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Él te obligó



Rápido, rápido.

Date prisa.

Tienes que acabar antes de que lleguen o te descubrirán, y eso sería una catástrofe.

Porque ¿qué pensarían de ti?

Tú no eres así.

Tienes poco tiempo, apenas una hora, y el corazón te late tan descontrolado que parece que lo tengas encajado en medio de la garganta impidiéndote tragar saliva. Las manos te tiemblan.

No es justo.

Esto no es algo que quieras hacer, pero te han obligado.

Él te ha obligado.

Si tan solo te hubiera escuchado, si tan solo hubiera tenido en cuenta tus sentimientos, nada de esto habría pasado.

Es su culpa.

Su culpa.

No tuya, sino suya.

Inspiras hondo, y cada bocanada de aire es un arañazo más y más y más insistente en tu esternón que convierte un acto tan sencillo como aspirar y espirar en una tortura porque tus pulmones se niegan a colaborar contigo.

Con manos trémulas, abres el cajón de la cocina y ahí está lo que buscas. El hacha que necesitas para ejecutar tu plan. El mango de madera contrasta con la frialdad de tu diestra y cierras enseguida los dedos para afianzar un agarre que, aunque tratas que sea firme y seguro, no lo es.

Sin cerrar el cajón, porque es la última de las preocupaciones en tu mente, acortas la distancia entre tu objetivo y tú.

Ese que yace inerte sobre la mesa de la cocina.

Ese que necesitas hacer desaparecer antes de que lleguen tus invitados.

Un cadáver.

Es culpa suya.

No te ha dejado otra alternativa.

Te has visto forzado a ello, arrinconado, y ya no hay vuelta atrás.

Sujetas la cabeza para dejar el cuello largo al descubierto y vulnerable, alzas el hacha y lo dejas caer con fuerza.

Una.

Dos.

Tres veces.

Y los huesos crujen y crujen bajo tu mano inexperta en esa serenata desacompasada que produce el martilleo del hacha y tu resuello entrecortado hasta que no pueden más y se quiebran.

Un chasquido.

Solo eso, y la cabeza cede.

Ahora solo queda retorcer el pescuezo para que el pellejo, que cuelga de forma patética, se desgarre, y lo haces con una rabia que está en guerra con tu agarre tembloroso, tus ojos húmedos y el asco que te da la piel fría, blanda y sin vida.

Y pese a que los nervios no se te atemperan, el estómago peligra con expulsar el sándwich que comiste este mediodía y el sabor a bilis acaricia tu garganta, algo de tu frustración se desvanece al descubrir el acto casi terapéutico de ensañarte con tu víctima.

Pero esa satisfacción dura poco, y enseguida la garganta se te cierra y el picor vuelve a tus ojos ante ese pequeño desliz que no te representa.

Unos ojos negros te miran sin ver, culpándote de algo que no ha sido tu culpa, sino suya. Por eso no vacilas al girar el rostro para que deje de acusarte y te afanas en envolverla con film transparente porque envolver cada parte de forma individual hará más fácil esconder los trozos que si tratases de enterrar todo el cuerpo sin más.

Lo siguiente es el tronco y las articulaciones.

La cocina se llena de crujidos, chasquidos y de olor a muerte, un aroma potente, agrio y dulzón que se ha ido insinuando poco a poco hasta asaltarte sin perdón. Quizá es algo sugestivo, quizá no. Sea como sea, se te ha tatuado ese vil olor y no te lo puedes arrancar. Por si fuera poco, tu habilidad con el hacha, más que mejorar con el paso de los minutos, empeora. Al cabo de un rato, te tomas un descanso y utilizas ese intervalo para limpiarte el sudor con la cara interna de tu muñeca.

Ante ti hay un destrozo, una masacre.

Los huesos están astillados y sobresalen irregulares como una gran sonrisa macabra y sanguinolenta de dientes torcidos e irregulares. Cuando vas a separar el esternón, se te resiste durante un par de intentos, pero al fin consigues abrirlo en canal con otro crujido cuando lo fuerzas con las manos.

¿Por qué no te habrás puesto guantes?

Te estás poniendo perdido: la sensación untuosa y la viscosidad roja cubre tus manos y sube sin remedio por tus antebrazos descubiertos, conquistando poco a poco el delantal que llevas puesto y tu cuerpo hasta que logra raspar tu consciencia y ensuciarla también.

Porque esa sangre manchará para siempre tus manos por más que te las limpies con jabón y agua.

Esto está mal.

Está tan mal que podrías vomitar en cualquier momento.

Porque este no eres tú.

Va en contra de tu ética, de tus creencias y principios personales. No le harías daño ni a una mosca y, sin embargo, aquí estás.

Desmembrando un cadáver.

Hace unas horas, la sola noción te habría parecido ridícula. ¿Tú descuartizando un muerto? ¿En qué universo podría ser eso posible?

Al parecer, en este universo, si lo que tienes delante de ti es real.

¿Por qué? ¿Por qué no te hizo caso?

Te habría ahorrado tener que pasar por este mal rato ahora mismo.

La respiración se te descontrola, y tienes que apoyar las manos en la mesa e inclinar la cabeza porque no puedes más. Esto te sobrepasa. Por más que aprietas los párpados, esos ojos negros siguen ahí acusándote por haber roto tu pacto.

Ese que hiciste hace más de ocho años.

Contigo mismo y con ese cuerpo desmadejado que yace ante ti.

Pero no entiende que lo haces por amor.

Es un tropezón que no volverá a ocurrir.

Porque te desharás de él y seguirás adelante con tu vida como si nada hubiera pasado. Con un nuevo pacto irrompible e inviolable en tu haber.

Por supuesto que su muerte te perseguirá hasta en tus sueños durante un tiempo, de eso no hay duda, pero la culpa terminará por desaparecer en algún momento.

¿Verdad?

Dios, ojalá termine por desaparecer.

Cuando por fin consigues controlar tu respiración, te yergues con una nueva resolución en mente que, aunque se tambalea tanto como tu estado mental y emocional, vas a presionarte a llevar a cabo.

Acabar cuanto antes posible.

Eso es todo.

Una meta a corto plazo más que realizable.

Inspiras, espiras y vuelves a inspirar, esta vez hondo y resoluto.

Manos a la obra.

Metes la mano dentro del esternón y arrancas el corazón marchito. Luego el hígado y toda víscera que ya no sirve para nada. Y, aun así, los guardas a un lado.

Una vez vaciado, solo queda una triste carcasa y tus manos están aún más pringosas: llenas de sangre cuajada y trozos de carne cuyo origen prefieres no saber.

Te humedeces los labios, secos y cuarteados, y tragas para suprimir las arcadas que te sacuden. Pero no te rindes. No te puedes dejar vencer a estas alturas. Así, de forma mecánica, vuelves a asir el hacha y retomas ese cometido que no vas a dejar inacabado.

Más crujidos y chasquidos se suceden y te revuelven las tripas.

Pero, aun así, perseveras.

Y cuarteas brazos, piernas y tronco.

Y cada pieza desmembrada la envuelves con cuidado y con el respeto que se merece a pesar de todo, como un embalsamador del antiguo Egipto manipulando con manos expertas, confiables y respetuosas a su difunto rey: un cuerpo y unos órganos que llegarán al más allá listos para seguir siendo venerados.

Esa es una mejor imagen mental que la idea de que eres un asesino.

Estás presentando tus respetos y tratándolo con el esmero y la ternura que se merece.

Incluso cuando te toca quitar la carne que recubre las costillas.

Porque, ya que ha muerto, vas a aprovechar cada parte para que esa muerte no sea en balde.

Tú no eres el Seth de esa historia ni ese cuerpo es Osiris, así como tampoco habrá una Isis lamentándose o tratando de recuperar cada miembro perdido para restablecer a su amado. En todo caso, serías Seth-Isis, y la última de tus intenciones es reunir todas partes para crear tu propio monstruo de Frankenstein.

El suspiro de alivio que sueltas cuando colocas el último pedazo envuelto en uno de los varios montoncitos prolijos es largo y te quita un peso del alma. Con todo, tu cuerpo no se relaja. Está tenso como un alambre, y la bilis sigue cosquilleando tu campanilla y amenazando con hacerle una visita a tu boca.

Dándole la espalda a tu trabajo, vas a zancadas al fregadero con las manos lejos de tu cuerpo como si no las reconocieras, como si no quisieras que formasen parte de tu cuerpo después de lo que han hecho.

Después de esa traición.

Es culpa suya, sí, pero también tuya, y no tiene remedio alguno ya.

El delantal blanco que llevas puesto también está tan sucio como tus manos, pero ahora mismo no puedes hacer nada para ponerle solución más que quitártelo y tirarlo a un lado del suelo de la cocina. La única opción es ocultarlo y echarlo a lavar mañana por la mañana cuando no haya nadie.

Mañana tendrás que buscar en Google cómo hacer desaparecer la sangre de la ropa y de ciertas superficies.

¿Lejía? ¿Alcohol? Y quizá frotar y frotar, y rascar y rascar, hasta dejarte casi las uñas y la punta de los dedos.

Giras el asa del grifo para que el agua salga lo más caliente posible y aprietas el dosificador de jabón de limón con la esquina de la mano de forma repetida hasta que tienes una pequeña piscina de líquido verde en tu mano. Luego te frotas las manos con insistencia, con fuerza.

Con una violencia que solo reservas para cuando pedaleas porque vas a llegar tarde al trabajo.

El agua te escalda las manos, pero resistes el impulso de apartarlas porque aún no están limpias. Nunca lo van a volver a estar. Así que por muy rojas que estén, por más que tengas ganas de soltar un quejido y un sollozo, no paras. Solo frunces el ceño en dirección a tus manos y encajas la mandíbula mientras tus fosas nasales se mueven al compás de tu respiración pausada y controlada, ritmo que los descontrolados latidos de tu corazón no siguen.

Pero es que te mereces el dolor.

En algún punto de la casa, el perro empieza a ladrar con efusividad, pero deshechas sus ladridos y sigues adelante retorciendo las manos y aplicando más y más jabón porque la sensación pegajosa de la sangre y las entrañas, el olor rancio, no se esfuman ni con el olor a cítrico ni con el agua, a pesar de que ya hace unos minutos que esta corre transparente y límpida. El ruido de tus latidos enloquecidos, de tu respiración irregular, amortigua todo lo que no sea el rugido de la batalla que se está llevando a cabo dentro de ti.

Por eso, cuando unos brazos te rodean de pronto por detrás, te sobresaltas y das un salto que te hace chocar contra un pecho amplio, fuerte y cálido.

—Serás gilipollas —espetas, y te remueves de muy mal talante—. Me has asustado.

Él deja un beso suave en tu cuello como disculpa.

—¿Estás bien?

—¿Tú qué crees? —Tratas de apartarlo al hundir tu codo derecho en su abdomen, pero él no se inmuta y no se aparta—. Quita.

Por alguna razón no se aparta y tú todavía no tienes las manos limpias.

—Ya las tienes limpias —dice él mientras estira el brazo y cierra el grifo.

Pero está equivocado.

No lo están.

Nunca más lo estarán.

Ni aunque uses un estropajo y frotes hasta que salga la piel, los músculos y llegues a las venas y sea tu propia sangre la que cubra tus manos en un acto litúrgico infructuoso que nunca te purificará de nuevo.

Y es su culpa.

Y tuya.

De ambos.

Pero por cosas como lo que hace ahora, cuando te envuelve las manos maltratadas por ti y por el agua con sumo cuidado, como si fuesen algo preciado, algo valioso solo para él, es que eres incapaz de odiarlo.

Esa masa negra que se agita en tu pecho pidiéndote que le grites hasta desgañitarte se apacigua ligeramente, y tu corazón se deshace cuando se acerca esas manos traicioneras y perversas a sus labios para posar besos suaves y amorosos.

Y ese es tu límite.

Tu cuerpo pierde toda su fuerza, pero él y el banco de la cocina te sostienen en pie. Tus ojos arden, y giras la cara para secarte una lágrima errante con la tela de tu camisa del hombro.

—Es tu culpa —musitas con voz rota—. Es tu culpa por no venir a comprar conmigo esta mañana y dejarme con el marrón hasta ahora.

—Lo sé, y lo siento muchísimo. —El sentimiento se refleja en su expresión compungida—. Cuando te dije que comprases y guardases el pollo, no me refería a que también tendrías que cortarlo a trozos.

Sueltas una risa carente de alegría, llena de desdén más hacia ti que hacia él, y no puedes hacer nada para que el labio inferior deje de temblarte.

—No iba a caber en el congelador ni en la nevera y lo sabes. Y no iba a dejarlo fuera todo el día para que se pudriera. —Arrugas la nariz antes de sorber, y otra lágrima se desliza por tu mejilla afeitada—. Sería un desperdicio. Pobre animal.

Él hace desaparecer el rastro que deja con su pulgar. Luego te toma por la cara, roza tu mejilla en un beso breve y, a continuación, cubre tus labios con los suyos en otro beso en el que su boca es la única que se mueve, pero de la que no se aparta hasta que respondes a sus caricias leves y devotas.

Y tu corazón se comprime y expande por esa miríada de emociones y sentimientos que despierta en ti. Que no te recrimine por ser un sensiblero, un blandengue o que no seas "un hombre de verdad" por expresar tus emociones libremente; que no te recrimine por tu férreo respaldo al veganismo al igual que tú no le reprochas sus decisiones o que siga consumiendo animales y productos derivados de ellos es lo que hace que vuestra relación siga viento en popa.

Cada uno tiene su espacio en la nevera, en el congelador, en los armarios; cada uno tiene su juego de sartenes y ollas; no obstante, al final del día, os fusionáis en un abrazo, en un beso, en un orgasmo, ya sea en el sofá o en la cama, que sí son espacios compartidos, y eso es lo que lo convierte en algo incoherente y deshilvanado en algo perfecto y con sentido.

Entreabres los ojos cuando vuestros labios se despiden tras un último roce y os perdéis uno en la mirada del otro unos instantes.

Unos instantes donde no existen enfados ni remordimientos que se interpongan entre los dos; unos instantes donde solo existís vosotros dos.

Vuelves a sorberte la nariz y apoyas las manos en su pecho para apartarlo, aunque esta vez con más gentileza y menos molestia.

Echas un vistazo al reloj que pende de la pared.

—Mierda. —Lo empujas con más insistencia hasta que se aparta—. Son casi las nueve y estos van a llegar en cualquier momento.

—Aún hay tiempo, tranquilo.

Frunces el ceño y sacudes la cabeza.

—Dios, esa pachorra tuya no es normal —gruñes mientras pones el horno a calentar. Luego lo señalas con un dedo—. Que sepas que me vas a ayudar a cocinar.

Él dibuja enseguida una sonrisa fácil y amplia.

—Claro. —Se arremanga, y te hace un saludo militar—. Dígame lo que tengo que hacer, chef.

Bufas y pones los ojos en blanco ante sus sinsentidos mientras tratas de suprimir en vano una débil sonrisa que al final gana y sale a la superficie.

—Después de lo mal que lo he pasado con eso —señalas al pobre pollo desmenuzado sin mirarlo porque no eres capaz; aun así, sufres un pinchazo en el corazón por menoscabar su valía como ser vivo y su padecimiento desoído por la mayoría—, te toca comer salchichas de seitán y todo el menú vegano que tengo preparado aquí. —Apuntas con el mismo dedo tu cabeza—. Vamos a hacer momias de salchichas con hojaldre, una pizza con forma de fantasma y otra con forma de calazaba con la masa que compré y algunas cosas más, además de la tarta cementerio de chocolate y oreo que hay en la nevera desde esta mañana.

—Ñam, ñam. Suena todo delicioso —dice con sinceridad mientras va a la mesa de la cocina—. Deja que guarde el pollo, saque las cosas y nos ponemos con la comida. Va a ser el mejor Halloween de lejos. Dime que vamos a ver «El retorno de las brujas» y algún capi de «Historias de la cripta» con estos y ya será perfecto.

Y sonríes un poco con satisfacción antes de ceder y decir que sí.

Porque, aunque te haya tocado hacer algo que te causa urticaria, que te va a atormentar posiblemente durante el resto de tu vida, que ha dejado una dentellada permanente en tu alma y va en contra tus principios, lo has hecho por amor.

Como esas veces que vais a comprar juntos y guardas en las bolsas ecológicas los trozos de cadáveres que compra con dos dedos y la nariz arrugada. O como esas veces que estáis preparándoos la comida a la vez y a él se le quema porque es un despistado que se te entretiene con todo y nada, y te toca darle la vuelta a ese trozo de carne muerta para que no se pegue y acabe en la basura siendo una vida más de animal desperdiciada por la avaricia y la ignorancia humana.

Como el punto intermedio en el que os comprometisteis a encontraros a pesar de ser tan diferentes una y otra vez.

Por amor, sí.

Por amor se hacen muchas cosas.

No todas buenas; no todas malas.

Pero, en el fondo, todas y cada una de ellas en nombre del amor.

¿Lo volverías a repetir?

No, ni aunque te pusieran una pistola contra la sien para obligarte.

Pero lo hecho, hecho está, y al menos ahora está él aquí y hace que cualquier tortura, cualquier infierno, valga la pena al final del día.

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