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❈ 01

Años después.

El Imperio.

Bufé de molestia mientras intentaba controlar las tiras de la falda que llevaba puesta, procurando mantenerlas en su sitio. La parte trasera del carro donde viajábamos todas aquellas chicas —secuestradas y vendidas al mejor postor, un hombre del Imperio llamado Al-Rijl que se encargaba de proporcionarle al Emperador diversión— no paraba de moverse de un lado a otro debido a lo inestable que era la calzada por la que nos movíamos en aquellos momentos.

A mi alrededor, las chicas que había escogido Al-Rijl pegaban sus cuerpos las unas a las otras, intentando mantener el poco calor que manteníamos allí dentro... además de encontrar un poco de consuelo en sus compañeras; las observé en silencio, fijándome en sus rostros. En sus expresiones.

Había una amplia variedad de emociones que cruzaban los rostros de aquellas jovencitas. Sin embargo, había algunos sentimientos que se reflejaban con asiduidad en sus caras: resignación, horror, miedo ante lo desconocido. Determinación.

Mantuve la mirada clavada en Enu. Ella era un par de años mayor que yo, y mi compañera en aquella arriesgada idea; su piel olivácea parecía ser más oscura debido a la oscuridad que reinaba en el interior de la carreta donde nos transportaban como si fuésemos animales. Sin embargo, sus ojos castaños parecían resplandecer con luz propia.

Con el fuego de la venganza.

Enu pertenecía a los rebeldes. Al igual que yo.

Había sabido que mi padre formaba parte de su organización desde niña y, tanto mi padre como mi madre, siempre me habían enseñado a que no debía hablar con nadie de ello; me habían advertido de las consecuencias que tendrían para mi padre y para nosotras —tanto mi madre como yo, pues el Imperio no hacía excepciones siquiera con los niños— si alguien descubría que mi padre era un rebelde.

Cuando mi madre fue asesinada por el Imperio le exigí a mi padre que me dejara entrar definitivamente al grupo. Al principio se había negado... aunque finalmente había cambiado de opinión gracias a la inestimable ayuda de Cassian, quien se había encargado de abogar por mi unión oficial a los rebeldes.

Y allí me encontraba: dentro de un carro lleno de chiquillas sollozantes que iban a servir de mera diversión para la fiesta privada que iba a dar el Emperador.

Los rebeldes habíamos tardado mucho tiempo en lograr que Enu y yo pudiéramos encontrarnos entre ellas. No había sido fácil llegar hasta Al-Rijl, y mucho menos convencerle de que nos comprara, creyendo que éramos dos huérfanas que habían caído en manos de rufianes que solamente buscaban un puñado de dracmas imperiales, además de trishekeles para poder comerciar con los bárbaros que venían de fueras de nuestras fronteras; con todos aquellos que no pertenecían al Imperio.

Al-Rijl nos había contemplado con sus ojillos avariciosos y había ordenado a una de sus empleadas que nos llevara a una habitación aparte para que nos revisara a fondo. Enu no puso ninguna objeción al respecto y yo la seguí a regañadientes, tras recibir una mirada de aviso del contacto que se había encargado de concertar la cita con aquel maldito cabrón; bajé cabeza en señal de sumisión, recordándome que la actitud que había mostrado minutos antes no tenían nada que ver con lo que se esperaba de una jovencita que se encontrara en una situación tan desagradable como aquélla.

La mujer nos ordenó de malas maneras que nos desnudáramos y mantuviéramos la boca cerrada. La primera en someterse a la revisión obligatoria que Al-Rijl imponía a todas las chicas fue Enu; procuré no alarmarme cuando vi el trabajo que realizaba aquella mujer. Cuando llegó mi turno tuve que hacer un gran esfuerzo para impedirle que hiciera su labor conmigo.

Tras terminar con nosotras, nos vestimos en silencio y la seguimos de regreso a la sala donde nos esperaban Al-Rijl y Trassim, el hombre que estaba haciéndose cargo de la transacción; Enu y yo bajamos la cabeza sumisamente.

La mujer chasqueó la lengua con fastidio, como si lo que hacía con todas aquellas chicas hubiera empezado a aburrirle.

—Ninguna de las dos es virgen —informó en primer lugar, provocando que mi rostro se contrajera una mueca de desagrado—. Además, están limpias. Pueden servir.

Al—Rajil nos observó a ambas con un gesto pensativo, calculando y haciendo planes en su cabeza para nosotras. Para sacar el máximo beneficio posible.

—Hubieran pagado más si hubierais sido vírgenes —dijo, casi para sí mismo—. Veamos... Sin duda alguna sois atractivas y algo sugerentes. Quizá incluso podamos maquillar un poco vuestras habilidades y añadir que tenéis buenas dotes en el ámbito privado.

Me contuve a duras penas para no saltar y soltarle un puñetazo. Necesitábamos entrar en aquel maldito sitio, pues el Emperador solía recurrir a esa basura humana para que le proporcionara mujeres para divertir a sus invitados en las fiestas que solía hacer dentro de su palacio.

Pestañeé cuando el carro dio una nueva sacudida. Dos chicas se habían pegado a los costados de Enu mientras mi compañera intentaba mantenerse inmóvil, camuflándose entre ellas; nos encontrábamos totalmente desarmadas y, si las cosas salían mal, lo tendríamos muy complicado.

Esta noche podríamos morir.

Encerradas en aquella oscuridad no podíamos saber en qué punto de las calles de la Ciudad Dorada nos encontrábamos; a qué distancia del Palacio del Emperador estábamos.

La chica que tenía al lado empezó a temblar de manera descontrolada: eran sollozos silenciosos. Había sucumbido al miedo.

—Las cosas que se dicen de las fiestas del Emperador son espeluznantes —comentó otra, una chica con el pelo negro como el ébano—. Dudo que nuestras deidades siquiera las aprobaran...

Puse los ojos en blanco, refugiándome en la oscuridad que nos proporcionaba el interior de aquel carro. Todos, incluidos aquellos vivían más allá de las murallas de la Ciudad Dorada, conocíamos los rumores que corrían sobre las privilegiadas fiestas que solía dar el Emperador.

Y, tal y como había acertado a decir esa muchacha, te ponían los pelos de punta lo que se comentaba que se hacía en esas fiestas.

Todas nosotras perdimos el equilibrio, siendo impulsadas hacia delante con brusquedad, cuando el carro frenó en seco.

Escuchamos al hombre —uno de los esbirros de Al-Rijl— bajar pesadamente del pescante del carro. Luego oímos cómo arrastraba los pies por la tierra, rodeando el carro hasta alcanzar la parte trasera; todas contuvimos la respiración cuando el hombre abrió con demasiada fuerza las puertas reforzadas.

Muchas de nosotras tuvimos que cubrirnos con el antebrazo los ojos debido al repentino cambio de luz que entró por la parte trasera del carro. Después le siguieron las exclamaciones ahogadas de algunas chicas cuando algunos de los soldados de menor categoría del Emperador empezaron a sacarnos de malos modos del interior.

Enu trató de golpear al soldado que la sujetaba por el brazo; yo bajé sumisamente y sin oponer resistencia, logrando que el chico que me sostenía se mostrara con más amabilidad que algunos de sus compañeros.

Me recoloqué de nuevo las tiras de tela de la falda, haciendo sonar la hilera de pequeños cascabeles que formaban un cinturón alrededor de mis caderas. La parte superior de aquel maldito traje —si acaso podía considerársele de ese modo— no era mucho mejor: su función, sin duda alguna, era la de mostrarnos. La de exhibirnos. Una prieta banda con una capa de gasa y unos endebles tirantes que se unían detrás del cuello era lo único que cubría mis pechos.

Y luego estaban las pulseras.

Multitud de pulseras tintineantes en muñecas y tobillos que servían como accesorios de nuestros atuendos.

De manera inconsciente estudié mi alrededor. Sin duda alguna nos encontrábamos dentro del perímetro del Palacio del Emperador, aunque debían habernos llevado hasta la parte trasera para poder introducirnos en el interior del mismo; entrecerré mis ojos al ver al esbirro de Al-Rijl hablando con un hombre que parecía pertenecer al servicio del mismísimo Emperador.

—No seas tan obvia —me susurró la voz de Enu muy cerca de mi oído—. Notarán que hay algo raro en ti si no paras de mirarlos.

Me apresuré a desviar la mirada, fijándola en el rostro de mi compañera. Las dos habíamos tenido que pasar un par de semanas en la casona que poseía Al-Rijl junto a muchas de aquellas chicas; allí nos había preparado para esta noche. Al igual que nos habían advertido de qué nos sucedería si cometíamos el más mínimo error.

Durante los últimos días nos habíamos vuelto más cercanas que cuando nos encontrábamos con la Resistencia. Pero teníamos una importante misión y no podíamos permitirnos ningún tipo de distracción.

—Ya están todas las chicas —informó uno de los soldados.

Observé por el rabillo del ojo al esbirro que nos había conducido hasta allí, que se guardaba una generosa bolsa rellena de dracmas imperiales. Tuve que apartar la mirada apresuradamente cuando alguien me empujó en el hombro; al mirar por encima de mi hombro vi que se trataba de un soldado que nos estaba dirigiendo a todas las chicas hacia unas puertas de madera.

El estómago se me contrajo cuando vi lo que nos esperaba al otro lado: aquellas puertas conducían a una antesala de la que salían varias escaleras en diferentes direcciones; un hombre vestido de pies a cabeza de negro y que cubría su rostro con una grotesca máscara que solamente dejaba a la vista sus ojos y boca se encontraba situado en mitad de la antesala.

A sus espaldas distinguí la presencia de varios soldados de menor categoría que el que nos aguardaba con los brazos colocados sobre las empuñaduras de las cimitarras que llevaba al cinto.

Nos dispusieron a todas formando un semicírculo. Al encontrarme más cerca del desconocido vestido de negro pude ver que sus ojos eran unos fríos carámbanos de color castaño; por no hablar de sus finos labios, que se mantenían fruncidos en una línea recta.

Entonces escuché los susurros de las chicas que tenía más cerca. Parecían encontrarse frenéticas:

—¿Lo has visto? —preguntaba una.

—¡Es un nigromante! —bisbiseó la otra, alterada.

—¿Por qué han enviado a alguien de la élite a esto? ¡No somos peligrosas!

El intercambio de alterados susurros se vio interrumpido cuando el nigromante —el monstruo del que siempre me había prevenido mi madre en sus historias. El monstruo al que no le temblaba el pulso al asesinar. El monstruo que había matado a mi madre— dio un paso adelante para deslizar su escalofriante mirada por el semicírculo que habíamos formado todas.

—Comprobad que no están armadas o que porten algún tipo de sustancia peligrosa.

La orden del nigromante nos pilló a todas por sorpresa. Los soldados que nos habían escoltado hasta allí no se entretuvieron en poner en entredicho las palabras del nigromante: nos fueron escogiendo una a una para proceder al chequeo de que estábamos desarmadas y no suponíamos una amenaza para la vida del Emperador.

Tragué saliva, extendí brazos y piernas cuando me lo ordenó el soldado que me había tocado y contuve las ganas de golpearle en la entrepierna cuando empezó a recorrer mis piernas, empezando por los tobillos.

Una mirada de aviso por parte de Enu me disuadió de continuar con mi idea inicial de golpearle en la entrepierna. Apreté los dientes con fuerza debido a la impotencia de permitir que aquel cerdo imperial paseara sus manos por mi cuerpo, aprovechando la ocasión y su superioridad para entretenerse en ciertas zonas de mi anatomía.

Desvié la mirada de manera forzada cuando el soldado me aferró por el rostro, obligándome a abrir la boca para demostrar que allí tampoco tenía nada oculto. Di gracias a las mujeres que trabajaban para Al-Rijl por haberme trenzado mi cabello, formando después un intrínseco diseño que dejaba algunos mechones sueltos.

—Esta está limpia —gritó el soldado que se había encargado de cachearme.

El nigromante le hizo un gesto para que me acompañara hacia la otra línea de chicas que también habían pasado la criba.

El resto de las pruebas no tardaron mucho en finalizar, demostrando que todas estábamos desarmadas y listas para dar un buen espectáculo a los hombres que nos esperaban pisos más arriba.

Todo mi cuerpo sufrió un escalofrío ante la cercanía del nigromante. Me obligué a mantener la mirada lejos de él, temiendo perder el control; mi madre había sido asesinada por uno de esos monstruos.

Por una nigromante llamada Roma.

No tuve tiempo de seguir con mis pensamientos de venganza porque nos condujeron por unas escaleras de piedra hacia arriba, lejos de la antesala y la fría mirada del nigromante que había sido destinado allí para eliminar limpiamente las posibles amenazas contra su señor.

La luz fue haciéndose más intensa a cada paso que dábamos. Incluso era capaz de escuchar la algarabía de voces masculinas que había tras una puerta abierta; tardé un segundo en comprender que haríamos una aparición sorpresa por uno de los miles de pasadizos que se escondían en las entrañas de aquel palacio.

Fruncí mis labios en una sinuosa sonrisa al llegar al umbral del pasadizo abierto. Procuré que no me afectara lo más mínimo la opulencia de aquel enorme salón repleto de hombres de todas las edades; contemplé a mis compañeras internándose entre la multitud y busqué con la mirada a Enu.

No se encontraba lejos de mí y también estaba tan sonriente como yo. Sus ojos me lanzaron un brillo de aviso, recordándome lo importante que era aquella noche: según un soplo del interior de palacio, el Emperador estaba dispuesto a comprobar cómo se encontraban sus relaciones con el resto de familias pudientes del Imperio, las gens. Sospechaba que pudiera haber conspiradores entre ellos.

Nosotros queríamos saber quiénes eran los más débiles... y si era cierto que hubiera gente conspirando contra el mismo Emperador.

Teníamos que recopilar la máxima información posible si queríamos tener una oportunidad real contra la tiranía del Emperador. Debíamos saber lo suficiente sobre él si queríamos eliminar su amenaza sobre el Imperio.

Recorrí el salón dorado, serpenteando entre los invitados, intentando escuchar las conversaciones que mantenían... Esperando encontrar alguna que me fuera de alguna utilidad.

Divisé el inconfundible rostro del príncipe Octavo entre el gentío, entretenido con un par de nobles; me mordí el labio inferior, dudando entre acercarme o no, cuando la música empezó a sonar.

Maldije en silencio la oportunidad que había perdido mientras una de mis compañeras enganchaba su brazo del mío para guiarme donde el resto había empezado a reunirse. Los invitados del Emperador se callaron, centrando toda su atención en nosotras; respiré hondo mientras comenzaba el espectáculo.

Nos movimos al compás de la música, haciendo sonar nuestros cascabeles. Las miradas de todos aquellos hombres seguían nuestros movimientos de caderas, oscureciéndoseles más a cada segundo que pasaba. Al-Rijl se había asegurado de que aprendíamos a contornearnos como si fuéramos serpientes: ondulantes, exóticas... y peligrosas.

Giramos en círculo a la par y mis ojos se encontraron con el mismísimo Emperador. Mantuve mi sonrisa y la volví incluso un poco más sinuosa y atrevida, aunque por dentro ardiera en ganas de asfixiarlo con mis propias manos; a su espalda estaban dos tipos como el que nos había recibido en la antesala de abajo. Dos nigromantes, el grupo de élite que se encargaba del mayor honor posible dentro del ejército: la protección del soberano del Imperio.

Lo único que pude ver de aquellos dos monstruos fueron sus miradas, de un similar color azul grisáceo. Volvimos a cambiar de posición debido a la danza y mi visión cambió a unos nobles con aspecto de encontrarse a punto de dejar caer la baba; sus miradas nos recorrían los cuerpos sin pudor alguno, dejándonos bastante claro qué era lo que se les pasaba por la cabeza.

Los músicos dieron los últimos compases con el tambor y todas caímos sobre el suelo, desplegando las tiras de nuestras faldas; todo el mundo estalló en aplausos y nosotras nos pusimos en pie, agradeciendo la ovación de nuestro público bajando la cabeza respetuosamente.

Todos nos quedamos en silencio cuando la voz del Emperador resonó por toda la habitación. Se le abrió un camino entre la marea humana de invitados, permitiéndonos verle en todo su esplendor: llevaba una labrada túnica blanca con broches dorados con forma de halcón. Su largo y plateado cabello lo llevaba retirado de la cara, mostrándonos sus facciones duras, además de afiladas, y sus ojos de color verde.

Se me retorció el estómago al observarle de cerca. La misión que se nos había encomendado no era la de asesinar al Emperador, pues sería una completa locura... y un suicidio: estábamos rodeadas de soldados imperiales, por no hablar de los nigromantes que escoltaban al Emperador.

Eran ellos dos la amenaza, el auténtico peligro de hacer algún movimiento sospechoso.

Enu y yo debíamos limitarnos a pasearnos por allí, captando fragmentos de conversaciones y recopilando cualquier tipo de información que pudiera beneficiarnos; no en vano en aquellas fastuosas fiestas solían cerrarse jugosos tratos entre todos aquellos hombres.

Entrecerré los ojos al divisar al propio Al-Rijl junto al Emperador, con una sonrisa viperina.

—Me gustaría agradecer formalmente y frente a todos vosotros, de nuevo, a nuestro querido Al-Rijl por las preciosas joyas del Imperio que nos ha proporcionado como diversión de esta noche —clamó y los invitados se apresuraron a aplaudir las palabras de su gobernador. De su señor.

«Malditos lameculos pomposos», pensé con desagrado.

Todos aquellos hombres que vestían elegantemente vivían rodeados de lujos, sin tener ningún problema en sus brillantes horizontes. Sus únicas preocupaciones se limitaban a cosas tan banales y superficiales referidas a su vida social o su simple aspecto; ninguno de ellos había tenido que hacer frente a los horrores del hambre o la pobreza.

Los odiaba a todos ellos.

Parpadeé para centrarme en el presente, justo cuando el Emperador le había cedido la palabra a su amigo Al-Rijl para que le devolviera el cumplido. Tal y como sucedía en todas las malditas fiestas a las que acudía esa sanguijuela que se codeaba con las gens más importantes del Imperio, como si perteneciera a una de ellas.

—Soy yo quien debe sentirse agradecido por sus palabras, Su Espléndida Majestad —mi rostro se contrajo en una mueca de desagrado al escuchar cómo hacía referencia al Emperador, maquillándolo hasta volver su título algo vomitivo—. Por eso mismo le ofrezco que elija a las más hermosas para esta noche, para su provecho privado...

El Emperador se rió estruendosamente.

—No sé si eso agradaría mucho a Calidia —bromeó, haciendo referencia a su esposa.

Todo el mundo se carcajeó, aunque algunos de los hombres no parecían nada divertidos con ello. Debían pertenecer a la Gens Naevia, la familia de la esposa del Emperador; los observé con más atención, pero todos ellos estaban más atentos a lo que estaba diciendo su señor.

Al-Rijl le guiñó un ojo pícaramente al Emperador.

—No creo que la Emperatriz se enterara de ello —respondió—. Sois un hombre muy discreto en lo referido en vuestros asuntos.

La sonrisa del Emperador se hizo más amplia.

—Te hablaré de mis elecciones al final de la noche —dijo, luego se giró hacia el resto—. ¡Que prosiga la celebración, por favor!

La música se reanudó en un tono más bajo mientras las bailarinas se mezclaban con la multitud para diversión de los invitados. Decidí seguir de cerca a Enu, moverme a poca distancia de los círculos de hombres que ella estaba atendiendo en esos instantes.

Una mano salida de la nada se enroscó en mi cintura, provocándome un sobresalto. Me giré de golpe, topándome con la mirada enturbiada de un hombre joven; sonreía afablemente mientras el resto de gente que le rodeaba seguía sumida en la conversación.

—La chica de pelo de fuego —dijo en voz alta, distrayendo a algunos de los que estaban hablando; sus ojos se desviaron en nuestra dirección, en mí—. ¿Es tu color natural?

A pesar de que no se les solía permitir a las chicas de Al-Rijl que hablaran con aquellos hombres, yo decidí no hacer caso a esa norma explícita. No me importaban lo más mínimo las consecuencias, pronto Enu y yo estaríamos lejos de las garras de Al-Rijl.

Además, la sanguijuela no tenía por qué enterarse de esto.

Ladeé la cabeza de manera coqueta.

—¿Qué opináis al respecto? —le pregunté.

El brazo que rodeaba mi cintura se tensó y me vi empujada contra el cuerpo de aquel misterioso joven noble.

—Creo que no es auténtico.

Me permití esbozar una diminuta sonrisa.

—Entonces temo decepcionaros —repuse—. Porque es mi color natural.

Aquello le arrancó una breve risa al noble. Cogió con facilidad una copa de las bandejas que portaban uno de los esclavos —reconocibles por las recias pulseras de hierro que llevaban en las muñecas y tobillos— y me la tendió con amabilidad.

La tomé con cuidado mientras echaba un vistazo al interior de la copa: se trataba de vino. Muy posible uno de los mejores del Emperador, quien no dudaba en desperdiciarlo en fiestas de esa índole.

A pesar de las ganas de aquel noble —quien poco después descubrí que pertenecía a la Gens Villia— de hacerme beber varias copas de vino, solamente me atreví a beber dos. No era la primera vez que probaba el vino, pero no aquel tipo de vino... Una sustancia peligrosa debido a su suavidad.

Si quería mantenerme con la mente despejada tenía que evitar a toda costa que aquel tipo intentara emborracharme con la excusa de mostrarme lo maravilloso que resultaba aquel líquido oscuro.

A pesar de que conseguí eludir sus propósitos, el hombre de la Gens Villia no tuvo ningún problema en vaciar las copas que caían en sus manos; en el transcurso de la fiesta seguía con mis manos vacías de información jugosa para los rebeldes, pegada al tipo que había coqueteado conmigo con el tema del tono de mi cabello. En aquellos instantes se encontraba con su cuerpo pegado a mi costado, con un brazo todavía alrededor de mi cintura y aguantando casi todo su peso.

Su pestilente aliento cargado de alcohol estaba comenzando a revolverme el estómago y sus acompañantes se encontraban en igual estado o ligeramente más perjudicados aún por culpa del vino.

Era evidente de que no iba a sacar nada importante de aquel grupo de borrachos, así que intenté liberarme con suavidad del agarre de aquel tipo. Al comprender mis intenciones, su brazo se tensó y su rostro se giró hacia mí.

—¿Te marchas tan temprano? —preguntó, arrastrando las palabras.

Compuse una media sonrisa de disculpa.

—Las chicas de Al-Rijl somos así —dije.

Con un leve movimiento me obligó a que quedara frente a su colorado rostro, impactándome de lleno el hedor de su aliento. Procuré mostrarme lo más resuelta posible.

Él me dedicó una sonrisa demasiado amplia.

—Las chicas de Al-Rijl nos proporcionáis diversión —me corrigió y yo me tensé bajo su cepo en la cintura—. Y yo quiero diversión.

Antes de darme tiempo siquiera a poder apartarme, su mano se cerró sobre mi barbilla con fuerza y me besó. El estómago se me contrajo ante la brutalidad de su reacción y la forma en la que me aferraba, como si yo fuera un simple objeto.

Sabiendo lo que sucedería si sucumbía a la suicida idea que estaba paseándose por mi cabeza, solamente pude morder con ímpetu su labio inferior hasta notar un regusto metálico en la punta de mi lengua.

El noble me apartó de un brusco empujón, casi haciéndome perder el equilibrio. Jadeé de horror mientras observaba cómo su mirada se oscurecía; su mano se alzó para golpearme...

—Deteneos —la milagrosa intervención del desconocido, que sonaba mucho más sobrio que algunos de los invitados.

Ambos nos giramos a la par y yo me encogí de horror mientras el noble se ponía pálido de la impresión: un nigromante se acercaba a nosotros, con sus ojos resplandeciendo tras la máscara que utilizaba.

Mi opinión sobre la intervención del desconocido varió al descubrir que se trataba de un nigromante. Que hubiera decidido acercarse hasta nosotros solamente podía significar que había visto mi agresión al joven noble y había decidido venir a castigarme.

Antes siquiera de que pudiera plantearme la idea de escapar, el noble me cogió por el brazo y me zarandeó.

—Esta zorra me ha mordido —exclamó con indignación—. ¡Y no quiere cumplir con su cometido!

La respiración se me aceleró mientras intentaba buscar una vía de escape, con el brazo todavía atrapado.

El nigromante nos observaba a ambos, sin que ninguno de los dos pudiéramos ver su expresión. Solamente la indiferencia reflejada en su mirada.

—Ibais a golpearla —señaló el nigromante sin ningún tipo de emoción en la voz.

—Necesita que alguien le enseñe cuál es su lugar —me zarandeó de nuevo con rabia—. Maldita puta.

Me obligué a mirar de manera suplicante al nigromante, tragándome la bola de asco que me producía su simple presencia. El nigromante era mi pasaje de ida hacia la libertad, o eso quise creer.

—Por favor —dije al nigromante—. Es... es mi primera vez... yo... yo no sé nada...

El joven noble soltó una carcajada cruel mientras me clavaba sus cuidadas uñas en el brazo, buscando hacerme daño.

—¡Silencio, sucia ramera! —me espetó y, en aquella ocasión, su mano sí que logró acertar en mi mejilla.

Ahogué una exclamación de sorpresa mientras trastabillaba y el nigromante daba otro paso en nuestra dirección; su mano aferró la muñeca por la que me tenía a mí sujeta.

—Le ruego que la suelte de inmediato —más que una petición, aquello sonó a orden.

—¿Y eso por qué?

El nigromante entrecerró los ojos tras su máscara.

—Porque el Emperador la ha escogido.


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