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❈ 39

Froté con mayor energía la tela del quitón mojado contra la piedra. Darshan se había desvanecido después de aquel sorpresivo encuentro en el naranjal que había en los amplios jardines de la propiedad; Aella se había mostrado comprensible conmigo desde entonces y yo me había esforzado el doble por intentar cumplir con lo que se esperaba de mí.

Había aprovechado aquella misma mañana libre para bajar hasta la lavandería y lavar mis recambios del uniforme. Allí me había topado con algunos rostros que me resultaban ya familiares, que me habían seguido con la mirada, todavía guardando recelo sobre cómo alguien como yo —como ellos— había conseguido convertirme en doncella de una de las señoritas de la familia.

Se me escapó un inarticulado sonido de alivio cuando terminé y dejé la prenda húmeda en la desvencijada cesta donde había llevado los uniformes sucios. A mi alrededor los esclavos y resto de personal de la mansión se afanaba por ir de un lado a otro con prisa; ya había aprendido de manera indirecta que la paciencia del dominus era limitada en cuanto a las órdenes.

Aella se había encaprichado con organizar una pequeña velada en la mansión y su abuelo no había dudado un instante en cumplir sus deseos, usando su poderosa voz para que todo el mundo se pusiera en marcha. Lo que se tradujo en tener a Eudora acechando por cada rincón de la mansión mientras comprobaba que los preparativos seguían el curso correcto y se encargaba de corregir cualquier pequeño error que pudiera surgir.

Dentro de dos días tendría lugar la dichosa fiesta y Aella ya nos había advertido sobre que querría tenernos a todas sus doncellas a su lado, disfrutando con ella. Como si estar rodeada de perilustres y un desbordante lujo salido directamente de las arcas llenas de oro de la gens Horatia fuera uno de mis mayores sueños.

Me aseguré la cesta junto a mi cadera y me escabullí de la lavandería mientras un grupo de esclavas iban hacia allí cotorreando sobre las últimas novedades de la fiesta de Aella, un tema que había resultado ser bastante recurrente desde que el dominus hiciera su anuncio y consiguiente retahíla de órdenes a gritos.

Alcancé el vestíbulo sin toparme con Eudora, quien estaría encantada de sacarme algún fallo, por minúsculo que fuera, y dirigí mis pasos hacia la escalera que me llevaría hasta el primer piso cuando oí cierta agitación al fondo de la enorme sala, cerca de la entrada. Hice que mis pasos redujeran su velocidad y busqué un sitio cubierto desde el que poder ver qué sucedía.

Había prometido a Darshan tener información útil para nuestro próximo encuentro y no pensaba fallar.

No pensaba decepcionar a mi padre y a Cassian de ningún modo.

El mayordomo de la familia estaba cerca de los enormes portones, tapándome la visión de quien se encontraba al otro lado. La postura del hombre denotaba cierto nerviosismo, a juzgar también por los aspavientos de sus brazos; aquello llamó mi atención lo suficiente para asegurarme de que había hecho bien en quedarme allí.

Sabía del poder que atesoraba la familia, de los vínculos que le unían al Emperador y su indudable cercanía. Quizá aquella visita podría traer consigo información que beneficiara a la Resistencia.

Contemplé la discusión que parecía haberse establecido en la puerta hasta que el mayordomo, a regañadientes, se hizo a un lado para permitir que la persona que esperaba en el porche pudiera pasar.

Entrecerré los ojos cuando una silueta cubierta de pies a cabeza por una capa negra avanzó hasta quedar detenida en mitad del vestíbulo. El corazón arrancó a latirme con violencia al entrever bajo la capucha un brillo inconfundiblemente plateado, como las máscaras que los nigromantes llevaban.

El mayordomo tardó unos segundos en cerrar la puerta y acudir donde esperaba el recién llegado, quien parecía estar entretenido dejando vagar sus ojos por cada centímetro de aquel espacio abierto.

—El dominus no tenía aviso de vuestra llegada —se justificó.

—Ptolomeo y sus malditas reglas de cortesía —masculló la figura encapuchada, revelando una voz femenina y algo ronca—. Pensaba que la familia quedaba fuera de esas exigencias por su parte.

El rostro del mayordomo se tornó colorado mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas y abría y cerraba la boca sin conseguirlo.

La mujer encapuchada dejó escapar una risa casi desgarrada, retirándose con deliberada lentitud la capucha, revelando su máscara plateada enmarcada por unos bonitos rizos de color negro; sus ojos, de un tono más oscuro que el color de su máscara, mostraban una dureza que hizo tragar saliva al hombre.

—Tu silencio es más que suficiente para mí, Apolonio —respondió, sacando su cabello del interior de la capa y dejándolo caer sobre sus hombros con un movimiento lánguido—. Sin embargo, tengo asuntos que tratar con Ptolomeo.

El mayordomo inclinó la cabeza y murmuró algo con premura antes de desaparecer por uno de los pasillos que conducían al pasillo que quedaba frente a donde yo estaba oculta. De manera inconsciente busqué la protección de las sombras, pegándome a la pared para impedir que Apolonio pudiera descubrirme.

Luego me asomé con cuidado para contemplar a la nigromante que seguía detenida en mitad del vestíbulo, observándolo todo con un brillo de añoranza y dolor en sus ojos grises. Fruncí el ceño al comprobar que su tono de piel no era pálido, sino ligeramente bronceado.

Casi como el mío.

¿Quién era ella y qué tipo de relación le unía a la gens Horatia? Por lo poco que había podido escuchar, quedaba constancia que el dominus y ella se conocían lo suficientemente bien para que la nigromante se refiriera a él por su nombre, no por su título.

Recordé que la mujer había dicho algo en relación a la familia, incluyéndose a sí misma. ¿Sería la madre de Aella...? El sonido de unos pasos, anunciando el regreso de Apolonio, hizo que el hilo de mis pensamientos quedara en suspenso y centrara toda mi atención de nuevo en aquella extraña pareja que conformaban ellos dos.

La nigromante ladeó la cabeza, a la espera de que el mayordomo transmitiera su mensaje.

—El dominus la recibirá en su despacho —anunció.

Ella asintió con la cabeza y ambos se encaminaron en la misma dirección que, segundos antes, había seguido el hombre en solitario. Me humedecí el labio inferior mientras evaluaba mis —pocas— opciones; la llegada a aquella mansión de una nigromante era, sin lugar a dudas, un asunto turbio.

Un foco de información importante, quizá vital.

Ella formaba parte de la jauría de monstruos que vigilaban y protegían al Emperador; además de actuar como sus mensajeros, acababa de descubrir. Los pasos estaban empezando a difuminarse debido a la lejanía que estaban tomando mientras yo intentaba tomar una decisión.

Apreté la cesta contra mi cadera antes de seguir en el mayor silencio posible. Procuré no quedarme embobada contemplando la multitud de retratos que decoraban el corredor; procuré concentrarme en las figuras del final del pasillo, en las puertas que había al fondo y que debían conducir al despacho personal del dominus.

Apolonio se quedó en la puerta, sin poner un pie dentro, obligándome a que buscara refugio en uno de los rincones en los que había un enorme busto de mármol que representaba a un hombre, quizá otro de los antepasados de la familia; me apreté contra la pared mientras la inconfundible —y atronadora— voz del dominus salía desde el interior del despacho, ordenando que la nigromante pasara.

Oí los pasos de Apolonio regresando por el pasillo y su figura cruzó por delante del hueco donde estaba escondida. Tenía el rostro contraído en una mueca preocupada, quizá por la inesperada visita de aquella mujer, que ni siquiera fue consciente de mi presencia entre las sombras.

Aguardé hasta que estuve segura de que el mayordomo había regresado a sus quehaceres y crucé el trozo de pasillo que me quedaba hasta alcanzar la puerta del despacho, que se encontraba milagrosamente entreabierta. No me arriesgué a asomarme, sino que me quedé cerca de aquella ranura mientras agudizaba el oído para tratar de escuchar lo que sucedía en el interior de la habitación.

—Te advertí que no quería verte aparecer por aquí —la voz del dominus estaba cargada de desagrado, indicando que no le era grata su presencia... ni su persona.

—Él me ha enviado —contestó la nigromante, sin alterarse por la hostilidad que desprendía Ptolomeo.

—¿Y qué quiere en esta ocasión? —inquirió el dominus con mordacidad.

—Una propuesta —la voz de la nigromante se tornó tensa, como si el asunto que estaba a punto de abordar.

Las patas de una silla rascaron sobre el suelo y yo retrocedí un paso, temerosa de que alguien pudiera descubrirme.

—Una propuesta —repitió Ptolomeo—. ¿Algún otro negocio, quizá? He escuchado rumores que indican que los rebeldes parecen haber ganado algo de ventaja.

—Los rebeldes no son ningún problema —la respuesta de la mujer restalló contra las paredes como si fuera un látigo—. Mi señor está cerca de acabar con ellos; pronto ya no serán más que cenizas.

Mi cuerpo se quedó rígido ante la mención de la Resistencia, de la seguridad que había en las palabras de la nigromante al afirmar que estábamos cerca de desaparecer... Que el Emperador pronto nos aplastaría.

Lo que parecía dar más credibilidad a las continuas desapariciones de rebeldes de las que mi padre me había intentado mantener al margen. Lo que indicaba que era el Emperador quien se encontraba detrás de ellos.

¿Cómo lo estaba consiguiendo? ¿Acaso había un traidor entre nosotros, vendiéndonos poco a poco?

—Retomemos el asunto de la propuesta —el dominus pareció impaciente por terminar con aquel asunto—. ¿Qué busca el Emperador de nosotros en esta ocasión?

El tiempo pareció detenerse mientras la respuesta de la nigromante tardaba en llegar, como si no supiera cómo exponerlo. O como si tuviera reparos en hablar, quizá por saber del carácter de Ptolomeo.

—Una unión —la voz de ella tembló—. Un enlace que estreche lazos de dos de las familias más poderosas del Imperio.

La risotada que dejó escapar el cabeza de familia hizo que diera un brinco en mi sitio, sorprendida por su reacción.

—La desesperación de Nerón es lo que le ha empujado a lanzarnos esta oferta... este cebo —el dominus parecía pensativo ante la oferta que había traído consigo aquella nigromante—. ¿Quién forma parte del acuerdo? ¿El príncipe... o la joven princesa?

Contuve el aliento. ¿Quién de los dos hijos del Emperador sería ofrecido en aquel desesperado acuerdo que había ofrecido el tirano para obtener un firme aliado —y fuente de oro, además de poder— con el que hacer frente a las amenazas?

—El Emperador ha escuchado las historias que corren sobre Aella y cómo ha rechazado a todos sus posibles pretendientes —la respuesta de la nigromante me llegó de manera ahogada—, pero es consciente del compromiso de... de Perseo. De la lealtad y fidelidad que ha demostrado a su servicio.

Escuché de nuevo el sonido de una silla seguido de unos pesados pasos yendo de un lado a otro.

—Un movimiento muy arriesgado —oí que decía el dominus—. ¿Fue idea tuya hacer que ofrecieran a la joven Ligeia para Persei? ¿Le susurraste al oído a quién debía dirigir su oferta?

—Yo no hice nada —gruñó ella.

Los pasos continuaron resonando contra el suelo del interior del despacho.

—Un compromiso entre Persei, mi heredero, y la princesa Ligeia —resumió Ptolomeo—. Una vía directa hacia el poder de la gens Horatia que nunca obtendría de haberme ofrecido convertir a Aella en la futura Emperatriz.

El corazón resonó contra mis costillas al ver la inteligencia que había mostrado el Emperador ofreciendo a su única hija en matrimonio: si la princesa conseguía casarse con Perseo, el tirano tendría el camino despejado para obtener todo lo que necesitaba de la gens sin muchos problemas; si Ligeia quedaba vinculada con la gens Horatia, el Emperador podría manejarla a su antojo a través de ella.

Opción que nunca ocurriría en caso de ofrecer al príncipe heredero con Aella, quien no tenía ninguna relevancia ni poder.

—Tienes la opción de negarte, Ptolomeo —repuso la nigromante con voz cortante.

—No creo que exista realmente esa opción para nosotros, ¿o acaso has olvidado que el Emperador siempre consigue todo lo que quiere? —no se me pasó por alto el veneno que contenía aquel comentario.

—Eres el cabeza de familia de la gens más poderosa dentro del Imperio; el único capaz de hacerlo —insistió la nigromante, con ferocidad.

—¿Estoy escuchando un patético intento de justificarte, de intentar eludir lo que hiciste... lo que nos hiciste?

La capa de la nigromante susurró contra el suelo.

—Estoy pidiéndote que no le hagas esto a Perseo.

—Persei debería estar agradecido de haber sido tenido en cuenta por el Emperador —replicó con desdén y resentimiento—. A quien le somos fieles a pesar de todo lo que nos ha arrebatado por tu maldita culpa.

—No seas hipócrita, Ptolomeo —espetó la nigromante—. Vuestra fidelidad es forzada, igual que la de muchos otros.

Me tragué un grito de sorpresa al escuchar estrépito en el interior del despacho y el gruñido de rabia que dejó escapar Ptolomeo.

—Te recuerdo que estás bajo mi techo para que utilices tus malditos dones, bruja —la voz del hombre sonaba llena de esfuerzo, fatigada incluso.

—No vuelvas a intentar ponerme una sola mano encima —respondió con voz amenazadora la otra—. La próxima vez no seré tan gentil.

Otro gruñido por parte del hombre, quizá a causa del poder que estaba empleando la nigromante para tenerlo a su merced. Demostrándole que no le temblaría el pulso en atacar a un noble de la categoría de Ptolomeo.

Me pegué aún más contra la pared al escuchar unos pasos más ligeros, pasos que pertenecían a aquella mujer. La misma que se había atrevido a atacar al cabeza de familia en su propia casa, sin importarle las consecuencias; sabiendo que no habría ninguna.

—Podría destruirte —la voz de Ptolomeo sonó cargada de resquemor, como si la idea se le hubiese pasado por la cabeza más de una vez. Como si estuviera deseando hacerlo y algo se lo impidiera—. Auriga respetaría mi decisión, incluso la apoyaría por lo que nos arrebataste a causa de tu sed de poder. De tu ambición.

Los pasos se detuvieron cerca de la puerta y Ptolomeo dejó escapar una risa ronca, llena de desdén.

Llena de malicia.

—He escuchado rumores bastante interesantes durante estos años —prosiguió el hombre, paladeando cada palabra que salía de su boca—. Rumores que afirman que quedaste embarazada de nuevo...

La nigromante rió de manera suave, entendiendo el juego de Ptolomeo.

—¿Estás amenazándome? —preguntó ella.

—No, querida: lo único que quiero saber es si, movida por tu egoísmo, también decidiste arrebatarnos un nieto —contestó el otro—. Ya que con Persei no lo conseguiste, quizá decidiste vengarte con este segundo.

La revelación de que aquella mujer hubiera resultado ser la madre de Perseo hizo que el suelo perdiera parte de su estabilidad; había sido gracias a la herencia de aquella desconocida —y cuya presencia no era bien tomada en aquel lugar por motivos que todavía desconocía— por lo que Perseo había resultado ser un nigromante.

Razón por la que había tenido que hacer frente a tantas responsabilidades: hacia su familia, debido a sus lazos de sangre, y hacia el Emperador, por la ley que establecía que todos los nigromantes debían jurarle fidelidad y ser entregados para su posterior entrenamiento.

Me pegué a la pared, sintiendo un extraño nudo en el estómago. ¿Ella habría querido que su hijo siguiera sus pasos y Ptolomeo se había negado, haciendo que Perseo tuviera que equilibrar sus dos identidades, la de heredero y la de soldado? ¿Sería cierto la insinuación que había hecho el hombre sobre la existencia de otro segundo vástago, de otro hijo cuya sangre fuera Horatia?

—Te recuerdo que fue decisión mía dejar aquí a mi hijo, a vuestro cuidado —la respuesta de la nigromante fue cortante—. Yo nunca deseé que Perseo siguiera mis mismos pasos...

—Tu sangre estaba contaminada —la interrumpió Ptolomeo—: tú lo condenaste a seguir ese camino.

Aquel reproche por el simple hecho de ser nigromante hizo que la mujer soltara un suspiro bajo, casi doloroso. A pesar de ser vistos como monstruos, como los perros de presa del Emperador, no podía negar que, en realidad, eran tan esclavos como los que se encargaban de las tareas domésticas dentro del palacio.

Anulaban su voluntad, los forjaban como si fueran armas y les enseñaban una lealtad y obediencia ciega hacia el hombre que sostenía sus correas. Aquel destino hizo que el estómago se me revolviera de nuevo; que me preguntara qué vida había llevado Perseo después de que se manifestaran sus poderes y su abuelo no pudiera salvarlo, contraviniendo las leyes que había impuesto el Emperador.

Unas leyes que ni siquiera todo el oro de su familia había podido pagar para mantenerlo al margen.

—¿Qué fue en esa segunda ocasión? —presionó Ptolomeo—. ¿Un niño... o una niña?

Se me escapó un gemido ahogado cuando la puerta se abrió de golpe, impidiéndome encontrar un rincón donde esconderme. El rostro enmascarado de la mujer llenó mi campo de visión y las rodillas amenazaron con fallarme cuando sus ojos se clavaron en mí; vi sus labios frunciéndose al descubrirme en aquel trozo del pasillo y su mirada resplandeció con algo parecido a la sorpresa.

A la conmoción.

El tiempo se quedó congelado mientras esperaba a que la nigromante diera la voz de alarma, acusándome de haber estado espiando tras las puertas. Mis dedos cosquillearon y sentí la quemazón en la piel donde latía el colgante que mi madre me había regalado siendo niña; me encogí, intentando hacerme más pequeña, y pensé con celeridad una excusa lo suficientemente creíble que me salvara el cuello.

De lo contrario, estaba muerta.

—El Emperador quiere una respuesta, Ptolomeo —mis ojos se abrieron de par en par cuando no escuché la frase que me sentenciaría—. Te recomendaría que te centraras en eso: ya sabes que mi señor no es paciente, precisamente.

Apreté los labios, todavía sosteniéndole la mirada a aquella mujer que, por algún extraño motivo, había decidido no delatarme frente al cabeza de familia. Condenándome y echando a perder la misión por la que había aceptado a estar allí, rompiendo la promesa que le había hecho a mi padre de mantenerme apartada del peligro. De la Resistencia.

—Márchate de aquí y olvídate de ver a Persei —ladró Ptolomeo.

—Su nombre es Perseo —gruñó ella en respuesta.

—Perdiste cualquier derecho que tuvieras sobre tu hijo al convertirte en lo que eres ahora, nigromante —escupió la palabra como si fuera un insulto—. Respeto la decisión de mi nieto, pero jamás entenderé que quisiera mantener lazos contigo después de que lo abandonaras.

—Nunca abandoné a mi hijo —replicó la mujer con voz helada antes de cerrar la puerta con fuerza.

El aire dejó de llegarme a los pulmones cuando la nigromante quedó a unos pasos de distancia de donde me encontraba, aplastada contra la pared, sintiendo la cesta clavándoseme en la cadera. Sus ojos me escanearon de pies a cabeza, provocándome un escalofrío al sentir su poder acariciándome, del mismo modo que había hecho la magia de su hijo en el pasado.

—Deberías tener cuidado, ratoncito —me dijo con suavidad—. Este no es un buen lugar.

A pesar de tener la boca seca, intenté balbucear una patética excusa.

—Lo lamento, señorita —la voz me salió irritantemente aguda—. Soy nueva aquí y todavía me cuesta orientarme dentro de la mansión...

Por la sonrisa cortante que esbozó, supe que no me había creído; no del todo. Me hizo un gesto con la mano para que la siguiera y todo mi cuerpo se cubrió de un sudor frío al saber que no podría negarme. Que no podía huir.

Bajé la cabeza de manera sumisa y obedecí en silencio.

Caminamos la una al lado de la otra sin decir una sola palabra. Por el rabillo del ojo no pude evitar mirarla, intentando descubrir si guardaba algún parecido con su hijo ahora que conocía su identidad. Sin embargo, con aquella máscara plateada cubriendo la parte superior de su rostro, no era sencillo encontrar rasgos comunes; en todo caso, Perseo parecía haber heredado el tono de su piel.

Además de su poder.

El corazón me aporreaba dentro del pecho, el sudor mojaba mi piel como una pegajosa segunda capa... y yo continuaba aterida por el pavor del desconocimiento. La nigromante no me había entregado al abuelo de Perseo, no le había dicho que me había descubierto escuchando a escondidas; se había limitado a mirarme y luego había cerrado la puerta, dando por zanjada la conversación.

—¿Tienes nombre, ratoncito? —la pregunta me pilló desprevenida.

La miré de frente mientras ella me devolvía la mirada, conduciendo nuestros pasos de regreso al vestíbulo. El miedo empezó a reptar por mi espalda como miles de arañas recorriéndola; no podía negarme a darle una respuesta... no podía arriesgarme a darle un nombre falso.

—Jem —opté por darle mi diminutivo, aferrándome a esa media verdad como si fuese un clavo ardiendo—. Señorita.

Sus labios se curvaron de nuevo en una media sonrisa, un gesto que su hijo parecía haber heredado.

—Jem —repitió con lentitud, pronunciándolo con aquel timbre ronco.

Asentí con cuidado.

—¿Me permites que te dé un consejo, Jem?

Como si tuviera otra opción, como si mi vida y futuro no se encontraran flotando en el aire en aquellos precisos segundos.

Asentí por segunda vez, temerosa de que la voz me fallara si hablaba.

—Deberías tener cuidado con tus juegos; este sitio está lleno de ojos y oídos —su mirada se desvió hacia el vestíbulo que teníamos delante, lo contempló con un brillo crítico—. No hay nada que se le escape a Ptolomeo.

No supe qué decir al respecto, no cuando la advertencia había sido demasiado clara: el dominus siempre estaba al corriente de todo lo que sucedía entre aquellas paredes. Que debía tener más cuidado de ahora en adelante.

Di un brinco cuando la mano de la nigromante se apoyó con delicadeza sobre la mía. Sorpresivamente su piel estaba fría, demasiado fría.

Como sus ojos.

—Sé que eres una chica inteligente, Jem: así que no cometas ninguna estupidez si no quieres acabar muerta.

* * *

Me he puesto en plan campesina y he empezado a sembrar, a ver qué sale de todo esto.

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