Recuerdo 3 (Isabel)
Recuerdo que cuando era pequeña no me gustaban las flores; no lograba ver qué era lo especial en ellas, ni entender por qué podía ser satisfactorio observar jardines repletos de éstas. Tampoco tenía ni la menor idea de por qué los chicos regalaban ramos a sus novias cuando empezaban sus relaciones o intentaban recuperarlas tras hacer estupideces; así, tampoco entendía muy bien cuál era el propósito de las florerías.
Pero era apenas un poco menos pequeña el día en el que entendí qué significaban las rosas, el día en el que por fin pude enamorarme de éstas; recuerdo eso muy bien. E igual recuerdo que, la primera vez que fui yo quien hizo crecer una rosa, se la quise dar a Rebecca. Y tal vez lo hubiera hecho, si hubiera sido un poco más valiente, si en ese momento ya hubiera estado convencida de que no está mal ni es tan raro si una chica le da flores a otra...
Pero lo importante no es la flor, sino cómo nació, cómo supe qué significaba. Por qué deseaba dársela a Rebecca. Simplemente, lo que pasó en esa tarde de sábado que me hizo apreciar a las flores.
Ese día el papá de Rebecca tocó la puerta de mi casa alrededor del mediodía, tal como todas las semanas, y tal como todas las semanas, se veía completamente cansado, estresado, incluso furioso, y Rebecca tenía esa cara de haber perdido la esperanza. Seguro estaba ya tan acostumbrada a ver a su padre así, tan harto —tal vez no del trabajo o de su vida, sino de su propia hija—, que creía que no podría cambiarlo nunca. Estaba cansada también, pero tal como siempre, le brillaron los ojos cuando pudo verme, cuando su padre la empujó hacia la sala mientras hablaba con mis padres sobre cómo cuidarían a Rebecca, como si eso le importara.
Aunque en su momento me tuvo engañada; en su momento pensé que quería aunque sea un poquito a Rebecca, aún cuando ella se veía triste todo el tiempo y de vez en cuando lloraba sin que hubiera pasado nada especialmente malo.
A mis siete años, no había forma de que me cupiera en la cabeza que algunos padres simplemente no quieren a sus hijos, y mucho menos me cabía en la cabeza que alguien tan importante y amable como Rebecca pudiera no ser querida. Pero eso pasaba aunque no lo entendiera y todo el tiempo quisiera negarlo; pasaba incluso aunque la misma Rebecca lo negara y se dijera a sí misma frente a mí que no tenía razones para llorar.
La puerta se cerró. A día de hoy aún no sé por qué el sonido se sintió diferente ese día, algo más mágico y feliz que de costumbre, aún cuando significaba exactamente lo mismo en cualquier otra tarde de fin de semana: Tenía varias horas —probablemente hasta el anochecer— para jugar con Rebecca, para hacerla feliz y yo también sentir esa alegría intensa. Después de comer, claro está.
En los platos que mis padres llevaron al comedor había pechugas de pollo a la mantequilla, macarrones con queso y puré de papa. Justo mi platillo favorito, a esa edad y a cualquier otra. Rebecca también tenía hecha agua la boca, y después de ver la comida y de vernos entre nosotras, salimos corriendo hacia las sillas, aún muy altas en comparación a nosotras. Podíamos balancear las piernas mientras comíamos; podíamos también pelearnos a patadas sin que mis papás se dieran cuenta, y me sentía feliz, y Rebecca sonreía, aunque de esa forma peculiar en la que siempre lo hizo: De una forma u otra, viéndose infeliz.
Por suerte el silencio en el comedor me ayudaba a pensar en cómo iba a hacer que sonriera de verdad, en qué podríamos hacer hoy, qué opciones iba a presentar cuando debatiéramos cuál era la mejor forma de perder el tiempo en esa tarde específica.
Justo al tragarme el último pedazo de pollo y pinchar parte de los macarrones con mi tenedor, tuve una idea, la que en ese momento me pareció la mejor del mundo, tan genial que por un momento me distraje imaginando un foco prendiéndose sobre mi cabeza como si estuviera en una caricatura. Sonreí. Mis padres sonrieron conmigo, aunque no preguntaron por qué; siguieron masticando el pollo y usando sus cucharas para tomar puré de papa.
Y yo seguí pensando en llevar a Rebecca a nadar en el lago del parque, ese que estaba junto a los columpios y en el cual nos podíamos ver reflejadas siempre que estábamos por tocar el cielo; siempre que las nubes parecían algo alcanzable.
Seguro la haría sonreír. Ella me había dicho que amaba el agua, que la relajaba.
Terminé de comer apenas un poco después que mis padres, y Rebecca acabó casi al mismo tiempo, también apenas unos segundos también que yo. Recogí su plato con ella y, aunque pensé en invitarla al lago en el momento en el que cruzamos miradas, no pude; dejó de mirarme casi de inmediato para concentrarse en el sofá, en donde solíamos sentarnos para descansar, platicar y de vez en cuando tomar siestas. Probablemente está pensando que hoy el plan es el mismo, o tal vez simplemente eso es lo que quiere hacer: Conservar la rutina; primero vamos al sofá y luego a jugar con las muñecas en mi cuarto. Dejo de lado un poco lo de ir a nadar para poder cuestionarme internamente si es buena idea invitarla, presentarle otra opción. ¿Se sentirá obligada si lo hago?
Aunque me desconcentré de eso relativamente rápido, mientras llevaba los platos sucios al fregadero. Mamá me levantó el dedo pulgar una vez que los dejé allí, y sus palmaditas en la cabeza fueron la señal de que ya había ayudado lo suficiente y podía ir al sofá junto a Rebecca, lo cual hice, tal como siempre.
Mi amiga parecía estarse quedando dormida, y parecía que su sueño iba a ser pacífico. Tuve cuidado al sentarme, esperando no interrumpirla, para que al final abriera los ojos apenas mi trasero empezaba a pegarse en el asiento.
—Hola —habló con una voz somnolienta y una sonrisa triste y sincera a partes iguales.
—Hola —saludé de vuelta, agitando mi mano y notando cómo se me contagiaba el sueño que podía ver en los ojos de Rebecca.
Aunque luego me habló de una forma muy enérgica, que contrastaba con ese aspecto cansado que observaba en ella, en esa carita a la que se le cerraban los ojos cada pocos segundos:
—¿Qué vamos a hacer hoy?
Parecía realmente interesada en mi respuesta, como si ella también supiera que las cosas iban a ser diferentes ese día, que le iba a proponer algo distinto, que ese sábado no pisaríamos mi habitación, al menos no durante la tarde.
Ante su mirada atenta, intensa y brillante, hablo:
—¿Quieres ir al parque? Al lago; a nadar.
Ella sonrió como si hubiera escuchado la mejor idea del mundo; como si le hubiera presentado un plan que cambiaría su vida. Sus ojos brillaron y supe entonces que diría que sí; que ya lo estaba diciendo, aunque no hubiera abierto su boca, incluso aunque en su interior pudiera estar dudando.
Su boca dudó también, soltando palabras de persona cuidadosa, de lo que en ese momento de su vida era, de la persona a la que tal vez ahora llamaría cobarde; soltando las palabras de quien todavía es: Alguien que tiene miedo a su propio padre.
—No traigo traje de baño y no debería mojar mi vestido... —Desvió su mirada; no quería que viera su aprobación. Contrario a esto, su cuerpo tembló y me dejó ver su temor.
Me sacudí también.
—Entonces podemos solo ir a jugar, si eso te parece bien —propuse, suavizando la voz, intentando que se mostrara menos asustada; que dejara de temblar y así no me emocionara de la misma forma.
Volvió a mirarme. Esta idea no la convenció tanto como la anterior; se podía ver en sus ojos que ahora brillaban de otra forma, con dudas y todavía más miedo que antes. La sonrisa que mantenía se había atenuado bastante y ya solo era un gesto de... No podía reconocer de qué. Al menos su cuerpo dejó de agitarse, y eso a mí me dejó aliviada.
—Está bien —aceptó, con la voz mucho más baja y arrastrando las palabras. No estaba del todo contenta con esto, pero lo sabíamos, tanto ella como yo; no iba a sentirse mejor con ninguna otra opción; no iba a sentirse mejor si nos quedábamos en casa. Era mejor estar cerca del sueño.
Nos levantamos del sofá y, ante el sonido del grifo del fregadero —el que nos indicó que mi madre seguía lavando los platos—, fuimos a la habitación de mis papás, donde justo mi padre estaba tirado en la cama leyendo un libro, con los ojos entrecerrados, tal vez también a punto de dormirse.
Sin saber bien cuál era la forma correcta de molestarlo, dí dos toques leves a su antebrazo, los cuales llamaron su atención tal como había planeado. Rebecca tembló apenas nos dirigió la mirada, y no me atreví a preguntarle por qué, solo apoyé una mano en su hombro izquierdo, casi abrazándola por un lado, mientras empezaba a dedicarme a hablar con mi padre:
—Pa —Le hablé con cariño y traté de ocultar la súplica, aunque después de eso solo se hizo más notoria. No me quejé de mí misma; no quería, tenía que continuar—: ¿Puedes llevarnos al parque, por favor?
Sonrió, muy levemente, no tan cómodo con mi idea, pero aprobándola de todas formas como el gran papá que siempre fue.
—¿Te parece que sea después de que termine este capítulo? —preguntó, acercándome el libro como si no hubiera notado ya que lo tenía entre las manos y apoyado en su abdomen.
Asentí con la cabeza y después, al notar que no me había estado mirando, que había vuelto a su lectura, pronuncié un enérgico "sí" y salí del cuarto junto a Rebecca.
—¿Eso significa que no nos llevará? —cuestionó tras un rato mientras volvía a sentarse en el sofá.
—Significa que nos llevará, pero después. Espera un ratito y vamos.
—Pues... cuando mi papá dice eso, termina sin llevarme a ningún lado —comentó ella, abriéndose, tal vez sin notarlo, porque después de haberlo dicho se enrojeció. Y ocultó su rostro de mí al pegarlo contra sus rodillas, quedando hecha bolita sobre el sillón. Luego la escuché sollozar.
—¿Qué pasa? —pregunté, sentándome también e inclinándome hacia mi amiga.
—Nada.
Y aún teniendo siete años, entendí muy bien que eso en realidad significaba que no quería hablar.
Así que solo la abracé mientras moría internamente por mi preocupación.
[...]
Mi padre no tardó mucho en llevarnos al parque, y Rebecca tampoco necesitó tanto tiempo para encontrarse calmada de nuevo. Su temor y su tristeza duraron mucho menos que de costumbre, y como si estuviera bajo un muy buen hechizo para ocultar sus emociones —o tal vez incluso sentir menos—, después de su llanto ni siquiera le quedaron hinchados los ojos. De pronto se volvió solamente una niña normal, tan feliz como cualquier otra; ya no era una niña con miedo a su padre, sino mi amiga, la que siempre había conocido; no tan normal, tampoco tan feliz, pero al menos un poquito de ambas cosas, solo por la emoción de estar conmigo. O al menos yo pensaba que eso era lo que la cambiaba, y ella jamás me dijo ni demostró lo contrario.
Sonreía mientras caminábamos por el camino empedrado hacia la colina donde se encontraban el lago y los juegos, y parecía casi genuinamente feliz mientras el sol le pegaba en la cara. Gritó lo bien que se sentía por el calor que se veía como luz en su cuerpo, y ninguna de las dos sabía que algún día ese calor se haría insoportable, así que me dediqué a disfrutarlo junto a ella. El sol en mis brazos era de las cosas más agradables del mundo.
Una vez que pudimos ver los columpios y la resbaladilla desde la distancia, Rebecca y yo nos dedicamos a correr hacia los juegos, sin medir el peligro, sin pensar en que podríamos tropezarnos con las piedras y sin tomar en cuenta lo empinado de la loma.
Pero llegamos con bien.
—¡Vamos a los columpios! —gritó Rebecca apenas vio que los juegos estaban vacíos. Era temprano y, por alguna razón, a la mayoría de padres no les gustaba llevar a sus hijos al parque hasta que el sol bajara, aún si era fin de semana.
—¡Vamos! —asentí, volviendo a correr, intentando alcanzar el balancín rápidamente, como si alguien estuviera intentando ganármelo, como si hubiera más personas aparte de Rebecca y de mí.
Gano la competencia contra esa gente inexistente. Y empiezo a mecerme. Y empiezo también a reírme, como igualmente hace Rebecca una vez que ella también puede subir al asiento.
Nos columpiamos con tanta fuerza y llegamos a tanta altura que incluso las cadenas del balancín empezaron a rechinar al moverse, en especial cuando llegábamos al punto más separado del suelo, desde el cual la luz del sol le daba al lago de forma que, antes que un cuerpo de agua, parecía más bien una mancha blanca y luminosa que amenazaba con cegarnos si la veíamos por mucho.
Luego pude ver a Rebecca estremecerse, justo al mismo tiempo y con el mismo ritmo que el rechinido del columpio. Miraba hacia abajo con miedo, pero no a las alturas; podía ver en sus ojos que no.
Le tenía miedo a sus propias ideas, o tal vez a sus resultados. Pero luego me miró y me sonrió, tal vez un poco más segura de lo que pensaba. Yo intenté sentirme tranquila a pesar de que no podía.
Y luego la vi saltar.
Mi corazón dejó de latir un momento y mi cerebro me inmediato me dijo que me lanzara con ella, pero otra parte de mí me decía que no lo hiciera, solo porque aún no había visto cuál había sido el final de la caída. Cuál había sido el resultado.
Y si algo sabía en ese momento es que yo no quería morir, no aún.
Luego vi una cabellera larga, rizada y marrón asomarse entre el agua brillante; el agua que era como la luz; la luz que era como el agua.
Y escuché su risa, y me la imaginé: El pelo mojado y pegado a los lados de su cara, la boca bien abierta, los ojos cerrados, sus hombros bien iluminados por la gran estrella sobre nosotras, todo su hermoso vestido blanco arruinado por el lago... Pero ella sin arrepentimientos, tan valiente que sentí mariposas en el estómago.
Salté también y llegué al mismo destino que ella, cayendo justo a su lado en el líquido.
La miré y volví a sentir las mariposas, cómo mis tripas se movían de la forma más hermosa posible. Y miré hacia un lado para ver que, enredada en la cadena del columpio, estaba creciendo una rosa.
Esa fue la primera vez que me emocionó una flor, y la primera vez que supe lo que significaba.
Lo entendí muy bien. Tanto que supe que no debía hablar de eso.
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