Laura tenía en la boca una rebanada de pan tostado mientras saltaba de un pie al otro, intentando meter el tenis derecho que se negaba a colaborar. Daba pequeños brinquitos, casi como si fuera una danza improvisada, y por poco cae de boca, pero se aferró a la mesa con la gracia de un gato en apuros. Con una sonrisa nerviosa, dejó el resto del pan sobre la mesa y, sin pensarlo dos veces, tomó un sorbo de café quemándose la lengua con lo endemoniadamente caliente que estaba. Maldijo dos veces porque al ver la hora ya era 10 minutos tarde. En un parpadeo, corrió hacia la parada del bus. ¡No podía perder el bono de puntualidad de la semana!
Laura subió al camión con la esperanza de llegar a tiempo al trabajo, pero como siempre, las cosas no iban a ser tan fáciles. Al subir, un empujón le hizo casi caer sobre un hombre de bigote tupido y camiseta de rayas. Se disculpó rápidamente, mientras se aferraba al tubo con la misma fuerza con la que alguien se agarra de un flotador en alta mar. El camión arrancó con un rugido, y todos los pasajeros hicieron ese movimiento involuntario hacia adelante.
Con cada frenazo, Laura se balanceaba de un lado a otro, para colmo, el conductor parecía competir contra el reloj, haciendo maniobras tan bruscas que a Laura no le quedó claro si estaba viajando en camión o en una montaña rusa de barrio.
El hombre de bigote de al lado tosió sin cubrirse, y uno de los pasajeros le gritó "¡no seas puerco!" cuando el camión pasó por un bache que casi los hizo despegar del asiento. Laura no pudo evitar reír por lo absurdo de la situación, aunque al instante siguiente, el chofer frenó de nuevo, y ella tuvo que aferrarse con toda su fuerza al respaldo de la persona frente a ella, sólo para darse cuenta de que alguien más había ocupado su lugar en el pasillo: un perro con cara de "no me mires, yo también estoy sufriendo".
Al final, tras 30 minutos de esa odisea urbana, Laura llegó a su destino con el cabello despeinado, la espalda adolorida, y un ligero toque de risa nerviosa. No sabía si agradecer al camión por el viaje o jurar no subir de nuevo.
Corrió lo más rápido que pudo, no era posible que empezara la semana y ella ya estaba tarde. Sintió que el corazón se le salía del pecho y de nuevo pensó que ya era hora de ponerse a correr por las tardes. Miró su reloj antes de llegar a la entrada e hizo un puchero cuando vio que todos sus esfuerzos valieron la pena, las 7:00 am
Entró tomando aire y una sonrisa se dibujó, Ginna le tendía la mano para que se apurara.
—Nena, sabía que lo lograrías.
Sin perder un segundo más pasó la credencial por el checador.
—Dios, no puedo creer que por primera vez casi llegó tarde.
Ginna se rio. Laura tenía la cara perlada de sudor, le faltaba aire por haber corrido y el cabello revuelto como si recién se levantara.
—Puerca, se ve que no te bañaste.
—No, nena apenas pude pararme de la cama.
Ambas rieron.
—Bueno, las que no se bañan, tienen suerte. Hoy es tu día. Hoy tu, Laurita, vas a conocer al amor de tu vida.
—¿Augustus Waters?
Laura hizo un ademán como si le doliera el pecho.
—¿Ese quién es? Despierta nena, uno de verdad, no tus monos de libros.
Ambas llegaron al piso de ventas de perfumes, en donde se reúnen todas los días antes de empezar el día, algo que decidieron ellas, por lo espacioso del lugar. Las 15 vendedoras de piso de su bloque estaban reunidas paradas en fila, todas preparadas para escuchar a la supervisora, una mujer alta y siempre impecable que se presentaba como la experta en ventas, Ximena.
Laura no podía evitar notar lo que para ella era lo más divertido: la forma en que todas trataban de parecer lo más serias y comprometidas posibles, como si un cambio en sus expresiones pudiera hacerlas mejores vendedoras al instante.
La supervisora, con una sonrisa de perfección, comenzó.
—Empezamos una nueva semana chicas, nuevas oportunidades para generar ganancias. Es indispensable saber cómo atraer a nuestros clientes, cómo cerrar ventas exitosas. Recuerden, la clave es...¡La actitud! —dijo con entusiasmo, levantando el pulgar como si fuera la última revelación del universo.
Laura intentó no soltar una risa, pero le costaba. Sabía que su humor irónico no era el más adecuado para estos momentos, pero le resultaba gracioso lo seria que se ponía la gente por algo tan simple como "la actitud".
La supervisora continuó sin darse cuenta de que algunas se estaban despeinando de tanto asentir en exceso.
—Recuerden: el cliente no solo compra productos, ¡compra una experiencia! La emoción es lo que vende. Así que, cuando una persona entre a la tienda, ¡llévenla a una montaña rusa de emociones! ¡Recuerden, chicas, el cierre de una venta depende de su energía! —Ximena decía mientras sonreía para todas. —¡Nunca pierdan la sonrisa! ¡Nunca pierdan la energía!
Laura no pudo evitar voltear a ver a la vendedora a su lado, que ya tenía una sonrisa congelada y un brillo extraño en los ojos, como si estuviera intentando hacer su mejor versión.
Pero lo mejor vino cuando la supervisora hizo una pausa dramática y, mirando a todas las vendedoras con intensidad, dijo con voz de misterio:
—Se aproxima uno de los eventos más esperados: una boda, Pliegues Rosas vestirá a los novios de pies a cabeza incluyendo accesorios.
Todas hicieron un ruido con la boca de sorpresa. Laura miró a Ginna con complicidad, ella sabía de esa información y no por ser una de las mejores vendedoras, era porque desde hacía meses se acostaba con Ximena y su novio. La habían invitado como parte de un juego sexual, sin embargo, el trío había repetido en varias ocasiones y parecía que ya no era solo una relación de dos. Ximena, para verla más tiempo, le encargaba algunas tareas que le dieran oportunidad de estar fuera de la tienda.
—Así que Ginna y Laura irán conmigo a ver detalles del vestido. Todo debe quedar listo en menos de un mes, que es la prueba de los novios.
Ginna toma la mano de Laura intentando contener la emoción, a la chica la causa curiosidad el por qué pidió que la acompañara, después de todo, esa área no la atiende ella, a menos que gane bonos extras.
—¿Y sus puestos, quienes las cubrirán? —preguntó Diana.
Ximena se quedó pensativa unos segundos, como si estuviera resolviendo una ecuación imposible. De pronto, con un dedo que parecía cargado de autoridad, señaló a Elena y Claudia.
—Ustedes dos, ¡redoblen esfuerzos y cubran sus lugares! —ordenó con el dramatismo de un general en plena batalla.
Elena y Claudia intercambiaron miradas, luego pusieron las mejores muecas de desagrado que podían. Esa clase de expresiones que decían, sin palabras: "¿En serio? ¿Otra vez nosotros?" Sabían perfectamente que la compensación llegaría... bueno, algún día, probablemente el mismo día en que los cerdos aprendieran a volar o cuando alguien encontrara el final de una cinta métrica. Y mientras tanto, esos tres largos meses que pretendía tardar los preparativos de ese evento prometían sentirse como tres décadas.
—Solo una cosa, Laura, no puedes ir con tenis, cambiate de zapatos, ve al almacén y checa que algo te quede. En una hora nos vamos.
Ginna prácticamente arrastró a Laura fuera del lugar, tirando de ella como un saco de papas mientras corría por los pasillos con una gracia que haría llorar de risa a cualquier coreógrafo. Sus pasos resonaban con un clac-clac-clac errático. Finalmente, al llegar al almacén y escapar del radar de sus compañeras, Ginna se dobló de risa, soltando carcajadas tan escandalosas que hicieron eco entre las cajas.
No podía creer lo que estaba pasando. Ella y Laura, dos simples mortales atrapadas en la rutina, iban a visitar uno de los lugares más increíbles que Pliegues Rosas podía ofrecer. Pero, claro, Ginna no quería arruinar la sorpresa. ¿Qué gracia tenía si lo decía todo de golpe?
Laura, por su parte, estaba más confundida que un turista con mapa al revés. Miraba a Ginna reír como si acabara de ganar la lotería, preguntándose si aquello era en serio o si se trataba de un elaborado plan para terminar la tarde en algún karaoke de mala muerte. Lo que fuera, estaba segura de que increíble era una palabra peligrosa viniendo de Ginna.
—Debiste decirme, ¿es ahí a donde fuiste el otro día?
—Nena, te vas a morir cuando veas ese lugar.
Laura entendía poco de lo que hablaba, pero se reía porque la risa de ella era contagiosa.
—Mejor escupe todo, ¿ya eres novia de Ernesto? —El abrupto cambio de tema no pasó desapercibido.
A pesar de lo que esperaba Ginna, el rostro de Laura perdió el brillo e intentó poner una sonrisa forzada. Se llevó la mano a la cara para poder enfrentar aquella realidad que le causó una noche entera de insomnio y fue la razón de casi llegar tarde ese día.
—Nena —presionó Ginna— ¿Qué pasa? El tipo se muere por ti. ¿Te hizo algo? o la cosa ¿es que no te hizo nada?
Ginna se cruzó de brazos, no estaba dispuesta a ese silencio abrumador de Laura. La giró para verle el rostro y encontró una tristeza inmensa.
—No lo sé, Ginna. ¿Lo viste? El tipo está forrado de billetes. Trabaja en Grupo Habitex y creo que es de los pesados.
Su amiga frunció el ceño. ¿Grupo Habitex? ¿Qué era eso? ¿Una nueva boyband? La ciudad era lo suficientemente grande como para albergar empresas que sonaban más a nombres de Pokémon que a negocios serios. Vamos, ¿cuántos empresarios existen que no salen en las noticias porque prefieren evitar escándalos o porque su nivel de discreción requiere un contrato de confidencialidad para siquiera saber que existen?
Ni Laura ni Ginna eran exactamente expertas en ese mundo paralelo, poco les importaba esas personas que hacían dinero, su vida era lo suficientemente común para desperdiciar tiempo en eso. Saben que existe una zona exclusiva para esas personas, desde empresarios, futbolistas, políticos, entre otras personalidades millonarias que vivían en el mismo estado, pero no en la misma ciudad. Si las hubieran dejado, podrían pensar que la "zona exclusiva" para ricos era algo sacado de un reality show: carros de lujo, guardaespaldas que parecían extras de películas de acción, y empresarios con trajes que probablemente valían lo que ambas ganaban en un año. Era un zoológico de élite al que jamás les habían vendido boletos.
Y luego estaba Bernardo Rojas, su jefe. Sí, ese a quien le gustaban los reflectores y aparecer en las revistas de vez en cuando, y ellas sabían quién era porque precisamente es el dueño del lugar donde trabajan. A él lo consideraban como un mito urbano: sabían que existía porque les depositaba la quincena, pero fuera de eso, bien podría ser un holograma.
—Explícate mejor, nena. Ernesto es... algún tipo de... ¿Espía del servicio de inteligencia? Si ya sabes donde trabaja y tiene dinero, debe estar toda su información en internet.
—Buscas la biografía de, no sé, Carlos Slim, y puf, ahí está, como si el Internet estuviera ansioso por contarte cada detalle de su vida. Pero claro, cuando intentas encontrar a alguien como Ernesto, el sistema decide que de repente es agente secreto. Porque, ¿sabes cuántos Ernestos hay en esa empresa? Un ejército, aparentemente. No me dio su apellido, como si fuera un detalle insignificante, y tampoco tengo una foto para intentar buscarlo con alguna herramienta mágica. ¡Ni siquiera está en Wikipedia! Y bueno, suponiendo que lograra encontrarlo en este vasto mundo cibernético, tampoco es que me vaya a salir una lista de sus sentimientos o un manifiesto sobre lo que quiere conmigo. Parece que las respuestas a esas cosas se quedaron en un universo paralelo... probablemente junto con su apellido.
—Es verdad, las redes sociales están infestadas de escándalos como esa de los artistas que "no le rompieron el corazón a nadie y todos los involucrados sabían", hasta en china lo saben.
Laura soltó una risita más relajada.
—El sábado fue perfecto. Al día siguiente, él estaba en mi departamento, desperté y había hecho café para los dos. Todo un cliché, sólo faltó el desayuno en la cama.
Ginna sacó un cigarro electrónico, intentaba no perder detalle de los acontecimientos.
—Sigo sin entender. ¿Entonces, dónde está el detalle?
Laura terminó de probarse los últimos zapatos que había escogido para el trabajo, requerían ser negros, de tacón, pero sin ser zapatillas, y encontró unos que aunque no eran muy de su estilo, parecían cómodos para una jornada larga.
—Cuando le pregunté si nosotros podríamos ser algo más, o qué era lo que teníamos, algo como... ¿vamos a formalizar o solo a coger? Ernesto sonrió y respondió que éramos amigos.
Ginna soltó una risotada.
—¿Le aclaraste que no te acuestas con tus amigos? Porque de lo contrario él estará pensando que nosotros hacemos orgías.
—No, eso me desarmó. Ya no quise saber más.
—Nena, pues acéptalo, el tipo no va a ser tu novio. No jugaron ese morboso juego del tira y jala, donde se coquetean y después de no sé cuántas citas, se acuestan. A los hombres eso les gusta, así nos separan, si juegas ese juego, tienes más probabilidades de ser su pareja. —Laura la miró molesta—. Tú sabes que yo no pienso de esa manera, solo te digo lo que mi experiencia me ha enseñado. Es uno más del montón que no quiere compromisos. Así que... a los hombres ni todo el amor, ni todo el dinero. Cómetelo y no te enamores o te jodes.
—No sé si haya reglas para saber si alguien es adecuado para estar en tu vida, quizá sí, no he vivido suficientes experiencias de ese tipo. Pero doy gracias a Dios por tenerte en mi vida.
Llegado el momento, Ximena llevó a las dos chicas a un piso de las oficinas centrales de la compañía de Bernardo Rojas. El lugar es un estudio. Se encuentra en un elegante espacio, con ventanales que inundan el lugar de luz natural y ofrecen vistas espectaculares de la ciudad. Las paredes están revestidas con un discreto papel tapiz en tonos neutros que resalta las texturas y los detalles del lugar. A lo largo de una pared, hay un imponente librero de madera oscura lleno de libros de diseño, patrones antiguos y revistas de alta costura, intercalados con pequeños objetos decorativos y trofeos de moda.
En el centro del espacio se encuentra una amplia mesa de corte, cubierta de telas lujosas: sedas, terciopelos y algodones egipcios. A su lado, una máquina de coser moderna está perfectamente alineada junto a cajones repletos de hilos de todos los colores. Sobre la mesa cuelgan lámparas colgantes de diseño industrial que iluminan cada detalle.
En un rincón se alza un espejo de cuerpo entero con un marco dorado envejecido, rodeado por percheros que sostienen las creaciones en proceso. Una chaise longue tapizada en terciopelo burdeos está estratégicamente colocada cerca para ofrecer un espacio donde admirar las prendas o tomar un breve descanso.
El escritorio del diseñador, de madera con acabado brillante, está colocado frente a uno de los ventanales, equipado con una tableta de dibujo digital, bocetos a lápiz y un jarrón con flores frescas. La silla, de diseño ergonómico y tapizada en cuero, es un recordatorio de la fusión entre confort y estilo que define el lugar.
Cada rincón respira exclusividad, desde los detalles en bronce de las estanterías hasta la suavidad de la alfombra de lana que cubre el suelo, haciendo de este espacio un verdadero templo de la creación de moda.
—Pido de toda su discreción muchachas, estamos aquí solo para ayudar porque el personal de confección está saturado de trabajo y yo prometí que traería personal comprometida, nada de husmear o tomar fotos porque no solo se irán de la empresa sino que son capaces de enfrentar una demanda.
Laura tragó saliva, no por la amenaza, más bien por lo impresionante de aquel sitio, no podía dejar de observar todos los ostentosos detalles.
—Xime, ¿vendrá la novia?
La encargada negó con la cabeza.
—Parece que está de viaje.
Como si el tiempo entrara en cámara lenta y se creyera protagonista de una novela dramática, las tres mujeres giraron la cabeza hacia la entrada al mismo tiempo que la puerta se abría. Laura sintió que el mundo se le detuvo; cualquier frase educada que tenía ensayada se aventó por la ventana.
—Hola, Ximena —dijo una voz tan amistosa que parecía sacada de un comercial de coca cola—. Gracias por tu tiempo. Hoy vamos a terminar. Ya veo que trajiste refuerzos.
El hombre giró la mirada hacia Laura, quien por poco se atraganta con su propio aire.
—Mucho gusto, Laura, soy Bernardo Rojas.
Laura, en modo estatua griega, tardó un segundo en reaccionar. Claro que sabía su nombre, estaba en su gafete. Ginna, a su lado, luchaba por contener una carcajada mientras Ximena ni se inmutaba; ya conocía el "efecto Bernardo".
—M-mucho gusto —logró decir finalmente.
Mientras recibía el beso en la mejilla que él ofrecía. Después saludó a Ginna. El tipo iba vestido con un traje azul claro que le quedaba tan bien que parecía haber salido directamente de un desfile. Cada movimiento, sonrisa y palabra venía con un certificado de perfección adjunto. Era el tipo de persona que hacía que los demás se preguntaran si habían leído mal las instrucciones de la vida.
—Hoy me ayudarán a hacer un inventario de materiales, marcas y telas —dijo Bernardo, con un tono tan profesional que hizo que Laura dejara de babear y empezará a temer cometer un error—. Necesito cosas exactas, así que, si no saben algo, mejor pregunten. No queremos pedir mal las prendas.
En la mesa había dos tabletas que Laura y Ginna tomaron como si fueran reliquias sagradas. Laura respiró profundo y, con la determinación de quien intenta disimular un crush gigantesco, se puso en modo profesional.
Durante las siguientes cinco horas, trabajaron sin descanso. Ximena se convirtió en la encargada oficial de cumplir los deseos del "señor perfección", desde café hasta llamadas, mientras Ginna y Laura anotaban cada detalle como si el destino del mundo dependiera de ello.
El pedido era para un traje de novios, pero para Laura, la verdadera misión era otra: no desmayarse frente a su sueño húmedo con corbata.
—¿Cuándo podremos conocer a los protagonistas de tan importante evento? —Ximena preguntó con curiosidad.
En Pliegues Rosas, era común que las grandes personalidades llegaran a pedir sus vestuarios, como si la boutique fuera el equivalente textil de una estrella Michelin. Incluso era normal que los eventos se realizarán en alguna de las muchas propiedades de Bernardo.
Lo que no era normal, para nada, era que Bernardo estuviera metido hasta el último alfiler en cada detalle para vestir a los novios. ¿Un hombre de su calibre eligiendo telas y botones? Eso era como si un chef de renombre internacional se encargara de pelar las papas.
—Será un evento privado. Pero seguiré usando sus servicios, así que pronto lo sabrán.
Sonrió sacando suspiros a las chicas.
—Es hora de descansar. Me retiro. Por favor pasen al comedor de la empresa, la comida corre por mi cuenta. Acompáñame Ximena.
En cuanto la puerta se cerró, Ginna y Laura dieron un grito de emoción. No lo podían creer. Aunque durante la estadía de Bernardo no dijeron ni una sola palabra ahora podían presumir que estuvieron con él.
—¡Nena, estoy que muero! —Gritó eufórica Laura.
—Te lo mereces, a que no imaginaste conocerlo así, y tu fantaseando en la fiesta con él. Esto se lo tenemos que contar a los chicos.
Ginna sacó el celular para textear en el grupo, en cambio Laura lo sacó con la esperanza de tener noticias de Ernesto. Fue doloroso ver que él no le escribió. Se sacudió la cabeza, esa idea no le iba a arruinar el hecho de haber conocido a Bernardo Rojas y que comería en la cafetería de esas oficina que de lejos se veía carísima.
Lo que no sabía nuestra protagonista, es que en ese mismo edificio, Ernesto se encontraba esperando a su hermano, para ir a comer juntos. Terminaba una llamada que lo ponía nervioso. Del otro lado de la línea una voz femenina le confirmaba su pregunta.
—Tres meses, ese fue el trato.
Él colgó la llamada y quedó paralizado, como si la vida hubiera decidido ponerse interesante en el peor momento posible.
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