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La advertencia —o amenaza, todavía no estaba segura— de la nigromante se repitió dentro de mi cabeza mientras contemplaba cómo se dirigía hacia la puerta. Apolonio no tardó en interceptarla, inclinando la cabeza en señal de respeto que hizo que la mujer esbozara una sonrisa desganada y desapareciera con premura por la entrada, de regreso hacia el palacio donde aguardaba el Emperador.

Mi rostro se torció en una mueca dolorida ante las punzadas que presionaban mis sienes, cúmulo de la tensión del momento. Aún me resultaba muy difícil de creer que hubiera tenido la buena suerte de no haber sido entregada al dominus después de que la misteriosa nigromante —y madre de Perseo— me hubiera descubierto al otro lado de la puerta mientras ambos discutían sobre la atrevida oferta del Emperador hacia Ptolomeo; tomé una temblorosa bocanada de aire y obligué a mis pies a que se movieran: quería alejarme lo máximo posible de aquella zona, pues no quería correr más riesgos y correr una peor suerte que la primera vez.

Me escurrí lo más sigilosamente posible por las escaleras que utilizaba el servicio para pasar desapercibido y ascendí los escalones con renovada energía, deseando alcanzar la puerta de mi dormitorio y la relativa seguridad que me brindaba su interior. La cesta que llevaba a la cadera rebotaba con cada movimiento, espoleándome a ir más deprisa; pese a ello, nada más alcanzar el tercer piso, me topé cara a cara con el gesto contrito de Eudora.

Había logrado sortearla desde que acepté trabajar como doncella, pero no podría esquivarla en aquella ocasión; no cuando su inquisitiva mirada ya estaba clavada en mi persona, haciéndome entrar en su maldito radar. Tragué saliva para intentar deshacer el nudo que había empezado a formárseme en mitad de la garganta y me recordé que debía parecer sumisa y leal, en especial cuando sus comentarios se tornaran crueles y despectivos y buscaran hacerme caer en su juego.

Eudora se acercó hasta mí como un halcón arrinconando a su presa antes de atraparlo en sus afiladas garras. Su nariz se frunció con desdén y sus ojos me escanearon de pies a cabeza, deteniéndose momentáneamente en la cesta que cargaba contra mi cadera y que contenía los quitones reglamentarios que debíamos llevar todas las doncellas de Aella, una prenda que permitía distinguirnos del resto de esclavos domésticos de la propiedad.

—Señorita Devmani —ignoré el insulto que había bajo sus palabras e hice que mi espalda se pusiera recta.

Agaché la cabeza como había podido ver en otros esclavos y no dije una sola palabra, no hasta que Eudora me lo dijera expresamente. Estaba al tanto de los rumores que corrían sobre los castigos que la propia mujer se encargaba de administrar a los incautos que se habían atrevido a abrir la boca sin su consentimiento.

—Veo que la he cogido en mitad de sus tareas personales —continuó Eudora con un tono crítico, como si hubiera cometido un terrible error—, algo que, como bien sabe, debería haber hecho cuando no estuviera cumpliendo sus responsabilidades laborales.

Me mordí el interior de la mejilla, sabiendo que no podría contestarle a esa odiosa mujer —que parecía haberme convertido en su próxima víctima— que mis «responsabilidades laborales», como ella las había llamado, no empezaban hasta que la propia Aella decidiera salir de la cama. Lo cual no sucedería hasta casi la llegada del mediodía.

No dije nada, permití que el silencio se extendiera entre las dos. Le negué a Eudora la satisfacción de ser testigo de cómo cometía otro error; un error que sería insalvable en presencia de aquella retorcida mujer.

—Dejando a un lado tu pequeña irresponsabilidad, necesito que te encargues de una pequeña tarea —agregó de manera misteriosa.

La ausencia de mayor información o datos sobre ello hizo que alzara la mirada. Sus ojos de halcón ya estaban fijos en los míos, reluciendo con una pizca de burla y perversidad; vi cómo esbozaba una sonrisita, complacida por haber llamado mi atención.

Hizo un desdeñoso movimiento de mano, señalándome.

—Ya que no te encuentras ocupada, no como el resto de personal —no se me pasó por alto la pulla—, podrías encargarte de recoger la ropa sucia del joven amo. Con tanto preparativo pendiente para la fiesta de la señorita Aella, los esclavos no han tenido oportunidad de hacerlo debido a la gran carga de trabajo que tienen sobre sus hombros.

Estudié sus palabras, intentando encontrar la trampa que la mujer debía haber puesto en ellas.

—Me dijo que no me estaba permitido acceder...

La mano de Eudora salió disparada contra mi mejilla antes de que supiera lo que estaba sucediendo. La bofetada retumbó dentro de mi cabeza, haciendo que ésta me diera vueltas, y después sentí el familiar escozor producido por el golpe; pestañeé con aire aturdido mientras la mujer me sonreía con aire triunfal.

¿Qué demonios acababa de suceder? ¿Por qué me había golpeado?

—No recuerdo haberte dado permiso para hablar, querida —canturreó Eudora, agitando su dedo índice de manera amonestadora delante de mi cara como una burla.

Apreté mi puño sobre el asa de la cesta hasta que sentí el diseño del material clavándoseme en la palma. La mejilla continuaba doliéndome a causa de la bofetada que me había propinado, un molesto pitido se había instalado en mis oídos y juraría que podía sentir el sabor de la sangre en la lengua. En cualquier otro tipo de circunstancias le habría devuelto el golpe con el doble de fuerza, pero no podía.

Por mucho que una voz me susurrara al oído que lo hiciera, no podía arriesgarme más de lo que ya lo había hecho.

Me tragué mi rabia y mantuve la boca cerrada, tal y como debía haber hecho antes.

—Deja la cesta en tu habitación y sube a poner un poco de orden en los aposentos del joven amo —me ladró—. Y recuerda ser rápida y discreta: las chicas como tú debéis ser invisibles ante la mirada de los señores.

Asentí de manera forzada, dando media vuelta en el acto para alejarme de aquella insidiosa mujer antes de ceder a mis impulsos por haberme abofeteado. Casi podía percibir su victoria en el aire, la mueca de satisfacción que debía retorcer sus aguileñas facciones tras haberme empujado a cometer ese estúpido fallo, legitimándola a castigarme a su conveniencia.

Podía ser la doncella de Aella, pero me encontraba por debajo de Eudora.

Me entretuve en mi dormitorio unos instantes de manera obligatoria para colgar los quitones e impedir que quedaran arrugados, hecho que podría desembocar en: ser descubierta por la odiosa Eudora, ganándome otro castigo, o bajar por segunda vez a la lavandería, siendo de nuevo juzgada por el resto de esclavos.

Una vez terminada aquella tarea, y comprobando que la mujer no estuviera acechando por aquella planta, cogí la cesta vacía y me apresuré a colarme por las escaleras para alcanzar el piso superior. El corazón empezó a latirme con fuerza al ser consciente de que Eudora me había brindado una oportunidad inmejorable: los aposentos privados de Perseo podían estar llenos de información como la correspondencia que el nigromante debía mantener tanto con el Emperador como con sus amigos.

Además, sentía curiosidad.

Ignoré el escozor que persistía en mi mejilla y me centré en lo importante: descubrir cuál de todas las malditas puertas que había en aquel largo corredor eran las que conducían a los aposentos de Perseo.

Sentí un familiar calorcillo inundando mi rostro al caer en la cuenta de que Eudora no me había indicado en ningún momento cuál era mi destino, simplemente se había limitado a ladrarme mis nuevas órdenes. Unas órdenes que no correspondían en absoluto con mi papel de doncella de Aella.

«Vieja arpía.»

Me quedé detenida al final del pasillo, preguntándome cuál sería el dormitorio de Perseo. Estaba segura de que, si me equivocaba, Eudora me aplicaría un castigo mucho más duro que la bofetada; quizá su propósito era ese: hacerme fallar, que entrara en el dormitorio equivocado para que su ira cayera sobre mí.

Observé las puertas, dos en total.

Una de ellas me conduciría al desastre total, la otra me permitiría intentar conocer un poco más a Perseo. Brindarme información que pudiera usar en mi propio beneficio después de que el nigromante hubiera decidido jugar conmigo, fingiendo ser dos personas distintas.

Los dedos empezaron a cosquillearme a causa del nerviosismo, del temor a fallar.

Alterné mi mirada entre las dos posibilidades. ¿La primera... o la que se encontraba al fondo? Aquella planta parecía encontrarse vacía en apariencia, pero no podía permitirme bajar la guardia. Eudora bien podría haber dejado a alguno de los esclavos espiando para ella, a la espera de ver cómo yo erraba en mi decisión y entraba en el dormitorio equivocado.

En el dormitorio del propio dominus.

Un sudor frío cubrió mi nuca al recordar la conversación que había escuchado a escondidas entre Ptolomeo y la nigromante. El modo en que el hombre no se había amedrentado ante la presencia de uno de los perros del Emperador; alguien que podría detener su corazón con un simple chasquido de dedos. O un pestañeo.

«Jem, escoge de una maldita vez.»

Mis ojos se clavaron en la puerta que tenía más cerca. Una opción factible si me equivocaba y tenía que marcharme apresuradamente antes de que alguien pudiera descubrirme en su interior; una opción que tenía cerca las escaleras por las que había accedido a aquella tercera planta, hasta ahora prohibida para mí.

Hice que mis pasos apenas sonaran contra el suelo de mármol mientras me dirigía hacia la puerta que había escogido. Mis dedos temblaban de manera inconsciente cuando los cerré alrededor de la manija y mi rostro se crispó cuando la madera crujió al empujar la puerta, abriendo un resquicio; me asomé con cautela, comprobando que la distribución de aquellos aposentos era similar a los de Aella, aunque mucho más grandes.

Aquella antesala estaba limpia y bien recogida, nada que ver con el aspecto revuelto que presentaba la de la joven perilustre después de que decidiera dar por finalizado su duro día como nieta de uno de los hombres más poderosos del Imperio. Un escalofrío me bajó por la espalda al poner un tímido pie en el interior de aquella enorme sala. ¿Cómo demonios pensaba descubrir que no me había equivocado de dormitorio si no había nada a la vista que pudiera darme una ligera pista?

Me interné un par de pasos más en el interior, atenta a cualquier detalle que pudiera resolver mi duda. Sin embargo, y para mi consternación, la antesala se encontraba colocada y los pocos objetos que había en ella no me resultaban de ayuda alguna. En absoluto.

Mis ojos se quedaron clavados en las puertas que había al fondo, como las de Aella, que conducían al dormitorio, propiamente dicho. Por el momento no había descubierto si había errado en mi elección o no, así que tendría que arriesgarme un poco más y cruzar la distancia que me separaba de ellas para ver si dentro de aquella habitación me encontraba con algo que pudiera indicarme si tenía que salir huyendo de allí como si me persiguiera un maldito genio enfurecido. Ignoré el rápido latir de mi corazón, mis palmas sudorosas, y apreté contra mi cadera la cesta como si aquel puñetero objeto se hubiera convertido en un escudo.

Apenas me llevó unos segundos encontrarme frente a las puertas del dormitorio, pero eché otro vistazo por encima del hombro para ver si me había dejado algo. No tuve suerte: aquella antesala continuaba mostrando su aspecto impersonal y casi vacío, como si su dueño no se hubiera molestado en brindarle una apariencia que le hiciera sentir hogareño entre aquellas cuatro paredes.

Fulminé con la mirada a las puertas e hice algunas respiraciones antes de reunir el valor suficiente para abrirlas, en esta ocasión sin arrancarles ningún ruido incriminatorio. Al contrario que sucedía dentro del dormitorio de Aella, en aquél había algunas cortinas echadas y otras no, lo que permitía que hubiera cierta luminosidad que no me obligara a moverme a tientas, a expensas de chocar con cualquier obstáculo.

Enarqué las cejas de manera inconsciente cuando me topé con prendas —indudablemente masculinas— desperdigadas por el suelo como si de un camino de miguitas de pan se tratara. Mis labios se curvaron en una sonrisa traviesa al comprobar que, ¡bingo!, no me había equivocado de dormitorio y que su dueño no era tan pulcro como pudiera parecer viendo la antesala tan impoluta que quedaba a mi espalda.

Empujé con la cadera la puerta para poder colarme dentro del dormitorio y terminar aquella aburrida tarea lo antes posible. Incluso me di el pequeño lujo de contemplar la habitación, tan distinta a la de Aella: en vez de un tocador, me encontré con un enorme escritorio repleto de libros y pergaminos. En la pared donde la perilustre tenía colocado un enorme espejo donde podía contemplarse desde diversos ángulos, Perseo tenía colgado un enorme mapamundi.

No me fue difícil reconocer el Imperio, como tampoco su país vecino, Assarion, y la península de menor tamaño que correspondía a Hexas, todo ello rodeado por el misterioso Océano de las Bestias.

Mis pies se movieron por sí solos, con mis ojos atrapados en aquel enorme trozo de papel clavado a la pared, hasta que me detuve frente al mapa. Ladeé la cabeza al ver que los pequeños puntitos que había visto recorriendo el Imperio se trataba, en realidad, de alfileres. Supuse que se señalaban lugares que Perseo querría visitar en algún momento de su vida o en los que ya había estado. Noté cierto cosquilleo de envidia al contemplar la gran cantidad de puntitos negros que decoraban la parte que correspondía al Imperio; las oportunidades que había tenido para viajar libremente, a cualquier parte.

Me obligué a despegar la mirada del mapa y a centrarme en lo que tenía entre manos: limpiar el estropicio de prendas sucias, marcharme de allí y disfrutar de la decepción que se llevaría Eudora cuando viera que no había fallado en mi cometido. Quizá incluso tuviera tiempo de curiosear un poco... Si fuera una nigromante, ¿dónde escondería la máscara?

Giré sobre la punta de mis pies y mis ojos se quedaron clavados en la enorme cama que había a unos metros, en el mismo lugar que la que ocupaba Aella un piso más abajo. El estómago me dio un vuelco al ver un cuerpo tendido sobre el colchón...

Un cuerpo que estaba completamente desnudo, a excepción de donde le cubrían las finas sábanas. La última prueba que necesitaba para estar segura de que mis deducciones no estaban equivocadas y que aquel dormitorio pertenecía a Perseo... O a un Perseo dormido, vulnerable y sin una maldita prenda de ropa cubriendo su maldito cuerpo. Oh, dioses.

«Una muestra de piedad ante esta humilde seguidora vuestra, un ápice de misericordia...»

OH, DIOSES.

Mierda.

Los colores empezaron a subírseme al rostro cuando dejé que mi mirada vagara libremente por aquel espectáculo —pues no podía denominársele de otro modo— de músculos definidos y piel al descubierto; sentí que hacía más calor allí dentro cuando mis ojos recorrieron el tatuaje que había entre sus omóplatos, líneas de tinta negra que lograron que mi vello se erizara. Perseo tenía la cabeza escondida bajo la almohada —una costumbre que parecía compartir con su prima—, pero algunos rizos de color rubio quedaban al descubierto; lo contemplé en silencio y permití que mi imaginación recreara su rostro sin máscara de por medio.

Mordí mi labio inferior con fuerza para brindarme algo de perspectiva, intentando liberarme del embrujo de ver su cuerpo desnudo... y que mi maquiavélica mente conjurara ciertas imágenes dentro de mi cabeza, despertando un familiar cosquilleo por todo mi cuerpo que pareció ganar fuerza en la zona baja de mi vientre.

«Por todos los dioses —farfullé en mi fuero interno, sin ser capaz de apartar la vista del escultural cuerpo de un Perseo totalmente dormido—. ¿A quién he ofendido de allí arriba?»

Cuestioné si mi sigilo sería suficiente para poder llevar a cabo la tarea hasta que la inconfundible curva de sus nalgas me distrajo de nuevo de lo que tenía en mente. Al contrario que Perseo, que mostró una indiferencia total ante mi cuerpo desnudo que estaba empezando a envidiar con toda la fuerza de mi alma, yo no tenía ese entrenamiento para no alterarme al ver una imagen como esa.

No estaba hecha de piedra... y llevaba mucho, mucho tiempo sin ver a un hombre sin nada encima, a excepción de unas ridículas sábanas que tampoco dejaban mucho a la imaginación.

«Céntrate, Jem —me exhortó una vocecilla que, de nuevo, se asemejaba sospechosamente a la de Cassian—. ¡Y deja de mirar su maldito trasero, por las ascuas de Phile!»

Tenía que moverme de allí, y deprisa. No quería contrariar a Eudora y empañar mi triunfo contra la mujer a causa de mi tardanza, que ella utilizaría a su favor para castigarme por eso; no quería seguir contemplando embobada a Perseo mientras dormía, haciendo que mi enfado por lo que me había hecho —aquel doble juego y su secreto sobre su verdadera identidad— disminuyera un poquito al verle en aquel estado tan... vulnerable. Mundano, incluso.

Asentí para mí misma y me moví con cautela, haciendo el menor ruido posible mientras empezaba a meter las prendas sucias que se encontraban desperdigadas por el suelo en la cesta. Tarea que no resultó ser tan fácil como quise hacerme creer; no cuando tenía que mirar cada cierto tiempo hacia la cama para comprobar que Perseo continuara sumido en su reparador —y profundo— sueño.

Otra voz, en esta ocasión sin la semejanza a la de Cassian, me preguntó al oído por qué el nigromante se encontraba desnudo en su cama. ¿Algún encuentro furtivo a medianoche? Bufé ante la idea, a pesar de que podía ser cierto. ¿No era eso lo que hacían los perilustres? ¿Disfrutar de sus diversos escarceos, cotillear como viejas y jugar sus propios juegos de poder en la sombra? Por no hacer mención de malgastar el oro en caprichos ridículos.

Apreté el puño que tenía libre, ahogando la rabia que había despertado en mi interior. No sabía si por la idea de que Perseo hubiera pasado su noche en compañía —un pensamiento irracional, ya que no existía ningún vínculo entre nosotros a excepción de una enorme deuda por mi parte a la ayuda que me había brindado de manera desinteresada— o por la absurda vida que llevaban todos aquellos que no habían nacido en las zonas marginales o más pobres de la ciudad.

Aferré una camisa y la lancé de malos modos al interior de la cesta, soltando un nuevo bufido ante aquella estúpida oleada de celos que me había embaucado al imaginar a Perseo disfrutando de la distracción que podría proporcionarle una mujer más que dispuesta a ello.

No podía negar el atractivo del nigromante, un punto a favor para convencer a cualquier fémina que llamara su atención para que pasaran un buen rato. Tampoco podía negar que la seguridad que había mostrado mientras había llevado su máscara también ayudaba, y mucho.

Por no hacer mención de que su posición como heredero de una de las gens más poderosa prácticamente atraería a cualquier jovencita con vistas de querer escalar en la pirámide de la sociedad.

Me pasé la mano que tenía libre por la cara, intentando serenarme. No debía importarme lo más mínimo qué había hecho Perseo anoche, tampoco tenía que ponerme a buscar una explicación a por qué se encontraba desnudo en su propia cama; mi único objetivo en aquellos instantes era terminar con la estúpida tarea que me había encomendado la condenada Eudora y marcharme de allí.

El crujido de las sábanas a mi espalda me dejó congelada como si me hubiera convertido en una maldita estatua de piedra. Por encima de la línea de mi hombro vi a Perseo removiéndose, despertando de su sueño; el pánico se extendió por mi cuerpo, ahogando cualquier otro sentimiento que antes me hubiera embargado. Mi cabeza empezó a darme vueltas mientras trataba de encontrar un plan de huida.

Un gemido ronco salió de debajo de la almohada, poniéndome el vello de punta y provocando que mi sangre burbujeara.

¿Qué tal si probaba con salir corriendo de allí? ¿Y si me escondía debajo de la monstruosa cama? ¿O en el balcón que había a unos metros de la cama?

Pero cualquier oportunidad que tuviera de escabullirme como una maldita rata se esfumó cuando sus ojos azules se clavaron en los míos. Al principio pareció confundido, como si creyera que yo formaba parte de su sueño y todavía no estuviera del todo despierto, pero luego la realidad pareció golpearlo con contundencia, demostrándole que no estaba soñando... y que yo realmente estaba allí, detenida como una idiota con la cesta todavía colgando de mi brazo.

—¿Jedham? —preguntó, dubitativo. Aún sin entender cómo podía encontrarme frente a él, en su dormitorio.

Hice lo primero que se me pasó por la mente: me dejé caer sobre una rodilla y bajé la cabeza en señal de sumisión, tal y como había visto hacer a Vita la primera vez que nos cruzamos.

—Amo.

No me atreví a levantar la mirada cuando escuché el estrépito procedente de la cama, de Perseo. Me mordisqueé el labio inferior con nerviosismo, sin saber qué hacer a continuación; atrapada como me encontraba en presencia de Perseo, cuyos pasos resonaron contra el suelo de mármol hasta que entraron en mi campo de visión. El corazón me dio un vuelco al ver que no parecía haberse puesto nada al levantarse de la cama.

Di un golpecito a la cesta que había caído a mi lado, intentando que Perseo desviara su atención hacia ella. Intentando que el objeto ayudara a justificar mi presencia en aquella zona que me había estado vetada en el pasado.

—Eudora me ha enviado hasta aquí para poner algo de orden, amo —apostillé.

Maldije a la mujer y me pregunté si ella no habría estado al corriente de que Perseo continuaba en su dormitorio, tendiéndome una trampa. Quizá esperando que fuera él quien ordenara mi castigo por aparecer allí.

—Jedham —no me moví y tampoco alcé la mirada, mantuve mis ojos clavados firmemente sobre las baldas del suelo—. Jedham, por favor, no... no hagas eso. No te arrodilles frente a mí.

Intuí una nota de vulnerabilidad en su voz cuando añadió lo último. Descubrí que toda aquella pomposidad con la que era tratado debido a su condición de heredero no le era grata; que le hacía sentir incómodo el modo en que la gente que le rodeaba tenía que subyugarse ante su presencia por ese simple hecho.

Me sorprendió saber que Perseo no disfrutaba de su condición, no como otros miembros de su familia.

Sin apartar la vista de la interesante visión del mármol que había bajo mis sandalias me incorporé hasta quedar en pie, con la mirada gacha. Siguiendo con aquel estúpido papel de doncella sumisa y servicial.

Escuché un gruñido bajo por parte de Perseo antes de sentir sus dedos tomándome por la barbilla y alzándola hasta que nuestros ojos quedaron a la misma altura. Sus iris se habían oscurecido y su mandíbula estaba tensa.

—¿Quién te lo ha hecho? —me preguntó con severidad.

Al principio no supe a qué estaba refiriéndose hasta que noté sus dedos ascendiendo por la línea de mi propia mandíbula hasta alcanzar mi pómulo, donde una dolorosa quemazón me recordó la marca que me había dejado la mano de Eudora después de haberme abofeteado cuando había caído en su juego.

Aparté el rostro para liberarme de su contacto, que había logrado que mi pulso se acelerara y mis mejillas se sonrojaran, pero Perseo no se dio por vencido: estaba dispuesto a obtener una respuesta.

Jem.

Mi mirada salió disparada hacia su rostro y pude ver el error plasmado en su gesto cuando fue consciente de lo que había dicho. Una parte de mí se preguntó si confesaría ahora que había cometido aquel desliz que lo había dejado al descubierto, pero Perseo se colocó de nuevo su máscara impertérrita.

—Jedham —trató de encauzar la situación, fingiendo no haber pronunciado mi diminutivo. Un dato que no podía saber—. ¿Qué ha pasado?

Apagué la oleada de decepción que me sacudió al ver cómo Perseo se refugiaba de nuevo en su papel, pero yo tampoco le exigí nada. Si quería seguir con aquel juego de identidades, lo seguiríamos.

Giré el rostro para esquivar su mirada.

—He recibido un castigo —hice una pequeña parada antes de apostillar—: Amo.

¿Me ofrecería la oportunidad de sanarlo, tal y como lo había hecho con la marca de mi antebrazo? No. Perseo no podría hacerme ese generoso ofrecimiento porque eso supondría sacar a la luz su secreto, y él estaba empecinado en que yo no supiera que era el nigromante que había salvado mi vida.

Por el rabillo del ojo vi el fugaz gesto de molestia que le causó escucharme pronunciar el título formal por el que debíamos referirnos a su persona.

Esperé a que dijera algo, pero Perseo se mantuvo en silencio. Retrocedí un paso, alejándome de su contacto y bajé la mirada hacia la cesta que había junto a mis pies; el calor que antes había inundado mi interior había quedado reducido a cenizas.

—Lamento haber irrumpido en vuestros aposentos —dije con voz monótona—. Debería marcharme y proseguir con mis tareas.

Me agaché para recoger la cesta y salí de allí lo más rápidamente posible.

* * *

Creo que este es uno de mis momentos favoritos entre Jem y Persei

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