❈ 27
La situación con mi padre quedó en suspenso. Me obligó a regresar a casa, haciéndome prometerle que me mantendría apartada de cualquier tipo de actividad que implicara un mínimo riesgo —y estuviera estrechamente relacionada con la Resistencia—; sin embargo, él se quedó allí, quizá por la preocupación que había empezado a extenderse por las sospechosas desapariciones de algunos miembros.
Cassian se encargó de intentar distraerme, sin éxito. Mi cabeza no dejaba de repetir en bucle lo que había descubierto tras haber sido entregada junto a Darshan y Cassian por aquel mercante traicionero; mi amigo, por el contrario, pronto había logrado pasar página y su ánimo había mejorado visiblemente desde que Darshan se había esfumado de nuestras vidas.
Y, siempre que intentaba sacar a colación el tema, encontraba una excusa para impedirlo.
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—Tienes que añadirle un poco más de harina.
Silke observó la mezcla que tenía en aquel viejo recipiente y del que me afanaba por aplastar hasta convertirlo en una masa consistente. Los días habían transcurrido lentamente desde que mi padre me hubiera despachado de ese modo, obligándome a abandonar las cuevas y la Resistencia; ahora toda la ciudad se encontraba en vísperas de la Rajva y, como se había convertido en tradición desde que era niña, Silke y Eo me habían invitado a su hogar para que cocináramos juntas.
La hermana de Cassian ya se encontraba en los fogones, vigilando que el contenido de las ollas no se pegara. Silke, por el contrario, se encargaba de supervisarnos a ambas mientras terminaba unos paquetitos rellenos de carne picada, verduras y algunas especias picantes, que había bautizado con el nombre de yavakan, y los disponía con cuidado sobre una de las bandejas que pensaba llevar consigo hasta la plaza del pueblo.
Sonreí en dirección a la mujer mientras añadía una pizca de harina en la mezcla y amasaba de nuevo aquella bola.
—¿Alguien ha visto a Cassian? —preguntó entonces Eo, removiendo el contenido de una de las ollas.
Me encogí de hombros, desconociendo su paradero. Mi amigo había estado ausente en todo el día y, aunque mi mente tenía sus sospechas al respecto, no había querido indagar sobre ello; me había limitado a ir hasta su casa, casi esperando encontrármelo allí. Sin embargo, Cassian permanecía ausente.
—Creo haberle visto con la hija de Murad, Neeja —contestó Silke, frunciendo el ceño.
Sabía a quién estaba refiriéndose. Neeja había jugado en ocasiones con nosotros mientras fuimos niños; ahora se encargaba de ayudar a su padre con el negocio familiar —una modesta tienda que había a un par de calles de allí— y esperaba pacientemente a que su padre le encontrara un buen esposo. Contuve las ganas de chasquear la lengua con fastidio ante la pasividad —y casi diría que infantil ilusión— que había mostrado Neeja desde que entrara en edad casadera; en las ocasiones a las que había acudido a su tienda, no había podido evitar escucharla hablar de lo emocionada que se encontraba ante la expectativa de casarse y el modo en que las mujeres que allí se reunían sonreían con aprobación.
Como si a todo lo que pudiéramos aspirar fuera a convertirnos en esposas de alguien, pasar de las manos de nuestros padres a las manos de nuestros maridos.
Vi cómo Eo esbozaba una sonrisita cargada de picardía desde su posición junto a los fogones.
—Qué interesante —escuché que decía—. ¿Será Neeja el nuevo centro de las atenciones de Cassian...?
Sacudí la cabeza mientras contenía una sonrisa. Al contrario de lo que podría aparentar Silke, Eo sabía bastante bien la naturaleza enamoradiza de Cassian y lo rápido que solían durar esos «flechazos»; la menor de la familia Kléos disfrutaba pinchando a su hermano mayor sobre ese asunto, provocando que Cassian enrojeciera a causa de la vergüenza y el enfado.
—¡Eo! —la exhortó su madre.
La aludida dejó escapar una risa cantarina.
—Cassian y Neeja se escondieron en un pajar... —comenzó a tararear.
En aquella ocasión no pude contener una carcajada mientras Silke negaba con la cabeza, apretando los labios para no mostrar la sonrisa que pugnaba por escapársele.
Eo continuó su balada sobre Cassian y Neeja, amenizando el trabajo que aún nos quedaba pendiente hasta que llegara la hora. Hundí mis manos en la masa y dejé que mi mente sacara a flote los últimos recuerdos que guardaba de mi madre, aquellos que el tiempo no había logrado emborronar.
Me vi en la cocina de mi casa, con una pequeña banqueta bajo mis pies, ya que no era capaz de alcanzar por mí misma la cima de la encimera, donde mi madre tenía preparados todos los utensilios e ingredientes que íbamos a necesitar; a mi lado, la inconfundible fragancia de mi madre.
Forcé a mi memoria a recuperar los detalles de su rostro. La forma ovalada que tenía, las mejillas sonrosadas y las pecas que cubrían cada palmo de la piel que había adquirido un tono ligeramente tostado por las horas que pasaba bajo el sol; rememoré su habitual aspecto, aquella palidez que destacaba contra las pieles de distintas tonalidades tostadas del resto de personas que había visto.
Recordé el color de su cabello, aquel rojo intenso igual de extraño que el mío, las ondas que le llegaban hasta la cintura y que, en aquella ocasión, las llevaba recogidas en un improvisado recogido en la coronilla.
Sus ojos se desviaron hacia mí y me sonrió. Luego pasó a explicarme pacientemente qué íbamos a hacer y me ayudó con los primeros pasos, extendiendo la primera capa de harina en el recipiente y cascando los primeros huevos, aquellos que solíamos reservar para hacer esa receta durante la Rajva.
Tomé una bocanada de aire y pensé, durante unos breves segundos, que mi madre realmente se encontraba a mi lado.
Y me permití tener ese tipo de pensamientos que con tanto celo guardaba en el fondo de mi alma; lo mucho que anhelaba a mi madre a pesar del tiempo que había pasado desde que murió.
El temor incipiente de que me estaba olvidando de ella.
Un golpe en mi hombro me hizo regresar de golpe al presente, a la pequeña cocina con la que contaban los Kléos en aquella casita. Pestañeé para salir del estupor y me encontré con la mirada preocupada de Eo a pocos centímetros de mi cara; la hermana de Cassian había abandonado en algún momento de mis ensoñaciones los fogones y se había acercado a mí.
Pestañeé por segunda vez.
—Perdona —me disculpé—, ¿qué decías?
Eo me observó, pero no hizo ningún comentario sobre el hecho de que me había pillado desprevenida y con la cabeza en otra parte. Sus labios se curvaron en una sonrisa amable y señaló con un gesto de barbilla la masa que continuaba pegándoseme a los dedos.
—Si necesitabas ayuda —repitió con lentitud— porque parece que tienes algunos problemas con la masa.
Bajé los ojos hacia mis manos, hacia aquella inconsistencia pegajosa que no parecía adquirir el aspecto que necesitaba. Me hice a un lado, aceptando la oferta de ayuda por parte de Eo, y vi que Silke me dirigía una mirada llena de comprensión, como si la mujer supiera qué era lo que me había mantenido abstraída hasta que su hija me había hecho volver de golpe.
A pesar de los intentos de Silke por hacerme hablar después de la desaparición de mi madre, nunca me había atrevido a hacerlo. Me había guardado para mí todo, masticándolo en silencio y luego guardándolo en lo más profundo; la madre de Cassian había respetado mi posición tras ser consciente de que no iba a sacar nada en claro conmigo. Que al igual que su primogénito, yo estaba cerrada a cal y canto para tratar ciertos asuntos.
Una parte de mí agradeció a los dioses el glorioso sonido que produjo la puerta de la entrada al cerrarse y los inconfundibles —además de pesados— pasos de Cassian por la estancia hasta alcanzar la cocina. El rostro de Silke se iluminó como cada vez que veía a su hijo; Eo, por el contrario, trató de esconder una sonrisa mientras continuaba amasando la masa y añadiendo un poco más de harina.
Cassian se dirigió en primer lugar hacia Silke para depositar un tierno beso en su sien. La siguiente fue Eo, que intentó esquivar a su hermano de sus intenciones golpeándole con el codo en el estómago.
Conmigo no encontró tanta renuencia, ya que incliné la cabeza en su dirección y luego le pregunté con fingida suavidad:
—¿Eso que escucho son campanas de boda?
Eo soltó una risotada y apostilló:
—¿Será la inocente y dulce Neeja la definitiva?
Las mejillas de Cassian se tiñeron de un leve color rosado mientras sus ojos brillaban con una inconfundible luz asesina. Eo me dirigió una mirada cómplice y conspirativa, animándome a continuar con aquel juego a costa de su hermano mayor.
—¿Será la inocente y dulce Neeja quien consiga robarle el corazón a nuestro apuesto donjuán? —lancé mi pregunta al aire con un tono exageradamente pomposo.
Eo soltó una risa socarrona.
—¿La invitarás a bailar toda la noche, Cass? —provocó a su hermano—. ¿Probarás sus... delicias?
Se me escapó una risotada mientras que el rostro de mi amigo se tornó mucho más oscuro. Incluso creí escuchar sus dientes crujir a causa del apuro que sentía en aquellos instantes por las continuas insinuaciones de Eo sobre qué planes guardaba para aquella misma noche.
—Eo —le ladró Cassian, provocando que su hermana estallara en carcajadas que muy pronto se me contagiaron.
Nuestras risas no hicieron más que empeorar el sonrojo y el brillo en los ojos de Cassian. Masculló algo para sí mismo antes de que Eo nos deleitara de nuevo con la vieja canción con la que había amenizado el ambiente antes de la llegada de uno de los protagonistas de su letra; vi a cámara lenta cómo Cassian intentaba agarrar a su escurridiza hermana, con el propósito de callarla.
Al ver que no sería tan sencillo, hundió la mano en el montón de harina y apuntó hacia el rostro de Eo. Sin embargo, y haciendo alarde de sus reflejos, la joven de los Kléos se agachó con tiempo suficiente para esquivar la nube de polvo blanco que le había lanzado su hermano.
Acertándome a mí en su lugar.
La harina me entró en los ojos y la boca, sin darme opción siquiera a haberlo esquivado como Eo. Sentí cómo las pequeñas partículas entraban en contacto con las zonas sensibles de mi rostro, provocando una oleada de toses y un molesto escozor que me hizo maldecir a Cassian y a parte de sus antepasados; las manos me eran inútiles, llenas de masa.
—Estás... muerto... Cassian... Kléos —balbuceé entre toses, intentando escupir la harina que se pegaba a las paredes del interior de mi boca.
Con los ojos enrojecidos y llorosos, ignorando la ligera molestia que sentía en ellos, saqué la mano de la desastrosa masa y la hundí con generosidad donde estaba la harina. Cassian parecía paralizado en su sitio por aquel brusco giro en los acontecimientos y Eo me observaba boquiabierta, seguramente por aquella cantidad de polvo blanco que cubría cada palmo de mi rostro.
Cuando agarré la suficiente —y satisfactoria— cantidad de harina dentro de mi puño, me abalancé sobre mi amigo y le tiré el polvo blanco que guardaba. Cassian retrocedió con la cara cubierta por una generosa capa de harina y empezó a toser estruendosamente mientras Eo tenía otro ataque de risa por el ridículo aspecto que presentábamos tanto su hermano como yo.
Entonces llegó lo inevitable: una guerra de harina.
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Tomé una de las toallas que Silke había dejado en el mueble que quedaba cerca de la tina y empecé a secarme con fruición el cabello. Tras aquella improvisada batalla, los tres habíamos quedado hechos un desastre, con los rostros y el cabello cubiertos por una generosa capa blanca; Silke, que se había ausentado de la diminuta cocina, había sido la encargada de dar por finalizada la contienda cuando le habían llegado los inconfundibles sonidos desde la cocina y había decidido intervenir antes de que las cosas pudieran llegar a descontrolarse.
Tras abroncarnos como si fuéramos niños pequeños, nos había enviado hacia el patio trasero —compartido con algunos de sus vecinos— para que nos adecentáramos y nos quitáramos del cuerpo la harina. Eo todavía se reía entre dientes mientras se secaba, a mi lado; Cassian, por el contrario, nos lanzaba miradas torvas desde la pared, ya que su limpieza había sido mucho más rápida que la nuestra.
—Te acompañaré a casa —decidió mi amigo una vez hube comprobado que no quedara ni rastro de aquella masa pegajosa en la que se había convertido la harina contra los mechones de mi cabello.
La noche había caído y ya era posible escuchar los primeros sonidos que informaban que la Rajva estaba empezando a tener lugar en la plaza del barrio, como en muchos otros puntos de la ciudad; yo aún tenía que llevar la modesta bandeja de buñuelos que habían sobrevivido a la contienda en la que nos habíamos visto implicados los tres tras el error de puntería de Cassian.
Sacudí mi cabeza y empecé a pasar los dedos entre los mechones húmedos, intentando desenredarlos. La distancia que había entre su casa y la mía no era muy extensa, pero mi amigo parecía estar seguro de que no iba a ser capaz de llegar por mí misma.
—No es necesario —rechacé sus intenciones con suavidad.
Cassian entrecerró los ojos desde su posición.
—Jem...
—Cass —lo interrumpí yo antes de que pudiera continuar hablando—. No va a pasarme nada.
—Ella es perfectamente capaz de cuidarse por sí misma —intervino Eo, saliendo en mi defensa.
Le dirigí una sonrisa de agradecimiento y ella me guiñó un ojo mientras se dirigía hacia la puerta trasera de su casa, que estaba cerca de donde se encontraba detenido su hermano, y le golpeó en la parte superior del brazo a modo de advertencia. Cassian le gruñó algo que hizo que Eo sonriera con malicia.
Una vez nos quedamos a solas, Cassian se separó de la pared en la que estaba apoyado y se acercó a mí. Sabía que no iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente sobre si necesitaba o no un guardaespaldas que se asegurara de que llegaba a casa sana y salva.
Puse los ojos en blanco.
—No empecemos de nuevo, por favor —le pedí.
Pero Cassian me ignoró.
—Jem, no podemos pasar por alto lo que me dijiste —repuso.
No era la primera vez que me arrepentía de haberle confesado que tenía la sensación de que algo —o alguien, más bien— me vigilaba. Habíamos subido de nuevo al tejado y Cassian me había descubierto rastreando cada palmo de la oscuridad que nos rodeaba; al final, había terminado hablando de ello, de cuándo había empezado... y cómo Darshan parecía haber sentido lo mismo en el poco tiempo que pasó en casa, mientras se recuperaba de su herida.
Sin embargo, no me atreví a hablarle de mis sospechas, que conseguían acelerarme el corazón por razones que me resultaban desconocidas.
Chasqueé la lengua.
—Las calles estarán llenas de gente, concurridas —expliqué con tono aburrido—. Será complicado...
—Ni siquiera sabemos lo que anda tras de ti.
Un rostro cubierto por una máscara de plata se formó en mi cabeza, con sus fríos ojos azules contemplándome sin expresar nada. Un escalofrío me bajó por la espalda, poniéndome el vello de punta; haciendo que los pocos recuerdos que guardaba de aquella noche salieran en tropel, inundándolo todo.
Perseo no había mostrado el más mínimo interés en mí. Al contrario que sus otros compañeros nigromantes, que no habían dudado un segundo en hacer sus suposiciones e insinuaciones, aquel tipo no había tratado de hacer nada conmigo; en sus ojos no se había reflejado el más mínimo sentimiento y su comportamiento había sido, dentro de lo que cabía, cortés.
Sabía que aquella posibilidad que me había estado rondando por la cabeza no correspondería con la realidad.
Perseo había salvado mi vida, punto; aquel monstruo con máscara de plata había decidido apiadarse de mí por algún extraño motivo, nada más.
—Estaré bien, Cassian —repetí con mayor dureza de lo que pretendía—. No insistas, por favor.
Mi amigo apretó los labios, conteniendo una réplica, y yo agradecí que respetara mis deseos. Esbocé una media sonrisa y le di un golpecito con el dorso de la mano en el pecho, tratando de suavizar la situación.
—Nos vemos en la plaza —dije y luego hice que mi sonrisa se volviera pícara—: Y procura no perderte con cierta jovencita demasiado rápido en la apacible oscuridad de cualquier callejón cercano; me debes un baile, amigo mío.
El color volvió a cubrir las mejillas de Cassian, haciendo que tuviera que tragarme una risita. Dijo algo que apenas entendí mientras pasaba por su lado y me encaminaba hacia la casa; Silke se encontraba en la cocina, colocando los últimos buñuelos, y Eo seguramente ya estuviera preparándose en el dormitorio que compartía con su madre.
La mujer alzó la mirada al escuchar mis pasos y me dedicó una sonrisa cargada de cariño que le correspondí mientras tomaba la bandeja con los buñuelos, me despedía y salía de nuevo a la calle.
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Era la segunda vez que me detenía en el umbral del dormitorio de mis padres en un período relativamente corto de tiempo. La fiesta estaba llegando a su apogeo, con aquellos tambores marcando el ritmo y llamando a que la gente se uniera a ellos; en mi trayecto hasta allí, me había cruzado con aquellos que ya marchaban hacia la plaza, todos ellos con sus mejores galas y portando entre los brazos lo que podían aportar.
Y yo llevaba unos buenos quince minutos allí parada, sintiéndome como una estúpida por la absurda idea que se me había pasado por la cabeza.
Me había fijado en los vestidos de las chicas con las que me había topado, había sido consciente del empeño que habían puesto en sus aspectos para destacar aquella noche; nunca me había considerado vanidosa, y mucho menos después de la desaparición de mi madre y su posterior muerte.
Cassian había dicho en alguna ocasión, en tono de broma, que era demasiado descuidada. Y yo me había reído, no sin darle la razón antes: no me preocupaba por mi aspecto, pero en el tiempo que pasé en manos de Al-Rijl no había tenido otra opción que hacerlo, ya que aquella sanguijuela le encantaba lucirnos como mercancía y eso implicaba presentar un aspecto que atrajera a los clientes.
Los cómodos vestidos y pantalones a los que estaba acostumbrada a vestir pasaron a ser prendas mucho más arriesgadas... y reveladoras. Aún podía escuchar en mis oídos el tintineo de las pulseras y cinturones que se nos obligaba a llevar; un burdo reclamo hacia los hombres que acudían a aquel sórdido lugar.
O un diestro modo de impedir que pudiésemos escapar... o intentar pasar desapercibidas.
Aquella noche quería mostrar un aspecto diferente.
Había buscado en mi reducido fondo de armario alguna prenda que se ajustara con lo que tenía en mente, pero todos mis viejos vestidos no servían. Por eso, se me había ocurrido la fantástica idea de acudir al dormitorio de mis padres, donde aún guardábamos las prendas que pertenecían a mi madre.
Me removí sobre el suelo, sin atreverme a dar el primer paso hacia el interior de la habitación. La soledad que reinaba dentro de la casa había empezado a asfixiarme, ya que mi padre continuaba atrapado en las cuevas, ocupado con asuntos de la Resistencia.
Movida por un extraño impulso, hice que mi pie se deslizara sobre la madera y se internara al otro lado, dentro del dormitorio. Los pulmones se me contrajeron, captando el ligero aroma que aún perduraba en los objetos que habían sido de mi madre; en la anterior visita apenas había podido percibirlo debido a la prisa que me había dado por salir de allí lo antes posible.
Una vez superado el primer paso, tomé una bocanada de aire y me dirigí hacia el pequeño armarito donde habíamos guardado todas las prendas. Mis manos sufrieron un leve temblor antes de que mis dedos se cerraran sobre las frías manijas; fui consciente de la ausencia de polvo, lo que significaba.
Me humedecí el labio inferior y tiré de las manijas hacia mí, escuchando el crujido de la madera al deslizarse después de tanto tiempo. Las prendas que una vez había vestido mi madre me dieron la bienvenida en el interior de aquel armario; paseé la mirada por aquellas piezas que despertaban viejos recuerdos de mi madre llevándolas.
Deslicé mis dedos sobre los tejidos, sorprendiéndome de lo bien cuidadas que estaban a pesar del paso de los años y el hecho de que nadie más las había vuelto a utilizar desde entonces.
Me detuve en uno de los vestidos que había escondido en el fondo, en una esquina; la tela de un tono verde oscuro, suave al tacto. Lo pellizqué con cuidado y lo saqué un poco para poder contemplarlo mejor: tal y como había sospechado, era uno de los vestidos favoritos de mi madre.
La última Rajva que pasamos juntas fue la última vez que le vi llevándolo puesto.
Lo cogí con cautela, contemplando la falda que caía hasta el tobillo, las filigranas doradas que formaban hojas y remolinos en los bajos; las mangas, que alcanzaban hasta el codo, también tenían bordados dorados a conjunto con los que lucía la parte inferior. El escote llegaba a las clavículas, decorado con un fino hilo de oro.
Sencillo.
Aquella era la única idea que se me venía a la mente cuando lo contemplaba. No era tan ostentoso y llamativo como algunos vestidos que había visto en mi camino de regreso, pero aquella prenda parecía ser lo que necesitaba.
Cerré las puertas con cuidado, casi con veneración.
Antes de que me acobardara, pegué el vestido a mi pecho y me lo llevé conmigo a mi dormitorio, huyendo de aquel lugar.
Una vez en mi habitación, lo deposité sobre la cama y empecé a desvestirme, lanzando algunos vistazos en dirección a la ventana, casi esperando sentir de nuevo aquel escalofrío que me recorría la espalda cuando creía que alguien estaba vigilándome.
No sucedió nada.
Tragándome una extraña sensación de decepción, terminé de enfundarme el vestido y pasé los dedos por el tejido, maravillándome de cómo parecía encajar con mi cuerpo. Sin embargo, mis antebrazos quedaban al descubierto, incluyendo el tatuaje que había en la cara interna de la muñeca.
Traté de cubrir la tinta con varios brazaletes y retiré el cabello de mi rostro con dos peinetas que encontré en el fondo de un viejo joyero.
Me contemplé en el ajado espejo, acariciando de nuevo el vestido, antes de dirigirme a la cocina para recoger la bandeja de buñuelos y salir de casa para poder llegar hasta la plaza, donde la fiesta debía estar casi en su máximo apogeo.
La calle estaba transitada por aquellos que, como yo, se unían a la celebración en aquel momento. De camino a mi destino me topé con algunos conocidos, que no dudaron en alabar mi atuendo y hacer un par de insinuaciones sobre cómo debería terminar mi noche.
Aceleré el paso cuando enfilé el último tramo hasta llegar a la plaza. Habían colgado serpentinas y farolillos por los tejados, a un lado se encontraba la larga mesa donde todos colocábamos la comida que traíamos para compartir con el resto y cerca de aquel rincón ya estaba la banda haciendo sonar sus instrumentos mientras un nutrido grupo de personas bailaban con los brazos alzados hacia el cielo, como si pudieran rozar con la punta de los dedos las estrellas que podían apreciarse allá arriba.
Dirigí mis pies hacia la mesa, donde hablaban pequeños grupos, y saludé a algunas caras conocidas. La señora Bazzi se acercó a mí para ayudarme a depositar en algún hueco libre la bandeja que portaba.
—Jem, querida, estás preciosa —me felicitó y luego olfateó los buñuelos; me guiñó un ojo de manera cómplice—. Al final de la noche no quedará ni uno solo. El hombre que se convierta en tu marido será muy afortunado.
Mi sonrisa se quedó congelada al escuchar el comentario final de la mujer. Hacía apenas unos meses había conseguido casar a la última de sus tres hijas, y no había dudado en mostrar su alivio, como si el hecho de que hubiera seguido estando soltera por mucho más tiempo fuera algo vergonzoso.
Procuré que la señora Bazzi no fuera consciente de lo poco que me había gustado su apreciación, pues intuía que el comentario no había sido casual y que, igual que otras mujeres del barrio que me conocían, no tardaría en abordarme sobre por qué aún continuaba estando sin un esposo al que cuidar.
—Tiene razón: el hombre que yo permita que se haga con mi mano deberá sentirse muy afortunado por tenerme a su lado —coincidí con ella en un tono mordaz—. Si decido hacerlo, por supuesto.
Mi contestación pareció hacer sentir incómoda a la señora Bazzi, que tuvo el buen juicio de no responderme. Su sonrisa titubeó al escuchar que era libre de escoger a la persona con la que querría compartir mi vida, y que debía ser él, y no yo, la persona que debía sentirse afortunada por ello; dejé que recolocara con cuidado la bandeja en un rincón de la mesa, dándonos una excusa a ambas para no continuar conversando y tocando temas sensibles.
Unos brazos salidos de la nada me rodearon la cintura, sobresaltándome. Giré el cuello, sintiendo la rigidez de todos y cada uno de mis músculos, topándome con el risueño rostro de Eo, con la barbilla apoyándose sobre mi hombro; me fijé en la ligera raya negra con la que había delineado sus ojos y me pregunté si habría sido cosa de Silke, quien había aprendido a suplir la falta de dinero para comprar caprichos con una hábil fuente de conocimientos domésticos.
La hermana de Cassian sonrió a la señora Bazzi, quien pareció relajarse con la repentina aparición de mi amiga. A mí me dio un ligero pellizco en el costado mientras continuaba con ese gesto angelical.
—Te hemos estado esperando siglos, Jem —masculló junto a mi oído—. Pero ahora entiendo tu retraso... ¡Ese vestido es precioso y te favorece muchísimo! Resalta el tono de tu cabello.
Dejé que me arrastrara lejos de la mesa y la señora Bazzi, en dirección a la multitud que bailaba, permitiéndome ver el atuendo que había escogido para aquella noche: reconocí aquel kaftán largo hasta el suelo de color naranja amanecer, con un ceñido cinturón plateado con un intrínseco diseño marcando su cintura, como uno de los que celosamente guardaba Silke de su juventud. Recordaba haberlo tocado con mis manos infantiles, junto a una pequeña Eo, mientras su madre nos prometía prestárnoslos cuando fuéramos mucho más mayores.
—Estás preciosa —intenté hacerme oír por encima del bullicio.
El cabello oscuro de Eo estaba recogido en una bonita trenza que caía por uno de sus hombros, cuyo extremo se movía de un lado a otro.
Ella me dedicó una sonrisa.
—Cassian y yo estábamos preguntándonos dónde estarías —me confió mientras cruzábamos la improvisada pista de baile—. Vamos, saludemos a mi hermano y volvamos para bailar.
Dejé que me arrastrara hacia donde Cassian oteaba a la multitud, evidentemente buscándonos entre ellos. Su mirada —y postura— se relajó de forma visible cuando nos divisó yendo hacia donde esperaba; mis labios se curvaron en una socarrona sonrisa al comprobar el cuidado aspecto que presentaba mi amigo con aquel qamis con bordados en la pechera y puños de color gris que llevaba sobre unos pantalones negros.
Ladeé la cabeza para fingir repasarlo de pies a cabeza.
—Quizá debería decirle a Neeja que pase más tiempo con nosotros si eso implica verte vestido de ese modo —bromeé.
Cassian puso los ojos en blanco.
—Tú tampoco estás nada mal.
Le dediqué una sonrisa mordaz por su soso cumplido y me situé a su lado, tomándolo por el antebrazo de manera casual. Eo sacudió su cabeza, apretando los labios para no echarse a reír.
—Llévame a bailar antes de que la dulce Neeja te acapare el resto de la noche —le pedí.
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Me dolían los pies.
No sabía cuántas horas habían transcurrido desde que arrastrara a un renuente Cassian a la improvisada pista de baile y le obligara a cumplir su promesa de bailar conmigo al menos dos piezas. Después de ello, mi amigo no había tardado mucho en dejarme en brazos de su hermana para escabullirse de regreso a su rincón escondido, agradecido de haber terminado con aquella petición; Eo y yo nos habíamos encogido de hombros ante la huida de su hermano y habíamos continuado bailando sin prestar atención a nada más que a nuestros pies y brazos en alto.
Giré junto al resto de bailarines mientras lanzábamos un grito al aire. Eo estaba bañada en sudor tras aquellas frenéticas danzas que nos habían tenido girando sobre nosotras mismas y creando figuras con el resto de personas que bailaban en aquel trozo de la plaza, al son de la música; sus ojos se clavaron en los míos con una cadencia casi febril y esbozó una media sonrisa que, instantes después, supe que no iba dirigida a mí.
Con un nudo en el estómago, busqué al objetivo de dicha sonrisa, con el corazón bombeándome con fuerza ante la improbable posibilidad de que se tratara de aquel perilustre con el que me había cruzado dos veces. El mismo que acompañaba al chico al que humillé cuando me confundió con una prostituta.
El alivio de comprobar que se trataba de un apuesto joven —que parecía tener puesta toda su atención en mi amiga— que se acercaba hacia donde nos encontrábamos, esquivando a los bailares que se interponían en su camino.
En aquel inevitable encuentro vi mi oportunidad de escabullirme. Cassian seguramente se habría ido hacía ya tiempo de la mano de Neeja a algún lugar mucho más reservado y... maldita sea, yo lo único que deseaba en aquellos instantes era masticar aquella extraña decepción que me embargaba en la soledad de mi hogar.
Me despedí de Eo con un elocuente movimiento de cejas y me marché de allí antes de que el desconocido nos alcanzara. Zigzagueé entre la multitud hasta dejar atrás la pista de baile y encaminé mis pasos hacia la calle que conducía a mi casa; la Rajva estaba en su punto álgido, con gente cantando al ritmo de los tambores y muchos otros riendo a carcajadas.
El sufrimiento, la desolación y los castigos del Emperador habían quedado muy lejos. Al menos aquella noche.
Recogí las faldas del vestido —del que había empezado a arrepentirme de haberlo utilizado— para ir más deprisa cuando un escalofrío me bajó por la espalda en señal de advertencia.
—¡Eh, guapa! —alguien gritó a mi espalda—. ¡La pelirroja!
Miré por encima del hombro, topándome con un grupo de chicos que no podían sacarme más que un par de años. El que parecía ser el líder iba un paso por delante de los tres que conformaban el grupo; al ver que había llamado mi atención, me sonrió y me hizo señas para que me detuviera.
—¿Te vas tan pronto de la fiesta?
Contuve a duras penas las ganas de hacerle un gesto sumamente grosero en el que estaría implicado mi dedo corazón y devolví la vista al frente, ignorándoles.
Craso error.
La mano de uno de ellos —o eso quise creer— se enredó en la parte superior de mi brazo, obligándome a que me detuviera en seco. El tipo que tenía la apariencia de líder apretó sus dedos contra mi carne y yo me debatí, mostrándole los dientes en una mueca llena de ferocidad.
—Suéltame el puto brazo —le gruñí.
La sonrisa que esbozó en aquella ocasión estaba cargada de desdén.
—Tienes la boquita muy sucia, ¿no crees?
—La tuya sí que va a terminar «muy sucia» si no me sueltas —le respondí con fingida dulzura—: porque voy a hacer que te tragues cada gránulo de la tierra que hay bajo tus pies, gilipollas.
Mi contestación —el hecho de que creyeran que no iba en serio— le arrancó una sonora carcajada mientras el resto de su grupo nos daba alcance. Uno de sus amigos coreó su risa con otra parecida al ladrido de un perro; los otros se mantuvieron a una distancia prudente, casi rodeándonos.
Lancé mi puño hacia su rostro, con la convicción de poder pillarle con la guardia baja. La sensación de mis nudillos acertándole en la parte baja de su pómulo me arrancó una amplia sonrisa de satisfacción mientras mi víctima dejaba escapar un gruñido de sorpresa y dolor.
Luego recogí la falda del vestido con el brazo que tenía libre para propinarle un rodillazo en la entrepierna, consiguiendo que su agarre se aflojara hasta soltarse y el chico cayera al suelo. Me enfrenté entonces a los otros, que parecían conmocionados por mi reacción.
Desde el suelo, y retorciéndose, el tipo gritó:
—¡Coged a esa zorra!
Traté de zafarme de aquel grupo, pero me tenían rodeada y no les resultó muy complicado sujetarme por los brazos para tenerme inmovilizada. Uno de ellos dejó escapar un sonido gutural que alertó a sus compañeros; el estómago me dio un violento vuelco cuando hizo que alzara el brazo por el que me tenía agarrada, haciendo a un lado los brazaletes que había usado para cubrir lo que había debajo.
El tatuaje que había quedado ahora a la vista de todos.
Otro de los chicos ladeó la cabeza y entrecerró los ojos al contemplar las líneas de tinta. De manera inconsciente me removí con mayor fervor, lanzando patadas al aire que no conseguían acertar a ninguno de ellos.
—Conozco ese tatuaje —dijo y yo me quedé congelada—: lo llevan todas las putas que trabajan en ese maldito burdel del barrio que colinda con la zona perilustre.
La respiración se me aceleró al verme al descubierto, y más aún cuando el chico al que había golpeado —y cuyo rostro aún dejaba entrever el dolor que sentía por haberle dado en ciertas partes de su cuerpo— me dedicó una feroz sonrisa de victoria y satisfacción.
—Así que has resultado ser una vulgar puta —comentó—. Estás un poco lejos de tu burdel y de tu amo, ¿no crees?
—Soltadme.
El tipo ladeó la cabeza mientras sus compañeros me sujetaban con fuerza, hundiéndome sus dedos en la carne.
—Oh, no, cariño —negó—. Vas a venir con nosotros y vas a compensarnos por este pequeño... problema. He oído decir que las putas tenéis que ser sumisas con vuestros amos si no queréis ser duramente castigadas.
Con un gesto de cabeza, me vi arrastrada contra mi voluntad hacia uno de los callejones oscuros. Tiré de mis brazos, sintiendo el dolor correr por ellos como si fuera fuego líquido, para intentar liberarme mientras mis captores seguían a su líder sin mostrar ningún tipo de remordimiento por lo que tenían en mente; traté de gritar, pero el chico al que había golpeado me abofeteó con saña, advirtiéndome con un elocuente gesto sobre lo que sucedería si osaba hacer algún ruido.
Mi espalda impactó con violencia contra una pared, arrancándome un jadeo ahogado. El grupo me rodeó como una manada de hienas hambrientas, dejándome atrapada en el interior de aquel círculo.
El líder se frotó las manos con avaricia.
—Muy bien, señores, ¿quién va a ser el primero en...?
Todos escuchamos el sonido sordo que provino del otro extremo del callejón, el que estaba tragado por la oscuridad. Los pasos que vinieron a continuación; lentos y pausados. El nerviosismo se instaló entre el grupo, provocando que se removieran sobre sus pies y lanzaran miradas de mal disimulada inquietud hacia la dirección de las que provenían las pisadas.
Con una calma premeditada, el desconocido salió de entre las sombras y una desagradable sensación recorrió mi espina dorsal, advirtiéndome del peligro que representaba.
De lo que significaba que estuviera allí.
Porque, a pesar de llevar una capa negra que le cubría de pies a cabeza, a ninguno de los que estábamos en aquel callejón se nos pasó por alto el reflejo de la máscara de plata que se ocultaba bajo la tela de la capucha.
—Es un nigromante —gimió uno de los tipos que me había retenido.
El pánico cundió en apenas unos segundos después de que el chico diera voz a todos nuestros pensamientos. Sabiendo que era una batalla imposible de ganar, los cuatro hombres dieron media vuelta y trataron de alcanzar la entrada del callejón... alejarse de aquel monstruo que continuaba deslizándose por las sombras como un fantasma venido del Más Allá.
Uno a uno, los cuatro chicos cayeron al suelo.
Muertos.
El poder del nigromante me acarició, recorriendo mis huesos y sangre, recordándome lo fácil que le resultaría hacerse con el control de mi cuerpo; recordándome el dolor de mis articulaciones cuando aquel nigromante del palacio del Emperador usó su don contra mí. Mi espalda chocó contra la pared por segunda vez mientras la respiración se me agitaba ante la visión de aquel monstruo cerniéndose sobre donde estaba atrapada.
La idea de caer de rodillas y rogar por mi vida me resultó sumamente atractiva.
Hasta que vi sus ojos a la luz de la luna, aquel azul que me había perseguido en sueños... y en los que había estado pensando más de lo que jamás reconocería.
—Perseo...
El nigromante avanzó hasta quedar frente a mí, permitiéndome contemplar la máscara de plata que ocultaba la mitad superior de su rostro y que lo único que dejaba ver con claridad eran sus iris. El extraño brillo que había en ellos, lejos de la frialdad que antaño habían mostrado.
Entonces, una parte racional dentro de mi cabeza empezó a preguntarse qué hacía allí, lejos del palacio del Emperador. Un sudor frío cubrió mi piel ante las posibilidades que se me planteaban sobre la presencia de un nigromante en aquel extraño lugar; un miedo visceral retorció mi estómago ante la suculenta información que podría haber obtenido Perseo en todo aquel tiempo que llevaba tras mi pista.
Los ojos del nigromante me recorrieron de pies a cabeza, levantando a su paso una extraña sensación de calor. Completamente paralizada, no pude resistirme cuando me tomó el brazo y lo giró, exponiendo la cara interior de la muñeca donde podía apreciarse el delator tatuaje. El mismo que se ofreció a hacer desaparecer aquella noche, cuando salvó mi vida.
Había una pregunta implícita en su mirada.
—No... no volví a trabajar con... con Al-Rijl —balbuceé y mis mejillas ardieron cuando añadí—: No soy... no soy una de ellas.
Vi cómo apretaba los labios, aún sin haber pronunciado palabra alguna.
—Dices no ser una de ellas, de haberte alejado de Al-Rijl, pero aún llevas su marca grabada en tu piel —su primera intervención en el tiempo que llevábamos en aquel callejón hizo que el vello se me erizara—. He escuchado a esos... —su rostro se crispó y no fue capaz de continuar, por lo que optó por corregirse a sí mismo—: He estado oyendo cómo han hablado de ti, cómo han descubierto tu tatuaje tras haber intentado defenderte de uno de ellos.
Un cosquilleo de rabia empezó a hacer salir a mi cuerpo del entumecimiento que había traído consigo la aparición del nigromante al escucharle sermonearme por mantener aquella maldita marca sobre mi piel.
Retorcí mi brazo con brusquedad, intentando zafarme de su agarre.
—No es sencillo encontrar un elemental de la tierra que no haga preguntas —le ladré.
Una media verdad. En la Resistencia contábamos con uno, y Cassian me había ofrecido que acudiéramos a él cuando se nos presentara la oportunidad; sin embargo, con aquel cúmulo de circunstancias sobrevenidas, en las que se encontraba implicado Darshan, no había pensado en ello. Lo había apartado por completo de mi mente.
Sus dedos continuaron presionando mi carne y sentí latir contra ella su poder, listo para ser utilizado.
—Mi oferta sigue en pie —dijo—. Además de encargarme de la herida que tienes en el labio.
Ni siquiera había sido consciente de ese pequeño detalle. La otra mano de Perseo se cernió sobre mi cara, presionando su pulgar la zona donde se encontraba la herida que había mencionado; apenas fue un pequeño aguijonazo de dolor, pero mi rostro se contrajo en una mueca de molestia.
Aquel contacto, lo que despertaba en mi interior, me hizo que tratara de apartar el rostro y deshacerme de la presión de aquellos malditos dedos sobre mi mentón.
—No necesito nada de ti —escupí.
Mentirosa. Mentirosa. Mentirosa.
Pero mi orgullo no me permitía ceder tan fácilmente frente a él. Las dudas sobre su presencia en aquella zona de la ciudad, tan lejos de la morada de su amo, aún seguían flotando dentro de mi cabeza.
Haciéndome temblar por el pavor.
Perseo chasqueó la lengua con fastidio.
Y llegó el momento de obtener respuestas, a pesar del temblor que agitaba mi cuerpo por la indefensión que tenía frente al nigromante.
—Eras tú, ¿verdad? —le acusé de forma abierta—. La presencia que sentía constantemente...
La misma que me había acompañado en aquellas noches, haciéndome sentir inquieta.
La única respuesta que obtuve por su parte fue la tensión que pareció cubrir su mandíbula, admitiendo que había sido él quien había estado espiándome desde las sombras.
Los dioses sabían cuánto había conseguido ver... o escuchar.
Tiré de mi brazo por segunda vez, ardiendo de rabia por mi propia estupidez; por el vuelco que había dado mi pecho al tener esa confirmación silenciosa por su parte. Apreté los dientes de frustración cuando el agarre se mantuvo alrededor de mi brazo, como un grillete.
—¿Has venido a terminar el trabajo que dejaste inconcluso aquel día? —le escupí.
Un músculo le tembló en la mandíbula. Sus ojos se enfriaron notablemente, al recordar las órdenes que había recibido... la decisión que había tomado de no obedecer, sacándome del palacio y permitiéndome huir, amparada en la oscuridad de la noche.
—No.
Un extraño cosquilleo me recorrió todo el cuerpo cuando escuché a Perseo negar de aquel modo tan tajante que sus intenciones —si no había optado por mentirme— no eran las de acabar con mi vida; el silencio se extendió entre nosotros, como una burbuja que nos rodeara y mantuviera encerrados en su interior, lejos de la celebración que estaba teniendo lugar en la plaza, a unos metros.
El corazón empezó a retumbar dentro de mi pecho, chocando contra mis costillas.
Sentí la boca reseca, la garganta áspera.
—Entonces, ¿qué has venido a hacer?
La pregunta brotó de mis labios con un tono ronco mientras le sostenía la mirada a duras penas. ¿Cuántas veces me había despertado en mitad de la noche, perseguida por aquellos ojos azules que ahora me contemplaban tras la máscara de plata?
¿Cuántas veces me había sorprendido a mí misma pensando... en él?
¿Por qué estaba conteniendo el aliento de ese modo mientras esperaba que Perseo respondiera a mi maldita pregunta?
Mis pulmones parecieron encoger de tamaño cuando el nigromante inclinó su cara cubierta en mi dirección, acercándose. Haciendo que su cálido aliento chocara contra mis labios; provocando que el frenético ritmo de mi ya acelerado corazón duplicara su velocidad.
—No he podido dejar de pensar en ti desde aquella noche —su repentina confesión hizo que un nuevo escalofrío bajara por mi espalda.
Tragué saliva.
—¿Por qué? —conseguí reunir el valor suficiente para hablar.
¿Qué había motivado a Perseo a salvar mi vida? ¿Qué había en mí que le había hecho que no pudiera pasar página, relegarme a un olvidado rincón de su mente?
¿Por qué yo sentía lo mismo?
Ver a Perseo mordiéndose el labio inferior, mostrando por primera vez su indecisión, hizo que mi corazón diera un vuelco.
—Me lo he preguntado miles de veces —bajó el tono, como si se avergonzara de reconocerlo en voz alta—. ¿Por qué salvé tu vida aquella noche? ¿Por qué tu recuerdo no se apartaba de mi mente? ¿Por qué tu imagen no se desvanecía?
Los nigromantes no podían sentir nada, eran criaturas talladas en piedra que solamente seguían las órdenes que se les imponían. Sin preguntas. Sin remordimientos.
Pero Perseo no había resultado ser como el resto de sus compañeros. Contra todo pronóstico, había demostrado sentir algo; aquella noche, compasión. En aquellos instantes... duda, y algo más.
—Al principio creí que era por lo que había hecho —me pilló desprevenida que continuara hablando, pues había tenido la impresión de que su anterior intervención había sido tajante—: el miedo de que alguno de mis compañeros supiera que no había cumplido con lo que se me había ordenado; el miedo de que mi señor estuviera al tanto de mi traición... De las consecuencias que traería consigo.
El estómago se me revolvió cuando mencionó al Emperador. Aquel hombre no había mostrado ningún tipo de remordimiento al condenarnos a la otra chica y a mí tras descubrir que la otra mujer que completaba aquel trío que había elegido para su disfrute personal había resultado ser una asesina.
No quería imaginar el tipo de represalias que tomaría para cualquiera que osara ir contra sus intereses. Especialmente uno de sus valiosos nigromantes.
Perseo se humedeció el labio inferior.
—Luego descubrí que no era miedo, sino preocupación —me tragué el jadeo que pugnaba por escapárseme—. Preocupación por la chica del cabello color fuego que había osado plantarme cara a pesar de que ella sabía que podía partirle el cuello con un simple chasquido de dedos.
Otro cosquilleo se extendió por mi cuerpo.
—Sé cuidar de mí misma bastante bien —conseguí decir a través de mi boca seca.
Perseo se acercó un poco más a mí.
—Eso parece.
Mi mano se movió por su propia cuenta, ignorando la voz que gritaba dentro de mi cabeza que se detuviera, que no continuara adelante; mis dedos se cerraron después alrededor de la capa, atrayéndolo hacia mí.
¿Qué demonios me estaba pasando? Lo coherente en aquella situación sería gritar hasta dejarme la garganta en carne viva para intentar atraer algo de ayuda a aquel callejón oscuro. Lo coherente sería apartarlo de mí, no acercarlo, tal y como estaba haciendo mi mano en aquel momento.
Los ojos de Perseo se desviaron hacia la parte inferior de mi rostro, y yo no quise dar alas a mi imaginación; a intentar adivinar qué parte había llamado su atención. La mano que todavía continuaba aferrada a su capa ascendió un poco más, alcanzando la piel de su cuello.
Calidez.
Me sorprendió el calor que desprendía, el modo en que noté cómo tragaba saliva ante mi osadía. Un insistente pitido se había instalado en mis oídos... además del rugido de mi propia sangre corriendo por mis venas; había algo en Perseo que cantaba para mí, como si emitiera una melodía que solamente podía escuchar yo.
Y que me resultaba familiar, aunque ahora no supiera por qué.
«Aléjate antes de que sea demasiado tarde, Jem». Aquel pensamiento sonó terriblemente con la inconfundible voz de Cassian, quien siempre había actuado como la voz de mi propia conciencia. «Te va a destrozar...»
Ignoré las advertencias de mi cabeza y continué subiendo la mano, deleitándome con aquel contacto y maravillándome de cómo el hielo que siempre había acompañado a sus ojos azules se derretía. Me mordí el interior de la mejilla cuando rocé sus labios e intenté alcanzar el borde de su máscara.
La frialdad que transmitía la plata me mordió la punta de los dedos y, antes de que supiera qué estaba sucediendo, la mano de Perseo me aferraba por la muñeca, alejando mis dedos de la máscara. Luego sus labios cubrieron los míos, arrancándome un sonido inarticulado de sorpresa.
El cuerpo se me quedó laxo ante el contacto entre nuestros labios, los puntos donde podía sentir la presión del suyo; su peso contra mí, poniéndome el vello de punta. Dejé caerme hacia atrás, apoyando la espalda contra la pared que sabía que me esperaba para sostenerme; se me escapó un gemidito de lo más ridículo cuando Perseo se movió contra mí, aún sujetándome por la muñeca, como si temiera que intentara retirarle la máscara de nuevo. Esa máscara cuya frialdad rozaba mi cara, quizá demasiado caliente debido al giro de las circunstancias.
Las alarmas empezaron a sonar dentro de mi cabeza al ver que le devolvía el beso, que no me quedaba aterida por la impresión de aquel gesto por parte de aquel nigromante. Ignoré por completo las señales que me indicaban que rompiera aquel beso, que me apartara de él y le abofeteara... Simplemente disfruté de aquel contacto, de la presión de su cuerpo sobre el mío y de las sensaciones que despertaba a su paso.
Perseo inclinó la cabeza, tratando de profundizar, y yo abrí mis labios sin oponer la más mínima resistencia. Casi anhelándolo.
Conteniendo mis propias manos para no aventurarlas debajo de su ropa, deseando el contacto con su cálida piel.
¿Qué estaba sucediéndome?
Por todos los dioses, ¿qué estaba haciendo?
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que nos separamos, intentando recuperar el aliento. Era consciente del ardor que sentía en mis mejillas, del constante latido que resonaba en mis oídos y la molestia de mis labios hinchados; también del brillo casi febril en los ojos azules de Perseo.
De la contención que había en su cuerpo, en su postura.
—Oh, dioses —suspiré, casi sin energía.
Perseo se inclinó por segunda vez en mi dirección, como si quisiera besarme de nuevo. Mi traicionero cuerpo burbujeó ante la expectativa, pero el rostro del nigromante quedó a unos centímetros del mío; compartiendo el mismo aire, pero sin aparentes intenciones de repetir lo que habíamos hecho unos momentos antes y que todavía sentía latiendo en mis labios.
—Permíteme que te ayude.
* * *
¿No hace un poco de calor por aquí?
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