¡Me has encaprichado! ¡Todo mi cuerpo mi grita que estoy desesperado!

En cuanto tus manos se estiran para tocarme, mi corazón gime desamparado, mis músculos se contraen, indefensos, incapaces de defenderse...

¿Que has hecho para convertirme en esto que confundes con un hombre enamorado, pero que es en realidad un hombre ahogado en la obsesión?

¿Es que tus labios no se apiadan de mi, cuando me besan tan despacio?

¿Es que no sientes esa misma frustración, que se apodera de mi cuerpo, cuando te separas de mi?

¿Soy aquel que yace engañado bajo tus famélicas fauces, o soy aquel que se ha aventurado en tu extraña definición de lo que es amor?

¡Respóndeme; pero no confundas mi curiosidad con anhelo, ni mi ferviente necesidad de saber, con aquellos impulsos repentinos que poseen mis manos cuando te tengo! —O cuando creen tenerte— ¡Que maldita confusión!

No me aprisionaras como a una hormiga bajo el negro cielo de un pañuelo, ni frustraras mis planes al sobornarme con tu preciado cuerpo...

Maldigo cada palabra que has susurrado a mi oído, como un pirata que rechaza, al cortar brutalmente su garganta, los cánticos hermosos de una hambrienta sirena.

Te maldigo, y no por haberme hecho tanto daño, si no, más bien, por haberte convertido en la mujer que jamás he amado tanto.