❈ 07
Me desperté sola en el jergón. Palpé con cuidado el lado que había ocupado Cassian la noche anterior y comprobé que se debía haber marchado hacía tiempo, pues su hueco estaba frío; por debajo de las ventanas tapiadas podía ver la fina línea de luz que indicaba que era de día.
El fuego de la chimenea se había extinguido tiempo atrás, dejando en su lugar un pequeño montoncito de cenizas. El calor de la mañana había aumentado la temperatura, haciéndome sentir incómoda bajo las mantas que Cassian y yo habíamos amontonado a nuestro alrededor. Las aparté de un empujón y me senté sobre el jergón, recogiendo mi cabello para impedir que siguiera pegándoseme a la nuca.
Mi mirada vagó por la habitación, más iluminada a la luz del sol. Cass me había dicho que aquel sitio había sido señalado por los hombres del Emperador por haber albergado a un par de traidores, convirtiéndolo en un lugar seguro para nosotros; nadie se atrevería a poner un pie allí por el riesgo que entrañaba.
Aquel sitio nos serviría como refugio hasta que estuviéramos seguros de que el Emperador se había olvidado por completo de mí.
Me levanté del jergón con la firme intención de investigar más a fondo aquella casa. En mi tarea me topé con algunas botellas de vino, seguramente cortesía de mi amigo para las noches en las que tenía compañía; las cambié de sitio, movida por un sentimiento pueril. Deseando entorpecer las futuras reuniones clandestinas de Cassian en aquel lugar.
No supe cuánto tiempo había transcurrido hasta que escuché los ligeros pasos de alguien bajando por las maltrechas escaleras de madera. De manera inconsciente me oculté entre las pocas sombras que había en uno de los rincones, intentando pasar desapercibida; miré a mi alrededor, pero no tenía nada que pudiera utilizar como arma para poder defenderme.
Aguardé en silencio, a la espera de ver aparecer a la persona que se había colado en aquella casa. Sus pasos cada vez resonaban más cerca. Más pesados y contundentes.
—¿Jem? —la voz de Cassian resonó entre las paredes.
Se me escapó un suspiro de alivio mientras salía de mi escondite para toparme con mi amigo, que tenía los brazos llenos de provisiones. Mis ojos recorrieron con avidez todos los suministros que había traído consigo Cass, cayendo en la cuenta de su cantidad suponía más días de encierro en aquel sitio.
La mirada de mi amigo pareció cubrirse por una leve pátina de tranquilidad al verme aparecer frente a él. Temía que pudiera haber decidido desobedecerle y marcharme por las calles de Ciudad Dorada, corriendo el riesgo de verme al descubierto.
—Traes demasiado —hice notar.
Cassian bajó la mirada a lo que traía entre brazos.
—Nunca está de más ser precavido —respondió.
Me crucé de brazos y le seguí con la mirada mientras mi amigo depositaba todo aquello sobre una vieja mesa de madera que había apoyada en una de las paredes. Dirigí mis pasos hacia su lado para echarle una mano; la mirada de Cassian seguía clavada en las provisiones. Parecía estar haciendo una lista mental de todo lo que había conseguido en el mercado.
Empecé a separar los productos de manera metódica, manteniendo mi vista también fija en la mesa.
—¿Has escuchado algo? —le pregunté en un susurro.
Las manos de Cassian siguieron moviéndose sobre la mesa, pero sus hombros se habían puesto tensos.
—No me he alejado mucho de la zona —contestó—. Quizá los rumores aún no hayan llegado tan lejos.
Una leve llama de esperanza se prendió en mi pecho. La otra posibilidad de que Cassian no hubiera escuchado nada que se me ocurría era que el Emperador no hubiera perdido más el tiempo pensando en mí; también podía significar que Perseo había cumplido con su cometido.
—Quizá no haya ningún rumor sobre mí —le contradije.
—No podemos arriesgarnos, Jem. Un par de días aquí no nos hará ningún daño.
Un par de días en aquella vivienda serían una agonía. Desde que había entrado a formar parte de los rebeldes siempre había tenido algo que hacer, por mínimo que fuera; me hacía sentir útil, un poco más cerca de mi venganza.
No podía permitirme un día de descanso. Necesitaba sentirme útil.
Y encerrada en aquel lúgubre sitio no cumplía con mis necesidades.
—Cass —le dije en tono zalamero.
Mi amigo enarcó una ceja, consciente del tono que había usado. Nos conocíamos desde niños y Cassian sabía perfectamente lo que buscaba si decidía utilizar un tono zalamero; sus ojos castaños me contemplaron con atención, invitándome a que siguiera hablando.
—La Resistencia nos necesita —continué—. No podemos permitirnos quedarnos aquí escondidos...
Cass sacudió la cabeza.
—Dame un día más, al menos —me pidió.
Ambos éramos demasiado obcecados cuando se nos metía una idea en la cabeza. Él estaba convencido de que las fuerzas del Emperador podrían encontrarse tras mi pista y yo estaba segura de que no era así; Perseo se habría asegurado de cubrir mi huida por el bien de los dos. Dudaba que el nigromante quisiera verse involucrado en un asunto de tal calibre.
Sacudí la cabeza, dándole a entender a Cassian que le concedía su petición.
Un día.
Puse los ojos en blanco ante la deslumbrante sonrisa que me dedicó cuando comprendió que aceptaba su condición. Nos sumimos cómodamente en un agradable silencio mientras terminábamos de colocar las provisiones que Cassian había traído consigo de su excursión por el mercado.
Mi mirada se desviaba cada cierto tiempo hacia la casa, intentando imaginar cómo habrían sido las personas a las que había pertenecido antes de que el Emperador decidiera ejecutarlos para seguir sembrando el terror en su pueblo; Cassian parecía encontrarse concentrado en corregir mi propia disposición de las provisiones.
—Enu está bien —dijo entonces Cass, provocándome un sobresalto.
Le fulminé, pero la mirada de mi amigo seguía estando fija en lo que se traía entre manos. Lo estaba haciendo a propósito por vergüenza: movido por motivos que aún no alcanzaba a entender, había pretendido guardarse esa pizca de información para sí mismo.
Pero luego había cambiado de opinión.
Detuve mis manos sobre la superficie de la madera de la mesa, apretando el borde con fuerza hasta que mis nudillos se pusieron blancos.
—Consiguió salir del palacio —continuó hablando Cassian—. No he podido verla, pero está en la casa de Al-Rijl.
Suspiré de alivio al conocer que mi compañera también había logrado salir con vida de aquella fatídica fiesta.
—¿Cuándo podrás verla? —le pregunté.
El ceño de mi amigo se frunció.
—No sé si podré verla —contestó con cautela—. Pero quizá otro miembro...
Me mordí el labio inferior. Enu y yo habíamos seguido la misma rutina en el prostíbulo de Al-Rijl; el tipo había decidido dejarnos un período de adaptación, y nosotras habíamos logrado esquivar hábilmente las otras responsabilidades que conllevaban nuestra nueva situación allí.
Contemplé a Cassian en silencio. Sabía que Enu, si Al-Rijl no había decidido cambiar su horario, acompañaría a una de las cocineras al mercado para ayudarla con el transporte de suministros; también sabía que mi amigo se negaría en rotundo a dejarme acompañarlo si decidía compartir con él aquel pequeño pellizco de información.
Necesitaba encontrarme con Enu a solas para poder hacerle un par de preguntas sobre qué había sucedido desde que yo me había marchado del salón donde estaba celebrándose aquella fiesta privada.
—Tu maquiavélica mente está pensando en algo —comentó Cassian en tono casual.
Pestañeé con inocencia.
—En Enu —respondí de manera automática—. Me gustaría saber si ha descubierto algo más que yo.
Mi amigo me dio un par de palmaditas en el brazo de manera consoladora.
—Jem, ahora sabemos que hay alguien que busca la muerte del Emperador y que logró colar a una de ellos para llevar a cabo el plan —me corrigió Cass—. Eso, en sí, es una importante información que podemos utilizar en nuestro beneficio.
Valoré en silencio lo que Cassian acababa de decir. Alguien más que nosotros buscaba un cambio de gobierno en el Imperio; quizá el Emperador creyera que Melissa había sido enviada por los rebeldes, pero no creía que ella fuera una de nuestras agentes. Tanto Enu como yo habíamos tenido que esperar mucho tiempo para poder acceder al palacio mientras que Melissa había sido introducida con muchísima más facilidad que nosotras.
—¿Tienes alguna idea sobre ello? —le pregunté.
Cass frunció el ceño, pensativo.
—Que el Usurpador muriera beneficiaría a mucha gente, Jem —respondió con cautela—. No solamente al Imperio.
Mi ceño se frunció al valorar esa posibilidad. No era ningún secreto que el Emperador mantenía unas tensas relaciones con los reinos vecinos, y bien era cierto que el rey de Assarion había intentando en varias ocasiones tenderle una alianza, pero el Usurpador no había estado dispuesto a tener negociaciones de ese tipo; ni siquiera cuando el rey le ofreció la posibilidad de un ventajoso matrimonio para su hija, Euphemia.
El soberano de Assarion fue lo suficientemente inteligente para no pensar siquiera en el heredero, el príncipe Octavio.
—¿Crees que el rey de Assarion tiene algo que ver? —adiviné.
La mirada de mi amigo se volvió precavida ante mis elucubraciones en voz alta.
—No estoy pensando únicamente en Assarion —contestó con cautela.
—¿Hexas? —comprendí con un escalofrío.
Hexas era una península vecina, que se encontraba al otro lado del mar. Mantenía con Assarion y el Imperio una política de comercio, exportaba e importaba; no conseguía entender qué interés podría tener Hexas en quitarse de en medio a nuestro Emperador.
Cassian asintió.
—No lo entiendo —dije un segundo después.
Mi amigo esbozó una sonrisa taimada.
—Hexas podría convertir el Imperio como una base para aumentar su comercio —me explicó—. Podría evitar de este modo el tener que cruzar todo el mar para poder comerciar; además, se aprovecharía de lo que nosotros exportáramos. Aumentaría de ese modo sus mercancías para intercambiar con Assarion.
Mi ceño se frunció aún más al tomar en cuenta la posibilidad de que el interés de Hexas en el Imperio fuera puramente comercial. Una forma de aumentar su economía frente a Assarion; ambos tenían una larga lista de intereses en nuestro propio país. En deshacerse del Usurpador para colocar a uno de los suyos en el trono.
Lo que no tenía tan claro era cómo afectaría un cambio de gobierno a nuestro pueblo.
Quizá todo eso empeorara más nuestra precaria situación.
—Tenemos que tener los ojos bien abiertos, Jem —me recomendó Cassian, muy serio—. El Imperio es un jugoso premio que mucha gente quiere obtener.
Bajé la mirada hacia mis manos, contemplándome los nudillos blancos. ¿Qué podríamos hacer los rebeldes contra más amenazas? Nuestro único objetivo, en conjunto, era retirar al Usurpador, acabar con su tiranía; nuestros esfuerzos estaban enfocados en eso, no estaba segura de que pudiéramos tener que enfrentarnos a amenazas externas.
Amenazas con mucho más poder y medios que nosotros.
Suspiré ante los nuevos frentes que parecían salir de la nada.
—¿Tienes hambre? —la inocente pregunta de Cassian me dejó momentáneamente perpleja.
Miré a mi amigo y vi que sonreía. La conversación había terminado en ese mismo momento, después de haber dicho tanto, porque ninguno de los dos quería arriesgarse a que alguien pudiera escucharnos; las paredes solían tener oídos... y esos oídos conectaban directamente con el Emperador.
Y la muerte.
—Me muero de hambre —contesté.
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Mi despertar a la mañana siguiente no fue distinta a la primera: el lado del jergón de Cassian estaba vacío. Con un suspiro de resignación, pasé una mano por su hueco, comprobando la tibieza que se apreciaba en él; en aquella ocasión, mi amigo se había marchado hacía poco tiempo.
Me quedé acostada en aquel jergón unos segundos, contemplando el techo que había sobre mi cabeza. Después de la reveladora conversación que habíamos sobre quién podía esconderse tras el intento de asesinato del Emperador, habíamos dejado aparcado el tema y nos habíamos centrado en matar el tiempo encerrados en aquella casa; Cass seguía insistiendo en que no debía salir de allí y yo había empezado a pensar que los motivos que le empujaban a mantenerme encerrada allí habían dejado de ser el miedo a que alguien pudiera reconocerme.
Aparté de golpe las mantas que me cubrían y me puse en pie. Apenas llevaba casi dos días encerrada en aquel sitio y ya estaba empezando a notar los estragos que el encierro estaba causando en mí; no podía abrir las ventanas por temor a que alguien pudiera descubrir que en aquella casa viviera alguien.
Suspiré mientras trataba de apañarme con la cantidad de luz que se colaba por debajo de las ventanas y la puerta. La noche anterior la cena había sido más sustanciosa, por lo que había sobrado un poco; cogí un pedazo de fruta que aún se mantenía con un aspecto más o menos comestible y me la llevé a la boca con la esperanza de que ese simple gesto pudiera ayudarme a no ceder a mis instintos de salir huyendo de allí.
Mi mirada vagó por toda aquella planta, que ya casi me la conocía de memoria. Luego clavé mis ojos en la escalera que subía hasta el segundo piso; ese mismo que había visto de refilón cuando Cassian me había conducido hasta aquí abajo.
Valoré mis opciones y al final me decanté por la más evidente: echar un vistazo al resto de la casa no entraba en la categoría de riesgos y, maldita sea, estaba deseando hacer algo diferente.
Subí hasta el segundo piso de la casa, escuchando crujir la madera bajo mis pies. Se trataba de un pasillo con una puerta al fondo; en el piso de arriba se encontraba la azotea por donde nos habíamos colocado. Me dirigí hacia la puerta de aquel pasillo y no dudé un segundo cuando la forcé para que se abriera; una repentina luminosidad me hizo parpadear con molestia.
Puse el antebrazo delante de mis ojos para evitar que la luz siguiera hiriéndome en los ojos y me fijé en la ventana que había al otro lado de la habitación, que no había sido tapiada como el resto de la casa; la habitación resultó ser un trastero donde aquel matrimonio había almacenado multitud de objetos con el paso del tiempo.
Vi en una esquina ropa cuidadosamente doblada. Empezó a formárseme en la mente un arriesgado plan que podría llevar a cabo en aquel tiempo que me restaba antes de que Cassian regresara; me acerqué para echar un vistazo a las prendas de ropa, consciente a cada segundo que pasaba de que podía hacerlo.
Podía escapar por la azotea y pasar un tiempo en la ciudad sin que Cassian lo supiera.
Regresaría a tiempo y fingiría que había pasado todo el maldito día allí encerrada. No tendría que sospechar nada y yo tendría oportunidad de saber si había trascendido algún tipo de rumor sobre lo sucedido en el palacio.
Me puse encima del uniforme que me había dado Perseo una túnica amplia y cubrí mi espeso cabello rojo con un pañuelo que me anudé concienzudamente para evitar que pudiera vérseme un solo mechón. Tardé unos segundos en comprobar que mi atuendo encajaba con lo que yo necesitaba para moverme por las calles sin necesidad de que alguien pudiera reconocerme. A riesgo de morir asfixiada por las prendas.
Subí hasta la azotea, recogiéndome los bajos de la túnica para no tropezar y poder moverme con mayor facilidad en mi ascenso; la puerta de madera no estaba cerrada, por lo que pude abrirla con un simple empujón.
El aire caliente me golpeó de lleno al abrir la puerta, topándome con un paisaje que me resultaba tan familiar. Salí del interior de la casa con pasos dubitativos, estudiando mi alrededor por si acaso aparecía Cassian de sopetón, fastidiándome mis planes de huida temporal.
Me apresuré a cruzar la azotea a buen paso, dirigiéndome hacia el borde. Eché un vistazo hacia abajo, comprobando la distancia que había hasta el suelo; fruncí el ceño y me apoyé en el muro, recordando que habíamos accedido allí gracias a los tejados y azoteas vecinos.
Tendría que encontrar otra forma de bajar que no tuviera que ver con desatrancar la puerta de abajo o forzar alguna de las casas vecinas.
Me mordí el labio inferior mientras pensaba en cómo bajar de la azotea. Di vueltas por aquel lugar, tropezándome casi de forma accidental con la forma que debía utilizar Cassian para acceder.
Desenrollé la larga escalera que había escondida en una de las zonas más sombrías de la azotea. Empujé el lío de cuerdas y tablas de madera por el muro, dejando que cayera al vacío; eché un vistazo hacia atrás antes de descolgarme por la escalera para bajar.
En el momento que puse un pie en la calle, contemplé mi entorno para asegurarme de que nadie había visto nada de lo sucedido. Con el frente totalmente vacío, me recoloqué el pañuelo sobre la cabeza y eché a caminar hacia el fondo del callejón para unirme a las personas que transitaban por ella.
Cerca de allí se encontraba el Mercado de los Huesos, un sitio nada recomendable si no sabías moverte por la zona.
Sin embargo, ese no era mi destino. Al menos, en principio no.
Eché a andar hacia la zona de las calles que se encontraba más concurrida y me mezclé con la multitud, procurando tener los oídos bien atentos a cualquier conversación que pudiera interesarme; mi mirada no paraba de saltar de un detalle a otro, pues aquella zona de la ciudad no había tenido el placer de conocerla.
Necesitaba llegar al mercado de la ciudad, el punto central donde podría saber qué era lo que había sucedido en aquellos pocos días que llevaba encerrada. Me dejé arrastrar por la corriente de personas que también seguían mi misma dirección; la algarabía de voces empezó a subir de volumen conforme quedaba más cerca de mi objetivo.
Mercaderes intentando atraer a su clientela, niños gritando mientras sus madres les ordenaban que no se alejaran... Todo aquel cúmulo de voces me tragó entera cuando crucé el arco que llevaba al mercado. Los recuerdos de aquel lugar no tardaron en escaparse de la caja en la que los mantenía encerrados en mi cabeza; en algunas calles pude verme a mí misma siendo niña, acompañando a mi madre.
Me obligué a seguir vagando por la multitud de puestos, por las terrazas que los comercios ponían en los espacios que había libres para que sus clientes pudieran disfrutar de una bebida mientras observaban la actividad que les rodeaba.
Mordí el interior de la mejilla y desvié la mirada unos segundos hacia las terrazas, que estaban comenzando a abarrotarse debido a las horas. Muchas de aquellas terrazas tenían grandes sombrillas que proporcionaban sombra contra el infernal calor que se mantenía por las mañanas, hasta que caía el sol.
Empecé a sentir el agobio aplastante de encontrarme con tantas capas bajo el inclemente aire que procedía del desierto que había tras las murallas de la ciudad. No podía quitarme el pañuelo que cubría mi cabello porque eso podría hacerme fácilmente reconocible para mis enemigos, tampoco podía deshacerme de la túnica porque el uniforme que llevaba debajo también llamaría mucho la atención; llegué a la conclusión de que única solución era retirarme las mangas de los antebrazos y darme prisa en mis pesquisas.
Tampoco podía pasar toda la mañana en el mercado.
Me remangué las dos capas de ropa y dejé mis antebrazos al aire, un pequeño respiro ante la asfixia que sufría bajo ellas. Fingí que estaba interesada en un puesto de comida cuando, en realidad, estaba intentando oír cualquier pista que pudiera resultarme beneficiosa.
—... toda una masacre —escuché de refilón cerca de donde me encontraba; una conversación mantenida entre susurros—. Ni siquiera tuvieron piedad con los niños. Luego colgaron todos los cadáveres sobre el tejado de la casa a modo de aviso para el resto de nosotros.
Me mordí el labio inferior mientras seguía fingiendo estar interesada en la fruta que exhibía aquel puesto de comida y me acercaba con sigilo hacia donde una mujer hablaba entre susurros con la dueña del puesto; ambas tenían expresiones sombrías y las mejillas hundidas.
—Esa maldita víbora —contestó la dueña del puesto, con un gruñido—. Unos niños. Inocentes. Acusados de traición. ¿En qué mente cabe eso?
—En la suya, que está enferma —replicó la otra mujer—. Y, como siempre, mandó a sus malditos perros pulgosos... Los nigromantes. Malditos sean esos monstruos y la diosa que los engendró.
Mis músculos se quedaron rígidos y mi mente evocó a Perseo, el nigromante que me había ayudado a huir. Él también era un monstruo, a pesar de que se había apiadado de mí por algún enrevesado motivo que no alcanzaba a entender; no tenía ningún tipo de sentimiento, su interior estaba tan vacío como una cáscara.
Había podido comprobarlo las veces que nos habíamos mirado a los ojos.
Me aparté del puesto, asqueada por aquella información que había escuchado a hurtadillas, dando por concluida mi escapada al mercado. Era evidente que lo sucedido aquella noche —el intento de asesinato del propio Emperador— no había trascendido más allá de las murallas de palacio; tenía que largarme de allí antes de que Cassian descubriera que me había ido.
Di media vuelta para marcharme cuando una mano salida de una de las terrazas que había por donde estaba pasando me retuvo con brusquedad. Me quedé helada mientras notaba los dedos del desconocido presionando la piel de mi muñeca, lanzándome oleadas de pánico por todo mi cuerpo; de un firme tirón me vi arrastrada hacia la terraza donde mucha gente pasaba el día bebiendo, observando lo que sucedía en el mercado.
Mis ojos se quedaron clavados en el joven de pelo cobrizo y mirada verde. Él era la persona que me retenía por la muñeca, sonriéndome con una expresión oscuramente divertida; tragué saliva de manera inconsciente al no entender qué motivos podían haber empujado a ese desconocido para detenerme de ese modo.
Para elegirme a mí de entre todas las personas que se encontraban yendo y viniendo por allí.
Mi cuerpo se había convertido en piedra.
Mi corazón latía apresuradamente dentro de mi pecho mientras el calor seguía castigándome bajo su abrasador abrazo.
Observé cómo el tipo empujaba unas monedas por encima de la mesa en mi dirección, estrechando mi muñeca con un ligero apretón que aumentó los nervios que habían comenzado a formárseme en mi interior.
—Dime, pelirroja, ¿qué podrías hacerme por quince dracmas? —me preguntó con un ronroneo—. ¿Cuál es tu tarifa?
Poco a poco me vino el entendimiento. Deslicé mi mirada con lentitud por mi brazo hasta alcanzar la cara interna de mi muñeca, donde podía apreciarse la tinta del tatuaje que demostraba que pertenecía a Al-Rijl. Donde se me podía reconocer fácilmente como... una prostituta.
La bilis empezó a sacudírseme en la boca de mi estómago mientras el desconocido jugueteaba con un par de monedas doradas más que añadir a la pequeña pila que había empujado en mi dirección.
—¿Cuánto tiempo podrías ser mía, preciosa? —prosiguió.
Una pegajosa y escalofriante rabia despertó en mi interior. Los recuerdos de cómo me había sentido en la fiesta del Emperador avivaron esa llama, incitándome a que le siguiera el juego y le diera una lección; mis labios se fruncieron en una coqueta sonrisa, animándole a que prosiguiera con todo aquello.
El desconocido hizo más amplia su sonrisa.
—¿Qué te parece si te invito a un buen arak y hacemos negocios, pelirroja?
Me encogí de hombros, intentando aparentar inocencia. Como si todo aquel juego me resultara tremendamente divertido, nada más lejos de la realidad; todo en mi interior ardía por darle una lección a ese maldito pretencioso.
De un nuevo tirón, el tipo trató de acercarme más a su lado. Mantuve mi sonrisa a duras penas, permitiéndoselo; los ojos verdes de aquel chico, pues no podía sacarme tres o cuatro años a lo sumo, se oscurecieron ante el hilo que estaba siguiendo sus propios pensamientos.
Calculé la distancia que necesitaba para llevar a cabo mi plan y, cuando lo estuve, me incliné hacia su rostro, desviándome en el último instante hacia su oído. Un ligero aroma especiado me cosquilleó en la nariz, intentando distraerme.
Me recordó a los nobles que fueron invitados por el Emperador, todos esos aristócratas que vivían en la parte alta de la ciudad, cerca del palacio; todos ellos olían igual. Como él.
Obligué a mi cabeza a despejar esos pensamientos, pues necesitaba centrarme. Que hubiera resultado pertenecer a una clase superior no significaba nada, es más, lo empeoraba: había podido comprobar de primera mano lo mucho que envenenaba el dinero y poder que ostentaban todos ellos; se creían los señores de todo el Imperio, con autoridad suficiente para poder hacer lo que les viniera en gana. Sin importar las consecuencias.
Ese chico había decidido —quizá porque lo encontraba divertido— bajar de la seguridad de su zona para fingir que era uno de nosotros, de todos aquellos que vivíamos bajo el yugo del Usurpador, pasando penurias; seguramente hubiera decidido llevar consigo, además, una pequeña suma de dinero para hacer aquello.
Para malgastarlo en vicios de ese tipo que solían ser inusuales en las zonas altas de la ciudad.
—Quizá haya algo que no sepas de las chicas como nosotras, de las que no pertenecemos a tu maldito mundo de opulencia y oro —le susurré provocadoramente al oído. Pude sentir el escalofrío que le recorrió de pies a cabeza, lleno de expectación y sorpresa por haber descubierto sus orígenes—: Ni aunque nos estuviéramos muriendo de hambre te tocaríamos por un par de dracmas, gilipollas.
Rápida como una serpiente a punto de hincar sus ponzoñosos colmillos a su víctima, le golpeé con el puño cerrado justo en la entrepierna. El grito de dolor que dejó escapar hirió mis oídos debido a la cercanía entre ambos, provocándome un irritante pitido; me aparté de un brinco para ver cómo se desplomaba en el suelo, aferrándose la zona herida con el rostro contraído en una expresión de auténtico dolor.
Para humillarle todavía más, cogí las monedas que había dejado en mi trozo de mesa y se las tiré a la cara. Sus ojos resplandecieron de furia cuando las dracmas impactaron en su rostro y cuello; sabía que todo aquel espectáculo había llamado la atención del resto de personas que se encontraban en aquella terraza y de algunos viandantes que pasaban por allí.
Saboreé mi momento y le dediqué una sonrisa mordaz.
Un chico de edad similar al que se encontraba retorciéndose en el suelo apareció de la nada. Le estudié en silencio, consciente de que su aspecto no encajaba en aquel sitio, en aquella parte de la ciudad: cabello rubio oscuro ensortijado, piel ligeramente bronceada, con un cuerpo un tanto musculoso —lo que gritaba a los cuatro vientos que hacía ejercicio, que estaba en forma y que no era como el resto de flacuchos y pomposos aristocráticos— y un rostro que me dejó sin aliento. Sus facciones resultaban ser casi como si alguien las hubiera cincelado a mano; labios carnosos, que se encontraban fruncidos, y unos ojos azules que me observaban con sorpresa.
Era un tipo atractivo. Demasiado atractivo.
Me sacudí mentalmente por ser tan estúpida de haberme quedado casi embobada contemplándole. Era evidente que su aspecto me había dejado unos segundos aturdida, pero logré sobreponerme antes de que las cosas pudieran torcerse para mí.
Los dos nos habíamos quedado mirándonos mientras el otro chico gimoteaba en el suelo, todavía aferrándose a su herida entrepierna.
Dirigí una furibunda mirada al recién llegado, que aún parecía encontrarse en estado de shock.
—Dile a tu amigo que cuide sus palabras la próxima vez —le gruñí, casi enseñándole los dientes—. O mejor, quedaos en vuestra maldita parte de la ciudad. Vuestro sucio oro no lo compra todo.
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