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Kupro


Usando solo dos dedos, Ethan empujó a Charleen de vuelta a la cama. La muchacha se movía con dificultad y alistaba su ropa.

—Quiero bañarme —protestó con un hilo de voz, consecuencia de la garganta inflamada.

—Estás enferma, vas a empeorar y vomitarás de nuevo. Debemos llegar lo más pronto posible a Kupro, así que vas a mantener el culo pegado a esa cama hasta que yo te considere apta para retomar el viaje y no andar de vomitona.

—Tu caballeroso vocabulario me deslumbra cada día más. —Tosió, con el pasar de las horas se ponía peor. Al menos las náuseas habían parado, pero dando paso a la tos y una garganta inflamada.

—No soy un caballero. Come —dijo extendiéndole un plato de avena.

Charleen acercó el plato haciendo fuerza con sus débiles manos. Estornudó al intentar acercar la cucharilla a su boca, echándose la avena tibia sobre el pecho, sintiéndola escurrirse dentro la ropa.

—Genial, ahora estoy más sucia, de verdad necesito un baño.

Ethan la limpió con el dedo pulgar, rozándole el pecho y despertándole nuevamente ese cosquilleo en el estómago. Lamió su dedo y se sentó en la silla, pretendía acompañarla en vista de que no tenía nada mejor que hacer.

—No te pasará nada por no remojarte un día, no eres un pez.

La chica rio intentando probar otro bocado.

— ¿De qué te ríes?

—Nada, recordé que la segunda vez que nos vimos me llamaste niña pez. Me parecías tan ególatra y amargado en ese entonces... Y ahora que te conozco más, puedo añadir irritable, insensible y tosco a esa lista.

—Y aun así sigues a mi lado, mejor no te digo qué pensaba de ti.

Tres días más tarde, Charleen se encontraba lo suficientemente recuperada para continuar el viaje hacia Kupro. Los aldeanos los despidieron con extrema alegría y profundo agradecimiento. Kennan les regaló un gesto desganado como despedida y regresó a hacer guardia, la tropa de Elio no había llegado todavía. A duras penas le había prometido a Charleen que la recibiría en Ithia y le presentaría a su padre.

Kupro, la ciudad de los alquimistas, era una fortaleza alejada de las ciudades humanas y situada en lo alto de una montaña. A partir de entonces, el viaje de Charleen fue cuesta arriba mientras el tiempo empeoraba.

El segundo día de caminata se abrazaba a sí misma para darse calor, pero enseguida lo olvidó todo cuando un copo de nieve cayó mecido por el viento justo frente a sus ojos. El entusiasmo la sobrecogió, varios copos más cayeron y adornaron su largo cabello.

— ¡Está nevando! —les avisó a sus compañeros, quienes continuaron caminando.

Ethan se detuvo y dio media vuelta, Charleen ya no los seguía. Reía y giraba bajo la escarcha impoluta que descendía del cielo. Su alegría se le contagió de pronto. Charleen se veía tan feliz y dichosa que de pronto sintió que todos los percances surgidos por llevarla consigo valían la pena. La chica tenía la capacidad de maravillarse con cualquier cosa.

Poco a poco el suelo se cubría con un manto blanco. Charleen caminaba lentamente, esperando que la nieve alcanzase un nivel apropiado para imprimir ángeles o hacer bolas nieve como había visto en muchos libros.

Recogió la fría nieve del suelo, sintiendo su textura, que era diferente a como la había imaginado. Congelándose las manos hizo una bola y se la lanzó a Ethan. Él la esquivó sin dificultad, pero permaneció estático para recibir la segunda, solo para darle el gusto.

Liaw aprovechó también para atacar a su hermano y de un momento a otro se encontraron jugando, lanzándose bolas de nieve y pateando el hielo. Por primera vez Ethan jugaba y reía por la simple alegría que le ocasionaba un momento tan sencillo que se tornaba mágico y memorable.

—Odio la nieve —se quejó Charleen después de un día entero de caminata. La nieve había perdido su encanto. Ahora sentía la humedad traspasar su ropa y el frío calarle los huesos. Con dificultad movía las articulaciones y sus pies se hundían.

Ethan y Liaw no tenían ese problema, soportaban cualquier temperatura y habían invocado un conjuro. Debajo de sus pies brillaba un símbolo dorado y les servía de suelo, permitiéndoles caminar sobre la nieve.

— ¡Cárgame! —pidió a Ethan con los brazos abiertos. No le importaba demostrar su debilidad. El cuerpo le dolía y ya estaba cansada, sobre todo tenía flojera de seguir luchando contra la tormenta.

— ¡No voy a cargarte! Creí que no necesitabas ayuda para caminar.

—No, pero la nieve es horrible, es fría, mojada y siento hasta mi ropa interior húmeda, mis articulaciones duelen cuando las muevo.

—Yo te advertí, ahora te aguantas. O me sigues el paso o voy a abandonarte.

—No serías capaz.

—Pruébame.

Charleen lo miró retadoramente. Ethan se dio la vuelta y continuó. Liaw se mantenía al margen. A regañadientes Charleen los siguió. Inesperadamente bajo sus pies apreció el mismo símbolo dorado que mantenía a los guerreros caminando sobre el hielo.

El viento arremetía contra ellos, con furia, congelándoles los rostros. La tormenta empeoraba; la nieve caía con desenfreno. Charleen no podía mantener los ojos abiertos, el viento la lastimaba. El dolor se hizo insoportable, no divisaba a sus compañeros y las fuerzas la abandonaron. Cayó de rodillas en la nieve, inmóvil.

— ¡Ethan! —Liaw se dio cuenta que la humana se había rezagado.

Ethan regresó a paso apresurado y cargó a Charleen en brazos por debajo de su capa. Para mantenerla a salvo del frío. A lo lejos divisaron las impenetrables paredes de metal que rodeaban Kupro.

Moviéndose a una increíble velocidad puesto que ya no debían esperar a la joven, llegaron a la entrada de la ciudad. Las primeras puertas de metal corredizas se abrieron automáticamente, concediéndoles la entrada a un recibidor. Liaw se sacudió la nieve agitándose como un perro. Ethan levantó su capa y palpó la frente de Charleen, comprobando su temperatura. La chica dormía pesadamente en brazos del guerrero, con la piel pálida y las mejillas rojas.

—Identifíquense. —Tres hombres vestidos con armaduras ligeras los apuntaron con enormes armas de fuego.

—Somos miembros de la Legión —avisó Ethan—. Venimos a ver a Biako.

— ¿Y la mujer?

—Es humana, pero viene conmigo.

Charleen abrió los parpados, confundida; puso los pies en el suelo cuando Ethan la bajó despacio.

—Miembros de la Legión o no, deben pagar su entrada. Sólo aceptamos tributos en metal.

Charleen pasó la mirada de los guardias a sus compañeros, ya sabía que los alquimistas eran reacios a recibir gente en sus ciudades y que no le daban demasiado valor al oro, pero no estaba enterada de tal cosa como un tributo.

Los unuas entonces sacaron dos grandes bolsas llenas de los cubiertos que habían robado durante todo el viaje y se las lanzaron a los alquimistas. Estos tras comprobar el botín, los escoltaron hacia la segunda puerta, que los conduciría a la ciudad subterránea de Kupro.

— ¡¿Para eso eran?! —se exaltó Charleen—. ¿Reunirán cubiertos para eso? ¿Para pagarles a los alquimistas?

—Sí —respondió Liaw—. ¿Para qué más los querríamos? Los alquimistas aceptan cualquier tipo de herramientas de metal provenientes del exterior, las funden para crear inventos locos y armas.

Charleen se decepcionó, durante el viaje, había creado diferentes locas hipótesis sobre el robo de cubiertos, pensaba que era un raro fetiche de Ethan o que los coleccionaba; con ansias esperaba llegar a Ithia y encontrar un cuarto secreto donde el guerrero resguardaba sus singulares tesoros.

Escoltados, bajaron incontables escaleras de latón por un estrecho pasadizo. Ruido metálico y gentío se escuchaba con tal llegaban al final de las escaleras.

De pronto, pareció que se habían transportado a un mundo diferente. Kupro no era una pequeña ciudad como Charleen había imaginado, era inmensa, posiblemente aún más grande que Dédalo. A trescientos metros bajo tierra, se ubicaba ese enorme complejo de metal. Amplias aceras, trenes eléctricos, tiendas, y máquinas inmensas que se movían generando electricidad para las luces artificiales, estaban construidas enteramente de hierro y cobre.

La luz del sol se extrañaba, no obstante, los habitantes estaban acostumbrados a recibir iluminación de grandes faroles circulares en el techo de roca.

—Es enorme. ¿Cómo vamos a encontrar a Biako? —preguntó la joven mientras inspeccionaba con curiosidad un grupo de engranajes que rotaban calzando perfectamente el uno sobre el otro y que se encontraban a un costado de la acera, como simple decoración de la ciudad.

—Debemos tomar un tren. Vive en la biblioteca de la sección "D-33" —contestó Liaw, dejando a Ethan despachar a su escolta.

Los ojos de Charleen se iluminaron al escuchar la palabra "biblioteca", uno de sus grandes sueños siempre había sido conocer las bibliotecas de los alquimistas, las más grandes y completas del mundo. Casi se pone a llorar de la emoción. Gracias a los guerreros tendría esa magnífica oportunidad. Impaciente, jaló a Ethan tomándolo de la mano hacia lo que supuso era la estación de trenes. En la fila de la boletería, sus ojos no daban cabida a todo lo nuevo que la rodeaba. La gente los observaba de forma extraña. Por la ropa y su piel bronceada, los alquimistas deducían que se trataban de extranjeros de la superficie.

Charleen notó su piel más morena que nunca. Los alquimistas de su edad, invertían su tiempo en estudiar, investigar y construir; a diferencia de la joven, quien había pasado su tiempo buceando en las aguas del mar y tostándose la piel con los fuertes rayos del sol.

Llegado su turno, Liaw se adelantó a comprar los boletos.

—Yo invito. —Les guiñó un ojo pícaramente y sacó un par de piezas de oro de una bolsa de terciopelo que Charleen reconoció de inmediato.

— ¡Ese es mi dinero! —gritó abriendo su equipaje y buscando su billetera para comprobar la verdad de su suposición.

—Me lo encontré tirado en el bosque.

— ¡Porque yo lo dejé ahí mientras tú cuidabas el equipaje! —De inmediato observó llorosa a Ethan, pero el guerrero la esquivó haciéndose al desentendido. No iba a involucrarse de nuevo en ese lío—. ¡Ambos me las van a pagar!

Pisando fuerte para constatar su enfado, entró al tren que estaba a punto de partir. Justo antes que las puertas se cerraran, una mujer de piel pálida y cabello corto se apresuró en entrar, haciendo caer su equipaje. Liaw no se hizo esperar. De inmediato se aproximó a ayudarla.

— ¿Le ayudo? —preguntó galantemente. Sin esperar una respuesta agarró el bolso y lo acomodó en el portaequipaje.

—Claro y a ella no le roba —masculló Charleen.

—Gracias ¿son unuas? —la mujer preguntó con una simpática y risueña sonrisa, marcando sus hoyuelos y resaltando el lunar de su mejilla.

—Sí —afirmó Liaw—. Estamos de paso. Siéntate —le ofreció un asiento justo al frente de Ethan y Charleen.

La joven mujer chequeó al guerrero de cabello castaño con picardía e interés en la mirada. Charleen se sintió molesta por tal coqueteo descarado, así que se arrimó más a Ethan, sentándose pegada a él. La mujer reprimió una risa por el pequeño acto de celos de la muchacha y volcó de nuevo su atención hacia Liaw.

—Soy Terry —se presentó.

—Soy Liaw. —Le besó la mano, asqueando a sus compañeros—. Ellos son Ethan y Charleen —los mencionó sin importancia.

Por varios minutos Liaw conversó amenamente con Terry; era muy bella y de inmediato había captado su interés.

— ¿Vamos a soportarla todo el viaje? —susurró Charleen.

Ethan exhaló apoyando la cabeza en una mano. La tal Terry le daba igual, pero comenzaba a incomodarlo la forma en que lo veía de reojo. Igual que las humanas, algunas alquimistas tenían un descarado interés en los unuas. Vivir entre tanta ciencia y paz las llevaba a buscar parejas que viviesen al borde el peligro y les brindasen una relación emocionante.

Al bajar del tren, Terry los acompañó. Según les había contado, ella vivía en la ciudad alquimista del oeste, e iba a Kupro para recolectar información para una investigación. A sugerencia de Liaw, se quedó en la misma residencia que ellos.

—Dos habitaciones —pidió Liaw al recepcionista—. Yo invito —le dijo a Terry.

Charleen apretaba los dientes y le clavaba las uñas a Ethan en el brazo. Liaw invitaba a esa desconocida pagando con su dinero.

—Dos habitaciones —pidió Ethan, pagando por él y Charleen. Kupro era una ciudad por demás segura, ahí no tendría que preocuparse porque los mindag atacaran a Charleen.

Si no hubiese sido por la torre del reloj que se elevaba en medio de la ciudad, que no habrían sabido que ya era tarde de noche. Silenciosamente Charleen se encerró en su habitación. Era pequeña y fría, con solo una ventana al exterior y los muebles necesarios. Se sintió en la celda de una prisión. Dejó la puerta semi abierta para no sentirse encerrada y de su bolso sacó el Stelaro. A la mañana siguiente conocería a Biako, el autor de esos impresionantes libros. Tenía demasiadas preguntas para realizarle, desde cómo creaba los libros, hasta indagar todos sus conocimientos respecto al barco hundido cargado de libros unuas que reposaba en las costas de Helianto.

Se sentía más emocionada por conocer a Biako, que por todas las aventuras que había vivido durante su viaje.

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El próximo sábado estaré en la feria presentando mi libro Quimérica realidad, solo está a 10 bs. ojalá puedan ir, será la presentación el sábado a las 8:00

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