Capítulo 07
Thaddeus abrió el recipiente que contenía su comida. Había visto en internet unas loncheras como las de los asiáticos en las novelas, esas que parecen torres de sabor y organización, con compartimentos para todo, incluso para las expectativas. Dudó en comprarla porque el precio le pareció tan económico que casi incluía un cartel que decía: "Suerte con eso". Por precaución, revisó los comentarios, buscando señales de catástrofe culinaria, pero se dejó llevar por las fotos bien iluminadas y un par de reseñas sospechosamente entusiastas.
Finalmente, decidió comprarla con la esperanza de que lo motivara para seguir buscando trabajo (porque si no tenía dinero, al menos tendría compartimentos). La lonchera llegó un mes después, igual que sus deudas, pero para ese entonces la buena suerte había tocado a su puerta—no para llevárselo preso, sino para darle un empleo como editor—.
Ahora, mientras revisaba su pequeña torre de plástico, pensaba que quizá debería pedir otra para Laura, para que dejara de comer en la calle. Claro, esta vez no la pediría en internet porque sus temores se habían hecho realidad: el producto resultó más pequeño de lo esperado, parecía un set de cocina para muñecas. Justo cuando contemplaba si usarla para guardar clips y no comida, una voz cálida lo interrumpió.
—¿No sales a comer con nosotros?
La chica de ojos grandes lo miraba como si se conocieran de años, mientras que él intentaba recordar su nombre.
—No me han pagado, iría solo a abrir mi lonche a ese lugar.
Su honestidad hizo que Karina se riera.
—Te presto. —Sonrió y sus ojos se encogieron en una línea—O si lo prefieres te invito y cuando te paguen me invitas. —Al ver que su compañero estaba pensando mucho, añadió— a menos que tu tóxica no te deje.
Thaddeus no entendió la frase, se sentía demasiado viejo para esos términos. La chica parecía tener unos 22 mientras que él estaba por cumplir 35. Y para no verse mal, dijo que sí.
Bajaron los siete pisos por el ascensor sin que Thaddeus pudiera sentirse cómodo para hablarle y no es que fuera un completo asocial, solo que desde hacía días prefería no hablar con extraños, el ritual de las preguntas sobre la vida le fastidiaban, en realidad todo lo fastidiaba, a no ser que estuviera con sus amigos, entonces su actitud era otra para no preocuparlos.
Ambos trabajadores llegaron a una cafetería muy cerca del edificio donde trabajan, ahí estaba Marina y otros dos empleados más. Karina los presentó y Thaddeus solamente sonrió.
Aunque intentó ocultarse como si fuera parte del mobiliario (un florero grande y ansioso, quizás), Thaddeus no tuvo tanta suerte. Los cuatro comenzaron a conversar animadamente, ignorándolo con tanta eficacia que casi parecía a propósito. Hablaban de la empresa, del trabajo, de las notas y reportajes sobre las noticias de último momento, mientras él intentaba parecer interesado.
Sin embargo, su mente tenía otros planes. En lugar de seguir la conversación, empezó a divagar. Primero pensó en sí su lonchera encajaría mejor como organizador de tornillos. Luego, imaginó una vida alternativa como crítico gastronómico especializado en comida de microondas. Para cuando volvió en sí, ya estaban debatiendo sobre algún tema importante—probablemente algo relacionado con la economía mundial—y él solo podía pensar en si le cabía un plátano entero en el compartimiento más grande de su lonchera.
—¡Hey! Termínate de revisar el artículo sobre el nuevo representante de Grupo Habitex?
Omar, otro editor, interrumpió la oscuridad de sus pensamientos. Thaddeus negó con la cabeza, en realidad llevaba casi medio día sin terminar uno solo de los archivos que le pasaron. Cómo es nuevo, no le dan tanta carga laboral por el tema de que no vaya a equivocar en las revisiones y todavía su jefe inmediato leía algo sobre esas correcciones.
—Nos urge esa corrección para saber todo con lujo de detalle, porque seguro nuestra jefa metió las manos, se hace de buenos contactos.
Las comillas le parecieron un doble sentido al editor, fue entonces que puso toda su atención en la conversación.
—Vamos Marina, si sabes algo solo dilo —Animó Gil.
Pero fue Omar quien tomó la palabra.
—Por favor, ella es de las que mueven a los hombres a su antojo. Grupo Habitex es una empresa grande, se encarga de su propia publicidad y pocas veces aparece en las revistas o periódicos porque sabemos que el señor Rojas es un déspota que tapa cada escándalo, y su vida es más privada que las claves del banco nacional. Ahora resulta que tendremos una exclusiva de ellos. No nací ayer.
—La jefa no es lo que parece —defendió Karina ante tales palabras disfrazadas de ironía.
—¿Sabes algo que nosotros no, pasante?
Marina, quien prefería no meterse en chismes de oficina, sabía la importancia de tener información, la prevenía de caer en malos entendidos.
La joven sonrió mientras metía a la boca un bocado en señal de que no tenía nada que decir. Si tenía que elegir entre defender a Ayla y tener buena relación con sus compañeros, iba a escoger quedar bien con ellos.
—Ese Grupo... ¿Es importante porque?
Thaddeus intentaba entender la relación entre Ayla y esa empresa.
—Solo es una empresa más, como las mil que hay en la ciudad. Con una pequeña diferencia, Bernardo Rojas, el accionista mayoritario de esa empresa, odia a la prensa, detesta a los medios porque "contamos mentiras amarillistas". Solo porque su hijo, que tiene su mismo nombre, sale en ellas a decir que prefirió cortar telas que seguir su legado heredado por sus viejos ancestros.
Los ojos de Gil parecían adquirir un brillo inusual, como si aquellas palabras lo llenaran de un éxtasis fascinante.
—Ayla está saliendo con alguien de esa empresa, lo apuesto. —Remató Omar.
Marina miró detenidamente a Thaddeus, para ella, esa afirmación le dio justo en el blanco, como si pudiera ver dentro de él, como aquella idea lo estaba calcinando. No sabía exactamente cuál era su relación con Ayla, pero apostaba a que tenía que ser sexual. No había hombre que no quisiera desvestirla, y bueno, desde la perspectiva de Marina, eso era lo que ella quería proyectar.
—Parece un artículo importante, hoy mismo lo entrego. —Thaddeus carraspeo para recuperarse.
Karina le tocó el hombro con amabilidad, como quien intenta tranquilizar a un gato asustado. Thaddeus solo le sonrió, esforzándose por parecer más relajado de lo que realmente estaba.
Cuando el grupo regresaba a la oficina, iban con más de 20 minutos de sobra, tiempo perfecto para un café y una rebanada de pastel en la zona de cafetería. También planeaban seguir poniendo al día a Thaddeus sobre las cosas de la oficina, información crucial como "la cafetera de la izquierda es traicionera" o "nunca tomes la última dona sin mirar antes a Marina".
Mientras los escuchaba, Thaddeus comenzó a encontrar divertida la plática, sobre todo porque el grupo le parecía sacado de una caricatura. Marina, por ejemplo, era alta y con caderas anchas, como esas caricaturas donde los personajes tienen pies diminutos, luego se ensanchan dramáticamente y terminan con una cara perfecta, siempre bien maquillada. Y exactamente así era ella, aunque Thaddeus juraría que si le ponían tacones rojos y una falda con olanes, podría protagonizar un show animado.
Estaba buscando alguna comparación igual de divertida para Karina cuando una discusión proveniente de la oficina de Ayla los puso en alerta. El grupo se detuvo en seco, como si hubieran ensayado esa coreografía de chismosos profesionales, parando orejas para escuchar mejor y no interrumpir.
Thaddeus llevaba ahí varios días y todavía no había tenido el privilegio de toparse con Ayla en persona. Solo había oído rumores: pésima como persona, brillante como empresaria, y probablemente el tipo de jefa que haría llorar a alguien antes del almuerzo, pero luego enviaría galletas como disculpa.
No podían verla, pero si imaginarla en esa escena torcida.
Ayla cruzó los brazos mientras miraba a Daniel desde el otro lado de su amplio escritorio de cristal. Él tenía los ojos encendidos, llenos de reproche y evidente dolor. Ella no imaginó que su exnovio hiciera una cita solo para pelear. Esa relación a ella la tenía cansada, él era demasiado dependiente, solo pasaron un mes juntos y Daniel ya se veía en el altar con ella.
—Siempre fuiste así, Ayla. Fría, indiferente. Lo único que te importa es el dinero. —Daniel escupió las palabras como si intentara herirla.
Ayla se inclinó ligeramente hacia adelante, dejando que una sonrisa ladeada se dibujara en su rostro.
—¿Y eso te sorprende ahora? —Su tono era cortante—. No pretendí ser otra persona, Daniel. Si esperabas a una niña dulce y sacrificada, te equivocaste de mujer.
—¡No es eso! —Él golpeó el escritorio con la palma abierta, haciendo vibrar los papeles organizados sobre la superficie—. No se trata de ser dulce, se trata de tener un corazón, de preocuparte por algo más que por ti misma. Te largaste porque creíste que merecías algo mejor. Pero ¿sabes qué? Todo el dinero del mundo no llenará ese vacío que tienes dentro.
Ayla soltó una carcajada baja, pero sus ojos centelleaban.
—Prefiero un vacío lleno de billetes que una vida desperdiciada esperando a que alguien más me haga feliz. —Se recargó en la silla con una seguridad despectiva—. Y antes de seguir hablando, recuerda que fui yo quien pagó las cuentas cuando tú no podías.
Daniel apretó los puños, pero se negó a retroceder.
—Sigues justificándote. Te gusta el dinero porque te hace sentir segura, pero no sabes lo que significa cuidar a alguien más. Y lo peor es que te engañas pensando que puedes ser feliz así. ¿Crees que el apellido Rojas te hará diferente? ¡Son iguales! Igual de ambiciosos, igual de vacíos. Nunca sabrás lo que es formar una familia, tener algo real.
Por primera vez, la sonrisa de Ayla se desvaneció. Su mandíbula se tensó, pero no dejó que él lo notara por mucho tiempo.
—Lo que yo haga o deje de hacer con mi vida no es asunto tuyo. Y si eso te molesta tanto, tal vez deberías preguntarte por qué sigues aquí perdiendo el tiempo conmigo.
—Porque me importaste. Porque quise creer que detrás de esa armadura había alguien que podía amar. —Daniel se levantó, sacudiendo la cabeza con frustración—. Pero ya veo que me equivoqué.
En ese momento, la puerta se abrió de golpe y Thaddeus irrumpió en la oficina, con el ceño fruncido y una indignación apenas contenida. Miró al tipo con quien discutía y se sintió por un momento menos que el lava baños, aquel ejecutivo quien le reclama a Ayla sobre dinero, llevaba puesto ropa de primera mano, su cabello rubio y sus ojos azules parecían salidos de una revista de moda, pero aún así Thaddeus se tragó el autoestima bajo y lo encaró.
—¿Todo está bien aquí? —preguntó, lanzando una mirada dura a Daniel.
—¿Quién diablos eres tú? —Daniel soltó una carcajada amarga—. Déjame adivinar... ¿su amante? Claro, ahora todo tiene sentido.
La expresión de Thaddeus se endureció, pero Ayla se levantó bruscamente, cortando cualquier respuesta.
—¡Basta! —espetó, mirando primero a Daniel y luego a Thaddeus—. Esto no es asunto tuyo, Thaddeus. No necesito que me rescates.
Daniel soltó una última risa sarcástica antes de girarse hacia la puerta.
—No tienes remedio, Ayla. Suerte con tu caballero andante. —Y salió, cerrando la puerta con un golpe.
En cuanto estuvieron solos, Ayla se volvió hacia Thaddeus sin saber qué tipo de emoción podía más, la vergüenza por la que la acababa de hacer pasar, o la rabia contra Daniel.
—No tenías por qué meterte —le dijo con frialdad, mirándolo como si jamás lo hubiera conocido—. No sabes nada de mí. No tienes idea de quién soy realmente.
Thaddeus dio un paso atrás, como si sus palabras lo hubieran herido físicamente. Aquel recuerdo parecía tambalearse y romperse.
—Pensé que lo sabía. Pensé que cuando pediste mi ayuda hace años, significaba algo. Pero veo que entendí mal el mensaje. —Su voz era baja, cargada de dolor.
Ayla abrió la boca para responder, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. En lugar de eso, dio media vuelta y se dejó caer en su silla, mientras Thaddeus salía en silencio, dejando tras de sí una incomodidad imposible de ignorar.
Sus compañeros de trabajo, quienes presenciaron todo, no sabían cómo consolarlo. Él pensó en irse de inmediato o lloraría ahí. Pero fue Marina la que se interpuso en su camino pidiéndole que lo pensara mejor.
—Demuestra que es tu trabajo el que te colocó aquí y no ella.
Ayla salió de su oficina molesta, y fue más su irritabilidad cuando vio a los trabajadores atentos del chisme recién ocurrido. No se tomó la molestía de saludar, solo salió como alma que lleva el diablo a encontrarse con su actual pretendiente para comer.
Mientras manejaba hacia el restaurante, mantuvo la vista fija en el camino, impidiendo que el pensamiento la arrastrara hacia la culpa. No tenía por qué sentirse así. Siempre eran los hombres los que la llamaban ambiciosa, frívola, como si esa fuera la manera más sencilla de descalificar lo que no podían entender: cómo tratar a una mujer de su calibre.
Ella no necesitaba hombres débiles, dependientes, ni mucho menos aquellos que buscaban en ella una redención personal. Tampoco era un trofeo para ser exhibido entre amigos con sonrisas falsas y copas en la mano. Recordaba las veces que había tenido que escuchar comentarios hirientes disfrazados de bromas, como cuando algún amigo de su pareja se atrevía a preguntar qué le había visto para aceptar estar con él. Ofensivo. Pero ella siempre respondía lo mismo: La billetera. Un mal chiste que le había ganado la etiqueta de ambiciosa.
Y ahora Daniel. ¿Qué quería decir con ese "¿Solo piensas en ti?" Qué frase tan gastada, tan inútil. Todo porque se negó a casarse con él. Porque no tenía la paciencia para lidiar con su desesperada necesidad de aferrarse a ella, como si su insistencia pudiera obligarla a sentirse diferente. Como si el compromiso fuera algo que pudiera imponerse a la fuerza.
Luego Thaddeus, que ahora se creía su salvador. No tenía derecho a meterse en su vida, el pasado había quedado saldado con darle trabajo en su periódico, lo que menos quería Ayla era tener que lidiar con un hombre que no la pudo superar. Estaba realmente molesta.
Ayla llegó al restaurante elegante donde Bernardo la estaba esperando. Él se levantó en cuanto la vio entrar, sosteniendo un ramo de flores. Su mirada brillaba de emoción.
—Estás preciosa —dijo, extendiéndole las flores con una sonrisa sincera.
Pero Ayla no se dejó conmover. Lo primero que hizo fue cruzar los brazos y fulminarlo con la mirada. Sabía que Daniel tenía negocios con Pliegues Rosas, uno de sus principales compradores en épocas navideñas. Nadie más del medio conocía que Ayla se estaba relacionando con Bernardo. No había duda de que él había abierto la boca, presumiendo que ahora se estaba "tirando a Ayla Fiero", cuando ni siquiera habían pasado la noche juntos.
Ayla tenía reglas claras. Jamás se acuesta con los hombres en las tres primeras citas, y evalúa si se lo merecen. Bernardo estaba acostumbrado a ser el centro de atención, no el hombre que ruega para que lo vean. Por eso, que Ayla lo pusiera a prueba lo había desconcertado. Se había convertido en el primer hombre al que ella enfrentaba y desafiaba, y él no podía resistirse a eso.
—¿Le contaste a Daniel Ortega que salimos? —espetó sin rodeos.
Bernardo parpadeó, desconcertado. La sonrisa desapareció de su rostro y las flores temblaron ligeramente en sus manos. No entendía su reacción.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando? —Su voz estaba teñida de confusión.
—Sabes exactamente de qué hablo. Jamás he aceptado tener una relación contigo, y mucho menos para que me presumas como un trofeo ante tus socios o la competencia. No soy un objeto, Bernardo. No tienes derecho a decir que estamos juntos cuando no es verdad.
Bernardo se quedó en silencio. Su mandíbula se tensó, pero su mirada no dejó de buscar la de Ayla, como si tratara de descifrar el huracán de emociones que veía en ella. Aunque sabía que Ayla tenía razón, no podía evitar lo que empezaba a sentir por ella.
—No sabía que te sentías así —murmuró al final, clavando la mirada en su copa de vino.
—Pues ahora lo sabes. —Ayla dio un paso atrás.
Su voz sonó quebrada, pero se recompuso al instante. Estaba enojada y no quería hacer un escándalo en un lugar público, no se podía permitir dos derrotas el mismo día. Se giró para irse, sin mirar atrás. Sin embargo, apenas cruzó la puerta, sintió que Bernardo la sujetaba del brazo. Su toque fue firme, pero no agresivo.
—Ayla —susurró, y ella se giró, con el corazón latiéndole en la garganta.
Él la atrajo suavemente hacia su pecho, rodeándola con los brazos. Su respiración estaba agitada, como si también luchara contra sus propias emociones.
—Me encantaría decir que eres mi chica —dijo en voz baja—, no porque seas un trofeo, sino porque me gusta estar contigo. Porque eres una mujer como pocas. No sé qué está pasando, Ayla, pero si estás dispuesta, podemos hablarlo.
Ayla sintió que el aire se volvía espeso. Su primer impulso fue alejarse, pero las palabras de Bernardo la desarmaron. Su pecho subía y bajaba con rapidez mientras trataba de encontrar la fuerza para rechazarlo. Pero no lo hizo. Bernardo, un hombre que podía tener a cualquiera, a quien la mayoría buscaba, no permitió que Ayla se fuera desconsolada. Porque detrás de su enojo, él sabía que algo le dolía.
—Podemos fingir que lo que sentimos no existe, o podemos resolver nuestras diferencias como dos adultos que se arriesgan a aceptar ese sentimiento.
Finalmente, bajó la guardia y lo miró a los ojos.
—Está bien. Pero yo invito la comida. Déjame conservar mi orgullo. —Una sonrisa leve se dibujó en su rostro mientras Bernardo la soltaba esperanzado.
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