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Rituales

Días después, mi padre y yo fuimos a ver a Adam. Apenas lo vi, supe que algo estaba mal. Su rostro reflejaba un cansancio que iba más allá de lo físico. Con un suspiro pesado, nos confesó que había intentado pedir permiso para enterrar a su hija, tras mucha insistencia, finalmente se lo permitieron, pero sin el ritual fúnebre. Solo le dejaron enterrar a Iris en un lugar alejado, en la parte trasera del cementerio.


—Lena, hay algo que necesito decirte...


—¿Qué sucede, Adam?


—Cada vez que te veo, no puedo evitar ver a Iris. 


—Adam, yo... no sé qué decir.


—Desde que supe lo de Iris, siento que algo dentro de mí se rompió, yo pensaba que ella estaba bien  o, al menos, viva. Debería haberle prestado más atención, haberle enseñado a ser más cuidadosa. Ahora es como si una parte de mí hubiera muerto con ella.


Me hundí en el sofá, sintiendo que la presión en mi pecho se hacía más intensa con cada respiración. Mis ojos se llenaron de lágrimas, y la garganta se me cerró, incapaz de contener el llanto que surgía desde lo más profundo de mi ser. Quería llorar, dejar que el dolor por la partida de Iris fluyera libremente, pero me aferré a la determinación de mantenerme fuerte, aunque el llanto inminente parecía desbordarse con cada latido.


—Adam... lo siento tanto.


—Enterré a Iris yo solo. No me permitieron hacerle un altar, ni un ritual de despedida, hice lo que pude.


El silencio que siguió fue ensordecedor. El mundo pareció detenerse por un instante, pero las palabras continuaron resonando en mi mente, como si no pudiera comprenderlas del todo.


—¿Y la ceremonia? —mi voz salió rota, sabiendo ya la respuesta, pero necesitando escucharla.


—No hubo —respondió Adam, suspirando como si el peso de la verdad fuera demasiado—. Se pidió que no hubiera. Darius dijo que era lo mejor, dijo que no había cádaver así que no había necesidad de una ceremonia... Además, la gente del pueblo estuvo de acuerdo, decían que no le podían dar un entierro con una ceremonia de despedida de luz a un ser de oscuridad.


El aire se volvió denso, y sentí la rabia asomarse. Sin pensarlo mucho, me levanté. Sabía lo que tenía que hacer.


—No te preocupes Adam, te prometo que lo voy a hacer —le dije a mi padre, con la mirada fija en la puerta.


Él me observó por un segundo, con esa expresión que siempre lleva cuando sabe que no puede detenerme.


—Está bien —dijo finalmente.



El camino fue largo, silencioso. La noche había caído completamente cuando llegamos al cementerio. Era un lugar desolado, tan lejos de la aldea que parecía olvidado. Pero allí estaba la tumba de Iris. La tumba era nueva, con la tierra aún fresca y ligeramente abultada sobre el lugar de descanso. Una lápida sencilla de piedra gris se erguía en la cabecera, con el nombre grabado en letras cuidadas, aún nítidas y claras. A su alrededor, flores recién colocadas añadían un toque de color al ambiente sombrío, sus pétalos vibrantes contrastando con la piedra fría. El aire estaba cargado de una quietud solemne, y el silencio del cementerio parecía honrar la memoria de quien yacía allí.


Me arrodillé junto a la tierra recién removida, cerré los ojos y dejé que las palabras antiguas fluyeran de mí. Mi voz fue un susurro, un rezo para guiar a Iris en su camino.


—Que encuentres el camino en la noche y en el día, Iris.


Un nudo se formó en mi garganta, pero no podía detenerme. Coloqué el altar al pie de la lápida, con cuidado, y luego encendí las velas una por una, colocándolas en círculo alrededor de su tumba. La luz suave de las llamas danzaba en la oscuridad, iluminando el nombre de Iris en la piedra.


Saqué un pergamino que había preparado y lo desenrollé, mis manos temblaban un poco, pero sabía que esto era lo que Iris merecía. Respiré hondo y comencé a leer en voz baja, con cada palabra fluyendo desde lo más profundo de mi corazón.


—Iris, mi querida amiga, que tu espíritu encuentre paz y luz en su camino. Que las estrellas te guíen en la oscuridad y que la tierra te abrace con amor. No estás sola porque siempre estarás en nuestros corazones.


El viento susurró entre los árboles mientras recitaba el ritual de despedida, y por un momento sentí como si Iris estuviera allí, escuchándome. Coloqué algunas flores sobre la tumba, y por fin, permití que las lágrimas que había estado conteniendo cayeran. Sabía que Adam no había podido hacer esto por ella, atrapado en su propia tristeza y con un pueblo en contra, pero ahora, Iris tenía su altar, su despedida y su luz.


Cuando nos disponíamos a irnos, algo rompió la tranquilidad. Vimos a dos figuras acercándose entre las sombras. Mi corazón se aceleró al reconocer a Darius y a su padre, Eldric. Estaban en el cementerio, examinando el terreno con una actitud calculadora.


—Mira eso —murmuró Darius, señalando hacia nosotros con una expresión de desdén.


Eldric, con su porte imponente, frunció el ceño al ver las velas y el altar que había montado. Su rostro se endureció y pude sentir la tensión en el aire.


—¿Qué hacen ahí? —preguntó Eldric, su voz cargada de enojo.


Eldric, de mediana edad, era un hombre cuya apariencia mezclaba un atractivo inesperado con una inquietante aura de crueldad. Su rostro, surcado por líneas profundas que hablaban de años de decisiones implacables, mantenía un perfil distintivo, con una mandíbula fuerte y rasgos marcados que le conferían un aire de autoridad. Aunque su cabello rubio comenzaba a mostrar signos de canas, estaba bien cuidado, lo que añadía un toque de sofisticación a su presencia.A pesar de su carácter sádico y su reputación temida en la aldea, Eldric tenía un atractivo que no pasaba desapercibido, especialmente entre las mujeres mayores y eso hacía que ganara más votos de apoyo. Su porte erguido y su mirada intensa, a menudo enmarcada por una mueca calculadora y cruel, eran características que, en un extraño contraste, le conferían un aura magnética. El equilibrio entre su atractivo físico y su despiadado carácter creaba una combinación fascinante, un magnetismo oscuro que era difícil de ignorar. Su capacidad para ejercer control y su aire de sofisticación hacían que su presencia fuera tan intrigante como inquietante.


—Vamos a ver qué están haciendo —ordenó Eldric, comenzando a caminar hacia nosotros con pasos firmes y pesados.


Darius lo siguió, su expresión marcada por una mezcla de frustración y curiosidad. Los dos se acercaban con una determinación que me hizo temer lo peor. Miré a mi padre, que estaba a mi lado, y sentí que el ambiente se volvía aún más tenso. 


—¿Qué haces aquí, Hades? —escupió el padre de Darius, con esa sonrisa amarga que siempre llevaba en la cara—. Pensé que no creías en sitios sagrados.


—Mis creencias solo me pertenecen a mí —respondió voz firme, cada palabra cargada de una advertencia.


No quería verles, sin embargo, todo el mundo en el pueblo había votado por no hacerle un ritual y su altar a Iris, instintivamente, me puse delante del altar, posicionándome delante de las velas y la tumba. El temor a que intentaran desmantelar lo que había preparado me hizo posicionarme con firmeza.


Darius se plantó frente a mí, su presencia imponente bloqueando mi visión del altar. Miró fijamente las velas y el pequeño altar que había preparado, sus ojos cargados de desdén.  La amenaza era clara: su simple presencia y la forma en que contemplaba el altar eran suficientes para que sintiera el peso de su intención de desmantelarlo. Mi corazón latía con fuerza mientras me interponía entre él y el altar, decidida a proteger el homenaje que había hecho para Iris.


—Eso que habéis hecho no está bien.


—Vosotros decidísteis que el pueblo no sería participe, pero esto no lo ha hecho el pueblo, esto lo hice yo y esto se queda aquí— dije con voz decidida y desafiante.


—Eldric, Darius, por si no os habéis dado cuenta esto es un cementerio. Lena está aquí para honrar a Iris. 


— El cementerio está reservado para nuestros asuntos para vuestra información. —dijo Eldric, su voz cargada de autoridad.


 —Eldric, este no es un lugar que se pueda "reservar".


El aire se cargó de tensión mientras las palabras flotaban en el silencio del cementerio, el conflicto entre el honor y el poder convirtiéndose en una batalla silenciosa pero palpable.


Darius se rió como si le hubieran contado un chiste.


—No es momento ni lugar para reirse, Darius —dijo mi padre, intentando mantener la calma.


—Oh, claro —respondió Darius con desdén—. Porque todo esto es muy "sagrado", ¿no? Pero dime, Lena, ¿qué sientes ahora que él ya no está? Seguro un gran alivio, ¿no?


Darius obviamente estaba hablando de su hermano, y aunque odiaba admitirlo, el tono con el que se dirigía a mí me helaba la sangre.


—No es momento para provocaciones, Darius —respondí, con la voz más tranquila de lo que me sentía—. No estamos aquí por él, sino por Iris.


—Contéstame —exigió.

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