El encierro
Mi madre me condujo por los pasillos de la mansión, y no pude evitar sentirme abrumada por la grandeza del lugar. Las paredes estaban adornadas con tapices lujosos y las luces de los candelabros reflejaban un brillo dorado en el suelo de mármol. Cada habitación que pasábamos parecía más impresionante que la anterior, y no podía ocultar mi fascinación.
—Quiero que veas la habitación que he preparado para ti —dijo Isabelle, mi madre, con una sonrisa que parecía demasiado perfecta. La seguí, intrigada por lo que me mostraría.
Llegamos a una puerta decorada con un elegante relieve, y mi madre la abrió con un gesto teatral.
—Aquí está — dijo, y me invitó a pasar con un movimiento de mano. Mi corazón latía rápido por la anticipación.
Entré en la habitación, admirando la decoración exquisita y el mobiliario elegante. El ambiente era sereno, casi como si estuviera en un santuario privado. Pero algo en el aire me resultaba inquietante. Miré alrededor, tratando de disfrutar el momento, pero la sensación de incomodidad no desaparecía.
—Ponte cómoda.
Me volví hacia la ventana, intentando ignorar la creciente sensación de malestar.
—Gracias—respondí, aunque la duda comenzaba a hacer mella en mi mente.
El sonido del cerrojo deslizándose en la puerta me hizo girar bruscamente. Mi estómago se hundió al ver que la puerta se cerraba lentamente. El click metálico del cerrojo me atravesó como una descarga eléctrica. Mi madre ya no estaba allí; el pasillo fuera de la habitación se había vuelto silencioso y distante.
Me acerqué a la puerta, intentando abrirla, pero el cerrojo no cedió. Sentí cómo el pánico comenzaba a apoderarse de mí, mientras me daba cuenta de que estaba encerrada. Las paredes de la habitación, que antes me parecían lujosas, ahora me parecían claustrofóbicas y opresivas. La realidad de mi situación se asentó sobre mí como un peso insostenible. Me apoyé contra la puerta, tratando de mantener la calma, mientras el eco de mis propios pensamientos resonaba en la habitación vacía.
El pánico comenzó a apoderarse de mí. La habitación, que antes parecía un refugio, ahora me resultaba una prisión. Las paredes, que antes eran elegantes, ahora me oprimían. Sentí un nudo en la garganta, y las lágrimas comenzaron a asomar.
—No, no puede ser...— murmuré, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas. El peso de la situación me abrumó por completo. Desesperada, me apoyé contra la puerta, mi cuerpo temblando con sollozos incontrolables. Cada respiración era un esfuerzo mientras el llanto se desbordaba, y la realidad de mi encierro se asentaba sobre mí con una intensidad dolorosa.
En el silencio de la habitación, el eco de mis propios sollozos era lo único que rompía la calma opresiva. Me dejé llevar por el llanto, sintiendo cómo cada lágrima liberaba un poco del peso que había comenzado a aplastarme.
Habían pasado tres días desde que me encerraron en esta habitación. Cada día parecía un eco interminable de soledad y desesperación. Lo único que parecía llegar a aquella habitación era la comida, que aparecía mágicamente tres veces al día, dejada frente a la puerta sin ningún signo de quién la había dejado.
La comida siempre era suficiente para mantenerme, aunque no era nada lujoso. La comida aparecía fría y sin sabor, como si hubiese sido preparada con la intención de ser lo más insípida posible. Me preguntaba si era una forma de tortura emocional, un recordatorio constante de mi encierro. Cada bocado era una mezcla de sustento y desesperanza, y el acto de comer se volvía una rutina sombría.
Durante el día, recorría la habitación una y otra vez, buscando algún cambio, algo que rompiera la monotonía de mi encierro. Me sentaba junto a la ventana, tratando de distraerme con la vista del jardín exuberante que parecía tan cercano y a la vez tan inalcanzable. Los libros y objetos en la habitación eran mi único consuelo, pero ninguno lograba aliviar la sensación de claustrofobia que me invadía.
Las noches eran especialmente difíciles. La oscuridad de la habitación era implacable, y el silencio se volvía ensordecedor. Mis pensamientos daban vueltas en mi cabeza, alimentando la angustia y el temor. Me acurrucaba en la cama, deseando que el sueño me alcanzara, pero el miedo a despertar en la misma prisión me mantenía en vilo.
Al cuarto día, la desesperanza se convirtió en aceptación dolorosa. Me di cuenta de que nadie vendría a abrir la puerta. Los minutos se transformaron en horas interminables, y la rutina de las comidas mágicamente aparecidas ya no era más que una cruel burla de mi cautiverio.
La revelación llegó con una claridad desgarradora mientras me sentaba en la cama, mirando la puerta con una mezcla de desesperanza y furia. La habitación, una vez lujosa y acogedora, se había convertido en una prisión que se reía de mi impotencia. El cerrojo y la puerta cerrada eran un recordatorio constante de que estaba atrapada en un lugar del que no podía escapar.
Sentí cómo la ira comenzaba a burbujear en mi interior, una llama ardiente que se hacía más intensa con cada minuto que pasaba sin respuesta. La frustración me consumía y, en un acto de desesperación, empecé a golpearla puerta con los puños. Cada golpe resonaba en la habitación con un eco vacío, y el dolor en mis manos no hacía más que intensificar mi rabia.
—¡Déjame salir! —grité, mi voz desgarrándose mientras la furia se apoderaba de mí.
La impotencia se convertía en una fuerza imparable, y la frustración se manifestaba en un estallido de energía que no podía controlar.
Con cada explosión de rabia, sentí cómo mi energía se acumulaba, y mis manos comenzaron a emanar un brillo intenso.
Sin pensarlo, levanté las manos hacia la puerta. Los rayos de energía comenzaron a chisporrotear entre mis dedos, creciendo en intensidad. Mi corazón latía con fuerza, el miedo y la furia se entrelazaban en una tormenta de emoción. La habitación se iluminó con un destello de luz mientras lanzaba un rayo concentrado hacia la puerta.
El impacto fue explosivo. La puerta estalló en una lluvia de fragmentos de madera y metal. El sonido retumbó por el pasillo, un estruendo que finalmente rompió el silencio opresivo que me había envuelto. Los fragmentos cayeron al suelo, y el polvo se disipó en el aire.
Con la puerta destruida, la realidad del pasillo se mostró frente a mí. La sensación de triunfo y alivio mezclada con una ola de agotamiento me envolvió. Me mantuve en pie, respirando con dificultad, mientras miraba hacia el pasillo, lista para enfrentar lo que viniera a continuación.
Cuando la puerta estalló, me quedé en pie en el umbral. El polvo se asentaba lentamente en el aire, y el pasillo más allá de la habitación se mostró por primera vez. Al principio, todo estaba en silencio, pero pronto escuché un sonido que me hizo girar la cabeza: un débil aplauso.
Isabelle estaba en el pasillo, sus manos aplaudiendo de manera casual, casi como si no le importara en absoluto. Su rostro mostraba una expresión aburrimiento, una mezcla de desdén y desaprobación que me hizo sentir aún más furia.
—Vaya, qué sorprendente —dijo Isabelle, su voz cargada de ironía. Su aplauso era mecánico, sin emoción real, como si estuviera haciendo un acto de cortesía más que una celebración—. Pensé que te tomaría menos tiempo llegar a esto.
El reproche en sus palabras era evidente, y el desdén en su tono era casi palpable. Sentí cómo mi furia se reavivaba al ver su actitud despectiva.
—¿Cuánto tiempo crees que necesito para romper una maldita puerta? —respondí, mi voz temblando de ira y agotamiento—. ¿No te das cuenta de lo que me has hecho pasar aquí?
Isabelle levantó una ceja, como si su actitud indiferente fuera una respuesta suficiente.
—Oh, soy plenamente consciente de lo que has pasado —dijo—. Pero, sinceramente, esperaba que fueras más rápida.
Su tono y su actitud me hicieron sentir aún más furiosa. El peso de su indiferencia parecía una burla cruel a mi sufrimiento. Me costó mantener la calma, pero traté de enfocarme en lo que debía hacer a continuación, sin dejar que su actitud me detuviera.
Un brillo sutil envolvió los fragmentos de la puerta, y, ante mis ojos incrédulos, los pedazos de madera y metal comenzaron a reorganizarse y fusionarse. En cuestión de segundos, la puerta estaba de nuevo en su lugar, restaurada a su estado original, como si nunca hubiera sido destruida.
—Impresionante, ¿verdad? —dijo Isabelle con una sonrisa fría—. No quería que el caos te distrajera de tus obligaciones.
Sin darme tiempo para procesar lo que había sucedido, Isabelle se volvió y comenzó a caminar por el pasillo. La seguí con el corazón acelerado, tratando de asimilar la magnitud de lo que acababa de ocurrir. Nos dirigimos a una puerta cercana que llevaba a un baño elegante, decorado con azulejos de mármol y una bañera de diseño lujoso.
—Entremos —dijo Isabelle, abriendo la puerta del baño con un gesto seco—. Necesitas ducharte antes de continuar.
Me miró con una mezcla de autoridad y frialdad mientras lanzaba una pila de ropa negra sobre el borde de la bañera. La ropa era completamente negra: un conjunto de camisa y pantalones, todo de un tono oscuro y uniforme, sin ninguna decoración que rompiera la monotonía. No me dio tiempo para reaccionar y, en lugar de ello, se cruzó de brazos, observándome con una expresión de desaprobación.
—Lávate y cámbiate —ordenó con un tono imperativo—. No tenemos tiempo.
Después de eso, podemos continuar con la conversación que realmente importa.
Su tono dejaba claro que no había lugar para discusiones. Me sentí obligada a obedecer, aún resentida por la forma en que me trataba. Entré en la ducha y comencé a despojarme de la ropa sucia que había estado usando, el agua caliente ayudando a calmar mis músculos tensos. Mientras el vapor llenaba el baño, intenté enfocar mi mente en lo que debía hacer a continuación. El tiempo que pasé en la habitación no había sido en vano; había aprendido a canalizar mi furia y ahora debía prepararme para enfrentar lo que Isabelle tenía planeado para mí.
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