quién era en realidad—. ¿Creías que era una muchachita estúpida a la que podrías camelar, con la que podrías divertirte? Dime algo, maldita sea —Perseo se mantuvo mudo, conmocionado tras haberme descubierto con su mayor secreto entre las manos—. ¿Acaso esto era un juego? ¿Alternar entre tus dos identidades...?

Entonces recordé el beso del callejón. Había sido precipitado, muy precipitado teniendo en cuenta que apenas habíamos tenido tiempo de relacionarnos, de interactuar; la rabia ardió con más fuerza cuando vi en mi cabeza mis manos ascendiendo por su cara hasta alcanzar los bordes de su máscara. Dejé escapar un rugido de rabia al comprender que aquel gesto había sido una precipitada decisión de última hora, y no precisamente por la atracción que hubiera podido sentir hacia mí.

Los proyectiles se acabaron después de que le lanzara el último cojín que había sobre su cama. De manera inconsciente retrasé el brazo en el que sostenía la máscara y la lancé con rabia contra su rostro, deseando acertarle de lleno; deseando arrancarle algo.

Lo que fuera.

—Aquella noche —dije entre jadeos—. Aquella noche en el callejón, ¿me besaste para distraerme? ¿Para impedir que pudiera retirarte la máscara y descubrir quién eras en realidad?

Perseo esquivó la máscara, que chocó contra la madera con un golpe contundente y luego rebotó en el suelo. Sus ojos estaban llenos de remordimiento y sentí que las piernas empezaban a temblarme.

Apenas tuve tiempo de alcanzar la cama antes de desplomarme.

—Jem, por favor.

Hundí la cara entre mis manos, avergonzada y dolida por lo que había comprendido de aquella noche. Las lágrimas punzaron, a punto de ser derramadas, pero no lo permití: no lloraría frente a Perseo. No lo haría.

—Puedo explicártelo —su voz sonó increíblemente cerca.

Sentí su poderosa presencia frente a mí, pero no lo miré.

¿Quería escucharlo? Mi parte herida no quería hacerlo; mi parte herida quería golpearlo hasta hacer desaparecer ese nudo que se había creado en la boca de mi estómago. Sin embargo, mi parte racional opinaba que debía oír lo que tuviera que decir...

Que luego podría golpearlo.

—Eres un maldito embustero —dije.

Escuché a Perseo exhalar antes de que respondiera:

—Lo soy.

Silencio.

—Pero estaba asustado, Jem —Perseo retomó la palabra al ver que yo no iba a decir nada—. Vi cómo me mirabas cuando llevaba la máscara puesta: me tenías miedo; pero también había cierto desafío, como si quisieras imponerte a tu propio temor. No quería que sintieras eso de mí, por lo que decidí intentar encontrarte como Perseo, no como el nigromante al que habías conocido.

»Pero mis planes tampoco salieron como yo lo había previsto: recorrí la ciudad, rezando por tropezarme contigo, listo para confesarte quién era en cuanto me vieras... Y, aquel día en el mercado, cuando golpeaste a Rómulo... No podía creer que estuvieras ahí, mirándome con tanto odio sin tan siquiera saber mi identidad. ¿Qué solución me quedaba, Jem? Como nigromante me temías y como Perseo parecías odiarme.

Me tragué las lágrimas e ignoré la oleada de dolor que me sacudió cuando mordí mi labio inferior herido. Mi parte racional entendía el dilema de Perseo, creía en lo que me había confesado; no le había puesto las cosas sencillas y él no había sabido cómo proceder. Cómo llegar hasta mí.

Mi cuerpo se sacudió cuando los dedos de Perseo se cerraron con cuidado sobre mis muñecas, retirándomelas para que pudiéramos vernos el uno al otro sin la muralla tras la que me había refugiado.

Sus ojos azules eran sinceros; no podía estar mintiéndome, no cuando se había arriesgado tanto para mantenerme con vida.

—Es cierto que te espié durante días —prosiguió y su rostro se contrajo en una mueca ligeramente avergonzada—. Lo único que quería hacer era ayudarte. Por eso mismo exigí a mi abuelo que te aceptara como doncella de mi prima y luego di estrictas órdenes de que te dijeran que era un favor de un amigo a otro amigo: no estaba preparado para decirte la verdad. No estaba preparado para enfrentarme a ti.

Sus pulgares acariciaron la piel de la cara interior de mis muñecas.

—Es posible que no todos los motivos del beso fueran los que creías, pero... pero una parte de mí también lo deseaba —agregó.

Tragué saliva ante su declaración.

—Me ha dolido —confesé y Perseo bajó la mirada, abatido—. Igual que me dolió tener que enterarme por otras personas quién eras en realidad y el modo en que me trataste, como si fueras un desconocido. Como si estuvieras jugando conmigo.

—Sabía que existía la posibilidad de que lo averiguaras antes de que lo hablara contigo, pero no encontré el momento... No encontré el valor suficiente para hacerlo cuando supe que habías aceptado la oferta de trabajar como doncella para Aella —añadió.

Jamás hubiera creído que Perseo hubiera resultado ser tan tímido en ese aspecto. En su faceta como nigromante había visto su férrea seguridad, el control que había en cada uno de sus movimientos; el resultado de una dura instrucción durante su juventud, hasta ser moldeado a los deseos del Emperador. Sin embargo, no había tenido oportunidad de conocerlo más allá de su máscara.

—Lo que te dije aquella noche en el callejón era cierto —murmuró.

La boca se me quedó seca. Él había admitido en ese momento al que hacía referencia que podía sentir algo hacia mí; gracias a la máscara que protegía su identidad, había reunido el valor suficiente para confesarme que no había podido olvidarse de mí y que, por ello, me había estado buscando.

Después de dejarle hablar había tocado su rostro pero, al alcanzar los bordes de su máscara plateada, él me había detenido. Luego me había besado, moviéndose por el miedo que le atenazaba que descubriera su verdadera identidad; que reconociera su rostro como el chico que había visto dos veces en el mercado.

«No he podido dejar de pensar en ti desde aquella noche», me dijo.

Y yo tampoco había podido hacerlo, por mucho que me enervara tener que admitirlo. El miedo del que había hablado Perseo se había ido esfumando en el tiempo que estuvimos separados; como nigromante nunca trató de utilizar sus poderes para hacerme daño, incluso se arriesgó a desobedecer las órdenes que tenía para salvar mi vida. Quizá eso, descubrir que no era un monstruo como había creído, había hecho que el temor se transformara en interés.

Siseé de dolor cuando mis dientes se clavaron sobre mi labio herido, recordándome los estragos que había causado Rómulo en mi rostro a causa de su sed de venganza. Los ojos azules de Perseo se oscurecieron al ver mi mueca, al recordar quién era el responsable de mis heridas.

—Voy a curarte —sentenció, y no parecía darme opción a que pudiera negarme.

Sus dedos rozaron la piel arrugada de mi antebrazo, provocándome un escalofrío. El elemental de tierra había intentado hacer lo posible, pero sus habilidades nunca podrían igualarse a los de un nigromante.

—Y esto, también —añadió.

Mi cabeza se movió en un gesto de asentimiento, dándole un permiso que quizá no necesitaba. Perseo entrecerró los ojos y alzó una de sus manos; tragué saliva al ver sus yemas acercarse a mi piel amoratada, sin saber cómo iba a ser la experiencia.

Él debió intuir mis dudas, ya que dijo:

—No puedo prometerte que no duela.

Volví a asentir.

Primero apoyó la punta de sus dedos sobre mi pómulo herido, donde Rómulo y Eudora me habían golpeado. Un cosquilleo se propagó desde la yema hasta mi piel, haciendo que el resto de mi cuerpo temblara... de anticipación; luego vino el calor y el prometido dolor que Perseo había mencionado.

El poder de los nigromantes era el más letal y eficaz: tanto un arma para arrancar vidas, como un instrumento para salvarlas.

—No utilizaste el ungüento que te envié —murmuró cuando terminó con el pómulo y lo único que sentía en la zona era otro cosquilleo mucho más leve. Un recuerdo de su habilidad.

—Estaba furiosa contigo —confesé con absoluta sinceridad—. Furiosa por creer que todo esto era un juego para ti.

Perseo desvió la mirada, compungido. Sus dedos se movieron hacia el moratón que había empezado a formarse después de que Rómulo me golpeara con saña; sentí el cosquilleo y la punzada de dolor que vino después, cuando empecé a curar.

El silencio se instaló en nosotros mientras él terminaba de curar mis heridas, llegando a mi labio abierto y sangrante. Noté un ardiente calor en las mejillas cuando pillé a Perseo contemplándolos con atención, incluso después de haber cerrado la herida.

Los pulmones parecieron encogérseme ante la intensidad que se leía en su mirada y las familiares sensaciones que despertaron dentro de mí. El deseo de inclinarme, eliminar la poca distancia que nos separaba y besarlo. Besarlo porque así ambos lo queríamos, sin subterfugios y mentiras de por medio.

Aparté la vista, con las mejillas ardiendo mientras los dedos de Perseo tanteaban con cuidado la carne maltratada de mi antebrazo. Jadeé cuando su magia volvió a entrar en acción, deshaciendo lo que el elemental de la tierra había hecho conmigo; aquel proceso fue más molesto que los otros, y mucho más largo.

Escuché a Perseo disculparse cuando terminó, pero mi atención estaba centrada en mi antebrazo. En la piel lisa que mostraba, sin rastro alguno del tatuaje o los jirones de carne retorcida que antes la habían recorrido.

La acaricié, topándome con la suavidad que recordaba.

—¿Qué vamos a hacer?

La repentina pregunta de Perseo me hizo apartar la mirada de mi antebrazo recién curado para clavarla en el rostro del nigromante. Sus ojos azules habían tomado un brillo turbulento, y tardé unos segundos en comprender a qué se refería.

«¿Qué va a ser de nosotros?»

Los secretos —al menos los de Perseo— habían quedado al descubierto. Ya no había máscaras de por medio y nuestros sentimientos habían salido a la luz, dejando pendiente que decidiéramos qué camino tomar.

Qué dirección seguir.

Decidí ser egoísta. Decidí anteponer a mi corazón a mis convicciones, a todo lo que me esperaba fuera de aquella opulenta mansión; sabía que había multitud de obstáculos esperándome en el futuro, que el hecho de que Perseo fuera un nigromante —además de heredero de una de las gens más poderosas dentro del Imperio— no era un voto a favor en mi mundo.

Para mi padre.

Para Cassian.

Silencié la voz que resonaba dentro de mi cabeza y me incliné hacia Perseo, quien se inclinó a su vez hacia mí. Mi piel se erizó cuando nuestros labios se encontraron, cuando las manos de Perseo tomaron mi rostro; mi pulso se disparó al sentir aquel beso, el modo en que mi propio cuerpo parecía reaccionar al suyo, y alejé de mi mente cualquier otra imagen.

Perseo jadeó cuando lo tomé por la tela de su túnica y lo acerqué más a mí, haciendo que la distancia menguara. Sus manos abandonaron mi rostro para vagar tentativamente por mi cuello y hombros, descendiendo poco a poco; el contacto de sus palmas sobre la piel desnuda de mis brazos hizo que un agradable escalofrío bajara por mi espalda, casi siguiendo la misma dirección que sus manos.

Mis dedos juguetearon con el borde de su túnica, anhelando agarrar la tela para quitársela. El calor pareció subir en el interior de aquella habitación cuando Perseo abandonó mis labios para deslizar sus labios por mi cuello; gemí cuando sus dientes pellizcaron la carne sensible que había cerca del lóbulo.

—Quédate conmigo esta noche —el susurro de Perseo contra mi piel hizo que volviera a erizarme.

Atrapada en aquel torbellino de sentimientos que se retorcían en la parte baja de mi vientre no pude hacer otra cosa que aceptar con un susurro ronco. Los labios de Perseo regresaron a los míos y yo llevé mis manos hasta la cinturilla de sus pantalones, dispuesta a conducir la situación hacia un nivel más; su petición resonó en mis oídos, provocando que mi sangre se calentara ante las expectativas.

Sin embargo, cuando mis dedos ya se habían colado y rozaban la piel que había bajo la prenda, Perseo me tomó por las muñecas y rompió el beso. Lo miré sin entender aquel gesto por su parte; el rubor que antes había cubierto sus mejillas se había tornado mucho más oscuro y respiraba entrecortadamente.

—¿Estás segura de esto? —me preguntó.

¿Lo estaba? La noche había resultado ser un infierno y aún parecía tener las emociones a flor de piel. Mi conversación con Perseo había sido un pequeño respiro para no pensar en lo cerca que había estado Rómulo de salirse con la suya; lo que habíamos estado haciendo había sido una vía de escape, además de una pequeña liberación.

Aquel no era el momento idóneo.

No sería justo para ninguno de los dos que siguiéramos adelante cuando una parte de mí sabía que el estar juntos sería un modo de evadirme de todo lo que había vivido.

—No —dije con honestidad—. No es el momento.

Perseo asintió, sin cuestionarme, y me dio espacio para que pudiera recomponerme. Observé su espalda mientras se dirigió a la mesita que había más cerca de su cama y tomaba la taza con la que había aparecido; me la tendió con una media sonrisa y yo olfateé su contenido con una ceja enarcada.

—Es una mezcla que te ayudará a... hacer más llevadera la noche —me confesó y luego mordió su labio inferior—. Es bastante potente.

Posé mis labios en el borde de la copa y probé un poco aquel líquido. Un desagradable sabor inundó mi boca, haciéndome toser; los ojos se me llenaron de lágrimas al comprobar que Perseo no había mentido cuando había mencionado que era fuerte.

Juraría que, a pesar del poco líquido que había tragado, ya podía sentir sus efectos en mi organismo.

—¿Qué demonios es esto? —farfullé.

Perseo esbozó una sonrisa culpable.

—Es lo que tomo yo cuando... cuando no puedo dormir —me confió y sus ojos se tornaron vidriosos.

Entendí lo que no había sido capaz de decir. Como nigromante, ¿qué cosas horribles habría tenido que presenciar? Como peón en manos del Emperador, ¿qué habría tenido que verse obligado a hacer?

El silencio que nos rodeó en aquella ocasión fue casi aplastante hasta que Perseo se aclaró la garganta.

—Sigo queriendo que te quedes aquí, conmigo —dijo.

La idea de permanecer el resto de la noche en aquella habitación, a su lado, hizo que un recuerdo saliera a flote dentro de mi mente. Mis labios se curvaron de manera involuntaria en una sonrisa divertida.

—¿Tienes la costumbre de dormir desnudo?

Perseo se echó a reír.

* * *

Parece que han pasado siglos desde la última vez que actualicé y la realidad es que solamente han sido 10 benditos días. Sin embargo, y como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes (chiste malo donde los haya):

Dije que estaría de hiatus hasta febrero, pero no especifiqué qué día regresaría, precisamente por un motivo en concreto: con los exámenes de enero apenas he tenido tiempo de escribir y, mucho menos, corregir lo poco que tenía adelantado y que estoy gastándolo ahora mismo con esta actualización. ¿Qué quiero decir? Que es posible que estos días que toque subir capítulo no pueda hacerlo porque esté poniéndome al día como una loca. Aunque espero tomar cierta estabilidad a finales de mes como muy tarde.

Segundo, ¡YA HA LLEGADO EL MOMENTO DE LLEGAR AL BENDITO CAPÍTULO 42! Realmente estaba ansiosa por llegar a este momento, en especial cuando se descubre todo el pastel y a Perseo está a punto de darle una embolia.

Ya sabemos por qué nos pareció tan precipitado el beso que compartieron Perseo y Jem en el callejón.

Tercero, ¿quién quería que la máscara le diera de lleno en el cabezote a Perseo? Manos arriba.

Cuarto, yo no le habría partido las piernas a Rómulo, sino el puñetero cuello.

Quinto, y último, my babies confesándose sus sentimientos después de siglos

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