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1

Había una chica en el pueblo de mi abuelo que era irracionalmente hermosa.

Recuerdo que la primera vez que la vi pensé que estaba soñando, o muriendo, daba igual cual fuese el caso. Lo cierto es que, en cualquiera de los dos, su rostro solo significaba que ella era algo fuera de este mundo.

A pesar de todas las veces que había estado en Sanssi, nunca antes la había cruzado, lo que me resultó extraño. ¿Quién no recordaría a una mujer tan preciosa? Pero no era así, realmente no la había visto jamás.

Estaba sentada en las escaleras del templo cerca del lago como si estuviese esperando algo. O a alguien. No me acerqué. Por alguna razón seguí la corriente y, como todo mundo en el pueblo, continué mi camino como si ella nunca hubiese estado allí.

Pasé de nuevo por esa calle otros días, cuya intersección llevaba al lago y al templo de apenas cinco metros cuadrados, pero no volví a verla hasta que una noche, regresando de la farmacia por unos analgésicos para el abuelo, estaba otra vez sentada en los escalones, sola y silenciosa.

Me detuve, curioso. Desde donde estaba podía apreciar la suavidad de su mentón, lo brillante y negro que era su cabello y lo pálida que era su piel. No estoy seguro de lo que supuse que ella estaba haciendo allí, pero me quedé unos cuantos segundos, más de los que tenía.

Entonces, la chica levantó la cabeza y me miró, con sus ojos oscuros como su cabello, negro y sin brillo. Por un momento, me asusté. Su mirada resultó no ser natural, pero cuando ella encogió los hombros y volvió a mirar el suelo, me dije que solo había sido un problema de luz. El templo no estaba iluminado a esa hora y la única fuente de luminosidad era el reflejo de una luna en cuarto creciente en la superficie del agua.

Continué hasta la casa, pues no tenía mucho tiempo para detenerme por chicas, por muy lindas que fueran. El abuelo estaba viejo y cansado y, últimamente, sus huesos estaban resentidos y sus músculos inflamados. Esa noche fue larga y tortuosa para ambos, porque a pesar de los analgésicos, él no pudo dormir y yo estuve inquieto a su lado.

Cuando la mañana llegó, estábamos agotados y cansados, pero saqué un poco de Kimchi de la vieja heladera, que zumbaba cuando el motor estaba por apagarse, y lo dejé tomar temperatura natural mientras hervía el arroz y preparaba unos huevos.

El abuelo logró levantarse de la cama y se sentó en el suelo, sobre el almohadón y frente al soban. Le serví la comida y lo observé moverse lentamente por los palitos, depositados junto al cuenco de arroz. Había tomado tantas medicinas durante la noche que yo temía que eso fuera realmente contraproducente.

—Iré por el doctor Lee —avisé—. Me gustaría que te revise antes de continuar con analgésicos.

Mi abuelo mantuvo la boca cerrada. Las arrugas alrededor de sus ojos se hicieron todavía más arrugadas.

—No molestes al doctor Lee —me ordenó, como si todavía fuese un crío. El abuelo era orgulloso, terco y estricto, como todo viejo. Pero desde que sus dolores habían aumentado y me tenía allí para cuidarlo, por momentos se dejaba vencer y parecía nada más que un hombre débil y necesitado.

—Sabes que lo necesitas —insistí, pero el abuelo levantó la cabeza y me silenció con una mirada penetrante.

—Min Ho —dijo—. Haz lo que te digo.

Suspiré ruidosamente, haciéndole ver que  su terquedad no iba a vencerme. Sin embargo, no discutí en ese momento. Me senté frente a él y comí poco. Si él creía que aún era un adolescente asustado ante su voz potente se equivocaba y mucho.

Recogí los platos cuando terminó y me encargué de que volviera a la cama. Cuando se enfrascó en su tanda habitual de Pansori por la radio, salí de la casa. Caminé por las calles empedradas hasta la principal y de allí al consultorio del doctor Lee. Crucé la intersección que llevaba al lago y no se me ocurrió mirar hacia el templo. Tampoco lo hice cuando regresé a la casa; al final, mi abuelo se mostró bastante indignado por haber llevado al hombre que iba a tratarlo.

El doctor Lee le recetó anti-inflamatorios y le suspendió los analgésicos que yo le estaba dando, pues esos solamente aumentarían los problemas al no permitir la coagulación de la sangre.

—¿Lo ves, abuelo? —dije, luego de que el doctor se marchara—. ¿No ha sido bueno que él viniera?

Me gruñó algo en respuesta y volvió a sintonizar la radio al canal donde el Pansori, el canto tradicional coreano, se escuchaba las veinticuatro horas al día. No discutí con él ni me quedé más en el cuarto.

Mi estadía en Sanssi era limitada, pues volvería a Seúl en cuanto el receso de verano terminara, así que no me molestaba en discutir con el abuelo cuando sabía que tenía poco tiempo a su lado. Estaba a nada de terminar la universidad y mi madre había convencido a mi padrastro de dejarme libre del trabajo para cuidar al viejo. En cuanto regresara a la ciudad, serían ella y mi tía las que se harían cargo de él, lo que en realidad no era tan divertido para mí. Quedarme solo en la casa con Soon Jo no sería nada agradable, por mucho que mamá intentara endulzármelo.

Me alejé del sonido del Pansori para poder leer un rato. Me senté sobre los almohadones y abrí mi libro de Física VI. Sin embargo, no pude leer mucho más, pues el abuelo aumentó el volumen y, por lógica, no pude concentrarme.

Salí al patio y me coloqué en los escalones de piedra. La vecina de en frente, la señora Kim, se asomó por la puerta de la casa y me saludó con la mano arrugada antes de que pudiera volver a lectura. A esa altura, intuía que ella sentía más que solo una larga amistad por el abuelo.

—Muchachito —me llamó—. ¿Tu Harabeoji?

Ahjumma —saludé—. Está descansando.

Pareció desanimada y se marchó rápidamente. Suspiré, pero no pasó mucho tiempo más para que la señora Kim regresara con una olla en las manos. Entró en la casa sin siquiera preguntar si podía hacerlo; así que al llegar hasta mí, me vi obligado a levantarme para evitar que me arrollara al subir los escalones.

—Le traigo una sopa de fideos y Kimchi que preparé yo misma. Le hará bien.

—Ah, señora Kim, él ya ha comido. —La seguí y esperé pacientemente a que interrumpiera el concierto de Pansori del abuelo, algo que había odiado toda su vida y razón por la cual yo había sido reprendido y enviando a una esquina cuando tenía cinco años. Jamás volví a hacerlo, pero a la mujer no pareció importarle.

Mi abuelo sonrió como un idiota cuando la vio entrar y aceptó, con muchos cumplidos para la señora Kim, todo lo que ella le trajo. Estuve un largo rato en la puerta, observándolos tratarse formalmente y con demasiadas palabras bonitas y educadas para dos simples vecinos. Cuando el abuelo terminó de comer y la señora Kim juntó la olla y la apartó de la habitación, el viejo volvió a recostarse en su cama, como si nunca hubiese estado enfadado conmigo por haber llevado al doctor Lee.

Acompañé a la mujer a la puerta, mientras ella suspiraba y me comentaba lo débil que veía al viejo.

—No se preocupe, señora Kim. Aquí estoy yo para cuidarlo.

—Oh, tu Harabeoji está cansado. Necesita sanarse de verdad y aunque mis sopas sean especiales... no lo conseguirá de esa manera. ¡Habría que pedirle un milagro a la Gumiho!

Fruncí el ceño, preguntándome de dónde diablos había salido la Gumiho para terminar en nuestra conversación.

—Entiendo —dije a mi pesar.

—Si algún día vas al templo, pídele a la Gumiho un favor para tu Harabeoji.

Asentí, con la palabra "templo" dando vueltas por mi cabeza, pero sin saber exactamente por qué. Dejé que la señora Kim se marchara y regresé a la casa, tocándome la nuca con las manos. El abuelo había bajado el volumen de la radio, qué milagro.

—Abuelo —murmuré, entrando a la habitación—. ¿Hay leyendas de una Gumiho en el pueblo? —pregunté. Las Gumiho eran criaturas legendarias de Corea, que generalmente eran retratadas como zorros milenarios con nueve colas que se convertían en hermosas jovencitas y comían los hígados de los hombres a los que seducían.

Mientras sonreía, incrédulo que todavía hubiera gente que le prestaba atención a esas cosas, el abuelo giró la cabeza hacia mí.

—Claro que sí, hay una que vive en el templo del lago.

La sonrisa se me borró. De pronto me acordé de la chica que había visto en la noche y me quedé un segundo pasmado.

—Abuelo, ¿en serio? —dije luego, dándome cuenta de la grandísima estupidez que él estaba diciendo y que yo estaba pensando.

El abuelo frunció el ceño, molesto por mi falta de credibilidad.

—¿Es que me dices tonto, muchacho?

—No, claro que no. Pero las Gumiho son una leyenda. No me digas que tú realmente crees en eso, abuelo.

El abuelo puso, si era posible, aún más mala cara.

—Claro que creo. La Gumiho es real, si no vete a pasear por ahí a ver si no ves a una chica hermosa sentada en la entrada.

Salí de la habitación para no volver hasta la hora de la cena. Había logrado que el viejo terco se enojara de nuevo y realmente no pensaba llamar a la señora Kim para ponerlo feliz. Sabía que eran cuentos tontos. La chica del templo era preciosa, pero no era más que una muchacha del pueblo que probablemente alimentaba las mentes de los más ancianos.

No volvimos a tocar el tema, pero a la mañana siguiente, de camino a la tienda por un poco de carne que planeaba hacer, para darle al abuelo algo diferente que comer, volví a ver a la chica en las escaleras del templo junto al lago.

Noté que un grupo de jóvenes paseaba por la orilla y que se mantenían bien alejados del edificio. La chica los miraba casi con tristeza, como si quisiera que alguien le hablara. Estuve a punto de darme un golpe en la frente. La gente supersticiosa de este templo lo único que hacía era creer en un cuento y apartar a una joven que probablemente era la nieta del hombre que cuidaba el santuario. Y nada más.

Apreté la bolsa con las compras y avancé por la intersección, dispuesto a saludarla y a presentarme. Sin embargo, cuando me encaminé hacia allí, los chicos que jugaban en la orilla, de menos de veinte años, me miraron con aprensión, como si estuviese loco y fuese un delincuente al mismo tiempo.

Los ignoré y me detuve a dos metros de los escalones del templo. Los ojos de la chica, negros como una noche sin estrellas, se clavaron en mí. A la luz del día, no me parecieron vacíos y sin brillo. Eran profundos y expresivos, a decir verdad.

—Hola, mi nombre es Hwang Min Ho. ¿Cuál es el suyo?

La chica bajó la mirada, con una expresión contrariada.

—¿No habla? —le pregunté, cuando se removió, inquieta.

—¿Vienes por un favor de la Gumiho? —preguntó, con una melodía en la voz.

—No —repliqué—, la vi varias veces aquí, siempre sola, así que pensé en saludarle. Mi nombre es Hwang Min Ho —repetí. Me incliné, pero ella no se movió—. Es un placer, señorita —agregué, estirando la mano derecha.

—Hae Ri —respondió—. Me llamo Hae Ri. —Pero no tomó mi mano.

Le sonreí y aunque ella no me devolvió la sonrisa, la noté más relajada.

—Un placer conocerla, señorita Hae Ri. Tenga —Saqué de las bolsas de compras un paquete con una golosina, unas gomitas que solía comprarme mi abuela antes de morir—, esto es un regalo.

Hae Ri miró mi mano como si le estuviese ofreciendo un gusano, confundida y sin saber si rechazarlo o no. No se movió de los escalones, así que me acerqué para dejarlo suavemente sobre sus piernas. Se encogió y tomó el paquete con la punta de los dedos cuando me alejé unos pasos.

—¡Qué tengas un buen día, Hae Ri-Ssi!

Me alejé de ella y volví a la calle principal. Llegando a la intersección, me volteé para verla. Sostenía el paquete, con una mezcla de confusión y curiosidad. Sonreí encantando y debo admitir que un poco extasiado por su reacción. Era incluso más bonita a la luz de sol y todavía más con esa expresión en su rostro suave. También me sentí mejor conmigo mismo. Había sido amable con alguien que lo necesitaba.

Por suerte, los chicos que antes tonteaban en las orillas del lago se habían marchado y Hae Ri estaba sola otra vez. La saludé con la mano en cuanto levantó la cabeza y me vio. No recibí el mismo gesto de su parte, pero no me hice problema. Si otro día la veía, volvería a ser amable con ella. Después de todo, era una joven bonita que no parecía tener amigos. Y yo allí no tenía nadie más con quién hablar que el abuelo. Sería interesante tener alguien a quien tratar mientras estuviera allí, me dije.

En la casa, el viejo me esperaba hambriento, así que cociné y soporté un par de comentarios sobre lo sobre-condimentado que estaba el Bibimbap. No le contesté, sabía que la salsa estaba bien y que solamente era sus ganas de molestar a alguien para sentirse mejor consigo mismo.

Terco como una mula, por supuesto, así que no le diría lo contrario. Comí en silencio y asentí a todo con la cabeza. Sin embargo, cuando terminamos de comer, salió con un tema que solía ponerlo más pesado que de costumbre.

—¿Y cuándo te casarás, eh? —preguntó en un tono de protesta.

—Abuelo, ¿por qué sales con eso ahora, eh?

Aigoo —musitó, dando una palmada en la mesa—, este muchacho. —Puse los ojos en blanco—. Min Ho, vas a cumplir veinticuatro años, tienes que casarte. ¡Deberías haberte casado ya!

—Abuelo —repliqué en tono menos paciente—. No he terminado la universidad, ¿de dónde quieres que saque tiempo para casarme?

—¿Y no hay... chicas en esa universidad tuya?

—Claro que sí.

—Pues entonces escoge una bonita y de buena familia y ya.

—Las cosas no se resuelven así. —Por supuesto que no acababa el asunto con elegir a una chica y esperar que ella quisiera ser tu esposa como si nada. Incluso aunque me interesara una, no tenía demasiado tiempo para el cortejo. Suponía que al final de ese año, cuando terminara y aprobara el último examen y consiguiera un trabajo lejos de Soon Jo, podría pensar en construir una familia.

—En mis épocas, uno se casaba pronto y no andaba con tantas vueltas y tonteando tanto —espetó el viejo.

No me molesté en explicarle más, hablar con él era como hablar con una pared y yo estaba allí para cuidarlo y ayudarlo, no para discutir y perder horas peleando sobre lo que era mejor, casarse antes o casarse después.

Tampoco mencioné a Hae Ri y que yo pensaba que era, hablando de mujeres lindas, la más bonita que había visto, a ver si volvía a decirme que era una Gumiho. Lo ayudé a acostarse y soporté por varias horas nocturnas el siseo constante de la radio hasta que me quedé dormido a fuerza de voluntad.









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