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Capítulo 6

Hay algo muy distinto en el sol del domingo. Aunque el color y el calor son exactamente iguales a los de todos los días pasados, hay algo diferente en la sensación de los rayos sobre mi piel, en el rojo que invade mis ojos cerrados cuando estoy despertando, como siempre, en contra de mi voluntad por la luz que entra, radiante a pesar de las cortinas que se interponen entre el exterior, entre ese brillo, y yo.

Y también siempre hay algo diferente en el aroma... No solo el del sol —que sí, tiene un aroma más cálido los domingos—, sino... En general. Ese aroma que siempre tardo en reconocer que es el del pan dulce de mamá, ese mismo que hace todos los días libres.

Sonrío. Hoy se desayunan conchas.

Abro los ojos y apoyo los pies en el suelo. Esta es una muy buena razón para levantarme. Es domingo, nadie en la familia tiene trabajo hoy —tampoco yo— y hay pan dulce para desayunar. Y puedo hacer lo que sea y puedo compartir esto con Rebecca.

Rebecca...

Suspiro. Ella es quien más merece conocer la alegría de un día libre, y yo... Yo ya no estoy enojada. Recuerdo eso, y aún más allá de recordar, lo siento. Voy a darle el mejor día de su vida porque para eso están las amigas; y eso es lo que soy y debo ser para ella. Lo que seré, al menos por hoy.

Salgo de las sombras del pasillo hacia la luz natural que inunda el cuarto —esa común amalgama de sala, comedor y cocina que tienen todas las casas del pueblo— y que me deja ciega por un momento, viendo solamente un destello blanco por todas partes.

Cuando me acostumbro a esa exagerada iluminación —y al calor intenso que hace gracias a ésta—, volteo hacia la cocina y veo a mi madre frente al horno, observándolo con toda la paciencia del mundo, tal vez esperando al momento indicado para sacar el pan. A juzgar por el olor, creo que será pronto; o al menos eso espero, para no haberme levantado temprano en vano. Aunque seguro el sol tampoco me habría dejado volver a dormir.

Rebecca está en la barra de la cocina, golpeando la imitación de mármol blanco con las uñas, y viendo a mamá con toda la atención del mundo, como si estuviera realizando la actividad más interesante o importante del mundo, o como si pudiera estar aprendiendo algo de ella; como si no estuviera solamente viendo al interior del horno y esperando a que el temporizador —encendido a su lado, en una de las encimeras— haga ese sonido molesto, ese zumbido que perfora los oídos de cualquiera.

Y entre ambas hay un silencio que sé que antes no era incómodo, que solamente se convirtió en eso una vez que yo llegué. Tal vez en realidad es mi mente la que lo vuelve incómodo...

Intento no sobrepensarlo, sino romper esa misma falta de sonido.

—Hola —murmuro, sin saber bien a quién (aunque esperando que el mensaje llegue a Rebecca), mientras cierro una de las persianas de la sala; la sombra llega al lugar como un gran alivio, que mi madre y Rebecca parecen agradecer también. Sus ojos se ven un poco más abiertos ahora; sus rostros se ven más felices—. ¿Y papá? —pregunto después, extrañada por no verlo.

—Sigue dormido —responde mi madre, desviando la mirada del horno para poner a calentar el agua del café. Luego me mira; a mí y a mi cara de sorpresa.

—¿Cómo puede hacer eso con este sol?

Mi madre se encoge de hombros.

—No lo sé.

Y Rebecca sigue sin hablar.

—Hola, Rebecca —La saludo, esperando que salga de ese estado en el que se encuentra, ahora con la mirada perdida pero todavía golpeando las uñas contra la barra de la cocina, de pie pero apoyada en el mueble, como si no confiara en sus propios pies para sostenerla.

Y sí, sale del trance; a pesar de todo, se voltea hacia mí y me da su atención, con una expresión de sorpresa... Como si no hubiera notado que yo estaba aquí hasta este preciso momento.

—Hola —Me dice de vuelta, mirándome con un brillo en los ojos que no logro descifrar.

Trago saliva.

—Hola —saludo de vuelta, y el silencio se vuelve a formar, incómodo. Siento que debería estar diciendo algo más, que Rebecca debería escuchar algo más. Y sobre todo, que mamá no merece un silencio así—. No tengo trabajo hoy —informo a mi amiga, suave, con una sonrisa, todo para romper el silencio, y para empezar a hablarle de lo que en realidad importa: Que tenga por primera vez un día estando acompañada y feliz a toda hora. O al menos intentando estarlo y llegando a encontrarse muy cerca de lograrlo.

—Sí, me lo comentó tu mamá —dice ella, asintiendo con la cabeza, enérgica a comparación de su voz.

—¿Qué quieres hacer hoy? —Le pregunto entonces, y aunque es incómodo hacerlo, me quedo mirándola a los ojos mientras ella me observa de vuelta, con los ojos brillando de esa manera, de la que me indica que ya tiene una idea bien definida... Bien definida y tal vez muy peligrosa. Por algo no se atreve a decirlo ahora; por algo mucho menos se atreve a decirlo frente a mi mamá.

—No lo sé —responde, esforzándose por mantener un tono inocente, aunque en su boca veo que se va a reír, que realmente desea hacerlo.

Y le temo completamente a la naturaleza de su idea, pero no digo nada. Me mantengo callada mientras el pan sale del horno y mi padre del cuarto; se queja de haberse despertado gracias a la luz, y mi madre y yo le pedimos que sea agradecido por no haberse levantado antes; el sol lleva en lo alto al menos tres cuartos de hora; en serio es suertudo de no haberse dado cuenta del amanecer. Por alguna razón, nos reímos.

Y al final, el silencio vuelve cuando desayunamos, eso es lo normal, la rutina; dejar de hablar para masticar... hasta que llegue el momento adecuado y las conversaciones vuelvan.

Al cabo de hora y media, cuando la plática post-desayuno termina, estoy sentada en el sofá junto a Rebecca presenciando otro pedazo de nuestra rutina dominguera, esa rutina que la chica apenas está conociendo, que mira de forma curiosa: Mamá y papá juntos desconectando la antena de conejo del televisor de la sala para llevarla hacia la tele de su propia habitación.

Anteriormente esta tradición había sido ver los programas de concursos de una televisora local todos juntos —incluyendo a Rebecca antes de que ésta se fuera—, pero desde que esa pantalla llegó —hace unos seis años, cortesía de mi tía citadina—, pasa esto; mis padres mueven la antena y no salen del cuarto hasta que necesiten ir al baño o comer algo.

—¡Perdón, Isa! —Ya también me es costumbre escuchar esa frase; es otra de esas cosas que se repiten cincuenta y dos veces por año.

Y así como estoy acostumbrada a ver y escuchar todo esto, estoy acostumbrada a mis propias palabras, a las que pienso y las que salen de mi boca de manera casi automática:

—Está bien.

Como todas las semanas, me guardo la otra parte de la frase: "En realidad no me gusta tanto la tele".

Y veo cómo, abrazando la antena como si fuera un bebé, mi madre sale de la sala y se adentra en la oscuridad del pasillo que la lleva a su alcoba. Mi padre la sigue con una sonrisa, feliz por verla contenta.

Es hermoso presenciar ese amor.

Suspiro, pensando, tal vez sabiendo, que jamás en la vida tendré algo como eso. Y miro a Rebecca.

—Dime qué quieres hacer —Le pido, casi desafiándola, mirándola fijamente. Sonrío de forma involuntaria y por alguna razón ella me imita, tal vez también sin querer.

Con el tiempo, con el paso de solamente unos segundos, ese gesto se vuelve cada vez más travieso; está recordando su idea. La está imaginando. La visualiza perfectamente.

Y yo por alguna razón desde este preciso momento sé que no podré negarme. Sin importar qué sea, no podré.

—¿Recuerdas cuando le robábamos cassettes a tu vecina y los veíamos en esta tele? —pregunta, y sí, lo recuerdo, aún se ve nítido en mi cabeza; la sala a media luz, sin un solo foco prendido, solo estando la luz del sol que entraba por la ventana y la del televisor encendido frente a nosotras, reproduciendo la película de una cinta que ni siquiera poseíamos. Usualmente hacíamos esto cuando, por una u otra razón, mis padres salían durante alguno de los tantos domingos.

Y aunque es obvio que sí, por un momento me pregunto, genuinamente, si quiere revivir esa tradición.

De todas formas, continúo con la conversación con completa normalidad, como si aún no la entendiera, como si aún no hubiera descifrado sus deseos; quiero que ella se explique, y veo en sus ojos que desea hacerlo:

—Sí, lo recuerdo —confirmo, poniéndome más cómoda sobre el sofá, hundiéndome en éste y disfrutando hacerlo—. ¿Por qué? —pregunto, pero cometo el error de sonreír de esa forma que dice que ya sé cuál es su idea.

Ahora es ella quien finge que no me entiende. Y empieza a explicarme:

—Estaba pensando en que... podríamos hacer eso de nuevo. Tu vecina no está, ¿verdad? Y su ventana está abierta.

Lo cierto es que en realidad no tengo ni la menor idea de si está en casa o no; desde que Rebecca desapareció —y con ella esta tradición—, poco a poco olvidé los horarios, rutinas, e incluso la existencia de esa mujer; fuera del robo temporal de cintas, nunca tuve mucho contacto con ella, y mis padres tampoco. Por suerte, jamás necesitamos nada de ella, ni azúcar, ni herramientas, ni sus muebles... Ni siquiera su amistad, y lo único que realmente quisimos —al menos las versiones pequeñas de Rebecca y yo— que nos diera fue su ausencia y su ventana abierta.

Antes de decirle a la chica sobre mi ignorancia, intento atar cabos: Hasta donde sé, la vecina sigue trabajando en la florería; paso por allí seguido, cuando vuelvo a casa después del trabajo, y a veces en mis días de descanso si necesitamos algo de la tienda, y para esta hora todos los días está diciéndole adiós a las flores y acariciando sus pétalos como si eso pudiera detener su ciclo de vida, como si les evitara la muerte, el marchitarse, la putrefacción que las espera una vez que pase media semana.

Y si a esa hora está saliendo del trabajo, entonces seguro entra a éste a la misma hora que mi familia y yo, o en todo caso un poco más tarde —¿una hora más tarde, quizá?—.

Pero eso no importa, lo que importa es que debería estar en la florería justo ahora.

—Sí, no está —Le confirmo a Rebecca, esperando no haberme quedado callada mucho tiempo antes, no haberme tardado demasiado en pensar—. Su marido tampoco —añado después, recordando que la vecina está casada y que su esposo es médico; está en la clínica desde el amanecer hasta la hora de la cena, y a veces incluso después de ésta.

—¿Tiene marido? —cuestiona, y aunque quiero pensar que es una broma y que pronto va a reírse de que yo le haya creído, se escucha como una duda genuina; en su cara está una perfecta expresión de confusión e ignorancia.

—Sí, ¿no sabías? —Intento responderle con normalidad, como si solo intentara contarle un chisme que obviamente no se sabe, como si le estuviera platicando de algo completamente ajeno a su vida, como si le hablara a alguien que no vive en este pueblo en el que absolutamente todos se conocen los unos a los otros.

—No... Llevo años sin verla, ¿sabes?

Y eso me preocupa más. No solo desapareció de mi vida, entonces, sino que tal vez, aunque sea por un momento, se borró completamente del mapa. Y esa idea me aterra y me enfurece a partes iguales.

En especial porque sé que, si ocurrió, el único posible culpable es su padre.

—No sabía —digo mientras empiezo a mirar por la ventana. Luego me detengo un rato para voltear a ver a la chica. Aún me mira como si estuviera segura de su plan, y yo no puedo evitar aún dudar de éste—. ¿Estás segura de que quieres hacer esto? —pregunto, esperando que entre en razón—. Ya sabes, es súper peligroso, y ya no somos niñas, tendremos consecuencias y aparte robar es malo y... Robarle a tu padre tenía sentido, ¿sabes? La bici ni siquiera era suya y aparte él te hizo cosas peores, pero... La vecina jamás nos había hecho nada.

Mi lengua se queda enredada, y solamente por eso es que no continúo soltando frase tras frase en el pánico que siento cuando yo sí entro en razón, cosa que parece que Rebecca aún no hace. Ella se levanta del sillón y empieza a mirarme de una forma diferente, indescifrable, mientras se acerca a mí y me coloca el dedo índice sobre los labios cerrados, con su rostro peligrosamente cerca del mío.

No estoy pensando nada raro, ¿de acuerdo?

Aunque su brillo labial es lindo.

Dejo de respirar; luego suspiro. Quiero pensar que solamente estoy envidiando su maquillaje, a pesar de que sé perfectamente que a mí esas cosas no me interesan, y a pesar de que sé que ese brillo labial es de mi madre y que no se ve ni remotamente igual de bonito cuando lo usa ella.

—Solo esta vez —dice, intentando negociar. Yo todavía me pregunto cómo no tiene miedo a esto y a otras cosas ilegales que hacíamos de niñas, cuando aún no entendíamos la ley ni el peligro.

Suspiro. La miro a los ojos mientras ella me quita el dedo de la boca.

—Solo esta vez. Promételo.

Ella sonríe; esto es justo lo que quería.

—Lo prometo.

Asiento con la cabeza para demostrar que estoy de acuerdo —a pesar de que en realidad no, que en realidad aún me asusta la idea de hacer esto—, luego miro por la ventana. Ella lo hace también.

Y no pasa mucho antes de que hayamos abierto nuestra propia ventana y salido por ésta, evitando usar la puerta para así hacer el menor ruido posible y que mamá y papá no puedan darse cuenta de que esto está ocurriendo, de lo que estamos por hacer.

Nos agachamos de inmediato y nos asomamos apenas un poco hacia el interior, solo asegurándonos por una última vez de que no hay nadie dentro. Pero no se escucha nada y el único movimiento que hay es el de las cortinas de la ventana de enfrente gracias al viento que entra por la ventana que usamos para ver.

Es seguro, y por alguna razón eso solamente me revuelve más el estómago.

Porque significa que lo haremos.

Rebecca entra por la ventana sin que yo le diga nada primero, y yo solamente me mantengo calmada y mirándola, como si no estuviera entrando en pánico, como si no pudiera escuchar y sentir en los oídos los intensos latidos de mi corazón.

—¡¿Qué quieres ver?! —pregunta en un grito desvergonzado una vez que está de rodillas frente a la pequeña repisa que sostiene el televisor, esa misma en la que se encuentran acomodados los cassettes. Me mira con atención, espera mi respuesta.

Espera mi respuesta mientras yo me encuentro muy ocupada temblando, pensando en la posibilidad de que haya llamado la atención de alguien, dentro o fuera de la casa, de que puedan encontrarnos y nuestro intento de revivir nuestras tradiciones y nuestra infancia falle rotundamente. Y ahora con todas las consecuencias que dos veinteañeras pueden sufrir.

Enrojezco y me escondo, sin tener el valor para gritar de vuelta. Mi corazón late más fuerte. No debí acceder a hacer esto.

—No lo sé, elige tú —susurro una vez que vuelvo a asomarme, que dejo de ocultarme tras la pared.

Y por alguna razón, ella no elige, sino que se levanta y se acerca a mí, caminando lento, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Se aferra al marco de la ventana y se agacha ligeramente para alcanzar la altura que tengo ahora, de rodillas junto al vidrio. Nuestros rostros quedan, otra vez, demasiado juntos.

Al menos ya no noto que ella es más alta que yo.

—¿Estás bien? —Me pregunta después, y por suerte susurra tal como yo lo hice. Me observa con una mezcla de ternura y lástima que por un momento detesto, pero que luego logro aceptar y amar.

Yo intento responder solo para darme cuenta de que a muy duras penas puedo respirar, y que las palabras no quieren salir a pesar de que hacen un torbellino dentro de mi cabeza.

Solo tardo unos segundos en tener que agarrarme el pecho para encontrar un poco de paz, para dejar de pensar que mi corazón va a escaparse por mi boca si sigue latiendo así.

Respiro, o al menos lo intento. Por fin mi lengua decide moverse:

—No —escupo, y siento que se nota en mi voz que tengo problemas para respirar—. Solo... escoge algo y vámonos.

Rebecca no dice nada, solo asiente y me obedece, mucho más rápido de lo que creí que haría. Yo, intentando calmarme, me acuesto en el pasto y trato de concentrarme en cómo se mueve con el viento y cómo me pica en los brazos cada vez que se mece, con fuerza, como si intentara arrancarse a sí mismo del suelo y volar hacia cualquier otro lugar.

Lo imagino flotando suavemente hacia la ciudad y causando urticaria en los brazos de alguna chica que está viviendo la vida que alguna vez quise, una vida que por un momento quiero envidiar... solo para descubrir que no puedo hacerlo, que a pesar de todo me siento bien aquí.

Ese sueño se ha ido y por alguna razón no me duele. Por alguna razón, incluso, me tranquiliza.

Y de pronto el latido de mi corazón es casi imperceptible; por fin presto atención al césped que me raspa los antebrazos y a esa sensación húmeda en mi cara de que... ¿estuve llorando?

Fueron solo unas pocas lágrimas, pero sí, lloré.

—¿Estás bien? —Vuelve a preguntar Rebecca mientras extiende una de sus manos hacia mí. Yo por alguna razón no pongo tanta atención a lo que interroga o a ese brazo que desea levantarme, sino a la forma en la que el viento mueve la falda de su vestido floreado, cada vez más rápido.

Y luego mi concentración va hacia la luz, que empieza a desaparecer. El sol se esconde detrás de las nubes; va a llover.

—Vayamos adentro —hablo rápido mientras acepto la ayuda de la chica.

Y en poco menos de un minuto estamos adentro de la casa otra vez, y empieza a llover, muy ligeramente, como un llanto ligero sobre este pueblo pequeño.

—Perdón por elegir una de terror —dice Rebecca mientras me enseña la cinta—. Se me olvidó tomar en cuenta que ya estabas mal...

—Pero estoy bien ahora —La interrumpo—. Tú no empieces a sentirte mal, ¿sí?

Suspira.

—Está bien.

Entonces vuelve a callarse y pone la cinta en el reproductor que viene integrado en la tele; selecciona el idioma de los subtítulos y vuelve a sentarse en el sofá junto a mí, que me levanto de inmediato a buscar una sábana, sin pensarlo ni avisar primero, esperando no olvidarme de la idea.

Las primeras escenas pasan por la pantalla justo cuando Rebecca y yo estamos tapadas por la cobija.

Y entonces siento paz.

—Gracias por hacer esto conmigo —pronuncia la chica, tranquila, mientras cambia de posición en el sofá para apoyar su cabeza en mis muslos.

—No es nada —digo yo en automático; luego pienso mejor en lo que puedo y debo decir. Y, en cuanto me cruza la cabeza, lo digo—: Pero en serio, esta es la última vez.

—Está bien, lo entiendo —Rebecca sonríe mientras habla; parece que quiere reírse—. No creas que no estoy arrepentida de hacer esto... No sé cómo por un momento llegué a pensar que aún era una niña.

Sin yo saber qué decir, se hace un silencio largo y medianamente incómodo entre ambas.

—Debería devolver la cinta ya —dice Rebecca mientras se va levantando, quedando sentada de nuevo.

—Hazlo, por favor —comento, viendo cómo se pone de pie, ahora yo acostándome y ocupando todo el espacio del sofá.

Y aunque no quiero dejarla sola, lo hago; la dejo salir por la ventana de nuevo mientras observo cómo vuelve a ingresar a la casa de la vecina, esta vez con mucha más rapidez, teniendo solamente un objetivo en mente: Regresar el cassette y nada más.

Y entonces escucho el familiar sonido de unas llaves; muy cerca, y al mismo tiempo demasiado lejos como para ser fuera de la casa.

Por un momento no quiero prestar atención a eso, hasta que me doy cuenta.

La vecina está llegando.

Y no sé ni cómo ni por qué está llegando temprano, pero no quiero perder el tiempo preguntándome esas cosas, porque lo único que importa es que Rebecca está allí y está a punto de ser descubierta hurgando en las repisas de una casa que no es suya y a la cual no tenía permiso de entrar.

El corazón me late rápido y no sé si debería gritarle para que venga.

No lo hago.

Y justo cuando la puerta empieza a abrirse, Rebecca viene corriendo de vuelta. Y estamos ambas en posiciones normales sobre el sofá justo cuando la vecina empieza a fijarse en sus alrededores. No hay ni una sola persona, solamente el agua que entró por su ventana mientras seguía lloviendo.

Empiezo a tranquilizarme mientras Rebecca sonríe.

Y luego, ante la sensación de peligro, ambas nos carcajeamos, yo sin saber bien por qué.

—Gracias de nuevo —murmura Rebecca otra vez después de haber terminado de reírse—. Gracias por ser mi amiga.

Y se me detiene el corazón, porque aunque varias veces en mi cabeza la llamé mi amiga, jamás estuve preparada para que ella volviera a decirme de esa forma. Y de pronto, después de pensar por varios días que tal vez jamás volvería a considerarme tan cercana, que a pesar de todo jamás volveríamos a tener la relación de antes, resulta que ella lleva al menos un rato, al menos unas pocas horas, considerándome su amiga.

Y eso me da todavía más paz.

Nada como la sensación de que esa amiga a la que tengo de vuelta realmente sigue siendo mi amiga.

Por eso solamente puedo sonreírle.

—¿Hacemos algo más tranquilo la próxima vez? —pregunto después de un rato, reproduciendo en mi cabeza las imágenes del peligro que pasamos hoy.

—Sí, por favor —dice Rebecca mientras hace amagos de volver a reírse. Ella también recuerda, de una manera más agradable que yo—. Y... me alegra que haya una próxima vez.

No voy a negar que estoy demasiado sorprendida con la longitud de este capítulo. Es decir, se supone que este es solamente de relleno y de todas formas me las arreglé para que fuera como el doble de largo que todos los demás lol

No, en serio, son unas tres mil ochocientas palabras aquí, según Google Docs (aunque Wattpad y OhWrite me marcan unas cuantas menos, pero bueno... da igual; queda un conteo de palabras similar al final).

Y bueno, entonces tiene sentido el tiempo que me tomó, porque ciento que estuve trabajando en esto más tiempo de lo normal (¡casi me toma una semana entera!). Y estoy satisfecha porque siento que este cap fue un poquito difícil de escribir en comparación a los demás, aunque por suerte por allá de las últimas mil quinientas palabras todo fluyó y creo que está muy bien.

Y ahora puedo seguir trabajando en mi proyecto secreto :D

En fin, hablando de nuevo sobre la historia (y no solo sobre cuánto escribí, sino el qué), ¿qué le pareció este capítulo? ¿o qué les parece la historia en general?

La idea es que la siguiente parte sea un recuerdo, aunque la verdad estoy pensando en eliminarlo porque creo que es innecesario e incluso redundante y pasar directamente al cap 7, así que... Esperen cualquier cosa para la siguiente actualización :)

Como sea, en el siguiente capítulo la historia debería empezar a avanzar un poco más, como en cualquier buen capítulo 7 (y bueno, como debería empezar a ocurrir considerando también que estaría empezando a acercarme a la mitad de la historia). Y bueno, tal como ahora, nuestras niñas van a ser más cercanas y más tiernas <3

Y... para el momento en el que se publique este capítulo, yo ya debería haber empezado mis cursos previos a la universidad, así que una disculpa si en algún punto las actualizaciones llegan a ser más lentas y pues ya no ser cada martes. La idea es que esto no ocurra, pero es algo difícil tener clases y escribir dos historias al mismo tiempo. Al menos estos cursos no van a ser a tiempo completo, así que saldré como hora y media más temprano de lo normal y tengo más tiempo de la tarde para llevar esto a cabo.

Y perdón por esta actualización de mi vida que nadie pidió xd

Después de toda esta habladuría, creo que es momento de irme. Ya va a ser hora de cenar. ¡Muchas gracias por leer! Nos vemos el martes :)

Byeee :)

Mari.

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