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Procuré ocultar el ligero temblor de rabia que empezó a sacudir mis manos. Aún no había conseguido digerir que Perseo, en realidad, formaba parte de una familia adinerada, de unas de las gens que mayor poder poseían dentro del Imperio; necesitaba marcharme de allí, encerrarme en aquel dormitorio prestado y tratar de poner en orden todo lo que se agitaba dentro de mi cabeza.
Clavé de nuevo mis ojos en los de Aella.
—¿Eso es todo, señorita? —pregunté con toda la educación que fui capaz de reunir en aquellos instantes.
Había clavado mis uñas en las palmas de mis manos con demasiada fuerza, producto de la ardiente rabia que continuaba fluyendo por mi interior. Sin embargo, había conseguido que mi rostro no expresara lo más mínimo; no quería animar a Aella a que siguiera con aquel interrogatorio.
Sus labios temblaron, pero no llegaron a formar la sonrisa que esperaba.
—Una última cosa —contestó—: vas a tener que esforzarte mucho, Jedham. Que mi primo haya usado su influencia para que hoy estés aquí no significa que esta situación pueda volver a repetirse; no significa que Perseo siempre pueda estar ahí para cubrir tus espaldas.
Hasta hacía apenas unos instantes ni siquiera sabía que su primo y el nigromante que había salvado mi vida —cuyo recuerdo no conseguía borrárseme de la mente— eran, en realidad, la misma maldita persona. Pero ese detalle era algo que desconocía Aella, quien daba por supuesto de que yo había sabido desde el principio la verdad.
Asentí con renuencia, rememorando cómo había aparecido en el vestíbulo del segundo piso y lo bien que había fingido no conocerme.
—Por eso mismo te aconsejo que no te fíes de nadie, a excepción de ti misma —agregó con un gesto de circunstancias.
Una vocecilla me susurró al oído si aquella advertencia también debía aplicársele a ella y a su primo. No en vano Perseo había estado jugando conmigo de ese modo, fingiendo ser dos personas distintas; no en vano Aella, por mucho que hubiera tenido un comportamiento amable conmigo, era una perilustre. Era mi nueva señora, si lograba mantenerme allí el tiempo suficiente para resultar útil a la Resistencia.
—Sois muy amable, señorita —repetí las mismas palabras que le había dirigido a Perseo cuando me aconsejó que tuviera paciencia con Aella.
La chica ladeó la cabeza, como si hubiera podido leer mi pensamiento.
—Espero que podamos conocernos mejor —dijo y entendí que estaba despachándome.
Volví a asentir y me puse en pie, sintiendo un enorme vacío en el estómago y una preocupante inestabilidad en las piernas. Observé a Aella desviar su mirada hacia la fruta que continuaba en la mesa, alcanzando un pequeño trozo que después se llevó a la boca; había perdido su atención ahora que la conversación había finalizado, por lo que no dije una palabra mientras abandonaba el dormitorio.
Una vez estuve en el pasillo me permití dejar escapar el suspiro que había estado presionando las paredes de mi garganta al marcharme de los aposentos de Aella. Busqué apoyo en la pared que tenía más cerca y me llevé una mano al pecho, notando el acelerado latido de mi corazón bajo la palma; la rabia no tardó en regresar junto con el nombre de Perseo. Apreté en un puño la mano que tenía libre y me obligué a tomar una bocanada de aire, sabiendo que dejarme llevar por la rabia no iba a ayudarme lo más mínimo.
Perseo era el heredero de la gens Horatia.
Perseo había sido el encargado de mover sus hilos y convencer a su abuelo para que me aceptara como nueva doncella de Aella; nunca había sido un favor de un conocido a otro conocido tal y como había afirmado aquel esclavo que se presentó en la puerta de mi hogar, siempre había estado él detrás.
Y ahora todo cobraba sentido. Empezando por el hecho de que aquel esclavo mensajero supiera tanto de mí, gracias a la investigación que había llevado a cabo el propio Perseo cuando había estado espiándome.
Dejé escapar un gemido ahogado al recordar su convincente susurro en el callejón pidiéndome que aceptara su ayuda. Me encontraba tan obnubilada por lo que habíamos estado haciendo unos segundos antes que no me había parado a pensar en mi respuesta: había aceptado a ciegas, sin saber lo que me esperaba.
¿Lo había tenido todo planeado? No era posible...
¿Cuánto llevaba tras mi pista? Creí que la última vez que lo vería sería aquella noche, cuando me ayudó a huir, y no le reconocí aquella mañana en el mercado, cuando desobedecí las órdenes de Cassian de permanecer en aquella casa donde nos habíamos refugiado hasta que estuviésemos seguros de que el Emperador no iba tras de mí.
Un escalofrío hizo que todo el vello se me erizara al imaginar a Perseo alternando entre sus dos identidades —todavía me costaba pensar en el nigromante y en el perilustre como una sola persona— para tratar de encontrarse conmigo, de comprobar que hubiera hecho lo que me pidió: que abandonara a Al-Rijl y empezara una nueva vida lejos de él.
Recordé la advertencia de Aella sobre la confianza. Era evidente que Perseo no confiaba en absoluto en mí y por eso había optado por esconderme la verdad; por eso había fingido con tanta habilidad cuando nos habíamos encontrado en el rellano de aquella misma planta.
Una parte de mí se preguntó si Perseo habría estado esperando a encontrar el momento idóneo para confesármelo, pero lo rechacé de inmediato. La rabia por aquel descubrimiento, y la comprensión que vino después, ahogaban cualquier intento de racionalidad que intentaba formarse dentro de mi cabeza.
Todo lo ocupaba la rabia y la decepción de haber descubierto que Perseo me había estado mintiendo prácticamente desde el principio.
Ahora era capaz de entender la mueca de la primera vez que nos vimos en el mercado, después de que yo hubiera atacado a su amigo. El extraño brillo en sus ojos azules cuando nos miramos antes de que yo saliera huyendo despavorida, temiendo las posibles consecuencias que mis actos habían desencadenado.
Estaba segura de que Perseo había frenado a su amigo antes de que aquel gilipollas acudiera a los Sables de Hierro para que me castigaran por mi osadía. De nuevo me había protegido, aunque yo no lo hubiera sabido hasta este preciso instante.
El sonido de unos pasos me recordó que el pasillo no era una zona segura. Cualquiera de las otras doncellas de Aella podría aparecer en cualquier momento, y no me encontraba en condiciones de un nuevo enfrentamiento; Sabina y Vita lo tendrían muy fácil si se topaban conmigo.
Crucé la escasa distancia que me separaba de mi dormitorio y cerré la puerta, apoyándome sobre ella mientras estudiaba su interior. Perseo debía haberse arriesgado mucho con su familia si había conseguido que se me permitiera estar allí, y no con el resto de esclavos; con todos aquellos que, como yo, no habían tenido la fortuna de vivir en una familia acomodada o, al menos, bien situada en la sociedad.
¿Qué no habría tenido que hacer para que cedieran a sus caprichos? No era fácil de explicar mi situación —nuestra situación—, y menos aún si su familia no estaba al tanto de que era un nigromante.
¿O quizá sí lo sabían?
Sacudí la cabeza mientras me obligaba a focalizarme en lo realmente importante: ¿cómo había conseguido Perseo que yo me convirtiera en una de las doncellas de su prima? ¿Qué habría dicho para que funcionara? Mi cuerpo se cubrió de una capa de sudor frío al escuchar la insidiosa voz de Sabina repitiendo sus insinuaciones sobre los favores que tendría que haber hecho para encontrarme allí.
Pero sabía —confiaba, muy a mi pesar— que Perseo jamás habría sido capaz de echar mano de una historia así para justificar su decisión de traerme hasta aquella casa para convertirme en doncella de Aella y no en esclava, como habría sido lo correcto.
Inspiré una bocanada de aire, conteniendo a duras penas las ganas que sentía de golpear cualquier cosa que estuviera cerca de mí. Necesitaba calmar y aplacar la ira que me consumía; la misma a la que había mantenido a raya con serios problemas mientras estuve en presencia de Aella.
Necesitaba concentrarme, enfocarme en todo lo que había averiguado.
Tenía que dejar a un lado aquel sordo dolor que había aparecido dentro de mi pecho, cerca de donde latía mi corazón, o la continua náusea que constreñía mi estómago, como una víbora a punto de estrangular a su víctima.
Tenía que apartar mis sentimientos para poder pensar con perspectiva, recordándome que estaba allí con una misión. Recordándome que no podía permitirme olvidar el motivo por el que había aceptado aquella tentadora oferta.
El rostro sonriente de Darshan se formó dentro de mi cabeza, una silenciosa advertencia de mi subconsciente de la satisfacción que le provocaría al susodicho cuando supiera que había fracasado.
Luego les llegó el turno a mi padre y a Cassian, respectivamente. Ninguno de los dos había estado del todo de acuerdo en mi idea, y regresar con las manos vacías solamente confirmaría lo que ellos pensaban de mí; les demostraría que ambos habían llevado razón desde el principio.
Apreté el dorso de mis manos contra mis ojos para alejar esas imágenes. Aquello no me ayudaba, en absoluto; necesitaba pensar con claridad y planificar mi siguiente movimiento. Necesitaba saber cómo utilizar a mi favor la identidad de Perseo, el hecho de que hubiera resultado ser parte de una gens tan cercana al Emperador.
Pasaron los segundos mientras una extraña y fría calma se extendía por todo mi cuerpo, aplacando la ira que bullía como fuego líquido por mis venas. Después una tímida lucecita se prendió en mi mente, haciendo que mis labios se curvaran de manera inconsciente en una sonrisa torcida.
Había descubierto el juego de Perseo.
Había aprendido sus reglas.
Y yo iba a convertirme en una de las nuevas jugadoras.
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