/Capítulo 4/
Cuando Daniel por fin estuvo considerablemente decente y arreglado para salir a algún lugar —sin contar el ematoma de su mejilla, claramente, parecía como si alguien le hubiera dado una gran paliza, y si era sincero, éste pensamiento lo molestaba un poco— salió de su habitación y bajó por las escaleras.
Pero no logró bajar hasta el último escalón sin que una pequeña figura lo interceptara en el camino. Era Adam, de brazos cruzados y los pies separados sobre la madera.
—¿Qué es lo que quieres? —Daniel preguntó, mordazmente y lanzando una mirada molesta, no era que el niño no le cayera mal precisamente, sin embargo su presencia tampoco le causaba agrado.
—¿Quién de tu familia murió? —cuestionó Adam a cambio, completamente ajeno a lo desagradable que podía ser su pregunta.
Daniel arrugó el entrecejo con deje irritado.
—No es tu asunto —contestó rápidamente.
Adam entrecerró los ojos.
—Sólo quiero saber.
—Mmm... Qué pena, no planeo decirte.
—Eres muy aburrido, ¿por qué no quieres decirme?
Daniel se abstuvo de soltar un muy largo y exasperado suspiro, mordió el interior de su mejilla mirando fijamente a Adam.
—No tengo por qué decirte. Sólo deja de molestar, ¿quieres? —volvió a decir.
—¡Pero quiero saber! Eres como yo, también perdiste a alguien importante, ¿no es así?
—Sí...
—Entonces somos parecidos.
—No, no lo somos, tú eres un pequeño niño molesto y yo un adolescente, una cosa no se parece a la otra en nada.
—Pero ambos extrañamos a las personas que perdimos —el tono de Adam había pasado de ser asfixiante e irritante a ser uno triste y delicado, casi como si estuviera pensando cada palabra antes de decirla.
Daniel debía admitir que en parte le recordaba a su pasado, cuando tenía un poco más de su edad (o quién sabía, pues en realidad la desconocía por completo) y se había sentido solo sin su hermano.
Hundido por el pensamiento de que nadie lo comprendía, incluso sus propios padres.
El pensamiento carcomió su mente junto a la culpa y decidió que quizá no le haría daño tratar de ser un poco más amable con Adam.
—Supongo que eso es verdad —murmuró por lo bajo, vacilante. Se quedó en silencio por unos largos minutos y por fin se atrevió a agregar:—. Yo... Perdí a mi hermano.
Adam lo miró con cierta sorpresa, tal vez no había creído realmente que le fuera a contar.
—¿Cómo murió? —preguntó Adam con cautela—. Mi mamá fue asesinada en un asalto.
—Él se suicidó —respondió Daniel, sintiendo una enorme dificultad para decir las palabras que por algún motivo parecían atascadas en su garganta en un apretado nudo.
Adam parpadeó varias veces con aire de incredulidad y escepticismo.
—¿Él se mató a sí mismo? —inquirió, perplejo—, ¿por qué haría eso?
La mirada de Daniel se oscureció.
—Yo me hago la misma pregunta.
En ese momento la voz de su padre, ignorante a su conversación, los interrumpió diciendo:
—Vamos, Daniel, se nos hará tarde si no nos vamos ahora mismo.
—Buena suerte —le dijo Adam, con una sonrisa a medias—, los psicólogos son lo peor.
Danie no pudo preguntarle cómo era que sabía que se dirigía a una consultoría de psicólogo antes de que Adam diera media vuelta y saliera corriendo de ahí.
Mentiría si dijera que eso no le hizo replantearse gravemente la situación en la que él mismo se había metido.
Pero supuso que ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.
Pasó una mano por su pelo y miró como su padre salía de la casa haciendo tintinear las llaves del auto en su mano.
El auto de su padre era de un color blanco y cándido, era compacto, pequeño y sus asientos estaban forrados en una tela azul marino.
Tan pronto como Daniel subió al asiento del copiloto su padre encendió el motor y pronto el auto se puso en marcha.
Daniel miró por la ventana observando los árboles, casas y uno que otro transeúnte que caminaba con lentitud por las calles. Nada interesante que no hubiera visto ya.
—¿Estás bien, hijo? —interrogó cuidadosamente su padre, con su vista fija en el frente y tamborileando con un ligero ritmo sus dedos sobre la superficie del volante.
Daniel se encogió de hombros, indiferente.
—Sí. —contestó a secas, con pocos ánimos de iniciar una conversación.
—Sólo quiero decirte que lo que sea que quieras hablar con nosotros puedes hacerlo, no importa cuán descabellado o complicado parezca, si hablas con nosotros trataremos de hallar una solución todos juntos.
Daniel no pudo evitar preguntarse qué habría sucedido si James hubiera hecho eso. Si hubiera sido más abierto. Si tan sólo hubiera demostrado la tristeza que lo había orillado a acabar con su propia vida.
Porque lo peor de saber de su suicidio fue pensar que quizá ellos no habían sido suficientes, fue creer que tal vez su familia no hizo lo que había que hacer para evitar su muerte.
Sacudió su cabeza alejando esos pensamientos de su mente.
—De acuerdo —respondió, y el resto del trayecto sucedió en un pleno silencio.
Llegaron luego de alrededor de un cuarto de hora a su destino, el auto frenó y aparcó a la orilla de la acera.
Estaban a un costado de un gran y alto edificio, de al menos unos 25 pies de altura y con demasiadas ventanas coloreadas en azul que impedían visualizar su interior. Sus paredes estaban pintadas en un aburrido color gris y habían dos árboles de apariencias similares plantados a su frente.
Bajaron del auto los dos, su padre presionó uno de los botones de sus llaves y el auto produjo un agudo pitido en respuesta. Daniel sólo lo siguió sin prestar demasiada atención a los detalles que lo rodeaban.
El edificio no era tan impresionante como lo era por afuera, y lo era mucho menos al recordar la razón por la que se encontraba allí.
No subieron a ningún ascensor ni tampoco por ninguna escalera, sino que solo viraron al lado este del edificio, donde una puerta de marfil se encontraba, y sobre ésta había una placa dorada que rezaba "Estudio de Lara D'Lasso, psiquiatra" Y en letras más pequeñas añadía: "Esperar en la recepción si no cuenta con una cita anticipada".
Daniel apretó los labios y se obligó a seguir avanzando, se obligó a cruzar la puerta y a sentarse en una de las filas de sillas que se encontraban allí, y esperar mientras su padre hablaba con la recepcionista.
Él pronto volvió con semblante cansado y se sentó a un lado suyo, cruzando las piernas y los brazos.
—Tendremos que esperar un poco —dijo, echando un rápido vistazo al reloj en su muñeca—, al parecer la amiga de tu madre aún no llega.
No le sorprendió del todo a Daniel, si su noción del tiempo era correcta, a penas debían estar dando las 6 de la mañana. Se preguntó qué clase de psiquiatra era esa mujer para abrir su estudio demasiado temprano y no llegar a él a la misma hora.
Pero debía admitir que le sorprendía más el hecho de que ya hubieran un par de personas esperando. Sólo eran a lo sumo unas 7 u 8, la mayoría tenía un rostro inexpresivo, unas manos inquietas y paseaban su mirada de un lado a otro.
Un hombre en particular, de gran altura y edad de unos 30 años, lo miraba fijamente, sus ojos grises y profundos se clavaban en los suyos, e incluso pudo distinguir un matiz de remordimiento y culpa en su postura.
Daniel se removió con inquietud en su asiento y apartó la mirada, y deseó con todas sus fuerzas jamás haber hablado de James. Aunque por otra parte, no se lamentó de ello, le parecía mejor contarle esa clase de situaciones a sus padres y evitar tener ese peso en su mente, que de por sí odiaba mantener un solo pensamiento escabroso sin compartir. Maldición, ni siquiera sabía por que él mismo había sugerido esa idea que ahora se le antojaba ridícula.
"Los psicólogos son lo peor" Había dicho Adam, lo que le hacía preguntarse si acaso el niño había lidiado con ellos una vez que su madre había muerto, lo cual era muy probable considerando que había sido asesinada.
Daniel soltó un suspiro de alivio cuando una mujer no muy delgada y de cara alargada, entró a la recepción, caminaba con paso ligero y aire seguro, su pelo era rubio y estaba recogido en una coleta, pero podían distinguirse unos mechones de pelo castaño bajo toda esa melena dorada.
Ella entró y no miró a nadie, sin embargo, abrió la segunda puerta que se hallaba en la habitación, le dirigió una veloz mirada a su recepcionista y cerró la puerta con ella ya adentro.
Su padre se puso de pie de nuevo y volvió a hablar con la mujer tras el escritorio, ella le hizo un ademán hacia la puerta por la que la rubia había entrado.
Daniel supo que su hora había llegado... Aunque en términos menos tétricos.
Volvió a mirar al hombre de ojos grises, preguntándose que lo había traído allí, pero él ya no lo miraba, sino que veía sus uñas como si fueran la cosa más interesante del mundo y con un gesto sombrío.
—Daniel —llamó su padre.
Él se puso de pie y caminó hasta él. Sus pies le dolían y le pesaban por la idea de que tendría que contarle cosas a una total desconocida, empezando a arrepentirse profundamente de todo eso, pero de igual forma entró al segundo cuarto.
¿Era muy tarde para arrepentirse? Parecía que sí.
La habitación era un poco espaciosa, había un sofá beige y con cojines algo más oscuros apoyado en la pared junto a la puerta, a un costado de éste se encontraba un buró con múltiples e incontables libros encima, y en medio de todo esto se hallaba una silla acojinada, donde la mujer rubia estaba sentada con las piernas cruzadas y con expresión solemne.
—Hola, Robert —saludó la mujer a su padre con una media sonrisa—, hace tiempo que no te veía, ¿cómo está Amy?
Su padre tensó un poco los hombros y Daniel tuvo la impresión de que su apretaba los dientes, aunque desechó la idea cuando al final lo vió encogerse de hombros junto a una ligera sonrisa que se imprimía en sus labios.
—Ella está muy bien, gracias, Lara —respondió él luego de quedarse en silencio por algunos segundos—. Pero como sabes no he venido por eso. Mi hijo, Daniel, nos preocupó mucho la noche anterior —su padre lo miró como para hacer énfasis a lo que decía—, y aunque no tengo la total certeza que él realmente hablara de lo que sucedió ayer pareció bastante dispuesto a intentarlo.
—Que así sea entonces. Pero conoces las reglas, Robert, hazme favor de esperar fuera de aquí.
Su padre removió sus pies sobre el suelo.
—En realidad planeaba irme, debo regresar al trabajo —informó, y mirando a Daniel una última vez agregó:—, tu madre vendrá por tí, no vayas a ningún lado. Pórtate bien, cariño.
Y sin decir más dió media vuelta y salió cerrando la puerta de la habitación detrás de sí.
Daniel se sintió ligeramente incómodo ante la nueva situación en la que ahora se encontraba, y tras un señalamiento de Lara pasó a sentarse en el sofá, cruzó sus brazos y después se retractó y los dejó caer a sus lados.
No le gustaba, decidió, no se sentía bien y le parecía muy ajeno todo ese asunto. Oh, ¿por qué estaba ahí?
¿Terapia? ¿A quién le servía realmente eso? Él no lo necesitaba, estaba bien, ya había superado todo lo de James, ¿cierto? Sólo había tenido un pequeño desliz.
¿Pero quién no lo habría tenido habiendo que ver a un cadáver frente a frente? Aún incluso era capaz de rememorar la pálida piel de ese chico y lo fría que se había sentido al tacto.
Era como una imagen grabada en las paredes de su mente.
—Bueno, Daniel, conoces mi nombre y yo el tuyo, ¿por qué no me cuentas más de ti? —preguntó Lara interrumpiendo sus pensamiento con un tono impostado de palabras suaves y dulces.
Pero Daniel no respondió, miró sus zapatos y se frotó las manos. No la ignoraba a propósito, pero ahora no paraba de pensar en que quería salir de ahí lo más pronto posible.
¿A quién se le ocurría que ir al psicólogo era una buena idea? Vamos, había que estar muy loco para aceptar eso.
Oyó como Lara soltaba un suspiro casi imperceptible, como si estuviera leyendo sus pensamientos.
—Está bien. En vista de que no pareces querer hablar entonces hablaré yo —decidió usando un remarcado acento inglés en el que antes no había reparado Daniel—. Mi nombre completo es Lara Sukey D'Lasso, pero odio mi segundo nombre. Tengo dos gatos y soy divorciada, ¿qué me dices tú, Daniel?, ¿tienes mascotas?
—Hum, tenía una, pero murió atropellada —contestó con aire monótono, recordándola fugazmente. Sacudió la cabeza y se puso de pie de un salto—. ¿Sabe qué? Creo que no quiero estar aquí y esto fue un error, incluso me siento mejor, quizá debería volver...
—Mis gatos se llaman Cascabel y Alé —le interrumpió una vez más Lara, haciendo caso omiso a su último comentario—. ¿Cómo se llamaba la tuya?
—Brooke, tenía 2 meses conmigo cuando murió —contestó Daniel a pesar de todo, frunció el ceño—. ¿Qué importa eso?
Lara enarcó una ceja.
—Bueno, seguro que él está en un lugar mejor ¿no lo crees? —Daniel asintió sin darle importancia, sólo para evitar poner los ojos en blanco ante la gran exasperación que comenzaba a sentir— ¿Y que me dices de...?
—¡No quiero hablar de eso! —exclamó Daniel, frustrado—, sé que fue mi idea venir a aquí pero empiezo a creer que tal vez no fue la mejor...
—¿Por qué dices eso?
—Porque estoy bien, no tengo problemas, no sé que me hizo creer que los tenía.
Lara se puso también de pie, colocando las manos por detrás de su espalda y ladeando un poco la cabeza.
—Quizá el chico que murió de forma similar a tu hermano te haya hecho creer eso.
Daniel la miró, perplejo, principalmente por el hecho de que ella tenía tanta sensibilidad como un pedazo de madera, aunque no sólo era eso por lo que se sentía desconcertado.
—¿Qué? —preguntó, pestañeando con fuerza.
Fue el turno de Lara de verlo confundida.
—¿No lo sabías? —cuestionó ella con genuina sorpresa.
—¿Saber qué?
—Sobre lo que ocasionó la muerte del chico de tu Instituto.
Daniel sabía que iba a obtener todo menos la respuesta que esperaba, sin embargo aún así se sentía en la obligación de preguntar:
—¿Cómo murió?
Lara tragó saliva con dificultad y rehuyó su mirada hacia el suelo.
—Él se suicidó.
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