Capítulo 20
Todas las noches han sido de duda e insomnio desde ese atardecer, desde el paseo por el cementerio que cambió cómo veo mi relación con Rebecca; el paseo que cambió cómo veo mi futuro con ella. Todas las noches han sido de rodar sobre la cama e intentar no pensar en la muerte; intentar pensar que, aunque no hay más soluciones, no debería tomar como opción solo suicidarme o sufrir. Intento pensar que debe haber algo no tan trágico en envejecer junto a alguien que no puede hacerlo, en estas noches en las que no dejo de contemplar el cuerpo de mi amada y pensar en lo triste que es que su piel se vea igual de lisa y suave que el día que nos reencontramos, como si no fuera eso lo normal y lógico, como si no estuviera eso pasando también en mi cuerpo, como si mis cambios físicos no se redujeran solo a tener más ojeras, una marca donde me mordió una hormiga y unas cuantas quemaduras por la luna derretida de esa tarde.
Esa maldita tarde. No quiero pensar en ella, pero siempre regresa; su marca no está solo en mi mente, sino también en mi cara; puedo verme al espejo y notar que eso de verdad pasó; que aún tengo las marcas de la lluvia y de la hormiga que me despertó para que me encontrara con mi destino.
Seguro si hubiera despertado más tarde, si el cielo hubiera estado ya lo suficientemente oscuro cuando los árboles se retiraron, Rebecca habría aceptado solamente ir a casa y no me hubiera mostrado su tumba. La crisis por la que pasa ahora hubiera podido esperar; este sería el problema, tal vez, de una Isabel a mediados de sus veinte o llegando a los treinta, viendo cómo se ve algo mayor que su novia, tal vez pensando que es normal hasta que la chica a su lado le dice que en realidad es un fantasma.
Y tal vez ella, esa hipotética futura Isabel no se quedaría despierta todas las noches pensando en si es una buena idea volverse un fantasma también y evitar que su relación se arruine. Tal vez en el futuro de esa Isabel las relaciones con fantasmas son algo normal y no hay escándalo si digo la verdad: Mi novia se ve más joven que yo porque tuvo la —¿buena? ¿mala?— suerte de morir hace unos cuantos años.
Pero justo ahora ese hipotético futuro es, justamente, hipotético; solo puedo imaginarlo y tratar de sentirlo posible, pero no ocurre; no lo pienso ni de cerca factible. Ese futuro no existe y no sé si me agradaría si llegase; no sé si, incluso siendo normal y estando permitido, quiero salir con una persona eternamente veinteañera.
Sí, seguro sería algo en lo que podría pensar mejor si fuera mayor, si supiera mejor quién soy y qué quiero y qué opino sobre todo lo relacionado a esta situación. Pero es algo que me ha tocado vivir ahora, cuando lo único que he pensado sobre el mundo y mi futuro es que quiero a Rebecca, y...
Siento una soga alrededor de mi cuello. A veces pasa, cuando pienso mucho o muy intensamente en morir; en matarme. No puedo sentir la textura de la cuerda ni una presión real, pero puedo sentir cómo mi cuello pica, cómo ansía esas sensaciones, ese dolor, la idea de estar realmente cerca de morir. Trato de convencerme de que es solo una forma de decirme a mí misma que me gustaría estar inconsciente, que quiero dormirme ya, que todos mis anhelos se resumen en eso, en que mi insomnio termine y pueda estar en paz por unas cuantas horas.
A veces lo que siento son cuchillos en mi piel o enormes pastillas intentando abrirse paso en mi garganta. Nunca sé si amo o sufro esas sensaciones. Me quedo contenta —o tal vez, solo a veces, algo decepcionada— con no hacerlas reales; con continuar aún cuando no sé realmente por qué lo hago, qué solución hay a mi problema, qué esperanza tengo para el futuro. ¿Acaso espero en unos meses despertar del sueño y que Rebecca esté viva? ¿O tal vez, simplemente, que con el paso del tiempo mi novia por arte de magia esté menos muerta?
Sea lo que sea, lo agradezco y lo odio a la vez.
Lo agradezco porque por alguna razón me sigue gustando estar viva, y lo odio porque, si no muero, sigo pensando en hacerlo y sigo sin dormir. Sigo rindiendo cada vez menos en el trabajo, viéndome más cansada y preocupando más a mis padres y a Rebecca, que lentamente empiezan a notar lo mal que estoy. Mis padres murmuran encerrados en la habitación; a veces lloran y a veces hablan de dinero. Nunca los he escuchado bien ni por mucho tiempo, pero parece que ya se dieron cuenta de que mis problemas están en mi mente; quieren que vaya a la ciudad unos meses para ver a un psicólogo.
Pero un psicólogo jamás entendería lo que está pasando. Dudo, incluso, de que pueda considerarlo real. Preferiría decir que estoy loca a asumir que mi novia es un fantasma, que estuve allí cuando me mostró su lápida, que incluso he visto su acta de defunción, antes muy oculta entre el resto de sus documentos, que sé que el paso del tiempo no la afecta porque ni siquiera se le ha ido el tinte del pelo en meses.
No puedo hablar de esto con nadie. Tampoco con Rebecca, porque seguro le dolería; seguro se arrepentiría de haberme dicho la verdad y pensaría que tiene toda la culpa de que llore en secreto mientras me baño, de que no duerma y de que piense en la muerte tal como ella lo hizo.
Tal vez, si lo hablo con ella, piense que se ha vuelto tal como su padre.
Entonces sigo callada e intentando no molestarla al moverme sobre el colchón por la que espero que sea la última vez. Ya siento los ojos algo pesados; siento que esta noche podré rendirme más rápido que en otras; podré caer dormida en solo una hora en vez de en tres o más.
Me arropo bien, me cubro del frío que hace afuera, del aire que golpea las ventanas y me hace escuchar su vibración, de lo congelada que logro sentir la cara a veces. Cierro los ojos y vuelvo a hacer ese truco para dormir que por mucho tiempo se me había olvidado —y no sé cómo, si normalmente me servía—: Intentar ver el sueño como un río, imaginarme solo flotando en el agua con los ojos cerrados, dejando que la naturaleza me acepte como parte de ella y me deje estar...
Pero esta vez caer dormida es tan repentino y casi violento que pienso en un monstruo acuático que me toma del brazo y me lleva hasta el fondo.
Aún después de despertar, siento mi espalda tocando la tierra y siento agua sobre mí. Siento la presión de las profundidades aplastándome. Siento también las manos del monstruo, una en el brazo que fue jalado y la otra alrededor del cuello, apretando, sin dejarme respirar, sin dejarme gritar. Quiero gritar y mi boca a duras penas puede abrirse. Estoy paralizada, congelada; el agua está más fría de lo que la sentí cuando quería cerrar los ojos sobre ella.
Últimamente mis sueños —los pocos que tengo en el poco tiempo que logro dormir— son extraños, y este no ha sido la excepción. Este es, tal vez, uno de los más extraños de todos; este es el que me ha convencido de que, aún más allá de estar en el fondo, simplemente no puedo salir de éste. Me ha convencido de que el monstruo se quedará conmigo, subido a mi espalda cuando intente nadar, cuando intente hacer una vida normal; cuando intente, un día más, hacer lo imposible.
En este sueño la soga se sentía más real. No tocó mi cuello en el principio del sueño, sino que la tenía en la mano y la sostenía como si fuera algo valioso; como si fuera la cosa más importante del mundo en ese preciso momento.
No tenía nada en la cabeza, no pensaba absolutamente nada, no sabía qué quería hacer ni a dónde iba, pero caminaba y sujetaba la cuerda como si mi vida dependiera de eso. Fue mucho caminar a pesar de que el escenario era el pasillo de la casa, ese corto pasillo en el que hay solamente tres puertas y que en la vida real se podría recorrer en menos de unos veinte pasos.
Después de la larga caminata, me encontré con el techo. En mi sueño, mis padres habían comprado un ventilador de techo, o tal vez lo recibieron como un regalo de mi tía. El punto es que lo habían puesto, probablemente sin pensar en que alguien podría optar por ahorcarse allí. Tal vez en ese mundo yo no estaba mal, o era una mejor mentirosa y nadie había notado que algo me estaba pasando; en ese mundo tal vez mis padres jamás pensaron en enviarme a un psicólogo.
Viendo el abanico, aún no pude pensar en nada, pero sí pude sentir algo: Determinación. Algo me estaba acercando hacia el ventilador y me hacía apretar más la cuerda dentro de mi puño. Ladeé la cabeza. Supe entonces que estaba pensando algo, pero no sabía qué; mi mente no me pertenecía y no podía leerla como normalmente lo haría.
Levanté una silla de la cocina y la llevé hacia la sala, sin hacerla tocar el suelo ni una vez. El camino de vuelta al ventilador fue casi tan largo como el recorrido por el pasillo, como si el sueño estuviera esperando a que me despertara y no llegara hacia mi onírico destino. Quería protegerme de algo, o al menos eso pienso ahora que empiezo a despertar mejor, que mi cerebro quiere volver a funcionar aún con el monstruo que no me deja respirar y lo aplastada que me siento con el agua encima de mí.
Pero como no desperté, ajusté bien la cuerda en el ventilador, y me subí a la silla enredándome la soga en el cuello. No recuerdo haber dudado —o siquiera sentido algo— antes de saltar de la silla, y esa fue la segunda parte más aterradora del sueño.
La primera fue abrir mis nuevos ojos de fantasma, ver mi cadáver y no arrepentirme ni asustarme, ni siquiera un poquito; descubrir que sentía que había hecho lo correcto. Descubrir que en serio me sentía mejor después de haberme suicidado.
Por eso supe que estaba en el fondo y que era incapaz de escapar. La determinación que sentí en mi sueño... al despertar, se sintió real. Puedo sentirla dentro de mí en este preciso momento.
Necesito ayuda pero el monstruo está aquí. No puedo hablar, todo se perderá en el agua. E incluso si saliera de ésta, todo el mundo me haría menos: Dentro del pueblo pensarían que este sufrimiento es insignificante porque soy muy joven, y fuera de éste, en la ciudad, en las tierras donde nadie cree de verdad en los fantasmas, se convencerían de que nada es real, de que alucino.
Tengo que escapar de ambos mundos. Tengo que usar la cuerda y dejarla llevarme a un lugar en el que nadie cuestione si tengo o no la razón, en el que simplemente todo esté hecho y cuando cuente mi historia todo sea una verdad. Allí no habría dudas, no habría imaginaciones inciertas, sueños raros ni decisiones que tomar, solo un futuro claro, el amor de Rebecca y, tal vez, el arrepentimiento.
Me quiero arrepentir. Todavía no sé por qué.
Mi corazón late como si quisiera hacerme dudar de nuevo, y mi cabeza duele como si quisiera convencerme de que ya no quiero pensar y ya no quiero quedarme sin dormir. Como si quisiera convencerme de que el futuro está aquí y, tal como lo imaginé, en éste ya no hay decisiones que tomar: Que mi único destino es salir del agua. Salir a flote como un cadáver.
Aún después de horas —de una madrugada completa de insomnio—, no logro sentirme completamente decidida. Las dos opciones están allí, cada una en un lado distinto de mi cabeza. El ángel y el demonio en mis hombros, uno pidiéndome aceptarlo todo y tratar de continuar y otro pidiéndome morir y recordándome que esa es la única solución. No sé cuál de las dos criaturas me pide cuál cosa, solo sé que la voz que me dice que me mate es más fuerte.
No lo suficiente para callar a la otra, y por eso es que me duele el corazón pensando en morirme. Y por eso es que aún dudo.
Pero aún dudando, escucho ese grito e intento convencerme de que hacerle caso podría ser lo mejor para mí. Ya no más insomnio ni ahogamiento. Ya no más monstruos que me jalen a un breve y horrible sueño. Y empiezo a despedirme; y es que, aunque vaya a volver, ni mis padres ni Rebecca volverán a ver a la versión viva de mí.
Primero agradezco a mi madre durante el camino a casa, después del trabajo; después del cansancio que me da ahora un día normal; después de pensar por todo el día que, después de morir, quiero fingirme enferma y tomarme un largo descanso antes de seguir trabajando. O tal vez renunciar y empezar a trabajar en la fonda de Doña Brisa como Rebecca me sugirió; tal vez eso me haga sentir feliz, a diferencia de como me siento recogiendo café y terminando cada día con una nueva quemadura solar en el rostro, el cuello o la parte de mis brazos que la ropa no cubre.
Cuando me pregunta por qué le ha dado las gracias, le miento: No puedo decirle que le agradezco por toda mi vida o por lo feliz que me ha hecho durante veinte años; creo que sería muy sospechoso; creo que una despedida muy cliché y, por ello, demasiado obvia. Así que prefiero decirle que le agradezco por cómo me ha cuidado los últimos días: Cómo se ha fijado en que estoy mal, cómo ha intentado consentirme, cómo me ha hecho tés relajantes con la esperanza de que pueda dormir, cómo aún intenta averiguar qué me hace sentir así. Intento hacerla sentir segura de que yo tampoco sé qué me pasa. Me confiesa, en voz baja, lo del psicólogo, y termino por agradecérselo también.
Obviamente no le digo que no será necesario. Ni siquiera intento opinar sobre la situación; no digo querer ir y tampoco me niego a hacerlo, solo lo acepto.
Luego, al llegar a casa, abrazo a papá. Me cuesta no llorar mientras lo hago, y me cuesta pensar que no quiero arrepentirme cuando él me abraza más fuerte y me siento cómoda. Me siento cómoda... y también muy tensa pensando que el apretón se siente como si papá se despidiera también de mí. Como si muy en el fondo supiera algo y no no tuviera idea de cómo evitarlo. Él sabe cómo soy cuando algo se me mete a la cabeza: Aunque puedo desistir, tardaría años en hacerlo.
Cuando el contacto se deshace, ofrezco hacer la cena —o más bien, lo aviso; digo exactamente "haré la cena hoy"—. Mi padre no opina. Mi madre me dice que no me moleste, que ella se encarga, que me veo demasiado cansada como para cocinar para todos, que me veo muy cansada incluso como para mantenerme en pie o siquiera seguir despierta. Pero no logra convencerme de que no cocine, y saco el tocino a descongelar. Luego le ofrezco a Rebecca dar una vuelta en bicicleta, y aunque parece que también quiere rogarme que descanse, no lo hace.
Salimos juntas de casa y pedaleamos en dirección al parque.
Cuando llegamos con el señor de los helados, parece que él también nota que algo anda mal; dice, en voz muy alta para mi gusto, que se me nota el llanto en los ojos y que me veo demasiado cansada, casi como si me fuera a desmayar en cualquier momento. Me deja el helado gratis supuestamente para alegrarme. Creo que nota que lo que logra es que se me salga una lágrima, que Rebecca seca con su pulgar.
El silencio es más incómodo después de esa lágrima. Ya no puedo ignorar que Rebecca me mira y que, mientras con una mano sostiene su helado, con la otra me toca la cara, justo en el lugar donde mi lágrima murió. Pareciera que quiere asegurarse de que se va a quedar allí, de que ya no resbalará más. Necesita que yo le diga primero que estaré bien si me suelta para por fin dejar de tocarme.
Y extraño que lo haga, porque, aunque sé que la gota murió donde mi amada la había aplastado, sí podía sentir cómo continuaba su camino. Seguía allí, como un fantasma. Un fantasma tal como ella. Tal como yo seré también en un futuro.
Una vez que termina su helado, Rebecca mira al lago, frente al cual nos habíamos sentado tal como casi siempre, y se tira en él, sacando la cabeza casi de inmediato. Aún después del chapuzón, no deja de mirarme; no pasa a concentrarse en el agua como yo esperaba que hiciera.
—¿Segura que estás bien? —Se atreve a preguntar por fin, y yo quiero decirle que jamás dije que estuviera bien.
Pero, obviamente, respondo otra cosa:
—Sí, solo algo cansada. Aún no puedo dormir, y tuve una pesadilla anoche... Pero no es nada. Ya estaré mejor.
Rebecca me obliga a contarle mi pesadilla. Se la explico en muy pocas palabras, diciéndole que moría, pero no que era yo quien me mataba, ni que lo que más me había asustado del sueño era despertar sintiendo que quería morirme de verdad. No era algo que quisiera decirle aún. Se lo iba a ocultar hasta que ya no pudiera o no quisiera; hasta que yo estuviera lista y creyera que ella también, tal como ella hizo conmigo.
Pero aún ocultando muchas cosas, contar el sueño es algo tan emotivo que me pongo a llorar. Rebecca me abraza y me acaricia el pelo como yo normalmente hago con ella. Porque lo normal es que ella sea quien llora y yo sea quien está allí apoyando y esperando a que pueda, aunque sea brevemente, sentirse feliz.
No sé qué hacer mientras me abraza, mucho menos mientras me dice que todo estará bien. No creo que merezca estar en esta posición; mi idea era no estarlo.
Aún después del abrazo y el llanto, mi corazón sigue apretado, y tan pesado como si estuviera lleno de piedras.
Tan pesado que siento que, si me inclinara hacia adelante, podría caerme al río y quedarme en el fondo para siempre. Así que intento mantenerme con la espalda recta. E intento no pensar que el agua que rodea mis pies se sentiría bien si rodeara el resto de mi cuerpo.
Intento no pensar en la muerte mientras mi amada nada y va llegando la hora de cenar.
Para cuando volvemos a casa y estoy en la cocina otra vez, ya ni siquiera recuerdo para qué quería el tocino, o en primer lugar, por qué descongelé solamente tocino; por qué no se me cruzó por la cabeza antes envolver pollo con éste —y por ello, sacar pollo a descongelar—, o hacer algo con carne, o... Cualquier otra opción que haya.
Solo en este momento logro convencerme, entonces, de que tal vez mamá tenía razón y estoy demasiado cansada —o más bien, con el cerebro demasiado disfuncional— como para hacer la cena. Pero es algo que ya dije que haría; un peso que ya le quité de encima y que no querría volver a ponerle. Suspiro. Intento pensar en qué puedo hacer ahora.
Piensa, Isabel, piensa.
Casi tengo ganas de golpearme en la cabeza para ver si con ello puedo hacerla servir.
Busco en las alacenas y encuentro la harina para panqueques. Reviso el gran tazón sobre una de las encimeras de la cocina para confirmar si aún tenemos huevos; y hay bastantes.
Las cosas se arman en mi cabeza casi de inmediato y sonrío ante la idea —y ante la imaginación del sabor de la idea—: Panqueques pequeños —tal vez con arándanos, si aún tenemos, o con chocolate, que debe haber por unas galletas que hizo mamá recientemente— con huevos y tocino. La cena favorita de todos en esta casa. La cena favorita, especialmente, de Rebecca.
Y pienso: No es una despedida muy elegante, pero significa mucho más que muchas otras.
Los ojos me pesan —y me arden, pues al pensar en la despedida pienso en la muerte, y aún me duele, y aún quiero arrepentirme—, pero me pongo manos a la obra. Saco todo de la alacena y empiezo a trabajar, intentando que las pocas lágrimas que desearía que no salieran no caigan sobre la comida. Nadie quiere un panqueque salado; tampoco uno contaminado con sentimientos.
Aunque tal vez, si les diera uno —y si me lo hicieran notar—, me quedaría un día más para poder hacerlos de nuevo y hacerlos bien.
Intento no seguir dudando —ni pensando en la muerte, ni pensando en no matarme— durante la cena, que pasa en mucho más silencio del que estoy acostumbrada. Es como si todos supieran que algo va a pasar; o tal vez es solo lo que pienso como la persona que hará pasar las cosas. Quiero pensar que alguien lo nota, que le importa aunque sea un poco a alguien que no soy yo.
Intento también mantener la mente en blanco cuando puedo por fin ir a mi cuarto y acostarme y sentir cómo los ojos me pesan y podría caer rendida... y al mismo tiempo saber que no lo haré, que esta será otra noche de insomnio. Que, si duermo, serán unas dos horas y teniendo pesadillas. Que no vale la pena intentar siquiera cerrar los ojos. Que necesito solucionar esto esta misma noche.
No, no puedo mantener la mente en blanco. Y tengo miedo de ello.
Escucho la ropa de Rebecca caer al suelo cuando empieza a ponerse la pijama, e intento concentrarme en eso. En cómo podría verse la bolita de ropa sobre el suelo, en cómo podría verse ella con solamente su ropa interior mientras deja sus prendas en la silla junto a la puerta. En cómo se mira en el espejo y se reconoce a sí misma como hermosa antes de empezar a vestirse otra vez.
Solo puedo visualizarlo unos dos segundos antes de volver a darme cuenta de que ahora pensar en Rebecca solo me hace pensar en fantasmas, y de que pensar en fantasmas me duele demasiado; me duele mucho más de lo que creí que podría hacer.
Y vuelvo a pensar en lo mío, y lo sigo haciendo cuando Rebecca se tumba a mi lado, dejándose caer por completo. Su peso tan repentino sobre el colchón me hace brincar sobre éste, aún cuando me siento bastante pesada, cuando siento que en vez de rebotar sobre un colchón debería hundirme en éste e incluso por debajo del piso. Debería hundirme hasta llegar al otro lado del planeta.
Aún con esa sensación, me muevo; me giro para ver a los ojos a Rebecca como normalmente hago cuando estamos acostadas juntas, y sigo intentando no llorar, como todas las noches. Rebecca se muerde el labio, y eso no es algo que suela hacer.
Se está dando cuenta de algo, y es incómodo.
Aún más incómodo cuando echa su brazo sobre mí pero no termina de abrazarme. Cuando me sigue mirando y parece que va a llorar.
¿Estoy yo ocultando tan mal mi propio llanto?
—¿Pasa algo? —pregunta, y escucho su voz quebrarse. Siento que me estoy cayendo a pedazos junto al sonido, pero no me atrevo a demostrarlo.
Trago saliva y espero que mi propia voz no tiemble mientras hablo:
—No, para nada. ¿Por qué?
Rebecca suspira y me sigue mirando. Sus ojos me regañan. Realmente sabe que hay algo más.
Aún así, su siguiente diálogo es simple y sutil, como si no quisiera desesperadamente sacarme información. Como si quisiera tenerme paciencia.
No puedo evitar sentirme agradecida cuando habla:
—Veo que estás mal.
Y me gustaría decirle la verdad; me gustaría decirle que en serio me siento mal y explicarle las razones, pero... Simplemente hay algo que me pide que no lo haga. Así que solo suspiro y le digo que estoy bien. No veo que me crea, pero ya no dice más; solamente me atrae a su cuerpo y me abraza tan fuerte que siento que podría sacarme todas las lágrimas.
Pero no lo hace, y las sigo guardando mientras se va quedando dormida.
Solo tarda treinta minutos en empezar a roncar, y ya en el sueño profundo, se mueve y me suelta. Y pienso entonces que ya no debería dudar más, y aunque todo el cuerpo me tiembla —no sé si por el frío o porque aún le tengo miedo a lo que pienso—, me levanto de la cama y me sorprendo al notar que sí puedo mantenerme de pie.
Aunque es difícil caminar hacia el sótano, en especial sin hacer ruido. Mis dientes castañean y siento que se escucha por toda la casa. Siento que voy a ser descubierta y que mamá o papá van a llevarme a la fuerza a mi habitación. Porque obviamente, aparte de que no se vea bien que esté despierta a esta hora, unos cuarenta minutos después de la medianoche, se ve peor el hecho de que a donde voy es al sótano. No por agua o comida como una persona normal, sino al sótano, a buscar algo, algo que aparte no necesito en lo absoluto para dormir. Todo lo que hay ahí es chatarra y recuerdos; el tipo de cosas que solo se usan cuando uno está despierto.
O cuando uno está a punto de morir. Porque sé que en una de las cajas más cercanas a las escaleras hay una cuerda.
La busco mientras ruego al cielo que mi mandíbula deje de temblar; incluso trato de convencerme de que no hace tanto frío como lo siento, de que eso solo está en mi mente o es solo una consecuencia de no dormir. Que puedo soportarlo y puedo no hacer ruido. Pero obviamente, mis músculos no obedecen. Sigo esperando que nadie pueda escucharme mientras imagino lo mucho que aumentará este sonido una vez que salga al aire tan tan fresco del otoño casi convertido en invierno. Al menos al aire libre ya nadie podrá escucharme.
Pienso que también hago demasiado ruido mientras muevo y abro la caja que había estado buscando, y por un momento juro escuchar pasos que vienen hacia mí. No sé si frustrarme o sentir miedo por lo oscuro que está aquí. Procuré no encender las luces para hacer más difícil que alguien se diera cuenta de que había otra persona despierta.
Intento no suspirar de alivio cuando el ruido se va, para no traerlo de vuelta yo. Para que nadie pudiera volver a empezar a buscarme. Saco la soga rápido y vuelvo a poner la caja en su lugar, intentando que al volver a colocar su peso no se caiga el resto de la torre.
Tambalea, pero no cae, y allí es donde no puedo evitar suspirar. Al menos no parece que alguien me hubiera escuchado.
Subo las escaleras de vuelta al pasillo lentamente, esforzándome para que la madera bajo mis pies no cruja ante mis pasos. Lo hace a veces, pero nadie viene a ver quién es la persona que hace ese ruido. Probablemente nadie escucha. Me parece que todo está yendo tan bien que solo puede ser otro sueño. Tal vez caí dormida sin darme cuenta...
Ay, claro, como si eso fuera posible.
A mitad del pasillo, algo me detiene. Pienso en Rebecca. Pienso en que quiero estar con ella, pienso en que quiero...
Aunque ya me haya despedido, y aunque vaya a volver, quiero despedirme de nuevo; la despedida corta, la que dice que mi ausencia será por solamente esta noche.
Vuelvo a abrir la puerta, lento, para que no se escuche el rechinido de siempre, para no despertar a nadie, y camino hacia mi amada, que sigue profundamente dormida. Aún con la poca luz que hay, puedo distinguir que su almohada ya está babeada. Envidio la forma en la que puede dormir como un bebé. Van ya varias semanas en lo que eso es lo único que deseo y lo único que no puedo obtener.
Intento no pensar en eso para no sufrir, y me inclino hacia mi novia. La miro bien, esa expresión de paz que tiene y que amo... Pronto podré disfrutarla para siempre.
Poso mis manos en sus mejillas y luego termino de acercarme para besar su frente.
Para mi suerte, no despierta, sino que aún entre sueños sonríe.
Me voy del cuarto y trato de hacer breve mi estancia en la cocina: Solo dejo la soga sobre una silla y levanto dicha silla. La llevo cargando hasta afuera de la casa, y ya sobre el pasto, empiezo a arrastrarla por detrás de mí mientras camino y mientras siento cómo mi cara y mis manos se queman. La luna empieza a llover justo cuando voy pasando por el solar vacío al lado de la casa.
Y a pesar del ardor, lo agradezco. Porque, si es más de medianoche y aparte hay lluvia lunar, ¿a quién le importará la chica que camina arrastrando una silla? ¿Quién querría detenerla si la notara?
Me adentro al bosque sabiendo que nada podrá detenerme, y sin saber cómo sentirme ante ello. Me hace sonreír y al mismo tiempo me causa un nudo en el estómago que quiere salir a toda costa. Quiere recorrer mi esófago y salir por mi boca. Yo lo trago una y otra vez, esperando que en alguna de esas aprenda a ya no insistir tanto.
Pero lo sigue haciendo hasta que llego al árbol en el cual decido que quiero colgarme; uno desde el cual aún puedo ver la casa, pero ya solamente como un puntito distante y azulado entre todo el demás azul que deja la noche en el pueblo.
Suspiro. Aún no estoy muy segura de nada.
De todas formas, acomodo bien la silla y me subo a ésta sosteniendo la cuerda en mi mano. Me pongo de puntillas para alcanzar la rama del árbol, la cual me queda un poco alta, y ésta se mueve. No se contrae como pensé que haría, pero puedo escuchar a la planta hablando detrás mío:
—No lo hagas.
Por un momento se siente casi como si lo dijera mi cabeza. Y de hecho ahora no escucho a la otra voz, y pienso que tal vez pueda arrepentirme.
Pero sé que en cuanto vuelva a casa volveré a pensar en fantasmas y en mi insomnio y en todas las cosas que me hacen sufrir ahora.
—¿Necesitas hablar? —pregunta otro árbol; justo aquel que está en frente de mí. La forma de su tronco hace parecer que tiene una boca que sonríe levemente, tal vez esperando hacer que me sienta en confianza, y un par de ojos que me miran fijamente.
Quiero decirle que sí, pero el nudo hace de las suyas y nada sale de mi boca.
Además, ¿qué podría decir? Si digo la verdad, seguro incluso los árboles pensarían que estoy estúpida. Porque la verdad, muy en el fondo, yo también lo pienso un poco.
Pero quiero pensar que no es estúpido optar por la que es literalmente la única opción que existe.
Tomo la soga más fuerte entre mis manos y vuelvo a ponerme de puntillas. El árbol me deja alcanzar su rama y por un momento llego a sentirme mal de que se rinda tan rápidamente, de que no quiera intentar hablarme de nuevo.
De todas formas, ato la soga. Estoy casi lista, solo debo reunir el valor.
¿Me dolerá? Seguro me dolerá. Debería haber pensado esto mejor.
Estoy dándole muchas vueltas a algo que podría hacer en solo unos segundos.
—No estás segura, ¿verdad? —cuestiona de nuevo el mismo árbol, y ahora su tronco ha cambiado: Si hay una expresión allí, parece más bien una juguetona; alza una ceja como si se riera de mi falta de valor. Como si de verdad fuera tan sencillo matarse. Como si lo hubiera hecho unas mil veces ya.
De todas formas podría tener razón. Le doy muchas vueltas a algo que puedo hacer en segundos y que a duras penas habrá cambiado algo después de haberse hecho.
Igual me quedo detenida un buen rato, solo viendo cómo mis manos sostienen la cuerda y viendo, también, cómo empiezan a temblar conforme el tiempo pasa. Cada vez me arrepiento más, pero no quiero darle al árbol el placer de verme rendirme; de hacerle saber que decía la verdad y nunca estuve tan segura.
Así que sigo dudando en silencio.
Hasta que una voz finalmente lo rompe; una que no viene de los árboles, sino de mucho más lejos. Y una que conozco muy bien.
—¡Isabel! —Rebecca grita mi nombre y, cuando volteo, puedo ver su silueta que se acerca; puedo ver que corre y, aún estando tan lejos, puedo jurar que escucho la forma en la cual respira, cómo toma aire de forma desesperada y tal vez dolorosa. La imagino respirando con la boca abierta e intentando no tragar la lluvia lunar. La imagino llorando mientras de todas formas la traga y siente cómo le arde la garganta.
Llega conmigo y todo mi plan se desmorona.
—Isabel —Vuelve a llamarme, con casi todo el cuerpo (solo su pecho siendo la excepción) muy quieto pero la respiración muy agitada. La poca luz de luna que pasa a través de las copas de los árboles, que empiezan a moverse y refugiarnos, se refleja en las lágrimas que empapan su rostro.
Soy más débil que nunca ahora mismo. Las piernas y brazos me tiemblan mientras suelto la cuerda y salto de la silla. Espero a que el árbol se ría de mí y señale que tenía razón, pero no ocurre; cuando volteo a verlo, ya ni siquiera tiene cara, al menos no una con una expresión que pueda reconocer.
Pero Rebecca sí que tiene cara, y sí que reconozco qué hay en ésta: Preocupación y tristeza inmensas.
Ya descubierta, me siento emocionalmente desnuda ante ella. Tal como nunca lo había estado.
Y pienso que podría, por fin, hablar de lo que me pasa, como tal vez debería hacer ahora que me atraparon. Pero ella pregunta primero:
—¿Qué te pasa?
Y es el tipo de pregunta que normalmente haría una persona enojada mientras te gruñe y te grita, mientras está desesperada por saber qué estupidez pasa por tu cabeza, pero Rebecca no la hace de esa forma. Rebecca suena paciente y suave; Rebecca suena como alguien a quien sí le querrías contar qué demonios te pasa. Y creo que estoy a punto de hacerlo.
Pero no puedo hablar antes de que me abrace fuerte, me tire al suelo y por fin me saque todas las lágrimas que guardé por semanas, por tal vez más de un mes.
Me acaricia el cabello mientras lloro y siento como si el mundo se hubiera destrozado y estuviese, justo ahora, volviendo a la normalidad, reconstruyéndose lentamente por el tacto de mi amada.
—Lo siento —murmuro cuando me siento capaz de hablar de nuevo.
"No debería haber pensado en esto. No debería haber tratado de intentarlo. No debería haberme callado tanto tiempo", pienso, pero no logro decirlo, porque vuelvo a sollozar mil veces.
—Lo siento yo —dice ella, y parte de mi alivio se convierte en enojo; ella no debería estar pensando que erró—. No te he acompañado como debería.
Intento mirarla mientras hablo:
—No, yo lo siento. Yo no he dejado que me acompañaras. Lo siento.
Las caricias cesan un rato, uno en el que también hay silencio, excepto por el cantar de los grillos. Dejo de llorar, pero empiezo a sentirme tensa.
—¿Y puedo acompañarte ahora? —pregunta Rebecca después, cuando sus ojos encuentran los míos.
Trago saliva. No sé si estoy lista para esto.
Pero me he atrevido a muchas cosas sin sentirme del todo lista, y esta no parece que deba ser una excepción.
—Claro.
—¿Quieres ir a casa?
Lo pienso unos segundos. Los árboles se sacuden por el viento y una gota de luna cae sobre mi cara.
—Sí, claro.
—Vamos a casa, entonces.
Se levanta del pasto y luego me ayuda a mí a ponerme también de pie, jalándome del brazo que le extiendo. Me abraza por la cintura mientras empieza a caminar, lento hasta que ambas tomamos —al mismo tiempo— un ritmo más normal.
Cuando volvemos a la cama, le explico todo lo que pasó en mi mente después de que me dijera sobre su muerte; le explico todo lo que se perdió por cómo me cerré, todas las lágrimas que no vio mientras estábamos trabajando, todo el insomnio que se perdió por estar dormida y todas las pesadillas que ella no tuvo y que no me molesté en explicarle bien. Y ambas lloramos, pero no se siente mal como pensé que haría.
En realidad, es un completo alivio.
—No lo había pensado así —confiesa después de todo el discurso sobre el temor que tengo hacia nuestro futuro.
—¿Y qué piensas ahora? —pregunto yo, sin saber qué quiero que me conteste.
Siento que duda, porque se tarda en responder.
—Pienso que estaremos bien —dice, con la voz más suave que antes. Quiere convencerme a pesar de que veo en su cara que ella misma no parece del todo convencida.
Pero por esta noche, elijo creerle. Y creo que ella lo nota, porque mientras me sigue mirando, sonríe. Me vuelve a acariciar el pelo y me pregunta:
—¿Quieres dormir ya?
Asiento con la cabeza y siento que mis ojos se humedecen. A pesar de la nueva tranquilidad, no creo poder dormir esta noche, y eso me estresa. Me muerdo el labio mientras pienso en lo que el insomnio me hará sentir.
Rebecca parece notar mi estrés y querer desaparecerlo volviéndome a abrazar, ahora de forma suave, mientras vuelve a acariciarme el pelo de una manera que me conmueve y me derrite. Me canta una canción de cuna al oído y la mano que no me acaricia se vuelve a colocar en mi cintura.
Aún con eso, sigo pensando; ¿qué tal si no duermo esta noche, o por el resto de la semana? ¿Qué tal si mañana me vuelvo a sentir mal y el llanto de hoy no ha servido de nada? ¿Qué tal si me arrepiento del arrepentimiento de hoy?
Aún no logro elegir mi futuro. No sé qué haré ni qué decidiré ni siquiera el día de mañana. Pero sé que, al menos por esta noche, quiero este abrazo, este canto y quiero seguir viva.
Empiezan a pesarme los ojos; se cierran solos en cada nuevo verso de la canción. De pronto estoy llena de esperanza y pensando que dormiré bien. Miro a Rebecca mientras siento su caricia; ella me sonríe. Espero soñar con esa sonrisa.
¡Hola, personitas! Una disculpa por la tardanza, pero como ya habrán notado, este capítulo ha sido bastante extenso (más o menos el doble de lo normal, de hecho) y emocionalmente muy intenso. Aparte de que cambié un poco el final que ya había pensado y "recalcular" todo obviamente toma su tiempo. Pero creo que quedó bien; mucho más tierno que si hubiera hecho el otro final. Me tenté el corazón, ¿eh? Pidan un deseo, que normalmente eso no pasa.
Y... en fin, ¿qué puedo decir? Pues este ha sido el último capítulo y estoy bastante agradecida con todas las personas que han estado aquí mientras esta historia estaba en proceso; ¡que aparte han sido muchas más de lo normal! Antes de El Tiempo Perdido, ninguna de mis historias llegaba a más de 800 lecturas mientras la seguía escribiendo.
Y bueno, estoy muy feliz de haber trabajado en esta novela. Aunque siempre fui con algo de cuidado por los temas que traté y el final que quería darle, en realidad fue una experiencia muy ligera y placentera escribir esta historia; la mayor parte del tiempo fue muy fluido e incluso relajante; amé a estos personajes y la dinámica de su relación y voy a extrañar demasiado el proceso de esta novela y toda la ilusión que pude tener mientras se seguía escribiendo.
Por cierto, esta es oficialmente mi novela más larga. Acaban de leer 73k palabras (¿y verdad que no parecen tantas?).
Y bueno... No sé cómo despedirme de ustedes ni de esta historia; desde la introducción ha sido una de mis favoritas y ya es raro pensar en no trabajar en nuevas actualizaciones ni volver a pensarlo. Espero acostumbrarme pronto a no escribir esta historia, porque quiero y necesito trabajar en muchas cosas más; y agradecería que me acompañaran también en esos nuevos procesos.
A pesar de eso, espero poder tener nuevas noticias sobre esta historia pronto. Y creo que ustedes entienden a qué me refiero con noticias, ¿verdad?
Gracias por tanto. Nos leemos en alguna otra de mis historias o en mi tablero de mensajes.
Adiós :)
Mari.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro