Capítulo 13
Rebecca fue aceptada en el trabajo.
Su cambio de rutina duele, a decir verdad, aunque no es algo que desee decir; no hay forma de que no suene rara la idea de que me rompe el corazón despertar y escuchar el sonido de la ducha y un canto suave —porque Rebecca entra más temprano a laborar y necesita empezar su día antes que yo— en vez de oír el silencio y ver a mi amiga al otro lado de la cama, con el rostro cerca de mí, sonriendo al verme abrir los ojos. No hay forma de que no suene raro decir que mi día se siente deprimente si no me da los buenos días. No hay forma de que no suene raro decir que siento un hoyo en el pecho cuando despierto y me hago a la idea de que no la veré hasta que vuelva del trabajo, con el cielo casi oscuro ante la llegada del otoño.
Aunque vale la pena sentirme así, y vale la pena guardármelo, porque la veo feliz, más sonriente que en cualquier amanecer a mi lado, y más libre que en cualquier otro momento.
De todas formas, a pesar de su felicidad y de que no todo debería ser sobre mí, obviamente no puedo evitar preguntarme si ella se siente aunque sea un poco igual que yo, si no me extraña aunque sea escasamente, por solo unos segundos; ella dice que sí, que en realidad me extraña todo el tiempo, que nunca puede esperar a volver a verme y que los atardeceres son su momento más feliz del día. Que ama su trabajo en la florería, pero no más de lo que puede amar esta casa y el tiempo conmigo.
La primera semana, en realidad, no se siente de esta manera; en las mañanas mi madre dice que no sabe cómo está Rebecca, que solo ha tomado una fruta y se ha ido, que se veía apurada y preocupada, y que también se notaba que no había dormido bien, aún cuando mantiene un horario similar de sueño. Llegar por las tardes de trabajar duele más porque Rebecca se encuentra dormida o quejándose de algún dolor; de que su espalda la está matando porque las macetas pesan, de que le molesta la cabeza porque hizo mucho sol, de que sus pies arden por estar de pie todo el día.
Pero luego, como cualquiera, se acostumbra.
Mi madre empieza a decir que mi amiga ya no se ve como un zombi caminando por la casa en las mañanas, que ahora sonríe; lentamente, se empieza a escuchar el canto suave junto a la caída del agua en el baño. Canta solo música infantil, y me pregunto por qué será, pero no cuestiono nada en voz alta. Me nace el deseo de mostrarle más música a Rebecca; de enseñarle los tesoros escondidos en la vieja caja del sótano que tiene los aún más viejos vinilos.
Las tardes también cambian, y aunque la chica dice que está algo cansada, ya le queda algo de energía después del día; puede contarnos cómo le fue, qué tanto vendió, que tan orgullosa o satisfecha parece su jefa —la vecina— de ella y de su rendimiento; puede hablarnos de los clientes más amables o llorar por aquellos que parecían no poder quedar satisfechos, que se esforzaban demasiado en estar enojados aunque, desde el punto de vista de Rebecca, todo estuviera bien.
Con el paso de apenas unos pocos días, la costumbre se hace mayor y por fin regresan también esas tradiciones que teníamos cuando ella aún no trabajaba: Volvemos a andar en bicicleta después de que regreso del trabajo, por las tardes que ahora parecen noches, con un cielo casi oscuro y ya también unas pocas estrellas en el cielo, que con el paso del tiempo se van a transformar en muchas, tantas que podrían llenar todo el firmamento, que definitivamente lo harán... Y que podríamos ver si las luces de las calles no fueran tan brillantes. También volvemos a ocupar los columpios del parque cuando los niños no están, y volvemos a comprar helado antes de cenar, algo en lo que probablemente no habría pensado antes de reencontrarme con mi amiga.
Esta vez, es ella quien le extiende un billete al vendedor de helados.
—Por fin cortó una flor de su jardín, ¿verdad? —dice éste, mirándome, casi en un grito, entre risas, mientras con una mano toma el dinero y con la otra me da el helado de menta con chocolate.
—Pues... sí —respondo yo, penosamente, sin saber si reírme junto a él sería algo correcto o no. ¿Ofendería a Rebecca?
La miro para intentar saber.
Ella parece no entender en lo absoluto, y aunque tal vez esa es mi señal de que sí puedo carcajearme, no me atrevo a hacerlo.
Vamos juntas a los columpios, porque aunque hay niños, no parece que deseen hacerle caso a ese juego; están en los areneros, los subibaja o solamente tirados en el piso viendo al cielo, cada vez más oscuro. Nos sentamos y comemos nuestros helados mientras nos balanceamos, tal como hacemos siempre que se puede.
—Hoy vino una chica a comprar rosas —Me cuenta la chica, y sonríe mientras lo hace. No me mira, sino que sus ojos se pierden en el cielo, tal vez poniendo atención a lo que ella misma dice, a cómo recuerda su propia historia—. No es como que lleve trabajando mucho, pero... sé que eso no es común. Me pregunto si...
No termina de hablar. Tal vez no sabe realmente qué se está preguntando, o no puede ponerlo en palabras muy fácilmente; mientras, yo me empiezo a cuestionar algo también, y me queda muy claro cuál es mi duda; me pregunto si esa chica era, de casualidad, alguien como yo; alguien que ama con todo su corazón a otra chica, tal vez incluso alguien que está loca por su mejor amiga.
Pero no, claro que no es alguien como yo; no lo sería ni siquiera si le gustaran las chicas. Porque ella tiene justo eso que yo sé que jamás tendré: Ella es valiente; ella puede hablar de sus sentimientos en voz alta en vez de pensar que no puede confesarlos ni siquiera a su espejo o a las paredes de su cuarto, que no puede gritarlos ni al viento. Ella no tiene miedo a la reacción de su amada, o a la de sus padres, o a la de nadie.
Eso es lo que yo nunca seré; lo que nunca podré lograr. Y me lastima reconocerlo.
—Olvídalo —dice Rebecca después, cuando ya se me había olvidado incluso que estaba hablando.
La miro; quiero preguntar algo, pero las palabras se atoran en mi garganta.
—¿Segura...? —intento empezar mi frase, pero sigo sin poder hablar. Al menos no de manera normal, porque apenas dejo de intentar hilar mi frase bien, vomito palabras—: ¿Segura que quieres que lo olvide?
Me mira de vuelta, y hay algo en su mirada que me dice que no, que pide que le siga preguntando, que le insista; quiere decirme algo, pero también quiere que yo esté lista para ello. O tal vez eso solo me lo imagino yo, que quiero que me hable; de eso o de cualquier cosa.
Su boca se abre ligeramente; luego la cierra. No sabe qué respuesta darme. Luego suspira y ya no puede mantener la mirada fija en mí.
—Sí, olvídalo —dice, hablando tan rápido como yo; lo escupe y continúa con su helado, mordiendo por primera vez el cono, yendo más lento de lo que la había visto ir en toda la vida. Me preocupo; no suele comportarse así al comer helado.
De todas formas, no pregunto nada ni insisto en la interrogación que ya había hecho; lo importante no es lo que haya visto en los ojos ni lo creí que estuviera pensando, mucho menos lo que a mí me gustaría que pensara; lo importante es lo que dice.
—Está bien —digo, e introduzco el último pedazo del cono en mi boca; dejo que el sabor de la galleta y el poco helado de menta derretido sobre ésta me distraigan.
Pero solo lo hacen durante el tiempo que paso masticando.
El resto del día, hasta la hora de dormir, no puedo evitar pensar en las palabras que Rebecca se guardó.
Las noches empiezan a ser frías, y tal vez me arrepiento mucho de haberme puesto shorts para dormir otra vez cuando me despierto ante golpes suaves pero insistentes en mi hombro.
Anteriormente, tras abrir los ojos, lo más probable hubiera sido que los volviera a cerrar ante lo aterrador de la situación; lo aterrador de sentir una mano queriendo llamar tu atención cuando aún todo está oscuro, cuando la noche está tan negra que ni siquiera puede entrar luz de luna a la habitación. Y luego, tal vez, hubiera intentado reconocer a alguien —algún rostro— con la mano antes de decidir si golpear o no a quien quisiera mi interés.
Ahora solo sé de inmediato que es Rebecca. Aún así, intento reconocer la palma de su mano con la mía. Y sí, esa piel se siente justo como la de ella —tan suave como todas las veces que nos hemos tomado de la mano, tan suave como todas las veces que la he tocado por accidente—, no como la de los monstruos en los que tal vez ya no debería de creer.
Me volteo hacia la chica; intento distinguir su cara en medio de la penumbra. No lo logro, pero de todas formas trato de mirarla a los ojos, viendo hacia donde creo que están, para después hablarle, hacerle una pregunta:
—¿Volviste a tener pesadillas?
Hace unas dos semanas que ya no había tenido ninguna. No sé cómo sentirme ante el hecho de que tal vez volvamos a estar ambas despiertas a estas horas de la noche, yo preocupada y ella asustada. El corazón me late fuerte, tanto que por un momento siento que moriré.
Todo se hace más tranquilo una vez que escucho la voz de mi amiga:
—No, no —dice, algo apurada, pero en una voz realmente calmada y amable—. Me encuentro bien —continúa, y yo le creo—. Solo... ¿quieres ver el amanecer?
La pregunta me extraña, y me detiene el corazón. De inmediato recuerdo la manera en la que me miró esta tarde mientras seguíamos en los columpios, mientras seguía comiendo lentamente ese helado; ¿era algo como esto lo que deseaba decirme?
De pronto pienso también en la breve e inconclusa historia de la chica que había comprado rosas, y empiezo a cuestionarme si puede ser que... que Rebecca se haya preguntado lo mismo que yo, si esa chica era como ella, si se atrevía a amar a otra mujer, a comprarle flores...
Por primera vez pienso realmente en la posibilidad de que a Rebecca también le gusten las chicas; me atrevo a verlo como algo probable en vez de como solamente un deseo estúpido que jamás se cumplirá. Y me emociona, porque si fuera así... tal vez, solo tal vez, yo sería la mujer a la que ama.
O al menos eso es lo que me hace pensar este preciso momento.
Mi corazón late tan fuerte que casi no escucho a mi amiga cuando vuelve a hablar:
—¿Isa?
Obviamente, reacciono cuando dice mi nombre, y recuerdo; recuerdo lo que me estaba diciendo, lo que me preguntó. Debería responder, pero vuelvo a pensar, a cuestionarme, y no sé cuánto tiempo duro así antes de que la chica vuelva a intentar llamar mi atención:
—¿Isa, estás bien?
—Sí —respondo de inmediato, y en esa corta palabra, mi voz tiembla—. Y... sí, también quiero ver el amanecer.
No dejo de temblar; mis cuerdas vocales tampoco. Y en la oscuridad, creo de todas formas poder ver cómo Rebecca me mira preocupada por ello, pero no me dice nada, así como yo tampoco pregunto cuando ella no quiere aceptar algo o hablarme de ello.
Y la amo por eso, por esta paz que me deja sentir.
Siento cómo el colchón cambia de forma cuando mi amiga se levanta de la cama; yo enciendo la lámpara sobre mi mesita de noche para por fin poder ver cómo ella se acerca a la puerta y me mira para invitarme de nuevo. Entonces me levanto también, aunque abro el armario antes de que Rebecca pueda hacer lo mismo con la puerta; saco un suéter y me lo pongo, y observo a Rebecca mientras me pregunto si alguna de mis chaquetas podría quedarle.
Lo más probable es que no, pero vale la pena intentar.
Saco mi favorita, la más calentita, y la extiendo hacia Rebecca para que la tome.
—No quiero que pases frío —Le digo, y mientras ella toma el abrigo, rozando mi mano por unos segundos, intento disimular mi enrojecimiento.
Pero ella no logra disimular el suyo, y entonces recuerdo las dudas que tenía sobre mi amiga; se hacen más fuertes, las contemplo más mientras ella intenta ponerse el suéter sin éxito alguno; se ve apretada en cuanto trata de introducir un brazo allí.
—Siento que lo voy a romper —comenta mientras se quita lo poco que se había puesto y termina solo usando el gorrito del abrigo y dejando que el resto de la prenda tape parte de su espalda.
Gira la perilla de la puerta y sale del cuarto, guiándose en el pasillo con la poca luz que sale de la habitación, lo poco que queda del brillo de la lámpara una vez que sale de la alcoba, y yo la sigo casi corriendo, sin querer que me deje atrás, cosa que ella parece estar haciendo.
—Apaga la luz del cuarto —Me pide en cuanto enciende el foco blanco de la cocina, luz a la cual debo acostumbrarme antes de poder procesar lo que me dice.
Con cierta vergüenza, regreso al cuarto a hacer lo que mi amiga solicitó; y, de una vez, cierro las puertas del clóset también.
—¿Qué haces? —Le pregunto a Rebecca mientras regreso con ella, escuchando cómo abre y cierra puertas de las encimeras.
Pero no me responde nada, y no pregunto, solo dejo que el ruido continúe hasta que simplemente ya no lo hace, apenas unos segundos antes de que entre a la cocina; antes de que me encuentre a Rebecca recargada en la barra, sosteniendo un ramo de rosas rojas que extiende hacia mí. O tal vez solo lo está sosteniendo así, sin ningún motivo en particular.
Pero me mira mucho, y me hace seguir pensando que quiere entregarme a mí esas flores, tan similares a las que suelen crecer a mi alrededor cuando me encuentro pensando en ella, sintiendo cosas por ella.
De todas formas, no las agarro; no quiero pensar que me pertenecen, porque siendo más realista, no podría ser así; incluso si le gustaran las chicas, no podría gustarle yo. A mí solo me quiere para que vea el ramo, escuche sus ideas y le dé mi opinión, para así poder declararse a quien realmente ama.
Vuelvo a recordar la historia que dejó inconclusa sobre la chica que compró las rosas, y me pregunto: ¿Será que la chica en realidad es ella?
Aunque no veo por qué me mentiría sobre esto.
—¿Isa? —Llama mi atención, viendo que de nuevo me quedé atrapada en mis pensamientos, y en lo que siento, y en el latido de mi propio corazón, que vuelve a escucharse fuerte.
—¿Sí?
—Tómalo —dice, y extiende más el brazo que sostiene el ramo.
¿Sí es para mí?
No lo pregunto, e intento no pensarlo de nuevo, solo hago lo que Rebecca me pide.
—Vamos por una escalera —indica después, y me toma de la mano para llevarme corriendo hacia el sótano con mucha prisa.
Y entiendo su premura, porque ya ha empezado a amanecer; nos estamos perdiendo del momento que ella desea que veamos.
No tardamos mucho en obtener la escalera; aún con la muy tenue luz del foco, que parpadea y parece que está por fundirse, es fácil encontrarla; es de un rojo brillante y se encuentra justo en una esquina, junto a un espejo que refleja el montón de cajas y objetos que se encuentran en el sótano. Entre ambas, la sostenemos de manera horizontal sobre nuestros hombros y vamos de vuelta al pasillo, pasando por la cocina antes de llegar afuera y empezar a subir al techo de la casa, sin pensar en lo riesgoso que puede ser caernos de allí o en las cosas que podría haber allá arriba.
Nos sentamos en el tejado justo en el momento en el que el azul oscuro desaparece por completo del firmamento, dejándonos con un naranja que se vuelve amarillo y rosa en las pocas nubes que hay.
—Isa... —susurra mi amiga, y creo que intenta mirarme, pero después aparta su vista y la fija en una de las nubes, que se mueve lentamente con el viento.
—Dime —contesto yo, y la voz vuelve a temblarme mientras me fijo en las flores que sostiene mi puño, de las cuales aún no me habla, las cuales todavía no me pide que le regrese.
—Pues... quiero decirte algo —habla, pero duda, y aún evita mirarme.
—Dime —repito yo, y espero que cuente la historia de estas flores.
Pero no lo hace.
—¿Recuerdas que me preguntabas por qué me había ido? —interroga en su lugar, y todavía no me ve; sigue con los ojos a la misma nube.
Y yo creí que cuando llegara este momento, cuando por fin decidiera contarme la verdad, me sentiría feliz y estaría dispuesta a escucharla, que realmente querría que me contara todo; pero ahora que la veo, tan nerviosa, casi evitando decirlo, evitando mirarme, enrojeciendo, tal vez deseando ni siquiera estar aquí hablándome... Siento todo lo contrario. Y entonces escupo palabras, nerviosa yo también:
—Sí, pero... Está bien si no quieres decirme, o si te sientes incómoda... No te presiones, en serio. O sea, de verdad quiero saber, pero... No te presiones. No es necesario que me cuentes nada.
Rebecca se ríe levemente, y por un momento suena sincera y nada incómoda. De pronto yo no entiendo qué es lo que estoy viviendo.
—¡Isa, de verdad quiero decírtelo! No entiendo por qué piensas que estoy incómoda o que me siento forzada. Estoy haciendo lo que quiero, te lo juro; y estoy algo nerviosa, pero... Estoy segura, lo prometo. Y te prometo que no hay nada más cómodo que confiar en tí.
Y por fin me mira. Y me sonríe. Y aunque no estoy segura de esto y sigo sin comprender lo que ocurre, le sonrío también; lo intento con todas mis fuerzas.
—Continúa —pido ante su silencio.
Ella, otra vez, deja de mirarme y se concentra en el cielo; no sé si en su color, en las nubes o en el mismo sol. Veo y escucho cómo traga saliva, tal vez preparándose mentalmente para esto; yo, otra vez, deseo decirle que no está obligada a nada, que puede arrepentirse, pero cuando vuelve a mirarme no le veo deseos de ello.
—Bueno, creo que ya te imaginas parte del por qué. Mi papá... pues es como es, y me prohibió verte. Creo que él mismo también te lo dejó muy claro.
—Nunca me abría la puerta de su casa; a veces hasta me gritaba para que me fuera —complemento yo esa historia. Rebecca me mira, sonríe y hasta parece que me agradece por haberla interrumpido.
—Bueno, pero... el punto no es ese, y creo que eso también lo sabes. El punto son las razones —Hace una breve pausa, y durante ésta, asiento con la cabeza. Justo en ese momento, continúa—: No sé cómo más contártelo, la verdad, solo... pues... a él no le gustó que tú me gustaras —explica, en muy pocas palabras, en una confesión que me parece muy repentina y corta, que no se parece a las que alguna vez leí o ví en películas.
Aún así, no deja de acelerarme el corazón. Y de pronto lo entiendo todo. Entiendo las rosas, entiendo por qué se tardó en explicarme la verdad, entiendo su sueño de la chica a la que le cortaban la cabeza y que ella creía que era yo. Entiendo por qué estoy aquí y entiendo por qué ella se enrojeció cuando le di mi suéter. Entiendo por qué me buscó en cuanto pudo ser libre.
Y entiendo, tal vez, por qué yo nunca pude dejar de amarla, por qué el mundo me maldijo —bendijo— de esta manera.
Esto tenía que pasar, o al menos eso siento y pienso mientras ambas nos miramos a los ojos y dejamos que crezcan flores sobre el techo de la casa; mientras dejamos que las tejas crujan y que los pétalos nos hagan cosquillas en las piernas, en los brazos, en las palmas de las manos; que nos aten a este lugar, a este instante.
Quiero decirle, confesarle, justo lo que ya puede ver: Que sus sentimientos son correspondidos. Pero en cuanto abro la boca, ella vuelve a hablar, y alimenta su propia historia con una de las frases más hermosas que pueda escuchar:
—Solamente me fui porque te amo.
Y entonces pienso que ya terminó, que puedo por fin decirle que yo también la amo, que ella también me ha gustado desde la niñez, y que por primera vez en la vida no me arrepiento de haber seguido enamorada de ella por tantos años, de no haberla superado como siempre creí que debería haber hecho... Pero, otra vez, en cuanto abro la boca me interrumpe; me coloca un dedo sobre los labios, me pide silencio, y yo creo que me va a besar, pero no lo hace, sino que se separa de mí de una forma que me parece dolorosa.
Y me mira. Me mira y sigue; deja de resumir la historia para contarla completa, para que yo pueda, como siempre, entender su dolor.
¡Hola, gente linda!
Pues... por fin, pasó lo que todos esperábamos. POR FIN ISABEL SABE QUE REBECCA LA AMA, DIOS BENDITO, YO YA QUERÍA ESCRIBIR ESTOOOOOO.
Y bueno, estoy súper feliz porque aparte fue un cap más larguito de lo normal y mucho mucho más fácil de escribir, y porque, por fin, para el siguiente cap volveré a escribir recuerdos y el siguiente será uno de los dos recuerdos más importantes de toda la novela.
Y aparte ESCRIBIR A ISA Y REBECCA SIENDO NOVIAS VA A SER TAN EMOCIONANTEEEE. Bueno, ya es súper emocionante.
En fin, yo tenía razón y el hecho de estar viendo una materia de relleno me ha permitido escribir; pero esos días están acabando... La siguiente semana empiezo a ver probabilidad y estadística, así que tal vez me ocupe un poquito más; aunque con suerte tendré ratos libres en clase de inglés, así que... ya veremos después cuál ritmo de actualización podría tener, pero como ya saben, intentaré que sea semanal.
Muchas gracias por estar leyendo esta historia, que aprecio mucho y me tiene bastante orgullosa. Ojalá se queden hasta el final, que viene prontito; otros siete caps (sin contar recuerdos) y queda <3
Y por cierto, con este cap por fin la extensión superó las cuarenta mil palabras, ASÍ QUEEEEE oficialmente El Tiempo Perdido ya es una novela; que por cierto, podría llegar a sesenta o setenta mil palabras.
Pero eso justo ahora no importa; la cosa es seguir escribiendo.
Tengan bonitos días, y nos vemos en la siguiente actualización :)
Mari.
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