En lo alto de una cadena montañosa, donde las nubes rociaban los picos, se encontraba nuestra diminuta comunidad, un enclave moderno a pesar de su ubicación remota. Las casas, construidas con una mezcla de piedra y materiales contemporáneos, se alineaban en calles pavimentadas que serpenteaban entre los árboles del bosque antiguo. Las amplias ventanas reflejaban la luz del sol, y pequeños jardines y áreas comunes añadían un toque de confort y funcionalidad a nuestra vida cotidiana.

En las profundidades del bosque, donde la luz del sol apenas lograba penetrar, ocurrían cosas misteriosas que perturbaban a los más valientes. Los rumores hablaban de criaturas y fenómenos inexplicables que desafiaban toda lógica, y se decía que aquellos que se adentraban demasiado lejos nunca volvían. Por esta razón, estaba terminantemente prohibido salir solo, especialmente en la oscuridad. La leyenda local advertía que el bosque tenía una vida propia, una voluntad caprichosa que no dudaba en atrapar a los imprudentes. A pesar de la modernidad de nuestra aldea, la amenaza inminente de esos misterios mantenía a todos en un estado de alerta constante. Las restricciones eran severas, y cualquier violación de las normas de seguridad se tomaba muy en serio. Esta realidad era un recordatorio constante de que, incluso en un lugar tan aparentemente seguro y avanzado, la naturaleza salvaje y enigmática del bosque siempre estaba presente, esperando a reclamar a aquellos que se aventuraran demasiado lejos de la protección de la comunidad.

Yo vivía a las afueras de la ciudad con mi padre, un brujo blanco, conocido por su sabiduría y su equilibrio. Mi madre era una oscura por lo que no podía vivir con nosotros, sin embargo, solía enviar unas pocas cartas al año que llegaban para mi cumpleaños.

Como umbraxis, mi existencia estaba marcada por una mezcla inusual de luz y oscuridad, reflejada en mis ojos grises que, a menudo generaban desconfianza entre otros brujos y hechiceros y aunque nuestra comunidad era moderna y funcional, la gente mantenía una distancia prudente de mí, temiendo la naturaleza ambigua que representaba.

El aislamiento en nuestra sociedad no solo era una cuestión de ubicación, sino también de sentimientos. El origen de mi madre y mi propia condición me separaban de la mayoría de los habitantes. La gente me miraba con desconfianza y evitaba las interacciones más allá de lo estrictamente necesario.

Por eso, cuando conocí a Iris, supe que había encontrado algo raro y precioso. Iris llegó a la comunidad en un momento en que el otoño comenzaba a teñir los árboles de colores cálidos cuando yo tenía 5 años.

Era mi primer día en la escuela y estaba nerviosa. Mis manos pequeñas se aferraban con fuerza al borde de mi mochila mientras observaba a los otros niños corriendo y riendo en el patio. Entre ellos, una niña con un vestido azul y ojos brillantes grises se acercó a mí con curiosidad. Era Iris.

— ¡Hola! ¿me puedo sentar contigo? —preguntó con una sonrisa cálida, como si nos conociéramos desde siempre.

Asentí tímidamente, impresionada por su amabilidad y su energía.

— Yo soy Iris. ¿Cómo te llamas? —continuó Iris, extendiendo su mano hacia mí de manera amigable.

— Soy Lena —respondí con voz suave. Iris me miró con curiosidad por un momento antes de sonreír aún más.

— ¡Qué bien! Vamos a jugar juntas en el patio. ¿Quieres ser mi amiga? —propuso Iris con entusiasmo, como si fuera la cosa más natural del mundo.

Asentí emocionada, dejando de lado mis nervios mientras seguía a Iris hacia el área de juegos.

 Desde ese día, nos volvimos inseparables. Jugábamos juntas en el patio, nos sentábamos lado a lado en clase y compartíamos secretos bajo el árbol grande que encontramos en el patio de recreo.

 Iris hizo que la escuela fuera mucho más fácil y divertida, y desde entonces supe que seríamos amigas para siempre.

A medida que pasaba el tiempo, nuestra amistad creció. Iris y yo nos encontrábamos a menudo en nuestros lugares favoritos como el lago, donde la densa vegetación y los susurros del viento parecían crear un santuario solo para nosotras.

Durante nuestras largas conversaciones y caminatas, compartíamos nuestros miedos, sueños y esperanzas, y descubrimos un entendimiento profundo que solo otro umbraxis en una tierra de luz podría comprender.

Nuestra amistad se convirtió en un vínculo inquebrantable, una ancla en medio de la incertidumbre que rodeaba nuestra existencia.

A través de nuestras experiencias compartidas, nos ayudábamos mutuamente a enfrentar la desconfianza de la comunidad y el temor de lo desconocido. 

Iris me mostró que no estaba sola en mi lucha, y me enseñó que la verdadera fuerza radica en encontrar la luz incluso en los rincones más oscuros de nuestro ser. Cada día que pasábamos juntas, la conexión entre Iris y yo se fortalecía, y con ella, una esperanza de que quizás, algún día, el mundo pudiera aceptar y comprender la complejidad y la belleza de lo que significaba ser umbraxis.