Ocho
❗Capítulo final dividido (2/3) para que quede algo más acorde a los anteriores en cuanto a extensión.
🔸🔸🔸
La fémina se sentó en su cómoda silla, diciendo que todos podían sentarse nuevamente. Después, hizo pasar al jurado y, finalmente, el juicio tuvo lugar.
Estuvieron horas allí dentro, las cuales se habían hecho largas y mentalmente agotadoras. Una por una, las chiquillas narraron su desgracia, estremeciendo y horrorizando a todos los adultos en el proceso. Cuando le tocó a ella, no escatimó en detalles tampoco, sintiendo así que se quitaba una mínima carga de encima. A decir verdad, guardar el secreto de aquel desastre le había estado pasando factura y sabía que, psicológicamente, no podría seguir haciéndolo mucho tiempo más.
Cuando les preguntaron cómo fue el momento de su secuestro, todas coincidieron en haberse distraído mirando un gato. Era bonito, de vibrantes tonos anaranjados y un intenso blanco. Tenía los bigotes muy largos y se encontraba bajo unos setos, encogido y acomodado. Se detuvieron a observarlo y, cuando quisieron darse cuenta, las estaban metiendo en un vehículo. La puerta se cerró, mas no pudieron abrirla; entonces, el vehículo se puso en movimiento sin prisa alguna. Lo siguiente que recordaban era el edificio en que las encerraron el largo tiempo que estuvieron allí, sufriendo incansablemente.
Varios especialistas dieron su opinión respecto a los entresijos del caso; médicos, psiquiatras, policías e incluso forenses pasaron por aquella sala. Los últimos -nada menos que tres de ellos-, habían trabajado incansablemente tanto en la morgue como en la parcela de aquella cabaña en la que vivía. De aquel terreno, se desenterraron un total de cuarenta y siete cuerpos; tras las investigaciones pertinentes, se determinó que todas eran niñas de entre diez y diecisiete años. Mediante diversas pruebas -con las dentaduras y la sangre sobre todo- y la revisión de listados de niñas desaparecidas, pudieron identificarlas a todas; las familias ya habían sido avisadas y los expedientes se encontraban en aquella sala de juicios. Por lo tanto, tenía a sus espaldas más de sesenta víctimas. Según parecía, había estado delinquiendo de aquel modo durante, al menos, cinco años.
Se descubrió que tanto el terreno como la caravana y la fábrica, habían sido parte de la herencia que sus padres le dejaron al morir en un accidente hacía siete años. Era el único propietario de todo aquello, por lo que no tuvo que dar a nadie explicaciones de lo que hacía ni tampoco ir con cuidado de ser descubierto, ya que lo tenía todo bien organizado.
Finalmente, la jueza, asqueada ya de compartir sala con semejante monstruo, pidió al jurado que fuese a deliberar. El grupo se levantó y salió de la sala, dejando a todos expectantes.
-Mientras deliberan, quiero decir unas palabras -anuncio la señora-. Jamás, en toda mi larga carrera, había dado con un caso tan terrible como este. Nunca creí que estas cosas pudieran suceder aquí, mas lo hacen como bien podemos comprobar. No solamente sesenta y tantas niñas han sufrido (si es que no son más), también lo han hecho sus madres, sus padres, hermanos y tíos. Y sus abuelos, vecinos y compañeros de escuela. Y todos quienes han vivido con miedo a salir y toparse con su desgracia como ellas hicieron. Son un sinnúmero de vidas afectadas irreparablemente, por culpa de un sádico -lo miró a los ojos esta vez-, un maníaco repugnante que no debería poder acercarse a otras personas y que merece un destino peor que el que ellas tuvieron. Por desgracia, nuestro país no permite castigar con la pena de muerte, por lo que jamás estaremos, ninguno de todos nosotros, conformes con la sentencia que se dicte hoy. Eso, por supuesto -puntualizó-, si es que el jurado lo declara culpable. Dicho esto, propongo un receso hasta que...
-Su señoría -la interrumpió el guardia-. El jurado está listo para informar de su decisión.
-No se diga más. No hay receso, manténganse sentados, por favor.
Y dicho y hecho, la puerta se abrió de nuevo y los miembros del jurado retomaron su anterior ubicación. Todo el mundo se mantenía en silencio, expectante; todos, menos el acusado, quien soltaba improperios y quejas entre gruñidos.
Una mujer se levantó y tomó un micrófono, luego abrió el papel que portaba en la mano y comenzó a hablar.
-Señoría, el jurado ha tomado una decisión.
-Adelante -concedió Tecla.
-El jurado, por decisión unánime, ha encontrado al acusado -tragó fuerte antes de proseguir-culpable de todos los cargos.
La sala completa estalló, llenándose de gritos y vítores entre insultos y maldiciones contra el monstruoso hombre.
-¡Silencio! -Clamó la jueza, golpeando con su mazo-. ¡Silencio en la sala!
Para cuando el silencio volvió a reinar en el lugar, roto por la voz del delincuente nada más, ella sonrió y prosiguió con su trabajo.
-Bien, ahora vamos a conocer las sentencias. Alguacil -lo llamó-, haga que se calle y, si puede, tenga a bien traerme agua; esto va para largo.
Él, presuroso, se encargó de todo. Ella, con dos pilas de carpetas sobre su mesa, abrió la primera de la izquierda y recitó:
-Por los delitos cometidos contra Carmen Díaz Sánchez, le condeno a una cadena perpetua y a pagar una indemnización económica de treinta mil euros -cerró la carpeta, la colocó en el centro y tomó otra-. Por los delitos cometidos contra Alba Marín Castillo, le condeno a una cadena perpetua y a pagar una indemnización económica de treinta mil euros. Por los delitos...
Y así, siguió largo rato. Al terminar con todas las carpetas, suspiró con cansancio, se talló los ojos y bebió agua de nuevo.
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