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III


Ni Wen ni Ioan pudieron dormir bien. Las aves tomaban turnos para no permitir que olvidaran que estaban ahí, rondando, vigilando. En cuanto amaneció, decidieron ponerse en marcha para llegar a Uaihm Dhorch lo antes posible.

El camino lo hicieron en un silencio casi total, apenas hablando para mirar el pequeño mapa que llevaba la joven. Incluso las aves permanecieron calladas, aunque se aseguraron de que supieran que seguían por ahí, asomando entre las ramas de los árboles o en algún recodo del sendero.

Era cerca del mediodía cuando divisaron el poblado desde la distancia. La vegetación había raleado y todo lo que quedaba frente a ellos era una pendiente cubierta de hierba. Justo donde esta terminaba y daba inicio a un valle, se distinguían los techos de las construcciones, brillando con la luz del sol. Detrás sobresalía una colina y en su cima destacaba el castillo de Uaihm Dhorch, antiguo y en ruinas, pero todavía imponiendo su presencia.

—Ahí está —susurró Wen con éxtasis en la voz.

—Se supone que tenemos que esperar a que coincidan las lunas para saber dónde debemos buscar, ¿no?

—Sí. Por eso quería que estuviéramos aquí con tiempo.

Él se acomodó el bolso al hombro y siguió a la joven, que había bajado del caballo y lo llevaba por las riendas. A medida que avanzaban por el sendero y el pueblo se encontraba cada vez más cercano, la vegetación circundante se volvía más cuidada: árboles frutales, arbustos y varias hileras de unas llamativas flores blancas. Wen cerró los ojos y aspiró su aroma, en tanto que Ioan se limitó a contemplarlas hasta que algo llamó su atención.

—Ey, Wen. Hay algo raro con estas flores...

—¿De qué estás hablando? —Ella abrió los ojos y giró la cabeza para verlo por encima de su hombro.

—Es que... me pareció notar una especie de vapor saliendo de ellas. —La mujer se dio vuelta del todo y lo miró con las cejas enarcadas—. No pongas esa cara, sé lo que vi.

—No lo discuto. —Se encogió de hombros—. Pero seguro se trató de un efecto de la luz, es todo. Vamos, sigamos.

Varios metros más adelante, las construcciones del pequeño pueblo aparecieron frente a sus ojos. El sendero pasó a tener piedras en vez de solo tierra y dirigía directo a la calle principal. A ambos lados se levantaban casas cuyas paredes estaban recubiertas de una piedra negra y brillante, que recordaba en cierta forma al plumaje de las kavkas. Los habitantes paseaban de un lado a otro. Una mujer los pasó con una cesta colgada del brazo y les dedicó una sonrisa, mientras que un señor los saludó con su sombrero. Los vecinos que iban caminando por las calles y se encontraban, se quedaban conversando en las esquinas y reían de chistes que solo ellos comprendían. Todos parecían alegres y despreocupados.

A pocas cuadras encontraron una posada que tenía dos canteros con las mismas flores que había en el ingreso al pueblo. El letrero encima de la puerta tenía en un lateral el dibujo de un ave negra. Pude ver un escalofrío recorriendo a Ioan y por un momento tuve la esperanza de que se diera cuenta de todo y saliera corriendo de ahí. Pero lo único que hizo fue respirar profundo y seguir a Wen, quien había dejado su caballo atado junto a las flores, al interior del establecimiento.

Adentro había una mujer de unos cuarenta años que los recibió con una sonrisa y les ofreció las dos habitaciones que estaban buscando, una de ellas en el primer piso y la otra en el ático del segundo. Esa fue la que tomó Ioan.

Una vez en la modesta habitación, y tras dejar el bolso con cuidado en la cama, se asomó a la ventana redonda con ayuda de una silla. Dado que las construcciones de aquel lugar eran todas bajas, ese segundo piso le daba una perspectiva casi aérea de la zona. El pueblo no tendría más de unas diez cuadras en total, todas ellas con construcciones que presentaban el mismo revestimiento en el exterior: la piedra negra destellante. Pudo ver también que había solo dos senderos que conducían hacia las afueras. Uno era aquel por el que habían ingresado, el otro llevaba directo al castillo venido abajo. Alrededor de ambos caminos, y también en las zonas que no parecían tener más que árboles y arbustos, había varias hileras de las mismas flores blancas.

Ioan frunció el ceño y se bajó de la silla. Se aseguró de que el contenido del bolso estuviera intacto y aprovechó la oportunidad de higienizarse que les había ofrecido la dueña de la posada.

Aquella noche, mientras todos dormían, las flores hicieron lo mismo que todas las noches a lo largo del año. Primero emanó de ellas un vapor casi imperceptible, a menos que se las estuviera observando detenidamente y a contraluz. Luego comenzaron a adquirir un tono gris brillante, que en algunos puntos llegaba a resplandecer. Y a medida que su color se oscurecía, también lo hacía la sustancia que emitían y se dispersaba por todo el pueblo. No había puerta, pared ni ventana que pudiera contenerla y evitar que ingresara a los lugares donde la gente reposaba.

A la mañana siguiente, Ioan bajó a tomar el desayuno. Mientras esperaba sentado ante la mesa a que Wen se le uniera, contemplaba el té que le había dado la posadera. Le había dicho que lo notaba ojeroso y que esas hierbas naturales lo ayudarían a conciliar el sueño y a dormir más tranquilo. La chica, por su parte, bajó descansada y con una sonrisa. Se sentó en la otra punta de la mesa y apenas le dirigió una mirada al joven, quien la llamó por su nombre varias veces. Recién consiguió una respuesta en la tercera ocasión.

—¿Qué te pasa? —le pregunto él, desconfiado.

—Nada, es que no me di cuenta de que me estabas hablando a mí, eso es todo.

El resto del día continuó igual. Decidieron dar algunas vueltas por el pueblo por si había algo que debieran tener en cuenta para su excursión. Wen se la pasó sonriéndole a la gente de Uaihm Dhorch como si los conociera desde siempre, mientras que Ioan la miraba receloso, con su bolso al hombro y luciendo cansado.

Tras una segunda noche a merced de las flores y sus emanaciones, el joven afirmó ante una despreocupada Wen que sentía en la boca sabor a hierba.

—Seguro es por el té —afirmó la posadera cuando les servía una taza de la infusión hecha con las flores naturales a él y a la que llamó "su esposa".

Para cuando regresaron de dar unas vueltas por unas pequeñas tiendas para conseguir algunas provisiones para la búsqueda que se avecinaba, la posadera los recibió con un almuerzo. Y más té, para que el joven recuperara sus fuerzas. Les avisó que se había liberado una habitación más amplia así que había trasladado sus cosas ahí, para que pudieran dormir los dos más cómodos y juntos, como correspondía a un matrimonio.

—¿Matrimonio? ¿De qué está hablando?

Wen se rió como toda respuesta ante la afirmación de la posadera de que a su marido le gustaba hacer chistes. Pero tal como lo había dicho, todas sus pertenencias estaban en ese nuevo dormitorio. Incluido el bolso, que en aquella ocasión el joven había dejado olvidado sobre la cama.

Tras otra noche, y con la inminente coincidencia de las lunas sobre el pueblo, Ioan y Wen despertaron despreocupados y relajados. Cuando él quiso dirigirse a ella tardó casi diez minutos en recordar su nombre, lo que de todos modos fue un mejor tiempo que el que le llevó recordar el suyo propio. Para cuando se decidieron a levantarse por fin de la cama, la joven se golpeó el pie con el bolso que habían dejado en un costado.

—¿Qué es esto? —le preguntó.

Él lo contempló absorto un momento, luego se acercó y lo subió a la cama.

—No sé, no me acuerdo. —Al abrirlo, empezó a sacar de ahí dentro varias joyas, monedas de oro y hasta una diadema con piedras preciosas—. Acá hay joyas, seguro que es tuyo.

Ella estuvo de acuerdo con él y bajaron a almorzar, olvidando por completo el asunto. Fue en las últimas horas de la tarde que comenzó a caer una llovizna espesa que al entrar en contacto con las flores hacía que liberasen otra vez vapor. Como si estuviesen percibiendo alguna especie de feromona, todas las personas del pueblo abandonaron sus viviendas, salieron a la calle y dejaron que el agua los lavara por completo.

De pie bajo aquel leve rocío, sus mentes comenzaron a  ordenarse. Se miraban entre ellos y hacían gestos de extrañeza al encontrarse junto a desconocidos, abrazados como si fuesen amigos de toda la vida, o vistiendo delantales, como la mujer que atendía la posada, quien se lo quitó y lo arrojó al suelo. Las exclamaciones acerca del tiempo que llevaban ahí no se hicieron esperar. Por lo que pude oír, algunos llevaban en ese trance días o semanas, mientras que otros habían residido en el limbo de Uaihm Dhorch durante varios meses.

Ioan y Wen se miraron. Él salió corriendo hacia el interior de la posada y salió poco después con su bolso a cuestas. Mientras se acercaba a la chica, el cielo se despejó, dejando a la vista un enorme círculo amarillo, cuyo centro estaba tapado por otro rojizo de menor tamaño. Las lunas habían convergido.

De pronto, como si se tratase de una señal luminosa, un faro se encendió en lo alto del antiguo castillo abandonado e iluminó todo el sendero que llevaba desde ahí hasta el pueblo.

Los murmullos comenzaron a recorrer a la multitud, todos recordaban ya por qué estaban ahí: iban por el tesoro. Era el momento, la búsqueda empezaba y todos los presentes sabían que no estaban dispuestos a compartir. Lo sé porque en algún momento también yo lo sentí.

Mientras todos se ponían en marcha por el sendero que subía la colina del castillo, llamé a Ioan y a Wen. Los llamé de la única manera que puedo hacerlo, pero ninguno de los dos me escuchó.

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