
Dos
Después de un interminable y agotador interrogatorio, la hicieron ir acompañada al pabellón de celdas para que pudiera, como había solicitado el abogado, dirigirse a un individuo allí metido. Observó los ladrillos que componían los muros del corredor, donde una serie de puertas de rejas mantenía prisioneras a varias personas. El contraste entre aquellas paredes rojizas y el interior de las celdas completamente grises debido al metal, le resultó inquietante y evocó en su mente recuerdos que la enseriaron aún más si cabe.
-Mantén distancias -señaló un agente.
Ella tan solo asintió y se mantuvo lo suficientemente alejada de los barrotes, con la vista fija en aquel hombre. Lo miró con frialdad mientras todo en su interior se sacudía furiosamente; sólo verlo le producía arcadas.
-Oh, pequeña -le prestó atención y se acercó a la barrera metálica-, ¿qué te trae por aquí? ¿Acaso me echas de menos?
-No estoy tan loca como para eso -escupió.
-Entonces...
«Cálmate, tranquila, cálmate», se repetía como un mantra. Él la observaba con expresión burlona en el rostro, mientras asía con sus manos el metal de los barrotes y no perdía detalle de los rostros que veía frente a él.
-Mi abogado me pidió que viniera. Quieren ofrecerte algo, pero no está dispuesto a reunirse contigo -explicó.
-¡Oh! ¿Y qué será?
-Facilita una lista de víctimas y ubicaciones a estos agentes. La condena que se te pide por lo que nos hiciste se reducirá a la mitad si entregas la información solicitada.
-Mmmmm, no sé si me convence.
-Es decisión tuya, caníbal de mierda -soltó con desdén-. Pero, si no colaboras, nosotras no callaremos ni una sola palabra; ni una. He acabado -informó a los agentes.
Dicho eso, se dio la vuelta y salió de allí seguida de los policías que la habían acompañado, los mismos con quienes había compartido aquel cuarto lleno de aire caliente removido por el inservible ventilador. Cuando llegó a la puerta de comisaría, estaba esperándola su tío de pie junto al coche. Desde el incidente no caminaba sola por la calle, ni en la ida ni en la venida de la escuela; tampoco iba a diario a casa de la abuela, ni recogía a su hermano en la academia. Sus padres habían pedido un cambio de horario en sus respectivos empleos para poder organizarse con ellos, y era su padre quien recogía al pequeño y lo llevaba a casa, donde ya ella aguardaba con su madre.
Ya nunca estaba sola y sabía que no sería capaz de soportarlo si tuviera que estarlo nuevamente. Estuvo un tiempo sin ir a la escuela tras el horrible suceso; primero fue la estancia en el hospital, después su encierro en casa, sintiéndose incapaz de pisar la calle. Durante ese lapso, su hermano daba vueltas a su alrededor como un satélite cada vez que estaba cerca de ella, y ella, derruida, se escudaba en un cansancio inexistente para lograr esconderse entre sus cobijas. El niño quería animarla, pero ella no podía olvidar su pesadilla que era una cruel certeza; una realidad que la había azotado con dureza y había provocado terribles cambios en ella.
Recordaba todo a fogonazos: el momento en que la metieron en el coche, cuando cayó con fuerza contra el sucio suelo, la visión de otras niñas allí, cautivas como ella... También los golpes, sus burlas, los aullidos de dolor cuando él cercenaba los dedos a alguna de ellas y el dolor, cegando sus sentidos por completo. No olvidaba -aún tras estar segura en su hogar- los abusos y el espanto que las embargaba al verlo entrar en el lugar, todo sonriente y alegre mientras su vista se deslizaba sobre ellas, decidiendo quién le daría lo que quería en ese instante. Sus gustos cambiaban por momentos y tan pronto se satisfacía sexualmente como que se quitaba el hambre, o desquitaba su enfado a base de hostias y patadas.
Entonces, una de ellas murió. La sacó de allí como si de un costal inservible se tratase, importando poco que fuese a pleno día. No podía evitar preguntarse dónde estaban, pues por la ventana alta lograba ver cielo limpio y despejado con un único elemento rompiendo el azul: una alta chimenea industrial de ladrillos claros.
No se escuchaban sonidos de tráfico, ni gente hablando, por lo cual dedujo que estaban en medio de la nada. Solamente él incursionaba en su lugar de encierro, trayendo siempre desgracia al grupo de chiquillas. Contaban con distintas edades, pero todas tenían en común el color del cabello y de ojos, piel clara y ausencia de gafas; más allá de aquello, nada parecía unirlas en el pasado, hasta que él les arrebató la libertad, la inocencia, la alegría y -a todas y cada una de ellas- los dedos meñiques, los cuales masticaba con emoción sentado en una vetusta mesa mientras ellas contenían vacías arcadas ante la repulsiva escena.
Salieron pocas de allí, auxiliadas por servicios de emergencias; las que no, perecieron con el paso de los días antes del rescate. Jamás se supo dónde fueron a parar sus cuerpos y eso era, justamente, lo que se quería averiguar: sus identidades y dónde hallarlas. Por eso se le ofrecía un trato inmerecido, no por él sino por ellas.
Respiró profundo y salió de aquella maraña de recuerdos crueles, crudos y dolorosos. Debía relajarse, debía estar bien y centrada para lo que estaba por cernirse sobre ella y que venía a raíz del avistamiento de un gato agazapado bajo un seto.
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